La liberación de Nelson Mandela, el 11 de febrero de 1990, tras 27 años de cautiverio, y su posterior acceso a la presidencia sudafricana en 1994, significaron puntos de inflexión históricos, en los que puede inscribirse la creación de una instancia de conocimiento y decisión de naturaleza estatal, creada en 1995, por el propio Parlamento de Sudáfrica2.
Se trata de la Comisión de Verdad y Reconciliación que, pese a las muchas críticas que ha recibido y recibe, constituye un dato apasionante de la realidad contemporánea en tren de analizar alternativas de justicia no punitiva, que seguramente en Sudáfrica venían gestándose desde 1990 y aún antes3.
La Comisión, cuya conducción le fue otorgada al premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, por el propio Mandela, debió sortear, desde su propia creación, fuertes lógicas retribucionistas y vindicativas subyacentes en la sociedad sudafricana, especialmente entre las víctimas de las graves violaciones a los Derechos Humanos perpetradas durante el dominio político y económico de la nación por el sistema racista del apartheid, y también entre organizaciones y colectivos políticos y sociales.
En efecto, muchos movimientos de liberación y organizaciones sociales clamaban que se impartiera justicia con la misma lógica y un formato similar a los tribunales de Nuremberg, por oposición al “modelo latinoamericano”, como se denominaba por entonces a las experiencias recientes de Argentina y Chile4.
“Para muchos, la amnistía se equiparaba a amnesia y de ese modo, grupos de derechos humanos, académicos, activistas, víctimas y grupos de apoyo estaban ansiosos por asegurarse de que la amnistía constitucional a ser provista no permitiera que se “olvide” el pasado”5
Al mismo tiempo que comenzaba a gestarse la idea de creación de la Comisión de Verdad y Reconciliación (en adelante, CVR), se incluía lisa y llanamente entre los cometidos principales de la misma, la amnistía de los responsables de las graves violaciones a los derechos fundamentales de los ciudadanos, en tanto y en cuanto aquellos reconocieran públicamente sus crímenes y pidieran perdón por la comisión de los mismos.
De hecho, en el marco de las negociaciones políticas que definirían el nuevo proyecto de la nación post- apartheid y la creación de la Comisión, se dejaba expresa constancia de que la misma se constituiría “con el fin de avanzar en la reconciliación y la reconstrucción del país, deberá atorgarse amnistía en relación con todo acto, omisión u ofensa asociada con motivos políticos y en el curso de los conflictos del pasado”6, pese a que todavía no se definía cómo ni a quiénes ni mediante qué mecanismos se otorgaría la amnistía, como no fuera a partir de la reivindicación del concepto cultural humanista del ubuntu, ancestral entre los pueblos africanos, que se transformaría en un elemento casi místico, fundamental para entender el proceso de reconciliación ulterior7.
Según el Arzobispo Desmond Tutu, el ubuntu “se refiere a la esencia misma de ser humano (….) decimos que «una persona es una persona por medio de otra gente». No es «pienso, luego existo». Antes bien, lo que se dice es: «Soy humano porque pertenezco». Participo, comparto. Una persona con ubuntu es abierta y accesible a los demás, les comunica seguridad, no se siente amenazada porque otros sean competentes y aptos, pues ella posee un adecuado nivel de seguridad en sí misma que deriva del hecho de saber que pertenece a un todo mayor. (1999, p. 34). Usado de esta manera, el término ubuntu expresa solidaridad individual al interior de una comunidad, y por tanto le proporciona a la CVR una base moral para la reconciliación y el respeto por la dignidad humana»8.
El ubuntu, un precepto fundamental que encarna el principio humanista de alteridad, operó junto con la religión como un reaseguro para la implementación de una amnistía particularmente compleja y sensible, toda vez que alcanzaba especialmente a grandes violaciones de los derechos humanos perpetradas por motivos políticos, en tanto y cuanto quienes hubieran cometido esos crímenes contaran la verdad de lo sucedido, y dieran una explicación completa y pública de esas atrocidades.
La idea de la Comisión, pese a que esta función no le estaba asignada por la ley que la creaba, era recrear una memoria colectiva, acceder al conocimiento de una verdad socialmente compartida, y luego entonces promover instancias superadoras al castigo en materia de resolución de estos terribles conflictos, reparar a las víctimas, y revindicar las ideas de perdón y vergüenza reintegrativa9.
“Mi punto de vista es un término muy usado en los escritos de John Braithwaite: vergüenza reintegrativa. Es un concepto que viene desde el centro de la actividad de control de la desviación: tus actos fueron de plorables, malos, equivocados. Tenemos que decírtelo. Debes avergonzarte. Pero más allá de todo eso todo está bien contigo. Deja de actuar mal. Ven a casa, carnearemos un cordero y tendremos un banquete para celebrar tu retorno. Para reintegrar a la persona, tanto lo negativo como lo positivo debe ser expuesto. Con respecto a esto el castigo es un arma muy ineficiente. Desde una perspectiva reintegrativa un prisionero liberado después de cumplir su condena debería siempre ser recibido con una orquesta tras cruzar los muros. Después debería seguir una gran fiesta reintegrativa. Eso hubiera sido reintegración. Luego viene la vergüenza a escala estatal”10.
Esta formidable síntesis de Christie, conmueve las endebles paredes del pampenalismo, retoma las mejores tradiciones de los pueblos originarios, actualiza las formas de resolución de disputas precapitalistas, explica el sentido simbólico de la justicia no vindicativa, supera holgadamente la brutal ecuación infracción-castigo, interpela suficientemente al ofensor e interpreta como nadie, por ende, la lógica restaurativa de la Comisión de Verdad y Reconciliación sudafricana.
1 Christie, Nils: reportaje disponible en http://www.toposytropos.com.ar/N2/pdf/christie.pdf

2 http://columnacritica.wordpress.com/tag/nelson-mandela/
3 Sória, Ferriol: “Reconciliación en Sudáfrica: repaso tras diez años de la Comisión”, Revista de Información y Debate “Pueblos”, 30 de diciembre de 2005, disponible en http://www.revistapueblos.org/spip.php?article323

4 Ross, Fiona: “La elaboración de una Memoria Nacional: la Comisión de Verdad y
Reconciliación de Sudáfrica”, Cuadernos de Antropología Social Nº 24, pp. 51–68, 2006,
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, disponible en http://www.scielo.org.ar/pdf/cas/n24/n24a03.pdf

5 Ross, Fiona: “La elaboración de una Memoria Nacional: la Comisión de Verdad y
Reconciliación de Sudáfrica”, Cuadernos de Antropología Social Nº 24, pp. 51–68, 2006,
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, disponible en http://www.scielo.org.ar/pdf/cas/n24/n24a03.pdf
6 Sória, Ferriol: “Reconciliación en Sudáfrica: repaso tras diez años de la Comisión”, Revista de Información y Debate “Pueblos”, 30 de diciembre de 2005, disponible en http://www.revistapueblos.org/spip.php?article323

7 Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, 2004, p. 142.
8 Wildschut, Glenda: “Reflexiones sobre algunas lecciones que la Comisión Sudafricana de Verdad y Reconciliación puede entregar al sector educacional”, disponible en http://www.iiz-dvv.de/index.php?article_id=162&clang=3
9 Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, 2004, p. 142.

