Evidentemente, para analizar las percepciones e intuiciones de los pueblos cuyos Estados han perpetrado prácticas sociales genocidas, deberemos explorar los escasos elementos cuya consistencia conceptual nos permitan confluir en algún tipo de conclusión compatible con la sensibilidad del tema.
Esto, que parece una obviedad, excluye proclamas, salmos, exteriorizaciones y especulaciones manifiestamente primarias que, lamentablemente, son las que mayor difusión adquieren por el generoso espacio que reciben las prédicas racistas, conservadoras y represivas en el mundo entero.
Lo que Zaffaroni denomina “la criminología mediática”[1], esto, es la construcción masiva de un otro peligroso que encuentra siempre una cobertura discursiva binaria que avale este tipo de creencias.
En buen romance, si no se es capaz de reconocer que se cometen verdaderas cruzadas de exterminio, es imposible experimentar otra sensación que la justificación de los hechos perpetrados, en lo que constituye, en sustancia, una negación más o menos explícita, respecto de los mismos[2].
Entre el “por algo será”, moneda corriente en la jerga de gran parte de la indiferente sociedad argentina durante la década del 70’, y el “tea party” conservador estadounidense, se extiende un invisible nexo cultural basado en la negación, enmarcado por la “inseguridad” y avalado por el “miedo al otro” como único soporte teórico, legitimante de las prácticas  de aniquilamiento dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Sin embargo, existen otras maneras de problematizar la cuestión de las consecuencias del genocidio en la conciencia y la realidad social, política y económica de los pueblos de los Estados ofensores, un aspecto también central si aspiramos a concluir acerca de las respuestas posibles en casos de delitos contra la humanidad, superadoras del neopunitivismo dominante hasta la fecha.
Cuando los estudiosos y analistas se preguntan por qué han ocurrido tantos genocidios y por qué los mismos se han repetido en situaciones tan diferentes y en contextos tan diferenciados, las respuestas sociológicas y jurídicas tienden a reiterar las explicaciones habituales, apelando a categorías tales como la gestación de condiciones de probabilidad, la necesidad de la modernidad de dirimir sus contradicciones a través de episodios que emulan la guerra,  la falta de tradiciones democráticas consistentes o  la aparición del racismo[3].
Todo eso es rigurosamente cierto, como ya hemos visto. Pero no alcanza para analizar los sistemas de percepciones, representaciones y creencias hegemónicos en las sociedades cuyas burocracias han ocasionado las prácticas de exterminio, especialmente, una vez que el tramo del genocidio que coincide con el aniquilamiento ha transcurrido.
Ya hemos revisado que el genocidio es un medio con arreglo a fines, absolutamente racional, dotado de su propio metarrelato, que reitera determinadas etapas y genera sus propias técnicas de neutralización.
Ahora podemos sumarle el producto de esa ingeniería social alienada, capaz de creer artificialmente en el orden  establecido como un valor fundante de la convivencia, y, por el contrario, al des-orden de lo ambivalente o la ruptura del orden establecido como una amenaza a la propia subsistencia, que autoriza a actuar en legítima defensa de la misma sin límite ético o legal alguno.
La estigmatización de lo nuevo y lo diferente difumina, “embrolla y opaca”, los límites de esa reacción. Por lo tanto, la “reacción” no reconoce límites, y puede expresarse mediante el recurso a las prácticas más terribles de eliminación discriminada y sistemática del otro indeseable[4].
En ese marco psicológico social, el discurso se unifica, se vuelve abrumadoramente simplista, adquiere su propia lógica y se reproduce como parte de lo razonable, del “sentido común” hegemónico.
El “enemigo del orden” siempre estará acechando, a menos que -literalmente- se le elimine de la faz de la tierra.
Habrá -siempre- una cobertura formal jurídica presta a establecer respuestas punitivas, no importa cuan regresivas las mismas resulten, que contarán con el mismo grado de adhesión; y habrá también, lógicamente, un discurso dominante que  justificará el espanto, a partir de la producción de un “sentido común” de esa o esas sociedades que sintetizará lo peor de las tradiciones primitivas y antidemocráticas.
El “costo” ulterior de los genocidios, no hay dudas que lo pagan principalmente las víctimas. Pero como muchas veces las víctimas se encuentran fuera de la sociedad genocida, en ese caso los costos son mínimos para la sociedad agresora. Las víctimas se invisibilizan, se mediatizan y banalizan[5].
Forman parte de las narrativas parroquianas ocasionales, se relatan en clave binaria y simplificada, se crean mitos y leyendas que dotan los ataques de un contenido épico singular.
En definitiva, esos costos son escasos, contingentes, en principio no integran la relación costo-beneficio que construye el genocida. Por lo tanto, la sociedad genocida disfruta de enormes beneficios y solamente paga costos módicos como tal, casi sin reparar en su propia culpa[6].
Pero cuando las víctimas, en cambio, pertenecen a la misma sociedad que los ofensor, la ecuación cambia drásticamente.
Los costos se vuelven altísimos, y generalmente los pagan las generaciones posteriores.
La historia demuestra que los genocidios ideológicos -o, en nuestro caso, los reorganizadores- han impactado directamente en la cotidianeidad de las sociedades perpetradoras, en su conciencia, sus actitudes, su convivencia armónica, su vida cotidiana, sus reacciones y hasta su estructura económica.
La idea es, en este caso,  intentar describir consecuencias que, como ya hemos adelantado, impactan en el sistema de creencias de la propia sociedad donde han ocurrido los genocidios, condicionan sus perspectivas e intuiciones, resignifican sus lógicas y las vuelven huidizas, negadores, luego profundamente culpógenas y por último vindicativas, refractarias de los propios procesos de aniquilamiento que –explícita o implícitamente- habrían tolerado o aceptado.
Así como el genocidio deconstruye, desagrega el espíritu solidario, la tolerancia respecto del otro, los sueños colectivos, la idea de un destino común, y los sustituye por una cultura hedonista, consumista, superficial, profundamente individualista y narcisista, el recurso de ese conjunto de hábitos y sensaciones, vuelve a cambiar dramáticamente en gran parte de la sociedad cuando se revisa el pasado, cuando se reescribe la historia de la catástrofe, cuando aparecen los nombres de los culpables, cuando se establece, en definitiva, que han asistido, como sociedad, a un genocidio perpetrado dentro de sus propias fronteras[7].

