Según enseña Zaffaroni, "el poder no es algo que se tiene, sino algo que se ejerce, y puede ejercérselo de dos modos, o mejor, admite dos manifestaciones: la discursiva (o de legitimación) y la directa"."Los juristas (penalistas) ejercen tradicionalmente –desde las agencias de reproducción ideológica, el poder discursivo de legitimación del ámbito punitivo, pero muy escaso poder directo, que está a cargo de otras agencias. Su propio poder discursivo se erosiona con el discurso de las agencias políticas y de comunicación, paralelo y condicionante del elaborado por los juristas en sus agencias de reproducción ideológica (universidades, institutos, etc). El poder directo de los juristas dentro del sistema penal se limita a los pocos casos que seleccionan las agencias ejecutivas, iniciando el proceso de criminalización secundaria, y se restringe a la decisión de interrumpir o habilitarla continuación de ese ejercicio".
El rol social del jurista, es, de esta manera, profundamente cultural, y se entrama con narrativas y prácticas que, en orden a la cuestión criminal, pueden ser restauradores y conservadores o, por el contrario, en algunos casos, y bajo determinadas condiciones, asumir formas emancipatorias. Las agencias de decisión jurisdiccional en el ámbito penal, expresan su poder de manera directa.
Si esas agencias de la jurisdicción se encuentran copadas o hegemonizadas por burócratas que se aferran a una concepción banal, conservadora, policíaca, violatoria de los derechos y las garantías de los individuos y grupos sociales más desfavorecidos, sus formas de administrar y resolver la conflictividad pueden conocerse de antemano.
Siempre el burocratismo podrá sacar ases (no necesariamente ingeniosos) de la manga para denostar y –en definitiva- derrotar las causas más justas. Los argumentos nunca será un obstáculo demasiado importante para lograr estos objetivos restauratorios y, por el contrario, la costumbre legitima, en estos casos,  una suerte de reivindicación del propio primitivismo. No se trata de meros "acontecimientos" aislados, de las miríadas microfísicas de Foucault, sino de los aparatos ideológicos y represivos del Estado interactuando de manera sistémica, coaligados para reproducir las condiciones de explotación de las sociedades, para garantizar la sumisión de los grupos sociales más vulnerables. Muchas veces, a través de la cárcel, y muchas otras, añadiendo al castigo "legal" otras formas de sufrimiento adicionales. Son jueces del Estado de policía y no del Estado de Derecho. Casi, jueces parapoliciales, partícipes de un macrorelato totalizante. Creados mediante débiles mecanismos de selección, responderán -siempre- a las pulsiones anticonvencionales e inconstitucionales de los poderes de clase a los que también custodian otros poderes del Estado. Se trata de poderes de la superestructura que garantizan una estructura económica y social determinadas ¿Es esto marxismo? ¿Hablamos en clave marxista? Sí, por supuesto. Pero eso, en definitiva, no es lo que interesa. Lo que importa es destacar las perspectivas y las miradas existenciales frente a horrores tales como el poder punitivo exaltado de los estados, empezando por el poder penitenciario que nadie, o casi nadie, se atreve a cuestionar en el país. Ni las agencias políticas, ni tampoco la mayoría de las jurídicas. Para todas ellas, el existencialismo no se vincula al humanismo. Al revés de lo que Sartre sugería.

     “La palabra constituye por lo tanto un desafío considerable. En primer lugar la de los sobrevivientes. Pero, más allá del testimonio de las víctimas, ¿podrá la sociedad reconstruirse sin que hablen todos, incluso los verdugos? Por ahora, la palabra de los genocidas está cautiva: tienen que salvar sus vidas, atenuar sus crímenes, proteger a sus familias. Ahora bien, “la memoria del verdugo forma parte de la memoria”, estima José Kagabo, de origen ruandés, profesor en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Durante las plegarias dominicales se intenta una “aseptización colectiva” de los acontecimientos mediante el intercambio. El diálogo es el único medio para volver a tejer los lazos sociales, reconstruir las ganas de volver a vivir juntos. Simon Gasiberege, profesor de psicología en la UNR, organiza en las colinas encuentros entre verdugos y víctimas, para que unos y otros puedan expresar su sufrimiento. Es una empresa de largo aliento. Los hutus son estigmatizados, mientras que los miembros de esa etnia que se mostraron favorables a una Ruanda unitaria figuraron entre las primeras víctimas. “Hay que ir hacia una justicia conciliadora”, opina Gasiberege. Además, al confesar sus crímenes, los torturadores pueden reconocer el dolor del otro. Todo sufrimiento necesita ser reconocido”[1].

“El ambicioso experimento de Ruanda en la justicia transicional dejará un legado mixto.Los tribunales han ayudado a los ruandeses a entender mejor lo que sucedió en 1994, pero en muchos casos juicios deficientes han dado lugar a errores en la administración de justicia” (Daniel Bekele, director de África para Human Rights Watch). 