10 Christie, Nils: “Una sensata cantidad de delito”, Editores del Puerto, 2004, p. 162.

La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas ha alcanzado un pronunciamiento histórico, tendiente a que Estados Unidos Unidos cese su embargo contra Cuba, un verdadera crimen continuado contra la Humanidad. La decisión fue votada afirmativamente por 188 de los 193 miembros de la máxima Organización Intergubernamental del mundo. Se expidieron por la negativa por la negativa EEUU, Israel e Islas Palau, y hubo tres abstenciones de Estados fuertemente dependendientes de la potencia infractora.

En ese contexto, es necesario detallar la conducta continuada, potencialmente genocida, del gobierno estadounidense contra la República de Cuba[3], por su gravedad intrínseca inaceptable, los daños inferidos de manera metódica, ininterrumpida y sistemática y la permisividad de las organizaciones y agencias institucionales internacionales, toda vez que la agresión, anterior a la creación de la Corte Penal Internacional, se continúa perpetrando a la fecha y es escandalosamente silenciada por la comunidad internacional[4].

Pese a que numerosas resoluciones de la antigua Comisión de Derechos Humanos, la Asamblea General y el propio Consejo de Derechos Humanos, así como reiteradas Declaraciones Políticas aprobadas en importantes Cumbres y Conferencias Internacionales auspiciadas por las Naciones Unidas, han dictaminado que la aplicación de medidas económicas coercitivas unilaterales es violatoria de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional, la perpetración de estas conductas continúa de manera inalterable[5].

Ello así a pesar de que es sabido que la adopción e implementación de medidas coercitivas unilaterales como instrumento de coerción política y económica atenta contra el pleno disfrute de todos los Derechos Humanos, contra la independencia, la soberanía y el derecho de libre determinación de los pueblos. Las principales víctimas de estas medidas son los pueblos de los países objeto de las mismas, en particular, los grupos más vulnerables de la población, especialmente los niños, las mujeres, los ancianos y los discapacitados[6].

Más aún, desde fechas tan tempranas como 1970, la Asamblea General de Naciones Unidas dispuso claramente en que ningún Estado puede usar o alentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otro tipo para coaccionar a otro Estado, con vista a obtener la subordinación del ejercicio de sus derechos soberanos u obtener de este ventajas de cualquier tipo[7], lo cual quedó refrendado en La Declaración sobre los principios del Derecho Internacional, referente a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados[8]:“Estados Unidos ha adoptado y aplicado a largo de estos años distintas leyes y medidas coercitivas unilaterales contra Cuba. Entre las más conocidas y repudiadas internacionalmente sobresalen las llamadas leyes Torricelli de 1992 y Helms-Burton de 1996, cuyas disposiciones son contrarias a la Carta de las Naciones Unidas, violatorias del Derecho Internacional vigente y de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Mediante estas leyes, de marcado carácter extraterritorial, el Gobierno de Estados Unidos ha reforzado y extendido a terceros Estados, sus empresas, y ciudadanos, la aplicación del bloqueo económico, comercial y financiero, que ha impuesto contra Cuba por 50 años”[9].“Los daños provocados por el carácter extraterritorial de las medidas coercitivas unilaterales se multiplican por la importante participación de los Estados Unidos y sus empresas en el comercio y las inversiones transnacionales. Tanto las inversiones de empresas de terceros países en los EE.UU., como las norteamericanas en el exterior, fundamentalmente en la forma de fusiones y adquisiciones totales o parciales de empresas, agravan los efectos extraterritoriales de estas medidas, al reducir el espacio económico externo de Cuba y hacer más difícil, a veces imposible, la búsqueda de socios y suministradores para sortear el férreo bloqueo norteamericano. Más de las dos terceras partes de la población cubana (70%) han nacido y vivido siendo objeto de las medidas coercitivas unilaterales aplicadas por el gobierno de los Estados Unidos contra Cuba. Según cálculos muy conservadores el daño directo a Cuba como resultado del bloqueo, hasta diciembre del 2008, supera los miles de millones de dólares. No es difícil imaginar el progreso que Cuba habría alcanzado y del cual se le ha privado, si durante estos 50 años no hubiese estado sometida a estas medidas coercitivas unilaterales de bloqueo”[10].“Tras la aprobación de la más reciente resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas pidiendo el levantamiento del bloqueo económico, comercial y financiero contra Cuba, adoptada por una abrumadora mayoría de votos de los Estados miembros el 28 de octubre del 2009, y a pesar de la existencia de otras 17 resoluciones anteriores que incluyen esa justa reivindicación; el Gobierno de los Estados Unidos ha continuado aplicando sus acciones contra el pueblo cubano con todo rigor como muestra de su más absoluto desprecio a las Naciones Unidas, al multilateralismo y al Derecho Internacional. El gobierno norteamericano ha intensificado sus intentos de fomentar la subversión en Cuba reclutando a mercenarios dispuestos a vender sus servicios a cambio de una parte de los millones de USD aprobados en Washington para tales fines. El objetivo último no es otro que privar al pueblo cubano de su soberanía y del ejercicio de su derecho a la libre determinación”[11].“Sectores tan altamente sensibles como los de alimentación, salud, educación y transporte, han estado entre los principales blancos de esta política genocida[12].

Las afectaciones del bloqueo al sector de la Salud Pública impactan negativamente en el pueblo cubano y repercuten en su calidad de vida. Por ejemplo:

§Los niños cubanos que padecen de leucemia linfoblástica y rechazan los medicamentos habituales no pueden ser tratados con el producto norteamericano “Elspar”, creado precisamente para casos de intolerancia. Como consecuencia su expectativa de vida se reduce y aumentan sus sufrimientos. El gobierno norteamericano prohíbe a la compañía Merck and Co. suministrarlo a Cuba.

§No se ha podido adquirir un Equipo Analizador de Genes, imprescindible para el estudio del origen del cáncer de mama, de colon y de próstata, por ser fabricado exclusivamente por compañías con patente norteamericana, como la firma Applied Biosystem (ABI).

§El Cardiocentro Pediátrico “William Soler” se ve imposibilitado de adquirir dispositivos como catéteres, coils, guías y stents, que se utilizan para el diagnóstico y tratamiento por cateterismo intervencionista en niños con cardiopatías congénitas complejas. A las empresas norteamericanas numed, aga y boston scientific se les prohíbe la venta de estos productos a Cuba”[13].