[1] “Criminología mediática: un análisis de caso”, Clase Inaugural. Segundo Cuatrimestre de 2011, Facultad de Derecho, UBA disponible en http://www.derecho-a-replica.blogspot.com/, edición del 23 de agosto de 2011.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 451.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, pp. 341 y 447.
[4] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 463.
[5] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 461.
[6] Chalk, Frank; Jonassohn, Kart: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 536.
[7] Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2008, p. 310.

La noción de “Derecho penal mínimo” debe analizarse a la luz de la profunda crisis que exhibe el derecho penal liberal, tanto a nivel internacional, como interno de las naciones. Esa crisis puede ser leída en diferentes claves y a través de una multiplicidad de parámetros.

Hemos explicado ya de qué manera el derecho penal de la globalización está jaqueado por un binarismo propio de lógicas castrenses, que se autolegitima recurriendo a las categorías predecimonónicas de intimidación y  retribución[1].

Ese cuadro de situación ha naturalizado un estado permanente de excepción  del derecho penal que, entre otras calamidades, ha sido víctima de una hipertrofia irracional -de cuño pampenalista-, absolutamente desformalizada. Eso ha dado lugar, a su vez, a una utilización descontrolada y asimétrica de la pena de prisión como forma hegemónica de resolución de los conflictos sociales (que victimizan no solamente a individuos sino a colectivos sociales enteros), y un consecuente relajamiento de las garantías y derechos individuales[2].

Ensayar un concepto de Derecho penal mínimo supone, en primer lugar, comprender su multidimensionalidad e interdisciplinariedad, que le confieren perfiles e improntas no siempre unívocas, y que establecen respecto de su naturaleza y alcance, diferencias que no son menores.

El Derecho penal mínimo implicaría, en sustancia, concebir al derecho penal como la última alternativa (ultima ratio) a la que debería apelar una sociedad para resolver los conflictos sociales; esa última alternativa, a su vez, debería contemplar, desde el punto de vista procesal y constitucional, el respeto más estricto a los derechos y garantías de los particulares; debería también restringirse en sus fines a la prevención especial, tendiendo a la reintegración e inclusión social de los perseguidos y condenados;  delimitar el horizonte de proyección de las penas y castigos institucionales; sostener la previsibilidad y controlabilidad de los actos del Estado a partir de concebir las funciones jurisdiccionales como acotantes del poder punitivo; y articular la mayor cantidad posible de alternativas a la pena de prisión, especialmente estrategias de negociación, mediación y otros dispositivos de justicia restaurativa y/o transicional.

Estas formas de concebir los fines del Derecho penal, y especialmente de las penas, que opera como una “fórmula adecuada de justificación” que fija los límites a la potentia puniendi de los Estados, deviene un piso innegociable de garantías, propio de un Estado Constitucional de Derecho, en tránsito hacia un Estado sin Derecho penal[3].

Se justifica, de esa manera, la pena de prisión (el brutal elemento conceptual que distingue al derecho penal de los demás saberes jurídicos) como un mal menor respecto de reacciones desformalizadas propias de una anarquía punitiva, que se sustenta únicamente en una concepción agnóstica o negativa de las penas, y se impone con estricta sujeción a los paradigmas de Derechos Humanos que surgen de los tratados y convenciones internacinales que forman parte de los derechos vernáculos[4].

En última instancia, el Derecho penal mínimo encuentra su razón de ser en la evitación de la venganza privada y pública, que no es otra cosa que la guerra de todos contra todos, una especulación que puede conducir a pensar al derecho penal como la protección del más débil contra el fuerte, antes que como una superestructura formal destinada a reproducir las relaciones de poder y dominación, que debe ser legitimada únicamente mientras la estructura injusta de las sociedades imperiales y la relación de fuerzas sociales desfavorable no indique que ha llegado la hora de la abolición del sistema penal.

Dicho en otros términos, todo reformismo tiene sus límites si no forma parte de una estrategia reduccionista a corto y mediano plazo, y abolicionista a largo plazo[5].

Algunos autores, empero, han sostenido que el minimalismo penal no puede disociarse de la existencia de un Derecho penal humanizado, circunscripto a una intervención excepcional en aquellos casos en que se vulneren bienes jurídicos fundamentales de una sociedad.

Otros, en cambio, concebimos al Derecho penal mínimo exclusivamente como una alternativa táctica, condicionada por la relación de fuerzas sociales y la hegemonía cultural del capitalismo mundial, en cuyo seno se agudizan las contradicciones fundamentales; como un paso a favor de la profundización de las reformas democráticas institucionales y sociales propias del Estado Constitucional de Derecho, que significan el acceso constante de más ciudadanos a más derechos.

Ese Estado Constitucional de Derecho, que incorpora a los derechos internos los pactos, tratados y convenciones que en materia internacional rigen y dan certeza a las relaciones internacionales, constituye una base mínima de legalidad. Absolutamente progresiva, sin dudas, pero que todavía debe evolucionar necesariamente hacia formas más civilizadas y menos violentas de dirimir las controversias humanas, rol éste para el cual el derecho penal ha demostrado su inveterada torpeza a lo largo de la historia[6].

Desde esta perspectiva, el Derecho penal mínimo es, necesariamente, interdisciplinario, ya que incardina reglas de derecho realizativo, normas de derecho de fondo y estrategias unitarias en materia criminológica y  político criminal, todas ellas destinadas a una interpretación pro homine del derecho penal existente, al que, además, se lo prefiere acotado a su condición de ultima ratio[7].

