Por Eduardo Aguirre
Escribir sobre un amigo que no está es una de esas tareas difíciles, abismales, que nos permiten conocer nuestros propios límites, impuestos taxativamente por el dolor de la tragedia y lo irreversible de la pérdida.
En la última década, José María participó decisivamente en la epopeya que significó la creación de la Carrera de Abogacía en la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la UNLPam. Creo que estos largos diez años sintetizan lo mejor de los aportes que a esta sociedad ofrendó José María, sin perjuicio de su labor como funcionario y magistrado judicial, que también supo honrar.
Concibió desde su inicio a la Carrera como un espacio impresionante de pensamiento crítico, democrático, horizontal, que permitiría transitar hacia una mayor calidad de las instituciones jurídicas y políticas de la Provincia, y un compromiso consecuente de los operadores del sistema con el paradigma de un Estado Constitucional de Derecho.
Desde un principio decidió dar su pelea desde las instituciones del derecho procesal (ese que sí “le toca un pelo al delincuente”), convencido que el rol de la academia iba a producir una transformación fundamental en las agencias locales. El tiempo demostraría que no se equivocó. La Carrera, los seminarios, la Maestría en Ciencias Penales, los permanentes colectivos de los que participaron reconocidos académicos argentinos y extranjeros, y una numerosa cantidad de alumnos que lo acompañaron, fueron el inicio de cambios trascendentes en la cultura de la jurisdicción, que todavía no terminaron de advertirse en su total dimensión. Con un tesón titánico empezó y terminó la redacción de ese monumental edificio conceptual, ese catálogo de derechos y garantías, original y hermoso, como decía el poeta, que se concretó en un Código Procesal Penal acusatorio para la Provincia. Me resulta grato recordar aquellos horarios insólitos en los que nos juntábamos a discutir las instituciones del código. Tanto como la pasión y el énfasis que ponía en la defensa de todos y cada uno de los artículos.
No conozco una expresión de extensión y compromiso con la sociedad de esas características, surgido de una Universidad Pública, y en condiciones tan difíciles si se toma en cuenta el discurso hegemónico y las prácticas conservadoras a las que debió sobreponerse. Tampoco recuerdo que se lo haya reconocido en su justa dimensión, aunque por cierto, esto me sorprende mucho menos.
La implicación entre su función judicial y su participación académica se sintetizaron en su inquebrantable convicción de respeto por el programa de la Constitución, los Derechos Humanos y el catálogo de garantías.
Un día, hace tanto y tan poco tiempo, nos dejó. Se fue tan vertiginosamente como vivió. Una multitud de alumnos, docentes y amigos lo recordó hace pocos días, en un encuentro tan inusual como emotivo llevado a cabo en la Facultad, su casa. La obra inconclusa de su militancia constituye, ahora, un patrimonio socializado. Y una responsabilidad que no podremos eludir.
Por Francisco María Bompadre

El Estado está llamado a mantener el orden.
La represión y la violencia están, entonces,
en la esencia del poder estatal.
Ángel Cappelletti


El presente trabajo analiza algunas de las justificaciones[1] que se han presentado en la filosofía política en torno a la necesidad de la creación -artificial- de una de las instituciones más emblemáticas de la modernidad: el Estado[2], en tanto institución política con el monopolio de la violencia legítima y la capacidad de sancionar leyes[3]. Como expresa Dotti:

“Lo que para los antiguos era la conclusión natural de la evolución de formas de existencia siempre orgánicas y comunitarias, para los modernos es el resultado de una ruptura voluntaria de la condición en que la naturaleza ha puesto al hombre” (1994:57).

Y aquí radica el problema central que consiste en armonizar la autonomía individual del ser humano moderno en tanto sujeto libre, con la obediencia -constatada empíricamente- de las mayorías en beneficio de las minorías. La pregunta que permite saltar el puente radica en descifrar por qué algunos mandan y otros simplemente obedecen; y la respuesta va a estar dada en torno al propio consentimiento.

[1] En tanto existencia de obligaciones políticas universales, es decir, el deber en circunstancias normales de obedecer las leyes del país por parte de todas las personas que residan dentro de las fronteras estatales (Wolff, 2001:57).
[2] Sobre la problematización y discusión en torno al origen del Estado, véase Bobbio (2006:86-101).
[3] Como bien se explica en el texto de Wolff (2001:54), estas dos características del Estado no están exentas de algunos problemas de importancia.


Desde esta perspectiva nos centraremos en la corriente denominada contractualismo, entendiendo en sentido amplio:

“todas aquellas teorías políticas que ven el origen de la sociedad y el fundamento del poder político (el cual será progresivamente llamado potestas, imperium, gobierno, soberanía, estado) en un contrato, es decir, en un acuerdo tácito o expreso entre varios individuos, acuerdo que significaría el fin de un estado de naturaleza y el inicio del estado social y político”,

Y, en un sentido más reducido:

“una escuela que floreció en Europa entre el inicio del siglo XVII y el fin del siglo XVIII, que tiene sus máximos representantes en J. Althusius (1557-1638), T. Hobbes (1588-(1679), B. Spinoza (1632-1677), S. Pufendorf (1632-1694), J. Locke (1632-1704), J. J. Rousseau (1712-1778), I. Kant (1724-1804)” (Bobbio et al, 1994:350).