Cuba reivindica permanentemente su soberano derecho y el deber irrenunciable de denunciar los daños y violaciones que la política de bloqueo ha impuesto a su pueblo, al propio pueblo de los Estados Unidos, a terceros países y al Derecho Internacional. La aplicación de esta política de bloqueo continúa siendo el principal obstáculo al desarrollo económico y social de Cuba y constituye una violación flagrante, masiva y sistemática de los derechos humanos de todo un pueblo y una trasgresión al derecho a la paz, el desarrollo y la seguridad de un Estado soberano[14].

No obstante estas groseras violaciones a los Derechos Humanos, nunca desmentidas, la relación de fuerzas imperantes a nivel internacional, y sobre todo, el papel históricamente desempeñado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, hace que el sistema penal internacional no haya mostrado vocación alguna en la persecución y enjuiciamiento de estos crímenes, perpetrados concomitantemente con el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz al Presidente Demócrata de los Estados Unidos.


[1]Martínez Guerra, Amparo: “Cryer, R., Prosecuting international crimes. Selectivity and the international criminal law regime, Series Cambridge Studies in International and Comparative Law (No. 41), Cambridge University Press, 2005, ISBN 0-521-82474-5”, Recensiones, Revista Electrónica de Estudios Internacionales, Número 16, disponible en http://www.reei.org/reei%2016/doc/R_CRYER_R.pdf
[2]“La estructura de la obra en partes y capítulos sigue el esquema tradicional al abordar de forma detallada el nacimiento y la evolución del Derecho internacional penal contemporáneo desde la Edad Media hasta el establecimiento de los Tribunales Militares de Tokio y Nuremberg. Precisamente, es esa evolución la que permite observar de forma inmejorable el cambio de paradigma de la disciplina en lo que se refiere al protagonismo absoluto y excluyente de los Estados, en lo que se han venido llamando procesos de globalización de la justicia o de externalizacion de la aplicación del Derecho penal internacional, según los casos”[2]. (…) “Dejando a un lado las reflexiones más teóricas sobre la legitimidad de los Tribunales penales internacionales, Cryer se decanta por el análisis comparado de su funcionamiento para poner de manifiesto los resultados tan dispares esa selectividaddel Derecho penal internacional. Para ello, nada mejor para empezar que acudir a la propia decisión de establecer un tribunal de esta naturaleza. “Por qué la Antigua Yugoslavia y no Chechenia? Por qué Ruanda y no Guatemala?”. La respuesta, a primera vista, aparece obvia: porque las variables que predominan en la selección de los casos son fundamentalmente de carácter político”.
[3]Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[4] “La Misión Permanentede la Repúblicade Cuba ante la Oficinade las Naciones Unidas y los Organismos Internacionales con sede en Ginebra, ha remitido con fecha 10 de marzo del 2010 al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos los comentarios del Gobierno de la República de Cuba en relación con la Nota GVA0017, de fecha 8 de enerode 2010, mediante la cual se solicitarainformación en virtud de la resolución 12/22 del Consejo de Derechos Humanos, titulada “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, obviamente perpetradas por los Estados Unidos y nunca sancionadas”.
[5]Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[6] Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[7] Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[8] “Cuba, es víctima, sin embargo, desde hace más de 50 años, de la aplicación de medidas coercitivas unilaterales impuestas por países desarrollados, particularmente por el gobierno de Estados Unidos de América. La aplicación de medidas coercitivas unilaterales ha sido el instrumento fundamental de la política de hostilidad y agresión de los Estados Unidos contra Cuba, en su propósito de destruir el sistema político, económico y social establecido por la voluntad soberana de la ciudadanía cubana. El bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos contra Cuba, es el sistema de sanciones unilaterales más prolongado y cruel que se haya aplicado contra país alguno o haya conocido la historia de la humanidad. Su objetivo fue definido desde el 6 de abril de 1960, y ha sido la destrucción de la Revolución Cubana:“…a través del desencanto y el desaliento basados en la insatisfacción y las dificultades económicas (…) negarle dinero y suministros a Cuba, para disminuir los salarios reales y monetarios, a fin de causar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno…” “Constituye, asimismo, un componente esencial de la política de Terrorismo de Estado, desplegada contra Cuba sucesivamente por diez administraciones norteamericanas que, de forma sistemática, acumulativa e inhumana, ha afectado a la población cubana sin distinción de edad, sexo, raza, credo religioso o posición social”. “Esta política califica, además, como un acto de genocidio, en virtud del inciso (c) del artículo II de la Convención de Ginebra para la Prevencióny la Sancióndel Delito de Genocidio, del 9 de diciembre de 1948. El bloqueo contra Cuba califica también como un acto de guerra y un delito de Derecho Internacional.
[9]Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”,Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible enhttp://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[10] Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[11]Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[12] “El respeto al Derecho Internacional existe para todos por igual, como paradigma irrenunciable de la convivencia pacífica y la justicia en el planeta. Es inadmisible que el Gobierno de los Estados Unidos continúe aplicando medidas y disposiciones destinadas a mantener el bloqueo y a empeorar las condiciones de vida del pueblo cubano, e ignore que la comunidad internacional lleva 18 años llamando a poner fin al bloqueo contra Cuba en sucesivas resoluciones de la Asamblea General de la ONU, a la par que condena sistemáticamente la aplicación de medidas coercitivas unilaterales en la propia Asamblea y en varios de sus órganos subsidiarios”.
[13]Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”,Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.html
[14] Nota de Respuesta de Cuba sobre “Derechos Humanos y Medidas Coercitivas Unilaterales”, Cuba Minrex, Sitio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, disponible en http://www.cubaminrex. cu/derechos%20humanos/articulos/PosturasCuba/2010/Nota.


Vivimos tiempos en que no resulta sencillo adscribir a un Derecho penal mínimo, integrado por una serie de principios “humanistas” tendientes a la contención del nuevo punitivismo (incluso en su novedosa versión “progresista”), como forma de  garantizar que un simple cambio en la relación de fuerzas políticas no signifique un retroceso al fondo de la historia.

Por supuesto, soy consciente de que tal planteamiento no es simple y que la tarea argumental será compleja, e implicará una militancia políticamente incorrecta en medio del clamor punitivo hegemónico de las sociedades contrademocráticas.

No obstante, un esfuerzo teórico que intenta poner en crisis las lógicas y racionalidades del Derecho penal y del castigo estatal -precisamente en un tema de indudable sensibilidad- supone una disputa por el discurso, que implica al sistema penal del futuro y depara un esperable esfuerzo adicional en un ámbito temporal en el que con relativa generalidad y frecuencia se reivindican las formas más brutales de disciplinamiento y control.

Tenemos cada vez más cárceles (y más prisioneros) en el mundo, a pesar del fracaso rotundo que su proliferación ha demostrado a lo largo de siglos, respecto del cumplimiento de sus funciones explícitas y simbólicas, sencillamente porque existe en nuestras sociedades una “ideología de la cárcel” que es necesario desmontar[1].