 


[1] Ver página 6 de esta misma investigación.
[2] “Pues bien, la crisis actual del derecho penal producida por la globalización consiste en el resquebrajamiento de sus dos funciones garantistas: la prevención de los delitos y la prevención de las penas arbitrarias; las funciones de defensa social y al mismo tiempo el sistema de las garantías penales y procesales. Para comprender su naturaleza y profundidad debemos reflexionar sobre la doble mutación provocada por la globalización en la fenomenología de los delitos y de las penas: una mutación que se refiere por un lado a la que podemos llamar cuestión criminal, es decir, a la naturaleza económica, social y política de la criminalidad; y por otro lado, a la que cabe designar cuestión penal, es decir, a las formas de la intervención punitiva y las causas de la impunidad”.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Estructura básica del derecho penal”, Editorial Ediar, 2009, p. 37.
[4] Zaffaroni - Alagia - Slokar: “Derecho Penal. Parte General”, Editorial Ediar, Buenos Aires, p. 50.
 
[5] Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social Por un concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario "Criminología crítica y sistema penal", organizado por la Comisión Andina Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de Septiembre de 1990, disponible en http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf
 
[6] Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, 2004, p. 127.
[7] Carnevali Rodríguez, Raúl: “Derecho Penal como última ratio. Hacia una política criminal racional”, Revista Ius et Praxis, Año 14, N° 1, p. 13 a 48, disponible en http://www.scielo.cl/pdf/iusetp/v14n1/art02.pdf

La aparición del poder punitivo de los Estados como un dato constitutivo y constituyente de la conducta genocida, según se deriva de las definiciones transcriptas, permite hacer algunas consideraciones tendientes a profundizar este concepto.
La primera de ellas es la convicción imperante acerca de que los Estados fuertemente centralizados donde se han protagonizado este tipo de políticas públicas de aniquilamiento en la modernidad,  han sido Estados no democráticos.
Por supuesto, menuda tarea tendríamos para caracterizar, con estas categorías,  la destrucción de Dresden mediante un innecesario y brutal bombardeo aliado durante la segunda guerra, el lanzamiento de bombas atómicas sobre la población civil de Hiroshima y Nagasaki, y las matanzas indiscriminadas en Vietnam.
En estos casos, aunque aceptáramos que los ataques masivos no se perpetraron en países democráticos, sí en cambio  fueron llevados cabo por una potencia que se presume democrática. Peor aún: se autodenomina la primera democracia del planeta. Respetando el marco temporal que propone la cita, habré de omitir entonces toda referencia a los trágicos sucesos de Irak y Afganistán, que arrojan la misma perplejidad e inauguran las políticas públicas de exterminio durante este siglo.
La segunda reflexión apunta a encontrar denominadores comunes que permitan explicar las causas por las cuales un Estado desarrolla prácticas genocidas.
Ya hemos abundado en la necesidad de incorporar al análisis del genocidio sus objetivos permanentes de deconstrucción y reorganización de relaciones sociales, declinando la tentación reduccionista de asumirlo como hitos de excepcionalidad de la historia de la humanidad, atribuible únicamente a designios extremos y aislados de crueldad, maldad o perversión de los ejecutores.
Este tipo de ejercicios de simplificación encierra un objetivo ideológico claro, ya que resulta un razonamiento “que exonera a todos los demás y especialmente a todo lo demás… Cuanto más culpables sean ellos más a salvo estará el resto de nosotros”[1].
Por ello, es necesario entender al genocidio como una tecnología de poder vinculada inexorablemente con la exacerbación del poder punitivo de los Estados, destinado a reorganizar una determinada sociedad sin la presencia de los indeseados.
Si mejor se prefiere, como la expresión más destructiva de la violencia, en la que los Estados poderosos utilizan la ideología como sustento de sus actos criminales, desatando su agresividad en un plan sistemático e inexorable para aniquilar a un pueblo[2].
Mientras más marcadas sean las características policíacas de los Estados, menos incidencia cultural y social tendrá el paradigma del Estado Constitucional de Derecho, y en esas condiciones de máxima tensión política existen muchas más posibilidades que un Estado recurra a prácticas  genocidas[3].
Podríamos añadir, y así lo postulamos como eje de las políticas a articular para prevenir los crímenes de masas, que a mayor consolidación de la democracia, habrá menos posibilidades de que se perpetren este tipo de crímenes horrendos, y viceversa.
Por ende, el fortalecimiento de discursos y prácticas en favor de la tolerancia y el respeto frente a la diversidad, el multiculturalismo, el pluralismo y la otredad como articuladores de la vida cotidiana, deberían operar como ejercicios de anticipación consistentes frente a cualquiert  intento genocida.
La convivencia armónica, la disminución de los indicadores de violencia, la construcción de discursos tolerantes y la profundización del Estado de Derecho son el mejor dique de contención para estas pulsiones mortales.
Los mencionados procesos de radicalización ideológica, entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[4], van desde las tentaciones racistas hasta la asunción de la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un deber de identidad nacional, elemento éste muy presente en el imaginario y las narrativas de los genocidas argentinos[5].
Estas lógicas militarizadas, aunque primitivas, no son originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que asolaron a la humanidad[6].
El prevencionismo radical que traducen las gramáticas y las prácticas policiales del imperio, instalan una lógica de la enemistad respecto de los “diferentes”, verdadero germen de los genocidios, imposible de distinguir de otras lógicas pretéritas en las que se basaron  grandes aniquilamientos de la modernidad.
Por ello, los momentos que preceden estos crímenes, y las percepciones ulteriores de las víctimas integran también el concepto de genocidio, si seguimos la caracterización procesual de Lemkin y de otros pensadores contemporáneos, que advierten sobre la reiteración y reproducción de prácticas previas que consisten en destruir el entramado social y las relaciones de cooperación y solidaridad preexistentes, con el objetivo de reorganizar mediante la violencia el orden que ha de sobrevenir luego de perpetrados los crímenes masivos[7].
Inseguridades, incertidumbres, transformaciones repentinas de la estructura social, modificaciones en las relaciones de poder, derrotas, en fin, miedos, se metabolizan entonces como “amenazas” atribuibles a un “otro” (generalmente corporizado en minorías raciales, religiosas, nacionales o políticas) con cuyas particularidades identitarias no se puede convivir a riesgo de perder lo conseguido.
Por lo tanto, es probable que ese entramado de condiciones objetivas y subjetivas,  posibiliten que el odio, los prejuicios o los miedos se sinteticen y se sincreticen respecto de un “otro”, un “distinto”, que pasa a ser percibido como el origen de todos los males por el Estado dominante, y su sociedad, y convertirse en sujeto pasivo de la expiación.
La posibilidad de “identificar” a un tercero como el causante de nuestros males es un ejercicio de simplificación al que el ser humano viene echando mano desde los albores de la humanidad, pero además es una forma de los poderes punitivos desbocados de legitimar la venganza.
Al miedo animista de las civilizaciones primitivas le siguió el miedo religioso del medioevo, sustituido por el miedo al Leviatán, y luego por el miedo al otro durante la modernidad[8].
Como dice Freud, ante situaciones de máximo sufrimiento, se ponen en marcha en el ser humano determinados mecanismos psíquicos de protección[9].
Esos mecanismos psíquicos de protección, claro está, también -y con mucha mayor razón- deben abarcar los sentimientos de las víctimas de los genocidios, si queremos completar un concepto abarcativo, holístico, de los mismos.
Estados autoritarios, precondiciones objetivas y subjetivas, tentativas autoritarias de legitimación de la venganza, fascistización de las relaciones sociales y  miedos abismales, se imbrican en la connotación procesual que le adjudicamos al crimen masivo, que no se agota en el momento en  que se perpetra la matanza, sino que lo trasciende e incluye la generación de las condiciones previas y también los cambios culturales, sociales y psicológicos ulteriores en el caso de las víctimas,  los sobrevivientes y los perpetradores.


