La guerra de Irak tuvo la particularidad de ser uno de los sucesos  bélicos emblemáticos, presenciados en vivo y en directo por millones de televidentes, que asistían a espectaculares e ininteligibles imágenes lumínicas que daban cuenta de  los miles de proyectiles que caían impiadosamente sobre Bagdad.
Las explicaciones y análisis sobre las razones últimas del conflicto y las víctimas de carne y hueso  de la masacre eran, en cambio,  llamativamente silenciadas e invisibilizadas.
Más allá de los pueriles pretextos imperiales, el trabajo a destajo de los corresponsales de guerra y la presentación del aventajado armamento de la coalición, la razón y las víctimas eran sistemáticamente arrojadas del conflicto. Solamente primaban las imágenes y éstas se transformaban en la percepción dominante para el gran público de la aldea global.
Por primera vez, las grandes cadenas occidentales no solamente se dedicaban a crear opinión favorable al ataque contra Irak (denominado eufemísticamente por la administración Bush “Libertad de Irak”), sino que participaban de una gigantesca operación de encubrimiento de las verdaderas razones de aquel genocidio y de sus víctimas. Un verdadero montaje plagado de recortes, manipulaciones y explicaciones elementales y amañadas,  legitimantes  -en definitiva- de un saqueo y una pretensión destituyente explícita, que se materializaría recurriendo, también en este caso, a un sistema de propaganda y banalización análogo, cuyo final magnicida conocemos.
A aquella experiencia se agregaron otras formas episódicas de reproducción de imágenes a nivel global, capaces de generar representaciones y creencias confusas y erróneas respecto de situaciones conflictivas en las que, directa o indirectamente, el imperialismo intervenía y exhibía intereses concretos.
La masacre protagonizada por la OTAN en los Balcanes, los sucesos de Egipto, Libia y Siria, siempre decorados con la presencia de multitudes entusiastas que saludaban la caída de réprobos y tiranos y la llegada de los libertadores, se transformaron en una constante.
En nuestra región, el golpe contra Chávez, su posterior secuestro y la exhibición de concentraciones  exultantes  que supuestamente representaban al conjunto ( o al menos a la mayoría) de la sociedad venezolana, el golpe que terminó con el gobierno de Zelaya en Honduras, la asonada policial contra el presidente Correa, las tentativas de desestabilización ultraderechistas que viene sufriendo Evo Morales, y la destitución de Fernando Lugo en Paraguay , replicaron las mismas lógicas de construcción de un imaginario colectivo, en el que las nuevas tecnologías de derrocamiento se presentan como equivalentes a razonables hartazgos colectivos contra las democracias caricaturizadas como populistas.
En todos y cada uno de estos casos, la imagen, las imágenes, jugaron un rol preponderante a la hora de asegurar la intencionada ininteligibilidad de los conflictos, y la tergiversación lisa y llana de sus verdaderas motivaciones históricas y políticas.
Para verificar esta última afirmación, no hay más que recordar las inesperadas dificultades de las cadenas occidentales para  explicar la súbita reaparición de Chávez, su reposición en Miraflores y la derrota de la intentona golpista oligárquica.
Hasta ese momento, la centralidad de las imágenes, acompañadas de módicos argumentos reiterados hasta el hartazgo, que –sustancialmente-  transmitían al mundo  la caída del tirano, producida a manos de fuerzas  democráticas, se constituyeron en las módicas formas  explicativas del  alevoso golpe de estado.
Es curioso observar el proceso que se vive, en este mismo sentido, en la Argentina. Ante la derrota estrepitosa sufrida por las minorías antigubernamentales en las pasadas elecciones presidenciales, y la imposibilidad previsible de torcer el rumbo del gobierno popular de Cristina Fernández, los grupos concentrados de poder han decidido dar la pelea desde el exterior. Sueltos periodísticos que dan cuenta de próximos apocalipsis atribuidos a diarios europeos, el revoloteo para nada casual del lobbista Aznar predicando en Guatemala ( gobernada por un presidente acusado de participar de un genocidio)  las bondades de la economía de mercado,  y las alianzas (editoriales y empresariales) de los grandes medios de comunicación con pares extranjeros, intentan crear un clima de inquietud profunda que se complementa con las imágenes de varios miles personas en la mítica Plaza de Mayo, profiriendo insultos e instando el derrocamiento del gobierno democrático.
Si algo pudo capitalizar la derecha de esta nueva y anodina forma de crispación conservadora, es justamente la profusión de imágenes que recorrieron el mundo  meticulosa y recurrentemente. Las minorías locales y el imperialismo tienen, por fin, su secuencia. A ella sólo deben agregarse las argumentaciones fatuas, las explicaciones rotundamente falaces de lo que sucede en el país y la reiteración maniquea de la existencia de un gobierno autoritario, autista, antidemocrático, etcétera. No es menor el saldo favorable, si tenemos en cuenta el raquitismo comparativo de esas movilizaciones, mucho menos numerosas que la concentración protagonizada en la misma plaza por los hinchas del Club Atlético San Lorenzo de Almagro, que pocos meses atrás reclamaron la vuelta de su estadio al histórico barrio de Boedo.