Pero una ideología es un sistema de creencias, se inscribe e incardina en una cultura mayoritaria fortalecida a través de siglos y, por lo tanto, los cambios y transformaciones que se intenten serán necesariamente graduales y progresivos, frente a la formidable potencia de lo que se ha dado en llamar “el punto de vista dominante sobre la penalidad”[2].

En efecto, la nueva cultura del control del delito, nacida con los miedos y las inseguridades de finales del siglo XIX, ha logrado perdurar a pesar que las condiciones que le dieron origen se han modificado radicalmente, como también los sentimientos y emociones que le proporcionaban un sustento social, y que han sido sustituídas por una  forma distinta de relacionar la opinión pública, los procesos sociales, los cálculos políticos de corto plazo y las instituciones de control social punitivo.

Actualmente, esa cultura se sustenta en una Criminología cotidiana desprovista de valores, casi amoral, donde los esfuerzos se concentran en instancias inteligentes y tecnológicas que intentarán minimizar los riesgos que dan lugar al desorden y la desviación, aunque ese objetivo depare la posibilidad de exclusión de grupos enteros de personas o resulte económicamente muy oneroso, ya que los ciudadanos, habitualmente remisos a soportar los costos de otros gastos públicos, entenderán en estos casos que sus contribuciones se justifican[3].

El proceso de creación de políticas públicas respecto del delito se encuentra profundamente politizado, responde a intencionalidades casi exclusivamente populistas y a un nuevo sentido común emotivo, irreflexivo, básico, segregativo e incapacitante que ha logrado reinventar las instituciones penales, y en especial la cárcel.

            El “retorno de la inocuización” ofrecería -se ha afirmado- una serie de rasgos que lo separan de las antiguas estrategias inocuizadoras de Liszt o los positivistas italianos. En primer lugar, responde a una “evolución ideológica general de la política criminal” que se manifiesta, por ejemplo, en “el creciente desencanto, fundado o no, en torno a las posibilidades de una intervención resocializadora del Estado sobre el delincuente”, así como en “la elevadísima sensibilidad al riesgo y la obsesión por la seguridad que muestran amplios grupos sociales”. Y, por otra parte, ha cambiado radicalmente “el método de predicción de la peligrosidad, para determinar los sujetos que, precisamente, deben ser inocuizados”, de manera que “a la hora de adoptar consecuencias jurídicas inocuizadoras, los métodos predictivos basados en el análisis psicológico individual de responsabilidad o peligrosidad han sido sustituidos por otros de naturaleza actuaria (actuarial justice), de modo que el delito pasa a ser abordado con las mismas técnicas probabilísticas y cuantitativas que, en el ámbito de los seguros, por ejemplo, se utiliza para la gestión del riesgo”[4]. En este marco es necesario plantearnos si, desde la perspectiva del pensamiento minimalista no es posible concebir políticas públicas tendientes a prevenir la conflictividad, con pleno respeto de los derechos y garantías de los ciudadanos y con una consistencia teórica compatible con las demandas urgentes de la multitud. En eso estamos.


[2]  Pavarini, Massimo: “Un arte abyecto. Ensayo sobre el gobierno de la penalidad”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, p. 150.
[3] Garland, David: “La cultura del control”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2001, p. 329.
[4] Vid. Sanz Morán, Ángel José; “El tratamiento del delincuente habitual”, en Polít. Crim. nº4. A3, 2007, p.1-, disponible en http://perso.unifr.ch/derechopenal/assets/files/articulos/a_20080521_17.pdf

Una ciudadanía global podrá juzgarse en cuanto a sus avances civilizatorios, fundamentalmente a partir del grado de sufrimiento que es capaz de inferir y administrar a sus ciudadanos; y buena parte de esas respuestas están condicionadas por las formas y la intensidad de la reacción social frente a los delitos, por horrendos que estos puedan resultar.
Por lo tanto, ha de prestarse especial atención también a la confusión punitivista que a partir de las últimas décadas ha informado a las corrientes progresistas provenientes en general de la criminología crítica -que abogaba, vale recordar, por una menor intervención paternalista de los Estados en materia penal, justamente por sostener la idea de la autonomía relativa del Estado como representante de los intereses de las clases dominantes- hacia tesis punitivistas inflacionarias que pugnan por una expansión del Derecho penal, siempre respecto de situaciones problemáticas de indudable relevancia, como  abusos sexuales, homicidios, violencia de género u otras violaciones graves en materia de derechos humanos.
Este clamor punitivista, muchas veces impulsado por las novedosas figuras de los “empresarios morales” y el clamor social y mediático, nos hace convivir con un derecho penal que opera “naturalizando la emergencia”, como un dato cotidiano y disponible en materia de legislación y ejecución penal.
Coexistimos, de esa forma, con un “Derecho penal de emergencia” que se expresa en un pampenalismo que recurre de ordinario al aumento de las penas, la derogación o relajamiento de las garantías procesales y constitucionales, las medidas predelictuales y la afirmación de la tesis retribucionista extrema del “merecimiento justo” (de pena), en sustitución del ideal resocializador.
Es obvio que no puede ser éste el programa sobre el que se asiente el Derecho penal democrático del futuro, tanto a nivel interno de los Estados como en el plano internacional. Antes bien, aspiramos a aprehender un Derecho penal de mínima intervención y máximas garantías, a una reformulación y adecuación del objetivo de reintegración social de los reclusos, que no debe pensarse a partir de la cárcel sino a pesar de ella: “La reintegración social del condenado no puede perseguirse a través de la pena carcelaria, sino que debe perseguirse a pesar de ella, o sea, buscando hacer menos negativas las condiciones que la vida en la cárcel comporta en relación con esta finalidad”1 .
Con fundamento se ha afirmado también que: “Si no se consigue hacer realidad el fin de reinserción social…, por las razones que fuere -con frecuencia, por una insuficiencia o ineficacia estatal en el cumplimiento .de este cometido, y en todo caso no por razón exclusiva o prioritaria del sujeto-, se habrá fracasado en uno de los cometidos que el Derecho penal tiene que atender. Pero tal fracaso del sistema no debe ser imputado exclusiva y unilateralmente al delincuente. La pregunta es evidente: ¿ha de verse el delincuente obligado a soportar una nueva sanción penal adicional (de índole inocuizadora personal) por el hecho de -seguramente a su pesar- no haber podido rehabilitarse socialmente?”2.
Más aún, es necesario tener siempre en cuenta que “todos los textos normativos de nuestro entorno cultural han establecido, con diferentes fórmulas, que la resocialización, la reeducación o la reinserción social constituyen el fin primordial de las penas de encierro”3, por lo que a las democracias que poseen sistemas penales liberales no les está permitido renunciar en términos de políticas públicas, al paradigma de la reintegración social, y ese cometido, hasta donde se lleva analizado, no reconoce límites en materia de delitos a los cuales resulta aplicable.
Incluso, ese ideal reintegrador no parece ceder, necesariamente, frente a principios internacionales en materia de impunidad y deberes de los Estados respecto de delitos contra la humanidad. Por algo el Estatuto de la Corte Penal Internacional fija un plazo máximo de treinta años para las condenas privativas de libertad.
El Conjunto de Principios de las Naciones Unidas para la Protección y la Promoción de los Derechos Humanos contra la Impunidad, define a esta última como “la inexistencia, de hecho o de derecho, de responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones, así como de responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso de ser reconocidos culpables, condena a penas apropiadas, incluso a la indemnización del daño causado a sus víctimas”4.
Pero en ningún momento ese texto establece que la única consecuencia posible de la comprobación de un hecho y la determinación de sus responsables sea una pena privativa de libertad de particular severidad, lo que puede constatarse con una simple lectura del texto.
Por el contrario, el mismo expresa claramente que los Estados están obligados a adoptar las medidas “apropiadas respecto de sus autores, especialmente en la esfera de la justicia, para que las personas sospechosas de responsabilidad penal sean procesadas, juzgadas y condenadas a penas apropiadas, de garantizar a las víctimas recursos eficaces y la reparación de los perjuicios sufridos de garantizar el derecho inalienable a conocer la verdad y de tomar todas las medidas necesarias para evitar la repetición de dichas violaciones”5.
En ningún tramo del instrumento se prescribe que las penas deben ser especialmente severas, intimidatorias, o extremadamente retribucionistas o prevencionistas, al punto que en su prólogo se destaca específicamente “que no existe reconciliación justa y duradera si no se satisface efectivamente la necesidad de justicia”, y que el perdón, que puede ser un factor importante de reconciliación, supone, como acto privado, que la víctima o sus derechohabientes “conozcan al autor de las violaciones y que éste haya reconocido los hechos”6.
No obstante ello, asistimos a un contexto donde la irracionalidad, la venganza, el retribucionismo y el prevencionismo extremos, la resignificación de la cárcel y la naturalización de la violencia estatal configuran discursos y prácticas dominantes.
Es ese el mayor desafío a afrontar desde perspectivas democráticas y humanistas. Sin dogmatismo, sin infantilismo, sin ingenuidad, pero con entera y paciente convicción.