[1]  Bauman, Zigmunt: “Modernidad y Holocausto”, Sequitur, Toledo, 1997.
[2]  Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 17.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención delos crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en hptt//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf, publicado luego como “Crímenes de Masa, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2010, Buenos Aires.
[4]  Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[5]  Gutman, Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
[6]  Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 463.
[7] Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, p. 52.
[8]  González Duro, Enrique: “Biografía del miedo”, Debate, 2007, pp. 15, 42 y 73.
[9] Freud, Sigmund: “El malestar en la cultura”, www.librodot.com, 2002, p. 15, disponible también en http://isaiasgarde.myfil.es/get_file?path=/freud-sigmund-malestar-en-la-cu.pdf


Un artículo de Nazanin Armanian, original del diario Público.
 
 
 
Tayyip Erdogan ha desenvainado la espada. Ya tiene la luz verde del parlamento para atacar a Siria (a espaldas de la ONU), y así darle oficialidad a una guerra no declarada contra este país, empezada hace un año, con injerencias en sus asunto internos, sanciones económicas y acogiendo a su oposición armada. El que el líder turco no suelte lágrimas por los civiles oprimidos a manos de las dictaduras arcaicas de Bahréin, Catar, o Arabia saudí, desmonta la vertiente “moral” de su posición respecto al conflicto sirio.
La situación de Siria se ha estancado. Ni gobierno ni oposición son capaces de derrotarse. Tampoco Rusia ha conseguido un acuerdo de transición controlada con Bashar Al Asad, que al contrario de Mubarak o Ben Ali -que fueron arrancados literalmente de sus sillones por EEUU- es un dictador independiente de las potencias.
Que Washington, en estos momentos, se niegue a una intervención directa en Siria se debe a varios factores: que el conflicto no ha dañado sus intereses ni los de Israel; que la opinión publica en su país no es favorable a una nueva guerra; tiene restricciones presupuestarias; vigila el frágil equilibrio entre sunitas y chiitas en la región (¡en Irak entregó el poder a los chiitas!), por lo que utiliza a Turquía para contener la influencia iraní y también la de los saudíes; teme un aumento del precio del petróleo; que Rusia, Irán y Hezbolá reaccionarían militarmente; que la oposición siria en el exilio aun no es una alternativa a Asad, ni cuenta con el apoyo interno, y que su núcleo central es salafista; quizás sea cierto que hay un acuerdo entre Obama y Putin, según el cual la OTAN no atacaría a Siria, a cambio de que Rusia mantuviera abiertas las rutas del suministro para las tropas de la Alianza en Afganistán desde Pakistán y la Red de Distribución del Norte, que pasa por Kirguizistán; y sobre todo porque Barak Obama, tras los fiascos de Irak y Afganistán, está optando por no implicarse directamente en los conflictos, y las delegue a los drones, los ejércitos aliados, y los mercenarios (empresas privadas de hacer la guerra a la carta), para que le hagan el trabajo a cambio de una trozo del pastel.
La visión simplista de EEUU que reduce los cambios en un país con la expulsión del demonizado jefe del estado en cuestión agrava el panorama. Una intervención militar, aunque derroque a Asad, no pondrá fin al conflicto, sino que sumirá al país en una prolongada guerra interetnica e interconfesional que se extenderá por toda la región.
Eso es justo lo que busca Al Asad, que el coste de su caída para los enemigos sea caro, carísimo. De momento, ha conseguido que Irak pida a Turquía que desmantele varias bases militares que dispone en su región kurda desde 1990, y que la guerrilla kurda del PKK aumentase sus acciones de terror en las ciudades turcas.
La confusión turca
Tayyip Erdogan, agresor que se presenta como víctima, ha sufrido una fatal metamorfosis, resultado de una mezcla de narcisismo, nacionalismo exacerbado y fanatismo religioso, que le han empujado a dar un paso hacia la catástrofe para su país y toda la región.
Todo empezó cuando Asad rechazó sus recetas de reforma para calmar las protestas de marzo de 2011. La herida de su orgullo se enquistó al ver que tampoco los gobiernos nacidos de las llamadas “Primaveras árabes” siguen el tan proclamado modelo turco, ni son afines a Ankara. Además, su protagonismo había sido robado por el presidente egipcio Mohamed Mursi.
Nervioso, no sólo pidió la dimisión del sirio, sino que se volcó con su derrocamiento. Cometió el grave error de pensar que el régimen de Asad solo necesitaba un golpecillo final para desmoronarse. El apoyo que prestaba a los islamistas sirios dieron el resultado contrario: las minorías religiosas y étnicas, así como una parte de la sociedad que temía una dictadura religiosa, se colocaron al margen de las protestas.
Ahora el escenario más temible es el más probable: un prolongado caos y un conflicto sectario a lo largo de los 912 kilómetros que conforman la frontera meridional turca, y una zona kurda en Siria que aumentaría la ventaja del PKK, y que, en caso de unirse con la región autónoma kurda de Irak, harían realidad la peor pesadilla de Ankara: la creación de un estado kurdo. Y eso sin contar la avalancha de refugiados sirios que originarán problemas de recursos y de seguridad.
Erdogan que sufre un frenesí nacional-sunita con un toque de nostalgias otománicas, fracasa en la principal cuestión de su política exterior que ha sido desbancar a Al Asad, y también en resolver el primer problema del país, la cuestión kurda, que convirtió el 2012 en el año más sangriento en un década en cuanto al número de bajas en ambos bandos.
La guerra dañará sus logros: un crecimiento económico del 8%, una pacífica convivencia entre las minorías religiosas y étnicas, y reducción del poder de los militares. También será un golpe a la seguridad energética turca, que es cliente del gas de Rusia e Irán,
Estamos ante una nueva reconfiguración del tablero de ajedrez de Eurasia y la lucha de las potencias regionales y mundiales para controlar este espacio rico en recursos naturales donde los pueblos son simples peones.