De estos autores mencionados tomaremos de manera muy breve la figura y obra de tres de sus exponentes principales: Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau.

Consentimiento, contrato, pacto, estado de naturaleza, sociedad política o civil, ius in omnia. Palabras, conceptos, ideas que si bien no son nuevas o extrañas, se resignifican a la luz de los nuevos tiempos que corren en los tumultuosos siglos XVII y XVIII europeos. La modernidad en occidente modifica las maneras en que los hombres se relacionan entre sí, con la naturaleza y ante lo trascendente, secularizando y laicizando la teología y la metafísica tradicionales. Un sostenido y creciente proceso de individualización y racionalización logran afianzar el cógito cartesiano como instancia de fundamentación y legitimidad del nuevo orden político. La permanencia del estado de naturaleza donde cada quien tiene derecho al todo, y a su vez es juez en su propia causa, conspira contra cualquier estrategia política de afianzar una autoridad común sobre los hombres: de ahí la inevitable salida que garantice la paz, la industria, la propiedad y la sanción al quebrantamiento del pacta sund servanda (Supiot, 2007:129-130). La forma de superar la situación pre-política, que propone el modelo contractualista (también denominado iusnaturalista) consiste en la firma del pacto social entre los individuos, de manera que renunciando a algunos de sus derechos garantizan la vigencia de otros; e instituyendo una autoridad en común -tanto en el ámbito político como en el religioso- entre todos los firmantes -el soberano o Leviatán- se establece un legítimo actor en la decisión de las controversias entre los súbditos como así también en las sanciones ante los incumplimientos de los contratos: la salida del estado de naturaleza o sociedad pre-política conlleva la vigencia de la sociedad civil o política.

Wolff (2001:53) sostiene que los defensores del Estado deben proponer y brindar una justificación positiva en pos de la existencia del Estado que demuestre que tenemos el deber moral de obedecerle; descalificando la tesis que sostiene su propia legitimidad en la inexistencia de una respuesta mejor a la solución del problema de la anarquía y la intolerancia de la vida en el estado de naturaleza. Con ingenio, expresa Wolff (2001:60-61) que aunque el estado de naturaleza haya existido o no, lo que es seguro que no existió es la firma del contrato social: no hay nadie que recuerde haberlo hecho. Y aunque alguien recuerde la firma del mismo, no podría obligar a todos aquellos que no lo firmaron, ni a las generaciones posteriores. Asumida esta situación puede alegarse según el autor, que el consentimiento tiene lugar de un modo menos explícito, por ejemplo a través de las elecciones: si votamos a favor del gobierno le damos nuestro consentimiento; e incluso aún si votamos en contra, estaríamos convalidando el sistema en términos generales. Pero este argumento replica Wolff presenta varios problemas dado que no es posible interpretar las abstenciones o el voto en blanco como apoyo al gobierno, e incluso los que votan en contra del gobierno pueden estar en disconformidad con el sistema en general. Por su puesto que la situación no llega a buen puerto obligando a votar a los individuos, dado que en esa hipótesis, el consentimiento no puede ser considerado como voluntario. Abandonada la teoría del consentimiento expreso, el autor en cuestión analiza las teorías sobre el consentimiento tácito:

“De hecho, todos los grandes teóricos del contrato social -Hobbes, Locke, Rousseau- apelan de distintos modosa argumentos basados en el consentimiento tácito. La idea central aquí es que mediante el disfrute silencioso de la protección del estado uno consiente tácitamente a aceptar su autoridad. Esto basta para obligar al individuo a obedecer al estado” (2001:62).

Wolff responde a esto con el argumento de Hume (1711-1776):

“La idea de Hume es que el hecho aislado de residir en un lugar no puede interpretarse como consentimiento. ¿Por qué no? Pues simplemente porque entonces nada podría entenderse como disentimiento excepto el hecho de abandonar el país. Pero una condición así es sin duda demasiado exigente como para poder concluir de ella que los que se quedan en el país dan realmente su consentimiento” (2001:63).

Finalmente, Wolff estudia la hipótesis del consentimiento hipotético, en el sentido de pensar que hubiéramos hecho de estar viviendo en el estado de naturaleza, especulando con la idea que ante la falta de Estado, apenas nos diéramos cuenta de la situación, tenderíamos a pactar o contratar para crear uno. Este argumento parece sólido, pero en seguida muestra las limitaciones que posee dado que el consentimiento para la firma de nada más y nada menos que el Estado, se basaría en un hecho hipotético que nunca sucedió; y aún en el caso del consentimiento disposicional, el argumento sigue siendo muy débil. Parecería entonces que las distintas versiones de la teoría del consentimiento (del contrato social) no pueden justificar la tesis de que todas las personas tiene obligaciones políticas (2001:64-66).

