Vivimos tiempos en que no resulta sencillo adscribir a un Derecho penal mínimo, integrado por una serie de principios “humanistas” tendientes a la contención del nuevo punitivismo (incluso en su novedosa versión “progresista”), como forma de  garantizar que un simple cambio en la relación de fuerzas políticas no signifique un retroceso al fondo de la historia.

Por supuesto, soy consciente de que tal planteamiento no es simple y que la tarea argumental será compleja, e implicará una militancia políticamente incorrecta en medio del clamor punitivo hegemónico de las sociedades contrademocráticas.

No obstante, un esfuerzo teórico que intenta poner en crisis las lógicas y racionalidades del Derecho penal y del castigo estatal -precisamente en un tema de indudable sensibilidad- supone una disputa por el discurso, que implica al sistema penal del futuro y depara un esperable esfuerzo adicional en un ámbito temporal en el que con relativa generalidad y frecuencia se reivindican las formas más brutales de disciplinamiento y control.

Tenemos cada vez más cárceles (y más prisioneros) en el mundo, a pesar del fracaso rotundo que su proliferación ha demostrado a lo largo de siglos, respecto del cumplimiento de sus funciones explícitas y simbólicas, sencillamente porque existe en nuestras sociedades una “ideología de la cárcel” que es necesario desmontar[1].

Pero una ideología es un sistema de creencias, se inscribe e incardina en una cultura mayoritaria fortalecida a través de siglos y, por lo tanto, los cambios y transformaciones que se intenten serán necesariamente graduales y progresivos, frente a la formidable potencia de lo que se ha dado en llamar “el punto de vista dominante sobre la penalidad”[2].

En efecto, la nueva cultura del control del delito, nacida con los miedos y las inseguridades de finales del siglo XIX, ha logrado perdurar a pesar que las condiciones que le dieron origen se han modificado radicalmente, como también los sentimientos y emociones que le proporcionaban un sustento social, y que han sido sustituídas por una  forma distinta de relacionar la opinión pública, los procesos sociales, los cálculos políticos de corto plazo y las instituciones de control social punitivo.

Actualmente, esa cultura se sustenta en una Criminología cotidiana desprovista de valores, casi amoral, donde los esfuerzos se concentran en instancias inteligentes y tecnológicas que intentarán minimizar los riesgos que dan lugar al desorden y la desviación, aunque ese objetivo depare la posibilidad de exclusión de grupos enteros de personas o resulte económicamente muy oneroso, ya que los ciudadanos, habitualmente remisos a soportar los costos de otros gastos públicos, entenderán en estos casos que sus contribuciones se justifican[3].

El proceso de creación de políticas públicas respecto del delito se encuentra profundamente politizado, responde a intencionalidades casi exclusivamente populistas y a un nuevo sentido común emotivo, irreflexivo, básico, segregativo e incapacitante que ha logrado reinventar las instituciones penales, y en especial la cárcel.

            El “retorno de la inocuización” ofrecería -se ha afirmado- una serie de rasgos que lo separan de las antiguas estrategias inocuizadoras de Liszt o los positivistas italianos. En primer lugar, responde a una “evolución ideológica general de la política criminal” que se manifiesta, por ejemplo, en “el creciente desencanto, fundado o no, en torno a las posibilidades de una intervención resocializadora del Estado sobre el delincuente”, así como en “la elevadísima sensibilidad al riesgo y la obsesión por la seguridad que muestran amplios grupos sociales”. Y, por otra parte, ha cambiado radicalmente “el método de predicción de la peligrosidad, para determinar los sujetos que, precisamente, deben ser inocuizados”, de manera que “a la hora de adoptar consecuencias jurídicas inocuizadoras, los métodos predictivos basados en el análisis psicológico individual de responsabilidad o peligrosidad han sido sustituidos por otros de naturaleza actuaria (actuarial justice), de modo que el delito pasa a ser abordado con las mismas técnicas probabilísticas y cuantitativas que, en el ámbito de los seguros, por ejemplo, se utiliza para la gestión del riesgo”[4]. En este marco es necesario plantearnos si, desde la perspectiva del pensamiento minimalista no es posible concebir políticas públicas tendientes a prevenir la conflictividad, con pleno respeto de los derechos y garantías de los ciudadanos y con una consistencia teórica compatible con las demandas urgentes de la multitud. En eso estamos.


[2]  Pavarini, Massimo: “Un arte abyecto. Ensayo sobre el gobierno de la penalidad”, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006, p. 150.
[3] Garland, David: “La cultura del control”, Editorial Gedisa, Barcelona, 2001, p. 329.
[4] Vid. Sanz Morán, Ángel José; “El tratamiento del delincuente habitual”, en Polít. Crim. nº4. A3, 2007, p.1-, disponible en http://perso.unifr.ch/derechopenal/assets/files/articulos/a_20080521_17.pdf