 

Como es sabido, las enormes masacres que perpetran habitualmente los Estados Unidos y sus aliados en el mundo, permanecen invariablemente impunes. Es más, se ha naturalizado la idea de que el asimétrico y selectivo sistema penal internacional no puede alcanzar a los combatientes imperialistas causantes de graves violaciones a los Derechos Humanos en distintos lugares del mundo. De hecho, en las lógicas del derecho internacional esta realidad empírica prácticamente se asume como formando parte de un doble estándar o de un sistema dualista de justicia penal internacional.
Sin embargo, la cuestión no es tan clara, y por algo se ha insistido históricamente, como hemos visto,  en exhibir desde la Casa Blanca a los gravísimos delitos contra la Humanidad, como “errores” o “daños colaterales” y Estados Unidos se ha negado sistemáticamente a constituirse como Estado parte del Estatuto de Roma.
La evidencia más grosera de estas prevenciones, lo constituyó la aprobación por parte del Congreso estadounidense del Acta de Protección del Personal de Servicio Estadounidense, una norma dictada en el año 2002 que, en la práctica tiende a prohibir unilateralmente que la Corte pueda involucrar como imputados de delitos contra la Humanidad a súbditos de ese país o decretar cualquier medida de coerción legal sobre los mismos.
Analicemos entonces la cuestión en un tiempo presente imperfecto. Puntualmente, a partir de la creación de la Corte Penal Internacional.
El 17 de julio de 1998, la Organización de las Naciones Unidas aprobó el Estatuto de Roma, mediante el que se creó la Corte Penal Internacional, el primer tribunal permanente destinado a juzgar crímenes contra la Humanidad.
El Estatuto de Roma entró en vigencia el 1 de julio de 2002, y no fue ratificado por varias potencias, entre las que se incluyen, precisamente, Estados Unidos, Rusia y China.
El Estatuto intenta combinar, con discutible técnica legislativa, normas organizacionales, procesales y penales, y, lo que es peor, fija límites a su competencia basado –fundamentalmente- en la relación de fuerza de los diferentes países.
Por si esto fuera poco, se asume como un organismo “complementario” de la jurisdicción nacional,  que sólo resulta competente para entender en los casos en que un Estado no quiera o no pueda juzgar a los perpetradores de crímenes de lesa humanidad, genocidio, crímenes de guerra y de agresión.
Por supuesto, puede juzgar únicamente aquellos hechos cometidos después de la fecha de su entrada en vigencia, cometidos por tropas o dirigentes que hayan sido sospechados de cometer los graves delitos ya detallados.
La competencia de la Corte Penal Internacional se circunscribe a la persecución y enjuiciamiento de “los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto”: a) Genocidio; b) Crímenes de Lesa Humanidad; c) Crímenes de Guerra y d) Crímenes de agresión.
 Respecto de este último, no obstante,  la Corte acepta el ejercicio de su jurisdicción únicamente cuando se apruebe una disposición “de conformidad con los artículos 121 y 123 en que se defina el crimen y se enuncien las condiciones en las cuales lo hará. Esa disposición será compatible con las disposiciones pertinentes de la Carta de las Naciones Unidas” (artículo 5 del Estatuto). Según Danilo Zolo, la calificación de la guerra de agresión como un delito internacional, queda desvirtuada de toda relevancia operativa hasta que la Corte Penal sea investida de competencia para entender en ese tipo de conductas, dado que hasta ahora el Estatuto le niega jurisdicción sobre las mismas, hasta tanto los Estados que ratificaron el Estatuto creen una norma que defina a este tipo de crímenes, lo que demoraría una generosa cantidad de años (“La Justicia de los Vencedores. De Nuremberg a Bagdad”, Editorial Trotta, Madrid, 2007, p. 56). Esta situación, también atenta contra la  de por sí debilitada funcionalidad de la Corte, sobre todo en cuanto a la posibilidad de enjuiciar los crímenes de los poderosos, que es, justamente, su pecado original.
Más allá de este tipo de evidencias, que contaminan fuertemente la capacidad operativa del Tribunal, es también cierto que las desconfianzas estadounidenses crecen en la medida que cambia el marco de de relaciones de fuerzas y alianzas internacionales en un mundo particularmente dinámico.
En este nuevo contexto, y a pesar que los propios funcionarios de la Corte han dado sobradas muestras de su explícita decisión de no someter a juzgamiento los crímenes cometidos por militares estadounidenses, es necesario actualizar el debate acerca de si este tipo de ofensas, perpetradas por súbditos de la potencia que esponsorea a los organismos internacionales, pueden o no ser sometidos a procesos,
En este sentido, el Tribunal puede avocarse a la investigación y enjuiciamiento de los  presuntos autores de crímenes cometidos en el territorio de cualquier Estado que haya ratificado el Estatuto de Roma y también a los que los cometieran dentro del territorio de un Estado que ha declarado reconocer la competencia de la Corte, aunque no haya firmado el Estatuto de Roma. Pero, fundamentalmente, la Corte podrá enjuiciar a los autores de crímenes capaces de poner en peligro la paz o la seguridad internacional o atenten contra ellas. Independientemente de la directa influencia que el Consejo de Seguridad podría ejercer a través del poder de veto de cualquiera de sus miembros permanentes, en especial Estados Unidos, lo cierto es que los militares norteamericanos (también los chinos y los rusos, vale aclararlo) podrían, ser denunciados y  juzgados por la Corte Penal Internacional, en tanto y en cuanto se den los presupuestos antes señalados, con abstracción de los mecanismos políticos que la grandes potencias pudieran poner en marcha para impedirlo.
 