Según la clasificación seguida por Malem Seña (1996:523) dentro de las denominadas teorías voluntaristas (las que requieren del consentimiento y voluntad de un individuo para asumir una obligación), se puede distinguir dos niveles diferentes, donde uno de estos hace referencia a las maneras y formas de manifestar el consentimiento (consentimiento expreso y tácito); y el otro, al número o cantidad de personas que deben brindar el consentimiento (por unanimidad y por mayoría). La teoría del consentimiento expreso requiere de un acto externo y claro para obligarse, de manera tal que un sujeto autoriza y/o acuerda con otro la posibilidad de que éste actúe donde solamente aquel tenía derecho a accionar. Esta modalidad consensual ha sido blanco de varias críticas, entre ellas que no es viable un sistema donde cada uno de los súbditos deba consentir cada una de las leyes del Estado; además de la desigualdad que se generaría ante la situación de que determinadas personas deban obedecer mientras que otras no. Por su parte, ante las dificultades de sostener un modelo como el anterior se trató de relativizar el requisito del consentimiento, llevándoselo simplemente a su modalidad tácita: un individuo consiente tácitamente al Estado cuando goza de los beneficios que éste le otorga (disfrutando de la posesión y propiedad de sus bienes, viajando por sus caminos y carreteras y/o simplemente permaneciendo dentro de los límites territoriales. A esta postura, defendida por John Locke, se le ha cuestionado la suposición de que la mera residencia constituya consentimiento en términos tácitos por parte de los individuos. La versión que da cuenta del consentimiento unánime de los individuos para justificar una obligación general de obedecer el derecho, ha sido acusada de conservadora y defensora del statu quo vigente, dado que una sola voluntad en contra imposibilitaría la conformación de la unanimidad y tornaría ilegítima una norma que en esas circunstancias se pretende aplicar a las personas. Esta crítica y la dificultad práctica de lograr unanimidad ha llevado a que se propongan las fórmulas del consentimiento por mayoría: se configuraría el consentimiento cuando es prestado por un amplio conjunto de personas a una determinada modalidad procedimental para la sanción de las leyes. Ahora bien, el problema que surge aquí es sobre la legalidad de que la mayoría obligue a la minoría disidente a la obediencia moral al derecho y a las leyes, tomando en consideración que la fundamentación de la obligación moral consiste en la realización de actos voluntarios y concientes, lo que parece a todas luces no suceder aquí (Malem Seña, 1996:523-527).

Desde la perspectiva de los dos autores (Wolff, 2001 y Malem Seña, 1996) que han tratado el tema en extenso, se desprende que la teoría contractualista -en sus diferentes variantes- no puede fundamentar la obligación moral de obedecer al Estado y las leyes; dado que todas las posiciones que exploran diferentes variantes en la manera de prestar consentimiento a la obligación dejan importantes cuestiones y problemas sin resolver ni solucionar.

De todas maneras esto no significa que estas construcciones teórico especulativas no hayan sido fructíferas en la filosofía y la ciencia política. ¿Cada uno de los tres autores a su manera cumplió su objetivo?: el viejo Hobbes garantizó la seguridad bajo la figura de un soberano absolutista poniendo fin a las guerras religiosas; aunque bueno sería decir que no desapareció el miedo a la muerte violenta en manos de otro, sino que se desplazó a la figura del Leviatán, mucho más poderoso que cualquier individuo en particular, y aún más impune, dado que el soberano hobbesiano no pacta, por ende, conserva el derecho al todo manteniéndose en el estado de naturaleza: ius in omnia. Desplazamiento del miedo a alguien más poderoso, es cierto, pero también, derecho a preservar la propia vida, derecho inalienable que permite toda una interpretación sobre la desobediencia a la ley en situaciones de alienación legal (Gargarella, 2004), algo sobre lo que Hobbes no estaría de acuerdo.
El empirista Locke, salió de su estado de naturaleza (donde ya hay propiedad privada, a diferencia del modelo hobbesiano) para garantizar las desigualdades que ya se habían producido: la garantía sería el soberano (poder legislativo), en base a una supuesta desigualdad ente los hombres que tiene su origen en el trabajo humano, es decir, Locke está concibiendo que el valor viene dado por el trabajo humano, línea que seguirá posteriormente la escuela clásica inglesa de economía política (Smith, Ricardo, etc.), concluyendo en la teoría del valor-trabajo marxista, que justamente vendrá a impugnar “esa” desigualdad en la propiedad privada que tanto preocupaba garantizar y proteger a John Locke, y que lo motivara a salir del estado de naturaleza. Un sin fin de revueltas, revoluciones clasistas y destrucciones de propiedad privada tuvieron su origen en el germen de la concepción liberal de la fuente del valor en el trabajo humano acuñada por Locke: paradojas.
Finalmente, el gran personaje universal de la ilustración europea Jean Jacques Rousseau, que firma el pacto para lograr el virtuosismo del ciudadano, y que proclamara la libertad y la igualdad de los hombres, sería impugnado por la teoría feminista de principios del siglo XX por discriminar a las mujeres al ámbito privado (no político) y sería usado por concepciones totalitarias de la sociología política, que basándose en la eliminación del infractor del pacto social, acuñaron la categoría jurídica de Derecho Penal del Enemigo, con quien el Estado no dialoga (como sí con el delincuente común), sino al que directamente se debe eliminar física o civilmente: la ley “antiterrorista” sancionada en nuestro país en el año 2006 es un ejemplo de ello.