1 Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social Por un concepto crítico de "reintegración social" del condenado”, Ponencia presentada en el seminario "Criminología crítica y sistema penal", organizado por la Comisión Andina Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de Septiembre de 1990, disponible en http://www.inau.gub.uy/biblioteca/Resocializacion.pdf

2 Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del derecho penal en las sociedades modernas: ¿más derecho penal?”, Discurso de Investidura como Profesor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Tlaxcala (México), publicado en “El derecho penal ante las sociedades modernas, Ed. Jurídica Grijley, Lima, 2003, p. 128 y 129.
3 Salt, Marcos y Rivera Beiras, Iñaki: “Los derechos fundamentales de los reclusos. España y Argentina” Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, p. 171.
4 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html

5 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html

6 Ver sobre el particular http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html
Hace pocos días, mientras buscaba en la red material sobre la situación procesal del General croata Ante Gotovina, condenado  en primera instancia por el TPIY a 24 años de prisión efectiva por la muerte, desaparición y persecución de ciudadanos serbios, y recientemente beneficiado por un fallo absolutorio de la Sala de Apelación del mismo Tribunal, accedí a un primer sitio donde no solamente se reivindicaban los crímenes por los que el militar fuera condenado, sino que se establecían inquietantes paralelos. La nota en cuestión, titulada “La legítima defensa no es crimen: Ante Gotovina el héroe croata”, escrita por una argentina llamada Viviana Padelin y disponible en http://www.fmdelasamericas.com/index/item,2258/seccion,1/subseccion,4/titulo,la-legitima-defensa-no-es-crimen-ante-gotovina-el-hroe-croata, decía cosas como éstas: “Donde vive un serbio, allí es Serbia” es el ideario de estos aliados de la ex URSS. No es difícil imaginar el padecimiento del pueblo croata, ultracatólico y conservador, en tiempos de la ex Yugoslavia bajo el mando del comunista Josip Broz (Mariscal Tito) responsable de la muerte de decenas de miles de anticomunistas, principalmente croatas de la Ustasa en la Masacre de Bleiburg.
Durante la Guerra de Independencia de Croacia, en los 90, el General  Ante Gotovina comandó las operaciones de la “Operación Tormenta” la que permitió la liberación de  10 mil kilómetros cuadrados de ocupación de los serbios, quienes intentaban proclamar esa tierra croata como “República Serbia de Krajina”.
Inmediatamente después de la guerra, se desplegó la maquinaria propagandística de la izquierda internacional: se implantaron matrices de opinión contrarias a la acción de quienes defendieron a la patria.  Tal como ocurrió en muchos de nuestros países de Latinoamérica: la criminalización de la legítima defensa, subvirtiendo mediáticamente la victoria de la independencia y libertad en un genocidio.  En este objetivo participaron los mismos actores que intervienen en el proceso neocomunista de Latinoamérica: “intelectuales” de izquierda locales, políticos y “círculos extranjeros”. En consecuencia, y siguiendo con esta estrategia, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, de la mano de la fiscal Carla del Ponte (quien fuera acusada por intimidación y soborno a testigos en casos relacionados y más tarde colaboradora del gobierno kirchnerista argentino en su desempeño como Embajadora suiza de aquel país), Ante Gotovina  fue declarado culpable y condenado a 24 años de prisión, acusado de excesivo uso de artillería y destrucción de bienes de los croatas, sin fundamentos suficientes ni siquiera para su acusación.
¿Qué puede decirse a aquellos que estuvieron en el frente de batalla defendiendo a su Patria? ¿Que pidan perdón por la victoria de su fe y la voluntad de sus actos? ¿Acaso debe pedirse perdón por no dejarse invadir?
Este es su verdadero objetivo: subvertir los valores, desmoralizar la fe, confundir  la percepción, aniquilar la dignidad.
Pero contrariamente, el pueblo croata, orgulloso de su General, no lo olvida y pide por él. Cada croata es el General Gotovina. En cada ciudad, en cada pueblo, en las calles, en las casas pueden verse carteles, fotos, camisetas honrando al General que los hizo libres. El símbolo de lo quien los representa no está encarcelado,  está demasiado presente y libre en cada esquina como calificada custodia de la legítima defensa de sus valores.
Un ejemplo a seguir en toda Latinoamérica”
Si bien todo el libelo es dramáticamente preocupante, esta última frase no puede dejarse pasar por alto. Gotovina fue miembro de la Legión Extranjera en la década del setenta (a tal punto que utilizó el idioma francés para realizar su declaración ante el tribunal internacional), y durante los años ochenta cumplió funciones de “ instructor de comando” en países latinoamericanos tales como Chile, Colombia, Guatemala, Paraguay y Argentina. Tampoco es cierta la mentada adhesión unánime del pueblo croata a las prácticas de exterminio descriptas.
El mismo artículo es reproducido en el sitio de “periodismo sin fronteras”, y allí la prolífica  autora publica otros sueltos, de igual catadura, entre los que se sugiere la lectura del texto “Las fases del neocomunismo o socialismo del Siglo XXI", donde se describen pretendidas etapas apocalípticas que atravesarán sincronizadamente los gobiernos “izquierdistas” de la región. Esos tramos, puntualmente, guardan una absoluta similitud (por no decir identidad conceptual y propagandística) con los núcleos duros y las consignas de la Convocatoria del 8N (http://www.periodismosinfronteras.com/categorias/opinion/viviana-padelin).
El artículo se encuentra también publicado en el sitio de derecha dura El Republicano Liberal (http://elrepublicanoliberal.blogspot.com.ar/2011/10/viviana-padelin-las-fases-del.html)
Finalmente, Pavelin escribe el artículo “El post-chavismo”, ahora en http://adribosch.wordpress.com, un blog anticaztrista donde directamente se alienta el 8N (ver el artículo “El 8N tiene contenido político capaz de desgarrar la hegemonía”), al mismo tiempo que se critica a Zaffaroni, se homenajea a los muertos por el “terrorismo” y se vierten otras expresiones reaccionarias y antidemocráticas por el estilo.
Si detrás de la convocatoria “apolítica” y “espontánea” del 8N se incuba semejante ADN ideológico, no hay espacio para fingir ingenuidad o sorpresa. Si algo tiene de bueno este tramo de la historia, es que las contradicciones fundamentales se profundizan tanto, que resultan visibles para todos.