 
La gran crisis sistémica del capitalismo hace que vuelvan a aflorar las reivindicaciones de las “naciones sin estado”, esas categorías sociales y políticas silenciadas y reprimidas sistemáticamente por la "comunidad internacional". Algunos medios de comunicación plantean estos movimientos en términos literales de amenaza: “La crisis actual en la Unión Europea, de revestimiento financiero, entraña gérmenes políticos peligrosos. Uno de ellos es el crecimiento de los ánimos separatistas en el espacio de la “Europa unida”. Sin embargo, reviste una amenaza mayor el flanco de Europa oriental con su “herencia” histórica complicada” (http://spanish.ruvr.ru/2012_09_21/la-Union-Europea-separatismo-crisis-amenaza-politica/). No obstante esa mirada reduccionista, es obvio que las identidades remarcadas no pueden ser entendidas solamente como  tendencias defensistas frente a las “inseguridades” que se derivan de la gran crisis, tanto respecto de los Estados nacionales, cuanto de la comunidad internacional, sino también como intentos de resistencia a la opresión que en cada espacio se expresan y ponen en práctica de manera diferente.
En Barcelona se han congregado recientemente más de un millón de personas reclamando, una vez más, su independencia. Más del 50% de los catalanes está a favor de la misma, según informan otros medios de prensa europeos. Mientras tanto, los pronósticos electorales aparecen sombríos para el PP, de cara a los próximos comicios en el País Vasco.
Es extraño comprobar cómo, en este entramado inédito donde conviven anárquicamente las relaciones sociales y humanas de forma cada vez más internacionalizadas, los episodios críticos de la economía, la cultura y la política hacen que se profundicen los reclamos locales o nacionalistas. La cuestión no está definitivamente saldada en los Balcanes, donde todavía crepitan las difíciles amalgamas logradas por Tito y dinamitadas por la posterior intervención criminal de la OTAN. Alguna vez me tocó entrevistar a algunos ancianos en Bratislava que añoraban el pasado venturoso de la ex Checoslovaquia, en la que el Estado” les daba todo”, en comparación con un presente que les obligaba a vender en la calle su antiguo uniforme militar por unos pocos euros.. El holocausto gitano a mano de los nazis se sigue conmemorando año a año en Budapest, a orillas del Danubio, mientras los roma siguen siendo una de las minorías más pobres y discriminadas de Europa Central. La problemática de la nación kurda está lejos de resolverse, luego de haber sido víctima de prácticas sociales genocidas a manos de diferentes Estados a lo largo de su historia. El Kurdistán tiene una población aproximada de 30 millones de habitantes, ocupa aproximadamente medio millón de kilómetros cuadrados, está reconocida como la mayor nación sin Estado del mundo, pero sigue sin figurar en los mapas políticos. Estos son solamente algunos de los ejemplos de naciones sin Estado, cuya verdadera magnitud puede constatarse en el sitio web de las minorías europeas (www.eurominority.org), lo que proporcionará al lector una idea aproximada de la plena vigencia de los fenómenos de diversidad y multiculturalismo que caracterizan a la modernidad tardía. Debe igualmente aclararse que, desde una perspectiva histórica, la nación-Estado es una categoría jurídica, política y económica relativamente reciente, que data de no más de cuatro siglos, afirmada fundamentalmente a partir de la Paz de Westfalia (1648), que puso fin al predominio feudal y promovió unilateralmente un conjunto de acuerdos fun-damentalmente basados en la concepción de la soberanía de las naciones . “En la conso-lidación de este poder en contra de los príncipes locales y repudiando cualquier sumisión a una autoridad superior de carácter religioso fuera de su territorio, los monarcas nacionales parecían rechazar las fuerzas tanto de la fragmentación como del universa-lismo que había caracterizado épocas pasadas. Como se verá más adelante, el desarrollo de la nación-Estado no ha sido un fenómeno parejo, toda vez que las primeras aparecie-ron en el siglo XVII, y otras (como Alemana e Italia), se materializaron sólo hasta me-diados del siglo XIX; más aún otras, como muchas sociedades en África y Asia, apare-cieron a mediados del siglo XX. Como se verá con mayor detalle más adelante, la nación-Estado ha podido sobrevivir no obstante las fuerzas tanto centrífugas (aquellas que tienden a la fragmentación) como las fuerzas centrípetas (aquellas que tienden hacia el universalismo)” (Pearson, Frederic: “Relaciones Internacionales”, Editorial Mc Graw Hill, 2001) . Si bien podría afirmarse que, paradójicamente, pese a ser el Estado-nación una categoría de cuño eminentemente europeo, los países de América Latina han conservado cierta intangibilidad en sus mapas durante dos siglos, es verdad también que los procesos de construcción de esas nacionalidades depararon guerras, generalmente estimuladas por presiones centrífugas impulsadas por las potencias imperiales de la época y las oligarquías locales. Y también verdaderos genocidios, perpetrados por los Estados nacionales latinoamericanos contra los pueblos originarios. Desde la eufemística matanza bautizada por la historiografía imperial como “conquista del desierto” en la Argentina, hasta los crímenes masivos inferidos fundamentalmente contra el pueblo maya en Guatemala, lo cierto es que las reivindicaciones de ciertas naciones sin Estado resuenan también en este margen con una potencia inédita. No podía ser de otra manera. El proceso sistemático y metódico de aniquilamiento físico, cultural y simbólico, exhibido históricamente como una “guerra”, encubría en reali-dad una invasión, que, en el caso argentino, fue llevada adelante durante el siglo XIX atendiendo a los intereses de apropiación y expansión de la enorme y feraz frontera agropecuaria de los nuevos estancieros, y la obtención de mano de obra barata y servi-dumbre doméstica. Más aún, esa invasión incluyó el hallazgo de la utilización de campos de concentración, como el montado en Valcheta (hoy Provincia de Río Negro), en los que se alojó com-pulsivamente y en condiciones infrahumanas a tehuelches y mapuches insumisos. En ese contexto, deben entenderse movilizaciones populares tales como las jornadas denominadas “ Conquista, genocidio y emancipación en Argentina y América”, a realizarse en los próximos días en la ciudad de Santa Rosa, en el marco de la Marcha del genocidio indígena en  Argentina y América.