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Por Eduardo Aguirre


RESUMEN:
La aceptación de la muerte de los grandes relatos en el campo de la criminología ha dado como resultado una severa crisis de identidad de los discursos criminológicos (casi todos ellos fragmentarios en la modernidad tardía marginal), mucho más abocados a satisfacer la consigna de "prevenir el delito" que a realizar indagaciones explicativas de las nuevas formas de conflictividad y control social.
Esa caótica retirada (la que, es de esperar, sea solamente táctica) sustituyó a las grandes convicciones que en este margen arraigara la criminología crítica -a la que se intuyó, sin más, "superada"- para recalar, en algunos casos, en el "paraguas protector" del nuevo realismo de izquierda, y en otros, resistir desde las más tímidas expresiones del garantismo penal.
En algunos supuestos extremos, por cierto preocupantes, se adoptaron incluso (explícita o crípticamente) discursos de neto cuño legitimador como el denominado "derecho penal del enemigo", acaso sin decodificar correctamente las consecuencias probables de semejante proceso de colonización intelectual, o aún haciéndolo, sin atender a las consecuencias previsibles de tamaña capitulación. Lo que ha devenido en la importación sin aduanas culturales de una doctrina de seguridad planetaria para la cual los "enemigos" - todos ellos- son terroristas que asumen la condición de "no personas"; por ende, de entes "sin derechos ni garantías", a los que hay que combatir, "aniquilar" (en un remedo de la jerga argentina más trágica) o castigar.

