Evidentemente, para analizar las percepciones e intuiciones de los pueblos cuyos Estados han perpetrado prácticas sociales genocidas, deberemos explorar los escasos elementos cuya consistencia conceptual nos permitan confluir en algún tipo de conclusión compatible con la sensibilidad del tema.
Esto, que parece una obviedad, excluye proclamas, salmos, exteriorizaciones y especulaciones manifiestamente primarias que, lamentablemente, son las que mayor difusión adquieren por el generoso espacio que reciben las prédicas racistas, conservadoras y represivas en el mundo entero.
Lo que Zaffaroni denomina “la criminología mediática”[1], esto, es la construcción masiva de un otro peligroso que encuentra siempre una cobertura discursiva binaria que avale este tipo de creencias.
En buen romance, si no se es capaz de reconocer que se cometen verdaderas cruzadas de exterminio, es imposible experimentar otra sensación que la justificación de los hechos perpetrados, en lo que constituye, en sustancia, una negación más o menos explícita, respecto de los mismos[2].
Entre el “por algo será”, moneda corriente en la jerga de gran parte de la indiferente sociedad argentina durante la década del 70’, y el “tea party” conservador estadounidense, se extiende un invisible nexo cultural basado en la negación, enmarcado por la “inseguridad” y avalado por el “miedo al otro” como único soporte teórico, legitimante de las prácticas  de aniquilamiento dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Sin embargo, existen otras maneras de problematizar la cuestión de las consecuencias del genocidio en la conciencia y la realidad social, política y económica de los pueblos de los Estados ofensores, un aspecto también central si aspiramos a concluir acerca de las respuestas posibles en casos de delitos contra la humanidad, superadoras del neopunitivismo dominante hasta la fecha.
Cuando los estudiosos y analistas se preguntan por qué han ocurrido tantos genocidios y por qué los mismos se han repetido en situaciones tan diferentes y en contextos tan diferenciados, las respuestas sociológicas y jurídicas tienden a reiterar las explicaciones habituales, apelando a categorías tales como la gestación de condiciones de probabilidad, la necesidad de la modernidad de dirimir sus contradicciones a través de episodios que emulan la guerra,  la falta de tradiciones democráticas consistentes o  la aparición del racismo[3].
Todo eso es rigurosamente cierto, como ya hemos visto. Pero no alcanza para analizar los sistemas de percepciones, representaciones y creencias hegemónicos en las sociedades cuyas burocracias han ocasionado las prácticas de exterminio, especialmente, una vez que el tramo del genocidio que coincide con el aniquilamiento ha transcurrido.
Ya hemos revisado que el genocidio es un medio con arreglo a fines, absolutamente racional, dotado de su propio metarrelato, que reitera determinadas etapas y genera sus propias técnicas de neutralización.
Ahora podemos sumarle el producto de esa ingeniería social alienada, capaz de creer artificialmente en el orden  establecido como un valor fundante de la convivencia, y, por el contrario, al des-orden de lo ambivalente o la ruptura del orden establecido como una amenaza a la propia subsistencia, que autoriza a actuar en legítima defensa de la misma sin límite ético o legal alguno.
La estigmatización de lo nuevo y lo diferente difumina, “embrolla y opaca”, los límites de esa reacción. Por lo tanto, la “reacción” no reconoce límites, y puede expresarse mediante el recurso a las prácticas más terribles de eliminación discriminada y sistemática del otro indeseable[4].
En ese marco psicológico social, el discurso se unifica, se vuelve abrumadoramente simplista, adquiere su propia lógica y se reproduce como parte de lo razonable, del “sentido común” hegemónico.
El “enemigo del orden” siempre estará acechando, a menos que -literalmente- se le elimine de la faz de la tierra.
Habrá -siempre- una cobertura formal jurídica presta a establecer respuestas punitivas, no importa cuan regresivas las mismas resulten, que contarán con el mismo grado de adhesión; y habrá también, lógicamente, un discurso dominante que  justificará el espanto, a partir de la producción de un “sentido común” de esa o esas sociedades que sintetizará lo peor de las tradiciones primitivas y antidemocráticas.
El “costo” ulterior de los genocidios, no hay dudas que lo pagan principalmente las víctimas. Pero como muchas veces las víctimas se encuentran fuera de la sociedad genocida, en ese caso los costos son mínimos para la sociedad agresora. Las víctimas se invisibilizan, se mediatizan y banalizan[5].
Forman parte de las narrativas parroquianas ocasionales, se relatan en clave binaria y simplificada, se crean mitos y leyendas que dotan los ataques de un contenido épico singular.
En definitiva, esos costos son escasos, contingentes, en principio no integran la relación costo-beneficio que construye el genocida. Por lo tanto, la sociedad genocida disfruta de enormes beneficios y solamente paga costos módicos como tal, casi sin reparar en su propia culpa[6].
Pero cuando las víctimas, en cambio, pertenecen a la misma sociedad que los ofensor, la ecuación cambia drásticamente.
Los costos se vuelven altísimos, y generalmente los pagan las generaciones posteriores.
La historia demuestra que los genocidios ideológicos -o, en nuestro caso, los reorganizadores- han impactado directamente en la cotidianeidad de las sociedades perpetradoras, en su conciencia, sus actitudes, su convivencia armónica, su vida cotidiana, sus reacciones y hasta su estructura económica.
La idea es, en este caso,  intentar describir consecuencias que, como ya hemos adelantado, impactan en el sistema de creencias de la propia sociedad donde han ocurrido los genocidios, condicionan sus perspectivas e intuiciones, resignifican sus lógicas y las vuelven huidizas, negadores, luego profundamente culpógenas y por último vindicativas, refractarias de los propios procesos de aniquilamiento que –explícita o implícitamente- habrían tolerado o aceptado.
Así como el genocidio deconstruye, desagrega el espíritu solidario, la tolerancia respecto del otro, los sueños colectivos, la idea de un destino común, y los sustituye por una cultura hedonista, consumista, superficial, profundamente individualista y narcisista, el recurso de ese conjunto de hábitos y sensaciones, vuelve a cambiar dramáticamente en gran parte de la sociedad cuando se revisa el pasado, cuando se reescribe la historia de la catástrofe, cuando aparecen los nombres de los culpables, cuando se establece, en definitiva, que han asistido, como sociedad, a un genocidio perpetrado dentro de sus propias fronteras[7].

[1] “Criminología mediática: un análisis de caso”, Clase Inaugural. Segundo Cuatrimestre de 2011, Facultad de Derecho, UBA disponible en http://www.derecho-a-replica.blogspot.com/, edición del 23 de agosto de 2011.
[2] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 451.
[3] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, pp. 341 y 447.
[4] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 463.
[5] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos: conferencias de criminología cautelar”, Editorial ediar, 2011, p. 461.
[6] Chalk, Frank; Jonassohn, Kart: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 536.
[7] Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2008, p. 310.