La guerra de Irak tuvo la particularidad de ser uno de los sucesos  bélicos emblemáticos, presenciados en vivo y en directo por millones de televidentes, que asistían a espectaculares e ininteligibles imágenes lumínicas que daban cuenta de  los miles de proyectiles que caían impiadosamente sobre Bagdad.
Las explicaciones y análisis sobre las razones últimas del conflicto y las víctimas de carne y hueso  de la masacre eran, en cambio,  llamativamente silenciadas e invisibilizadas.
Más allá de los pueriles pretextos imperiales, el trabajo a destajo de los corresponsales de guerra y la presentación del aventajado armamento de la coalición, la razón y las víctimas eran sistemáticamente arrojadas del conflicto. Solamente primaban las imágenes y éstas se transformaban en la percepción dominante para el gran público de la aldea global.
Por primera vez, las grandes cadenas occidentales no solamente se dedicaban a crear opinión favorable al ataque contra Irak (denominado eufemísticamente por la administración Bush “Libertad de Irak”), sino que participaban de una gigantesca operación de encubrimiento de las verdaderas razones de aquel genocidio y de sus víctimas. Un verdadero montaje plagado de recortes, manipulaciones y explicaciones elementales y amañadas,  legitimantes  -en definitiva- de un saqueo y una pretensión destituyente explícita, que se materializaría recurriendo, también en este caso, a un sistema de propaganda y banalización análogo, cuyo final magnicida conocemos.
A aquella experiencia se agregaron otras formas episódicas de reproducción de imágenes a nivel global, capaces de generar representaciones y creencias confusas y erróneas respecto de situaciones conflictivas en las que, directa o indirectamente, el imperialismo intervenía y exhibía intereses concretos.
La masacre protagonizada por la OTAN en los Balcanes, los sucesos de Egipto, Libia y Siria, siempre decorados con la presencia de multitudes entusiastas que saludaban la caída de réprobos y tiranos y la llegada de los libertadores, se transformaron en una constante.
En nuestra región, el golpe contra Chávez, su posterior secuestro y la exhibición de concentraciones  exultantes  que supuestamente representaban al conjunto ( o al menos a la mayoría) de la sociedad venezolana, el golpe que terminó con el gobierno de Zelaya en Honduras, la asonada policial contra el presidente Correa, las tentativas de desestabilización ultraderechistas que viene sufriendo Evo Morales, y la destitución de Fernando Lugo en Paraguay , replicaron las mismas lógicas de construcción de un imaginario colectivo, en el que las nuevas tecnologías de derrocamiento se presentan como equivalentes a razonables hartazgos colectivos contra las democracias caricaturizadas como populistas.
En todos y cada uno de estos casos, la imagen, las imágenes, jugaron un rol preponderante a la hora de asegurar la intencionada ininteligibilidad de los conflictos, y la tergiversación lisa y llana de sus verdaderas motivaciones históricas y políticas.
Para verificar esta última afirmación, no hay más que recordar las inesperadas dificultades de las cadenas occidentales para  explicar la súbita reaparición de Chávez, su reposición en Miraflores y la derrota de la intentona golpista oligárquica.
Hasta ese momento, la centralidad de las imágenes, acompañadas de módicos argumentos reiterados hasta el hartazgo, que –sustancialmente-  transmitían al mundo  la caída del tirano, producida a manos de fuerzas  democráticas, se constituyeron en las módicas formas  explicativas del  alevoso golpe de estado.
Es curioso observar el proceso que se vive, en este mismo sentido, en la Argentina. Ante la derrota estrepitosa sufrida por las minorías antigubernamentales en las pasadas elecciones presidenciales, y la imposibilidad previsible de torcer el rumbo del gobierno popular de Cristina Fernández, los grupos concentrados de poder han decidido dar la pelea desde el exterior. Sueltos periodísticos que dan cuenta de próximos apocalipsis atribuidos a diarios europeos, el revoloteo para nada casual del lobbista Aznar predicando en Guatemala ( gobernada por un presidente acusado de participar de un genocidio)  las bondades de la economía de mercado,  y las alianzas (editoriales y empresariales) de los grandes medios de comunicación con pares extranjeros, intentan crear un clima de inquietud profunda que se complementa con las imágenes de varios miles personas en la mítica Plaza de Mayo, profiriendo insultos e instando el derrocamiento del gobierno democrático.
Si algo pudo capitalizar la derecha de esta nueva y anodina forma de crispación conservadora, es justamente la profusión de imágenes que recorrieron el mundo  meticulosa y recurrentemente. Las minorías locales y el imperialismo tienen, por fin, su secuencia. A ella sólo deben agregarse las argumentaciones fatuas, las explicaciones rotundamente falaces de lo que sucede en el país y la reiteración maniquea de la existencia de un gobierno autoritario, autista, antidemocrático, etcétera. No es menor el saldo favorable, si tenemos en cuenta el raquitismo comparativo de esas movilizaciones, mucho menos numerosas que la concentración protagonizada en la misma plaza por los hinchas del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, que pocos meses atrás reclamaron la vuelta de su estadio al histórico barrio de Boedo.