Espero que nuestros lectores sepan dispensar un espacio de autorreferencialidad, infrecuente en este blog. Pero quería compartir con los ellos la obtención del segundo doctorado del responsable del mismo, esta vez en Derecho Penal, por ante la Universidad de Sevilla y con obtención de la distinción Cum Laude.
A esta altura de la vida, este tipo de costosos logros, conseguido en condiciones para nada  fáciles, es susceptible de ser leído como el cumplimiento de un objetivo que trasciende lo individual y abarca a muchos otros miembros de nuestra comunidad académica que, durante años, infaltablemente y sin otra especulación que la consolidación y el crecimiento académico de nuestra joven Facultad, abrazaron la enseñanza y el aprendizaje de la "cuestión criminal".
A colegas y alumnos, que por centenares me hicieron llegar su agradecimiento, les estoy inmensamente agradecido. No me asumo sino como una síntesis circunstancial de una lucha desigual iniciada hace casi dos décadas, haciendo frente a las posturas negativas de estructuras, corporaciones y poderosos factores de poder conservadores. Aquí estamos, superando los riesgos que nos preocupaban hace algunos años, expresados en clave de gestión inquisitorial, y conviviendo -logicamente- con otros.
La cultura de la penalidad se ha vuelto omnipresente. Desde el firmamento del sistema de creencias hegemónicos parece dominar las lógicas de la modernidad tardía y se erige en un nuevo ordenador de la vida social.
Incluso desde miradas valorables del pensamiento progresista, comprometidas con la militancia permanente en materia de Derechos Humanos, particularmente vigentes en el caso argentino, se ha llegado a sostener  en la sociedad del clamor punitivo, que la sanción penal se justifica en casos de delitos conmocionantes, y hasta resulta imprescindible, a pesar que no exista equivalencia posible alguna entre la magnitud del delito y cualquier sanción que se ensaye frente a este tipo de atrocidades, razón por la cual las teorías retribucionistas deben dejarse de lado en la especie.
En consecuencia, descartada la justificación retribucionista, la sanción penal debería explicarse con arreglo a una tesis utilitaria o consensual. Esa tesitura diferencia claramente la labor del legislador, que instituye una norma para que rija en el futuro, intentando lleva a cabo un cometido preventivo de determinadas conductas ilícitas, de la del juez, que se acerca mucho más a una función retributiva, castigando el mal ocasionado en el pasado[1].
Según se afirma, éste es el mismo alcance que en materia de prevención general positiva se espera  de la ley penal. El de reforzar la adhesión a valores esenciales para disuadir así, mediante la amenaza penal, respecto de cualquier tipo de práctica lesiva de derechos fundamentales de la persona humana, que deben respetarse en todo tiempo y en cualquier lugar. Por eso, el juicio justo -como contrapartida de la falta de juicio e impunidad- sería lo único capaz de devolver a la ley su capacidad preventiva.
Como se observa, lo que se contrapone aquí es juicio justo y capacidad preventiva de la ley (explicitada mediante el castigo) a la falta de juicio y la impunidad. El sentido de la pena, de acuerdo a esta postura, estribaría, en el mantenimiento de la confianza en la norma, como modelo orientador de la relación social. En ello también residiría su justificación moral[2].
Frente a un comportamiento que defrauda las más mínimas expectativas de convivencia social, la pena se erige en la reacción más categórica del conjunto de una sociedad respecto de una conducta que considera particularmente reprochable y merecedora de un castigo institucional[3].
Se ha sostenido que la pena de prisión se justifica en los casos de situaciones problemáticas graves, atendiendo a vertientes utilitaristas que hacen hincapié en la necesidad de delimitar el cometido de la ley, que regula aspectos futuros, de la función de los tribunales, que deciden cuestiones pretéritas que son sometidas a su consideración. El juez desarrollaría en el juicio una función asimilable a la retribución, toda vez que castiga el mal inferido ex ante, y el legislador, en cambio, intenta prevenir disuadiendo mediante la ley penal al delincuente para que no perpetre actos futuros, que lesionen bienes jurídicos fundamentales. La ley penal tendría una función de prevención general positiva, que se expresa en la adhesión a valores fundamentales cuya afectación se habría de disuadir mediante la amenaza de la ley penal. En cada caso concreto en que se produjera la afectación de esos bienes jurídicos esenciales, la realización del juicio justo, esto es, la contracara de la impunidad, sería la única forma en que la ley recobraría su aptitud preventiva. La veta simbólica del juicio estriba en la exhibición de la supremacía del Estado de derecho frente a todo resabio cultural de la dictadura y el realzamiento del rol de las víctimas. Esta lógica utilitarista contrapone el juicio y la capacidad preventiva de la ley (efectivizada mediante la condena penal) a la falta de juicio y la impunidad. La pena se legitima en tanto coadyuva a mantener la confianza en la norma, exteriorizando la desaprobación social frente al comportamiento desviado.
Por nuestra parte, estimamos que en todo Estado Constitucional de Derecho los jueces se avocan a conocer y decidir cuestiones que en el pasado han sido conminadas de manera genérica y abstracta por el legislador. Por ello, esta mera enunciación, de por sí, no autoriza a suponer que el rol de los tribunales coincida con el de imponer prácticas retribucionistas, y mucho menos que la ley penal pueda leerse en clave de prevención general positiva. Creo más bien en la posibilidad de que el Derecho (entendiendo al mismo ampliamente, como todas las agencias vinculadas a la cuestión criminal) actúe como productor de verdad a través del juicio justo. Pero no necesariamente el juicio justo y su resultado equivalen a la imposición de una pena de prisión draconiana, que vulnere las más mínimas garantías de un Estado democrático y contradiga el fin de las penas tolerado por un Estado Constitucional de Derecho. Una sociedad civilizada puede reforzar su confianza en la norma de cara al futuro sin necesidad de presenciar la ejecución de Damièn en la plaza de París. Le debería bastar con saber que tribunales imparciales, a través de un juicio inatacable, han logrado (re) producir la verdad de lo ocurrido en circunstancias particularmente dolorosas del pasado, ha identificado a los culpables, les ha podido hacer sentir su unánime reprobación (mediante la imposición de penas razonables y compatibles con el ideal resocializador o de otro tipo de medios alternativos de resolución de ese conflicto), e igualmente ha decidido reintegrarlos a su seno. Además es pertinente realizar una pormenorizada lectura crítica de las posturas que legitiman el poder punitivo desde una mirada compatible con la prevención general positiva, como en este caso, cuando es reivindicada por parte del pensamiento progresista nacional.
La teoría de la prevención general positiva es una rara amalgama entre las actitudes que en el pasado reducían a la religión a un valor instrumental y la vieja postura durkheimniana que planteaba que el delito y el castigo tenían una función positiva al provocar cohesión social y reforzar la confianza ciudadana en el sistema social en general y en el sistema punitivo en particular. Pero si atendemos a que, como los mismos impulsores de esta postura lo admiten, una de las características que definen al sistema penal es su tendencia a una criminalización selectiva -de resultas de la cual únicamente son perseguidos y condenados los más torpes, los más vulnerables- la aceptación de la prevención general positiva, fundada en el supuesto consenso y la cohesión social que lograría el castigo, equivale a tolerar como valor socialmente positivo a la punición ejemplarizante de un chivo expiatorio como creadora de consenso, prescidiendo de la evidencia de que nada sucederá respecto del universo de personas que protagonizan injustos mucho más graves, pero que, por su poder o habilidad, no serán seleccionadas.
Esta selectividad es la constante indiscutida del sistema penal, y aceptada que sea la prevención general positiva, también habrá que admitir un sistema que cosifica a una persona derrotada, utilizando su dolor como símbolo, sencillamente porque debe priorizar la reproducción del sistema a la propia persona. En definitiva, esta construcción propia de un funcionalismo sistémico extremo no se compadece fácilmente con una idea agnóstica o negativa de la pena, reivindica la existencia de un ius puniendi y convalida procesos cada vez más injustos y selectivos en materia de persecución y enjuiciamiento penal.