Algunos caracterizados referentes de la criminología "progresista" argentina, a partir de la debacle de los estados del denominado bloque del Este, han interpretado este dato objetivo de la historia como la obligatoria e inexorable aceptación de una derrota de los grandes relatos, de los paradigmas totalizantes, de la factibilidad de comprender las "nuevas sociedades" con arreglo a categorías dogmáticas y científicas que habían aportado decisivamente para la construcción de los discursos explicativos holísticos.
Estas posturas sobrevinientes, extraídas con más o menos rigor, pero con indudable premura de las concepciones filosóficas postestructuralistas, han dado como resultado una severa crisis de identidad de los discursos criminológicos (casi todos ellos fragmentarios en la modernidad tardía marginal), mucho más abocados a satisfacer la consigna de "prevenir el delito" que a realizar indagaciones explicativas de las nuevas formas de conflictividad y control social.
En síntesis, se ha confundido el hundimiento de las burocracias comunistas con la sustentabilidad de un abordaje científico de las nuevas sociedades, en un repliegue que hasta ahora ha sido constante y sistemático.
Esa caótica retirada (la que, es de esperar, sea solamente táctica) sustituyó a las grandes convicciones que en este margen arraigara la criminología crítica -a la que se intuyó, sin más, "superada"- para recalar, en algunos casos, en el "paraguas protector" del nuevo realismo de izquierda, y en otros, resistir desde las más tímidas expresiones del garantismo penal.
En algunos supuestos extremos, por cierto preocupantes, se adoptaron incluso (explícita o crípticamente) discursos de neto cuño legitimador como el denominado "derecho penal del enemigo", acaso sin decodificar correctamente las consecuencias probables de semejante proceso de colonización intelectual, o aún haciéndolo, sin atender a las consecuencias previsibles de tamaña capitulación. Que implica la importación sin aduanas culturales de una doctrina de seguridad planetaria para la cual los "enemigos" - todos ellos- son terroristas que asumen la condición de "no personas"; por ende, de entes "sin derechos ni garantías", a los que hay que combatir, "aniquilar" (en un remedo de la jerga argentina más trágica) o castigar.
Para entenderlo en su verdadera dimensión, claro está, es preciso revisar críticamente los fundamentos filosóficos a los que Jakobs y Cancio Meliá se han remitido para la formulación de su tesis.
En principio, es necesario señalar que, en mi modesta apreciación, la denominada "modernidad tardía" no solamente no ha abolido los antagonismos de clase, sino que los ha resignificado y "resimplificado" en clave adversarial, ya prevista literalmente, por otra parte, desde el propio Manifiesto Comunista. La idea que subyace a un derecho penal del enemigo no hace sino expresar ese conflicto y justificarlo. Su única connotación novedosa lo constituye la anticipación de quiénes serán de aquí en más las víctimas del castigo estatal. América Latina, y especialmente la Argentina, ya ha vivido como tragedia inconclusa la vigencia de un "derecho penal del enemigo" durante las décadas del 70 y el 80, a manos de proyectos políticos genocidas que se exhibieron como protectores de la misma "seguridad", a la que por entonces denominaban "nacional". Esto es, "cuando la ideología autoritaria inspirada en el principio schmitiano del amigo-enemigo sirvió para sostener no sólo un derecho penal del enemigo - cuyas señales todavía están presentes incluso en los estados con regímenes formalmente democráticos- sino, sobre todo, un sistema penal ilegal, paralelo al legal y mucho más sanguinario y efectivo que este último: un verdadero terrorismo de Estado, como el que se desarrolló en las dictaduras militares del Cono Sur"[1].
Frente a este dato dantesco y objetivo de la historia reciente, lo que cede, a mi entender, no es meramente un "proyecto iluminista", como lo denomina Marteau[2], sino un piso de garantías obtenido durante casi dos siglos de luchas populares y que constituye acaso la única salvaguarda con aptitud suficiente para acotar el poder punitivo de los estados dependientes de la región.
Partiendo del núcleo duro de la ficción contractualista, la tesis de Jakobs y Cancio supone que "quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no sólo no puede esperar ser tratado aún como persona, sino que el Estado no debe tratarlo como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas"[3]. Más aún, siguiendo específicamente máximas kantianas se afirma que "El derecho penal del ciudadano es el derecho de todos, el derecho penal del enemigo el de aquellos que forman contra el enemigo; frente al enemigo, es sólo coacción física, hasta llegar a la guerra"; y que "El derecho penal del ciudadano mantiene la vigencia de la norma, el derecho penal del enemigo (en sentido amplio: incluyendo el derecho de las medidas de seguridad) combate peligros" (op. cit, p. 33).
En síntesis, se trata de un derecho sostenido por un Estado que no dialoga con sus ciudadanos, sino que combate a sus enemigos. "Quien por principio se conduce de modo desviado no ofrece garantía de un comportamiento personal; por ello, no puede ser tratado como ciudadano, sino debe ser combatido como enemigo" [4].
Es interesante, con lo que hasta aquí se lleva expresado, poner de manifiesto el anclaje que algunos tramos del discurso de Jakobs (p. 79, 81 y 82) ha ido logrando, por ejemplo, en lo que hace a las "tres velocidades" que legitiman los procesos de selectividad y asimetría del derecho penal postmoderno[5] e incluso la "guerra preventiva interna".
También resulta igualmente necesario poner de relieve que en América latina, "el otro", el enemigo a quien el Estado "debe combatir" con una lógica binaria, es justamente el marginado, el excluido, el que "des existe", el que la sociedad hace como que no ve y - mas aún- preferiría “vivir sin ellos”[6]. Contra estos sujetos, la clientela habitual de un sistema penal preparado únicamente para perseguir los delitos convencionales, predatorios, de calle y/o de subsistencia, debe el Estado llevar adelante esta "guerra", incluso ante el mero "riesgo" y sin esperar a que se produzca consecuencia dañosa alguna. Es éste el nuevo soporte teórico del castigo en nuestro margen.
La presentación lamentable que en la sociedad argentina hiciera hace poco tiempo el Manhattan Institute de Nueva York, haciendo explícito un protodiscurso retrógrado en el que "los limpiavidrios y las prostitutas son parte del terrorismo urbano", dan la pauta de la proyección y alcance del derecho penal del enemigo - y de los enemigos- en una región marginal del capitalismo tardío.