Desde que se planteara públicamente la iniciativa gubernamental de habilitar el derecho al sufragio a partir de los dieciseis años, se ha desatado una polémica que, lejos de abarcar los aspectos jurídicos e institucionales indudablemente implicados en la eventual reforma(que los hay, sin duda), ha avanzado sobre cuestiones que han contribuido casi exclusivamente a banalizar la discusión, porque se han construido desde los peores prejuicios de ciertos sectores medios, siempre temerosos y reactivos frente a los cambios, aunque ellos signifiquen un mayor empoderamiento de los grupos más dinámicos de una sociedad. Como de ordinario ocurre, el rol de los grandes medios de comunicación ha contribuido de manera decisiva a profundizar los miedos, recurriendo a argumentaciones tan inconsistentes como falaces. Desde la supuesta intencionalidad electoral de la medida, hasta desgraciadas referencias a la pretendida "infiltración" política (?), las prédicas y las reacciones negativas han apuntado a la supuesta incapacidad de nuestros jóvenes para elegir sus representantes. Paradójicamente, estos mismos jóvenes son considerados lo suficientemente maduros como para ser sancionados y criminalizados por esos representantes a los cuales, hasta ahora, no pueden elegir. Si bien los argumentos restrictivos no resisten un análisis sociológico medianamente serio, es interesante incorporar a la polémica algunos datos comparativos que aluden al estado actual de la conciencia ciudadana en los Estados Unidos, el país que - para muchos de los que se oponen a este otorgamiento de más y mejores derechos- resulta el paradigma institucional a imitar. Eso nos dará, al menos, una visión comparativa del grado de madurez y conciencia política de nuestros jóvenes, sobre todo en un contexto histórico donde la revalorización de la militancia y la preocupación por la cosa pública vuelve a concitar el interés de miles de jóvenes. La comparación que a título ejemplificativo se propone, apunta a poner de relieve, también, la profunda levedad del juicio crítico de los ciudadanos de la primera potencia mundial. Que, por supuesto, eligen con su voto al político más influyente del planeta. Seguramente, estos datos ayudarán a ser menos temerosos de las decisiones de nuestros propios jóvenes como sujetos políticos y a distinguir la interasada influencia de los medios comunicacionales monopólicos y los sectores más retardatarios de nuestra sociedad. "A juzgar por los resultados de numerosas investigaciones de opinión pública elaboradas en los Estados Unidos, parecería que el estadounidense promedio no está muy consciente de la importancia del mundo exterior. Por ejemplo, justamente cuando en los últimos años de la década de los 70 se desarrollaba un gran debate a nivel nacional en ese país, que importaba cerca de 50 por ciento de sus necesidades de petróleo de otros países, la mitad del hombre común no sabía que los Estados Unidos compraban una gota de petróleo en el exterior". "Esta falta de conocimiento tuvo implicaciones recurrentes en la década de los 90 a medida que crecía la dependencia estadounidense respecto a las importaciones de petróleo. Por otra parte, más de la mitad de los estadounidenses interrogados durante la década de los 80 no estaban seguros de si los Estados Unidos o, por el contrario, la Unión Soviética, era miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Una investigación de la firma Gallup realizada en 1995 reveló que 25 por ciento del público estadounidense no podía mencionar el nombre del país que había sido objeto de la primera bomba atómica lanzada 50 años atrás. En un hecho un poco más cercano al interés norteamericano, en una investigación reciente entre 5.000 estudiantes de los años superiores del bachillerato, en Dallas, 25 por ciento no pudo identificar cuál era el país extranjero que bordeaba con Texas. En otra encuesta sólo dos por ciento del público pudo identificar al presidente de México y sólo uno por ciento al primer ministro de Canadá, no obstante el hecho de que los Estados Unidos en esos días había concluido la firma del Acuerdo de la Zona de Libre Comercio Norteamericana (NAFTA) diseñado para promover la integración económica entre las tres economías. En 1990, cuando el gobierno de los Estados Unidos gastaba poco más de uno por ciento del presupuesto federal en ayuda externa, el público asumió que la cifra era cercana 20 por ciento. Existen numerosos ejemplos adicionales acerca de la falta de información del ciudadano común de los Estados Unidos sobre los asuntos internacionales pasados y presentes. Aún cuando el público en otros países, particularmente en Europa, a veces parece estar mejor informado que el público norteamericano, existe gran evidencia en el sentido de que no obstante las implicaciones de interdependencia, un amplio sector de la población tiene solamente intereses marginales acerca de estas materias y conocimientos supremamente elementales en el campo de los asuntos internacionales. En todos los países muchas personas parecen adoptar la misma actitud del estudiante a quien se le preguntó: "¿Qué es peor, la ignorancia o la apatía?" y él contestó: "No lo sé, no me importa" (Pearson, Frederic: "Hacer al público más conciente de su estadía en el mundo", en "Relaciones Internacionales", Ed. Mc Graw Hill) .