[1] Mattarollo, Rodolfo: “Noche y niebla y otros escritos sobre Derechos Humanos”, Ediciones Le Monde Diplomatique, “el Dipló”, Buenos Aires, 2010, p. 75.

[2] Sancinetti, Marcelo: “Derechos Humanos en la Argentina Postdictactorial”, Lerner Editores Asociados, Buenos Aires, 1988, pág. 9.
[3] Stratenwerth, Günther, “Derecho Penal, Parte General, I. El hecho punible”. Traducción de la 2da. edición alemana (1976) de Romero, Gladys. Fabián J. Di Plácido Editor, Buenos Aires, 1999. pág. 18.

La creencia de que la reparación sólo es viable en tanto y en cuanto exista una instancia previa de castigo, impuesta por un tribunal como consecuencia del desarrollo previo de un juicio, acarrea al menos tres problemas no menores que afectan decididamente la lógica y la consistencia de esa formulación.
El primero de ellos tiene que ver con una subestimación de la capacidad que las formas alternativas de resolución de conflictos pueden llegar a asumir como instrumentos autónomos eficientes, frente a cualquier tipo de conflictividad social.
Por otra parte, se advierte una inexplicable sobreestimación de las aptitudes del  derecho penal para resolver esas circunstancias y también de sus supuestas connotaciones simbólicas.
Finalmente, podemos decir que la postura desconoce las peculiaridades de la justicia restaurativa y las diversas formas y diferentes perspectivas que caracterizan a la misma.
En efecto, debemos empezar reconociendo que la crisis de legitimidad del sistema penal radica justamente en su reconocida ineptitud para dar soluciones mínimas a las cada vez más apremiantes demandas de las sociedades modernas respecto de la delincuencia.
No obstante ese dato, que no merece mayores esfuerzos en cuanto a su verificación, dada su evidencia indiscutible, las lógicas legitimantes del derecho penal siguen remitiendo al mismo al momento de intentar solucionar la nueva conflictividad social tanto a nivel estatal e internacional.
Esto ha contribuido a una inflación sin precedentes del derecho penal, que en modo alguno ha reflejado una disminución de los estándares de conflictividad ni ha contribuido a la construcción de una mayor seguridad humana en nuestras sociedades.
No obstante ello, se han incrementado  desmesuradamente  las míticas funciones simbólicas que se atribuyen al sistema penal, que se ha revelado como manifiestamente incapaz de resolver ninguno de los problemas o cuestiones en virtud de los cuales se sigue acudiendo al mismo cada vez con mayor frecuencia.
Preocupa entonces obervar cómo, frente a la dilusión de las esperables funciones simbólicas del Derecho penal, sistemáticamente incumplidas, los particulares, los empresarios morales y los medios de comunicación, presionan sobre las agencias secundarias de criminalización, en particular las policías y las agencias jurtisdiccionales, en la búsqueda de respuestas que por supuesto tampoco habrán de encontrar en esos ámbitos, concebidos constitucionalmente para el cumplimiento de otros objetivos.
Esto ha generado un sistema penal de neto corte prevencionista y retribucionista, que deja de lado la naturaleza constitucional del paradigma resocializador en materia de castigos institucionales.
El Derecho penal ha colonizado virtualmente al Derecho procesal penal y sus garantías, lo ha avasallado, y ha evolucionado desde un Derecho penal liberal hacia un Derecho penal de prevención de riesgos, impactando brutalmente en la cultura jurídica y en el sentido común hegemónico de las sociedades postmodernas.
Admitida la hipertrofia del carácter simbólico del derecho penal y su exagerada confianza en el mismo, que además demuestra cotidianamente su incapacidad para resolver los conflictos interpersonales, las medidas alternativas de resolución, establecidas de manera autónoma a los procedimientos previstos institucionalmente para el ejercicio de la jurisdicción penal, encarnan un cambio cultural plausible a favor del que, debe reconocerse, mucho falta por hacer, sobre todo en materia cultural, respecto de los operadores del sistema, la sociedad y las propias víctimas, fuertemente influidas por un sistema de creencias neopunitivista.
Mientras el proceso penal trata de reproducir una pretendida verdad histórica, que incluye extremos tales como la existencia del delito y la participación del imputado en el mismo, la reparación reconoce otro punto de partida, diametralmente distinto, que se vincula al reconocimiento voluntario de la existencia del conflicto por parte de la víctima y el infractor, cosa que, en este último caso, casi nunca se verifica en los juicios criminales.
La cultura punitiva a la que hacemos mención en párrafos anteriores, se encuentra estimulada por discursos vindicantes que asimilan la idea de “justicia” a la de imposición de duros castigos, en especial de penas de prisión extremadamente prolongadas.
Este es un dato objetivo de la realidad contemporánea global, en el que la víctima, luego de recuperado el rol que intuían a priori los reformistas, no solamente no tracciona a favor de medidas alternativas de resolución de los conflictos, sino que puja en aras de una mayor punición.
Por supuesto, en los no pocos casos en que obtiene su finalidad, termina advirtiendo la insatisfacción que el castigo supone como medio efectivo de reparación de su pérdida. Pero son muy pocas las advertencias que en este sentido se efectúan desde las agencias oficiales implicadas o desde los demás medios de control social capaces de formar opinión.
La mediación, a diferencia del sistema penal, abjura de las lógicas binarias y tiene como punto de partida el reconocimiento de la existencia del conflicto, por parte de víctima y victimario, en lo que significa el primer tramo de un recorrido lógico que la diferencia de la cultura punitiva.