El sostenimiento del paradigma del consenso, aplicado respecto de enormes colectivos sociales que en la región no se han apartado "voluntariamente" de un "contrato" social igualmente ficticio, supone naturalmente transitar por lo que se ha denominado la "falacia de la autonomía". Estos millones de destituidos sociales nunca fueron "ciudadanos" en la acepción liberal del texto, sino que han sido sistemática e históricamente humillados por la propia sociedad indecente en la que viven, sin consulta previa alguna[7]. Luego intentaremos construir algunas consideraciones críticas respecto del concepto de ciudadano, en tanto producto de semejante proceso de manipulación.
Ciertamente, es admisible que se registra un repliegue del pensamiento crítico, de las concepciones otrora de "izquierda" en pleno proceso de arrepentimiento, como expresan los autores citados. Y, en buena medida, parece igualmente cierto que los reflejos tardíos y el dudoso criterio de oportunidad de algunos críticos han conspirado fuertemente contra sus propias tesis descriminalizadoras. Por ejemplo, cuando proponen un mayor rigor punitivo respecto de ciertos delitos por suponerse que, "en cambio allí sí", el avance del poder punitivo se justifica y es conveniente (el caso de la criminología feminista parece el más elocuente en ese sentido, y los propios autores del texto analizado argumentan desde esa contradicción. Y se suma a las multitudes clamorosas que en nombre de ese mismo “progresismo” pontifican por condenas, sin derechos ni garantías, respecto de aquellos otrora poderosos que han caído en desgracia, como bien lo expresa Zaffaroni).
El concepto de "enemigo", conforme lo construye Jakobs, se expresa en caracteres pseudo- religiosos, en el sentido "tradicional - militar" del término. La derivación de este esquema conceptual es un derecho penal que no admite otra lógica que la binaria, virtualmente castrense, en la resolución de los conflictos sociales. Y que se exime a sí mismo de una respuesta sociológica en orden a las condiciones de probabilidad que inciden en la perpetración de determinadas conductas consideradas desviadas y en la aptitud para determinar qué conductas son desviadas y cuáles no lo son: estas cuestiones, directamente no interesan, ni siquiera desde un punto de vista antropológico[8].
La lógica utilizada destaca por su aptitud abarcativa y legitimante de los sistemas penales internos cuanto del nuevo sistema penal internacional, y establece notorias identidades entre el comportamiento contemporáneo de los dos ordenamientos.
En efecto, si el terrorista es tal porque se opone a un determinado orden y quiere sustituirlo por otro, como consigna Jakobs, habrá que caer en la conclusión que San Martín, Bolívar, Güemes, Locke, Montesquieu, Martin Luther King, Gandhi y tantos otros luchadores sociales, eran terroristas (p. 87), ya que -incluso en algunos casos pacíficamente- "atentaban" contra un orden preexistente, y por ende contra la "seguridad pública del "ancien regime" colonial (49).
Igualmente, la encendida defensa de la guerra preventiva, exige en consecuencia reanalizar a la pena como mero "aseguramiento", como una forma de evitar la afectación de bienes jurídicos disponibles, sólo que "a futuro" y como mera "posibilidad". La "posibilidad de ser víctima de un delito convencional" a la que ha quedado reducida - de manera intencionada- la noción de "inseguridad".
"Es decir, que la existencia de la norma penal - dejando de lado las estrategias a corto plazo de la mercadotecnia de los agentes políticos- persigue la construcción de una determinada imagen de la identidad social mediante la definición de los autores como "otros" no integrados en esa identidad, mediante la exclusión del "otro" (78).
El derecho penal del enemigo, de tal suerte, responde a tres rasgos definitorios: un adelantamiento de la punición, justificada desde una visión prospectiva (a futuro) que sustituye la máxima liberal retrospectiva (el hecho ya cometido). Luego, la admisión de una desproporción cuantitativa en la intensidad del castigo, que se profundiza por la "anticipación de la barrera de la punición". Por último, el relajamiento o virtual derogación de las garantías procesales (y constitucionales) clásicas, siempre respecto de”algunos” delitos que se consideran susceptibles de legitimar un derecho penal de excepción. Este esquema procesual se complementa con la creación de un derecho penal capaz de funcionar a "distintas velocidades", que en realidad pone de manifiesto la profunda selectividad del sistema penal en orden a las cualidades diferentes de los distintos infractores, en el marco de una alianza mundial sin precedentes para criminalizar a las masas populares excluidas.
Pero además, esas "tres velocidades" son las que legitiman las "guerras preventivas" de los sistemas penales internos y externos y sus respectivas asimetrías.
Es necesario destacar que los aportes iusfilosóficos a que apela Jakobs en la construcción de su tesis, empero, remiten a Kant, Fichte, Rousseau y Locke, fundamentalmente.
No existe en el texto una sola mención al pensamiento dicotómico de Carl Schmitt, ni se advierte siquiera una cita del filósofo renano, aunque los exégetas de Jakobs lo asocien mecánicamente con éste.
Más aún, la filosofía alemana del capitalismo temprano, sobre todo, y más precisamente, Kant y Fichte, son absolutamente compatibles en algunas de sus concepciones con la relación amigo- enemigo a las que remiten Jakobs y Cancio.
Es probable que la filosofía clásica alemana no pueda comprenderse con prescindencia de las circunstancias históricas que dieron lugar a su surgimiento: mientras la revolución burguesa y la expansión de las relaciones de producción capitalista habían hecho de Inglaterra una gran potencia industrial, y Francia había derrotado al feudalismo con su revolución y avanzaba sostenidamente hacia la consolidación capitalista, Alemania seguía siendo un país semi feudal, atomizado y atrasado económica y políticamente, latifundista y señorial, que mantenía incluso relaciones de servidumbre. La filosofía alemana encarnó la protesta de una nación en ciernes donde "nadie se sentía bien", según señalaba Engels. "En cada eminente obra de esta época alienta el espíritu de reto, de indignación contra toda la sociedad alemana de entonces"[9]. En Alemania, la revolución filosófica precedió a la revolución burguesa, constituyó su preparación ideológica y aquilató el mérito intelectual de concebir el método dialéctico, lógicamente que desde una postura idealista.
Kant concebía a la ley moral como un imperativo categórico, como una imposición absoluta que recaía sobre "hombres libres". "Al ideal democrático de la soberanía del pueblo propuesto por Rousseau contrapone el ideal de Hobbes, el principio de las prerrogativas ilimitadas del poder existente. Kant consideraba inadmisible no ya una revolución del pueblo, sino toda disquisición de los ciudadanos acerca del origen del poder supremo. Todo esto, a su juicio, colocaba al Estado en peligro de destrucción[10]. Un germen autoritario casi idéntico al que diera pie al derecho penal del enemigo en su formulación actual. Que se consolidó, además, con los aportes de Fichte, para quien el derecho no se fundaba en ninguna ley moral, sino en las relaciones de reciprocidad (¿un precedente lejano de la idea de los roles sociales?), rechazando la teoría de la división de poderes en una sociedad que reproducía el mundo de la propiedad privada burguesa. La humanidad se dividía, para Fichte, en propietarios y no propietarios; y el estado era la organización de los propietarios, en lo que constituyó una concepción claramente clasista y antagónica, donde los derechos debían ser sólo para los propietarios. Ello así, sin perjuicio de que en sus rasgos más reaccionarios, la concepción de Fichte combate a veces la tendencia del desarrollo de la sociedad capitalista en su programa libertario, añorando el orden y la preeminencia perdida de las comunidades medievales estamentales, frente al "desorden" que proponían las incipientes relaciones de producción capitalistas.
Como se observa, estos tramos del programa de los filósofos de la burguesía alemana, le alcanzan y sobran a Jakobs para justificar sus postulados.
Por lo demás, también los autores aclaran que el derecho penal del enemigo, como categoría argumental y punitiva, solamente debe tener aplicabilidad frente a delitos que ponen en jaque o amenazan la seguridad pública: "Un derecho penal del enemigo claramente delimitado es menos peligroso, desde la perspectiva del estado de Derecho, que entremezclar todo el derecho penal con fragmentos de regulaciones propias del derecho penal del enemigo" (56). "Por otro lado, sin embargo, no todo delincuente es un adversario por principio del ordenamiento jurídico" (48). "Lo que en el caso de los terroristas -adversarios por principio- puede ser adecuado, es decir, tomar como punto de referencia las dimensiones del peligro y no el daño en la vigencia de la norma ya realizado, se traslada aquí al caso de cualquier delito, por ejemplo, de un simple robo. Tal Derecho Penal del enemigo superfluo - la amenaza de pena desorbitada carece de toda justificación- es más dañino para el Estado de Derecho que, por ejemplo, la incomunicación antes mencionada, pues en este último caso, sólo no se trata como persona al -presunto- terrorista, en el primero, cualquier autor de un delito en sentido técnico y cualquier inductor, de manera que una gran parte del Derecho penal del ciudadano se entremezcla con el Derecho penal del enemigo" (50).
Sin embargo, es llamativo observar de qué manera en nuestro margen, en el contexto del retroceso discursivo ya enunciado, se asimila al "enemigo" (en la versión acotada en que lo plantea Jakobs), a la relación "amigo-enemigo" de Carl Schmitt y se construye a partir de esta analogía, una expansión "interna", del derecho penal, un debilitamiento de las garantías y una legitimación de la selectividad del sistema penal respecto de todos los delitos, e incluso de todas las amenazas (incluidas las "incivilités"), lo que resulta fatal, en términos político criminales.
Como de ordinario ocurre con la importación sin beneficio de inventario de ciertas categorías científicas, se habilita así la posibilidad concreta de analizar ciertamente si los limpiavidrios, las prostitutas y otros colectivos de excluidos, constituyen los ya referidos "terroristas urbanos" a quienes el Estado debe declarar la "guerra" por considerarlos, justamente, "enemigos". Un nuevo ejemplo emblemático de colonización cultural, y de las más perversas, desde luego, porque supone la revelación de la nueva impronta y de las (no tan nuevas) víctimas de los castigos “legítimos” que imparte el propio Estado.
Pero un aspecto esencial de este yerro diagnóstico en los procesos de traducción cultural, radica justamente en poner más o menos enfáticamente en crisis el concepto de "enemistad" (en algunos casos, traduciendo los conceptos con un grado de llamativa neutralidad) y dejar indemne el concepto burgués de "ciudadano", sobre el que nada o muy poco se dice habitualmente, a pesar que es uno de los extremos centrales de la dicotomía "ciudadano"/"enemigo" en lo que hace a las formas diversas en que deberían comportarse los Estados frente a determinadas infracciones al orden jurídico, según lo concibe Jakobs.
En efecto, la noción de "ciudadanía" es relativamente novedosa en términos históricos, toda vez que nace en un determinado contexto de afirmación de las sociedades burguesas, a partir de la Revolución francesa. Este espacio político de consolidación de la ciudadanía, por otra parte, reconoce su epicentro político en la cultura francesa y sus derivados coloniales, pero es mucho menos consistente como punto de referencia para organizar la vida de las personas en otros ámbitos culturales, y directamente nociva como parámetro con aptitud para garantizar una existencia digna, por ejemplo, entre minorías sociales diversas.
La ciudadanía de la modernidad, como tal, representa un estereotipo de "individuo" que hace de su vida privada una especie de templo inexpugnable, que resiste desde su autonomía los embates del autoritarismo estatal, ejerce sus derechos y cumple sus deberes, consume y paga impuestos. En la posmodernidad, además, el comportamiento ético correcto de estos “ciudadanos”, “antes único e indivisible, comienza a evaluarse como “razonable desde el punto de vista económico”, “estéticamente agradable”, “moralmente adecuado”[11]. Es, aunque se lo utilice como sinonimias intencionadas, justamente la contracara de la "persona", asociada mucho más a la vida relacional de la "comunidad" en la cual ésta se realiza, da y recibe a lo largo de toda su existencia[12]. Por lo tanto, no parece difícil responder al dilema que plantea Marteau, cuando se pregunta: "¿hasta qué punto no es legítimo recortar los derechos ciudadanos a los enemigos internos de una comunidad organizada y, por tanto, dejarlos expuestos a una respuesta estatal que aunque pueda ser en sí misma aterradora, puede resultar finalmente eficaz para cuidar del orden social y político constituido?"[13]. Tal como se lo enuncia, el interrogante asimila el concepto de "ciudadano", históricamente vinculado a la "individualidad" burguesa, con la "comunidad", que implica una forma de organización social solidaria, democrática, pluralista y diversa, en la que indudablemente resulta ilegítima toda idea de recorte de derechos.
La preocupación por una mayor precisión conceptual en las herramientas culturales a las que se echa mano en términos de política criminal, se vincula a los inéditamente peligrosos proyectos imperiales de control social en la región.
Las “sugerencias” que el Jefe del poderoso (mucho más desde la reelección de George Bush) Comando Sur, General James T. Hill, hizo recientemente a los gobiernos latinoamericanos respecto de la “conveniencia” e incluso la “necesidad” de que las fuerzas armadas de sus países intervengan en asuntos de seguridad interna, confundiendo de manera intencionada y aviesa el terrorismo, con el narcotráfico, la criminalidad organizada, las pandillas urbanas y el delito común, configuran una alerta máxima sobre los riesgos de facilitar una simbiosis desprevenida entre doctrinas de seguridad interna y externas análogas, perfectamente susceptibles de ser leídas en clave de amistad o enemistad política[14].