Esta primera mirada ya es, por cierto, superadora de  las categorías inquisitoriales del sistema penal, que se despreocupa olímpicamente de las representaciones e intuiciones de los perpetradores y los ofendidos, y constituye un magnífico estímulo para intentar remitir -precisamente- los denominados “delitos ideológicos” o “espirituales”, que son aquellos que sienten que su conducta está justificada con arreglo a supuestos fines religiosos, políticos, ideológicos o patrióticos, justamente porque uno de los recaudos de la justicia restaurativa radica en considerar especialmente las causas que generaron el conflicto, intentando encontrar los medios más eficaces para satisfacer las necesidades de las partes, lo que constituye otro dato innovador de relevancia a través de la comunicación y el diálogo entre el ofensor y el ofendido, con la intervención de una tercera persona –el mediador- frente a la cual las partes oponen sus diversas realidades, sus biografías y sus identidades frente a frente.
A través de medios eficientes para evitar la doble victimización del ofendido, se intentará que la víctima pueda conocer las causas de la conducta del ofensor y éste, palpitar la magnitud del daño inferido, como paso previo, inexcusable, para incoporar la culpa moral y propender al arrepentimiento y la reparación.
Este posible acercamiento, sin ninguna duda que ayudaría a la víctima a encontrar respuestas a sus múltiples preguntas e indagaciones sobre pérdidas incomprensibles y a superarlas más prontamente.
Para eso deberá trabajarse arduamente con las víctimas, a veces en una dirección contraria de la que lo hacen las agencias que dicen ocuparse de las mismas.
Por su parte, este vínculo podría permitir que el propio autor recapacitara y aceptara su responsabilidad, frente al seguro derrumbe de sus preconceptos ideológicos, incapaces de tolerar el impacto profundo del dolor infinito y la sinrazón brutal.
Con estos argumentos se podría evitar una pena de privación de libertad inútil, que no satisface a ninguna de las partes y banaliza la respuesta estatal frente a la sociedad, que termina naturalizando el dolor sin limites de víctimas y victimarios y se monta en una lógica vengativa francamente regresiva.
Estas instancias no puntivas permiten que la víctima sea escuchada y reparada y la alejan del fetiche de asimlar la idea de justicia a la de castigo. El infractor podría reintegrarse a una sociedad que lo ha repelido, aunque esa sociedad y su propia conducta lo avergüencen.
La vergüenza reintegrativa es también un instrumento importante a considerar como sucedáneo superador  de la cárcel en la medida que pudiera recuperar a las partes, pacificar los espíritus y recomponer la convivencia.
Algo que, por supuesto, no podemos pedirle al derecho punitivo, porque su propia naturaleza es negadora de esa visión más sensible y compleja de los conflcitos sociales, y no podría adaptarse a modelos no verticales de resolución de problemas.
En general, las sociedades occidentales mantienen una concepción jurídica del poder, totalmente insuficiente y restrictiva, basada en la primacía de la regla y la prohibición, cuya matriz remite paradigmáticamente a la filosofía kantiana y su ley moral binaria en términos de deber ser.
Por paradójico que resulte, el sistema penal, tal y como aparece hoy configurado, genera irresponsabilización, despersonalización, incapacidad para asumir consecuencias. Todo un impagable servicio a la reincidencia.
En efecto, no puede dejarse de lado que, aunque dotado de límites y garantías de todo tipo, el Derecho penal encarna siempre una dosis de violencia e irracionalidad que, por estar en su naturaleza, conspira contra su legitimidad social y política.
Más cuando un análisis del sistema penal, en sus consecuencias, revela que las formas de resolución alternativa de conflictos podrían llegar a reconstituir decisivamente la confianza en el sistema de administración de justicia, y por ende, en la convicencia pacífica. La justicia restaurativa, la mediación y la conciliación tienen la indiscutible virtud de devolver a las partes el conflicto incautado y la responsabilidad de resolverlos, superando el exceso grosero de judicialización de las diferencias que caracteriza el paisaje social contemporáneo.
Pero además, permiten satisfacer en clave indudablemente más civilizada las necesidades reales de las víctimas (no las inducidas ni las cultural y discursivamente hegemónicas) y también la de los ofensores: la reparación del daño, las explicaciones, el perdón y los tratamientos y abordajes necesarios para nivelar las asimetrías sociales existentes entre las partes.
Para ello, es imprescindible desmontar, mediante un trabajo sostenido y sin plazos, la obsesión social del castigo al culpable, el sentimiento más básico de mera venganza, que ha pasado a cumplir una serie de funciones simbólicas y casi ninguna real, como no sea la estigmatización y el sufrimiento de los sancionados.
Es claro que tenemos plena conciencia de que, así planteados, nuestros objetivos despenalizadores bien pueden ser tildados de utópicos, y por ende, entendidos como irrealizables.
Pero también nos queda absolutamente claro que el rol de los teóricos en materia penal es justamente entrever las futuras coordenadas del Derecho criminal y tratar de acumular fuerzas en dirección a formas menos violentas de comportamiento social e institucional.
Desde el fondo de la historia, nos observan los utópicos  que abogaban por la abolición de los castigos corporales,  la venganza de la sangre,  las ordalías, los juicios de dios y  la pena de muerte.