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[1] conf. Baratta, Alessandro: "Política Criminal: entre la política de seguridad y la política social", extraído del libro "Delito y Seguridad de los habitantes, México D.F: Editorial Siglo XXI, Programa Sistema Penal Derechos Humanos de ILANUD y Comisión Europea, 1997.
[2] conf. Marteau, Juan Félix: "Una cuestión central en la relación derecho- política. La enemistad en la política criminal contemporánea", Revista "Abogados", edición noviembre de 2003.
[3] Conf. Jakobs, Günther; Cancio Meliá, Manuel: "Derecho Penal del enemigo", Cuadernos Civitas, Madrid, 2003, p. 47. En lo sucesivo, los paréntesis que contengan números harán referencia a las páginas de este libro.
[4] Conf. Jakobs y Cancio, op. cit., p 56.
[5] Conf. Domínguez Figueirido, José Luis y Rodríguez Basanta, Anabel: "Criminología Actuarial y Seguridad", comunicación presentada en el Grupo de Trabajo 14 -"Sociología Jurídica y Criminología"- del VIII Congreso español de Sociología, Alicante, 23 al 25 de setiembre de 2004.
[6] Conf. Nun, José: Marginalidad y exclusión social”, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000, p. 31.
[7] Conf. Margalit, Avisahi: "La sociedad decente", Ed. Paidos, Barcelona, 1997. p.203
[8] Conf. Kalinsky, Beatriz: : "Justicia, Cultura y Derecho Penal", Ed. Ad-Hoc, 2000, p. 37 y ss.
[9] Marx, C., Engels, F.: "Obras", p. 561 y 562, citado por Iovchuk, M.T., Oizerman, E.I, y Schipanov, Y, en "Historia de la Filosofía", Ed. progres, Moscú, 1978, Tomo I, p.312
[10] Conf. Iovchuk, M.T., Oizerman, T.I., y Schipanov. I.Y., op. cit., p. 329 y 330
[11] conf. Bauman, Zigmunt: “Ética Posmoderna”, Siglo XX Editores, Argentina, 2004, p. 11.
[12] Conf. Nicolau i Coll, Agustí: "La ciudadanía, un concepto occidental peligroso", en Boletín ICCI ARY-RIMAY, disponible en http://icci.nativeweb.org/boletin/61/coll.html.
[13] Conf. Marteau: Juan F., op. cit.
[14] Conf. Verbitsky, Horacio: "Militares y policías en el siglo XXI. W mirando al sur", en Página 12, edición del 07 de noviembre de 2004.