El genocidio de Ruanda ocurrió en apenas cien aciagos días, entre el 6 de abril y el 17 de julio de 1994. La mayoría de los crímenes se perpetraron durante las primeras cinco semanas, y por supuesto los registros sobre los mismos varían y son inciertos[2]. Se cumplen veinte años de ese proceso silenciado de aniquilamiento.
Se sabe que entre 500.000 y 1.000.000 de tutsis fueron masacrados en tan poco tiempo, y que hubo cientos de miles de ataques sexuales de increíble crueldad, en lo que constituyó una de las características distintivas de la terrible masacre  silenciada[3]. Actualmente se estiman en 20.000 las personas nacidas como frutos de violaciones durante el genocidio.La matanza exhibe, no obstante, otra particularidad que debe ser advertida inicialmente, por su importancia decisiva en el conflicto, cual es la conducta intencionadamente omisiva de las grandes potencias mundiales (en especial los otrora países coloniales y los Estados Unidos), el fracaso de la ONU y la fatídica participación activa francesa que terminó siendo una de las precondiciones que más certeramente ayudan a comprender el exterminio[4].


[1]  Robert, Anne-Cécile: “Convivir con el genocidio”, Le Monde Diplomatique (el dipló), Número 13, Julio de 2000, pp. 30 y 31.
[2] Straus, Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9.
[3] Straus, Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9
[4]  Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.

Francia se niega sistemáticamente a admitir la verdadera dimensión de su responsabilidad y responde con gestos diplomáticos histéricos y huidizos a las recientes denuncias del cuestionable presidente Paul Kagame, cuyo verdadero rol en la historia ruandesa no se ha aclarado debidamente todavía.
Otros actores internacionales indudablemente poderosos optaron por omitir el término “genocidio” para aludir a la cuestión de Ruanda, en un intento reiterado -como hemos visto- de negación de este tipo de delitos.
Fue así que a los representantes del Departamento de Estado solamente les estaba permitido hablar únicamente de “actos de genocidio”[1], como manera de desfigurar la verdad histórica, de la que sobraban las evidencias, e intentar  atenuar la responsabilidad política norteamericana por no intervenir en la crisis de los grandes lagos, seguramente en razón del altísimo costo político recientemente pagado por la misión estadounidense en Somalia durante la administración Clinton.
Este es otro ejemplo de una de las continuidades que caracterizan a los genocidios y que Rita Kuyumciyan explora refiriéndose al caso armenio: la negación[2]. “¿Un millón de muertos en cien días y el mundo no sabía nada? Desde la independencia, en 1962, todos los que se interesaban en Ruanda sabían que algo se estaba tramando. La indiferencia, la ceguera y los intereses de las grandes potencias se entramaron de tal modo que resultó imposible impedir uno de los genocidios más fulgurantes de la historia. A una década de los hechos, las autoridades ruandesas se esfuerzan por recomponer el país en un contexto regional complejo, mientras las potencias asumen tibiamente su responsabilidad”[3].
Si bien la ejecución propiamente dicha de las matanzas fue llamativamente vertiginosa, las condiciones políticas previas permitían prever una situación altamente conflictiva y violenta en el país.
En primer lugar, el legado del colonialismo, las rivalidades entre las propias potencias,  y el cambio en la relación de fuerzas internas entre los hutu y los tutsi, fueron elementos absolutamente visibles, al igual que las crecientes tensiones racistas que agravaban la convivencia entre ambos grupos.
Justamente, otra de las connotaciones que distinguieron al genocidio ruandés tuvo que ver con la cantidad de masacres previas, acaecidas durante largos treinta años, desde 1964 hasta 1994, y con la alternancia en la condición de atacantes y víctimas, siempre entre los mismos involucrados[4].
De hecho, los hutu más radicalizados llevaron a cabo una suerte de ensayo previo del genocidio, al aniquilar entre 1990 y 1993, en el noreste de Ruanda, a alrededor de 2000 tutsi, sin que esto llamara tampoco la atención.
De haberse atendido esta larga escalada de atrocidades con cíclicos cambios de roles, pero crecientes niveles de odio entre los dos grupos en pugna, la prevención del genocidio hubiera sido posible o, al menos, su saldo trágico se hubiera acotado.
Algo parecido a la culpa, no obstante, pareció ponerse de manifiesto en los líderes de algunos países con intereses directos en la región, una vez finalizado el martirio y conocidas sus verdaderas consecuencias por el resto del mundo: “Tratándose del genocidio, año tras año los sobrevivientes y el gobierno ruandés experimentan el sentimiento de haber logrado el reconocimiento internacional. Fue espectacular el pedido de perdón del primer ministro belga Guy Verhofstadt, en ocasión de la conmemoración del año 2000. De los países implicados en la historia del genocidio, sólo Francia se ha mostrado reservada”[5]. “El deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional; una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[6].
En una conmemoración posterior del holocausto ruandés, llevada a cabo en el año 2003, el Presidente Kagame deploró el “nunca más” que la comunidad internacional había declarado desde la Shoah, mientras los ruandeses habían sido literalmente abandonados a su suerte en 1994, cuando no estimulados a iniciar o continuar el genocidio[7].
Estando presente en ese acto el Ministro belga de Relaciones Exteriores, el mandatario señaló en tono enérgico que Ruanda habría de hacer todos los esfuerzos para sancionar y combatir a aquellos que, desde adentro o desde afuera del país, quisieran retrotraerlo a una situación de violencia análoga a la que conmemoraban en ese momento y que, en el país de los grandes lagos, el nunca más debería traducirse en hechos. Kagame ganó las siguientes elecciones con el 95% de los votos[8]: “El deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional; una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[9].
Hace pocos días, el Presidente Kagame realizó las más duras acusaciones imaginables a Francia, por su responsabilidad durante el genocidio. La edición del diario "El País" de hace apenas 72 horas recoge los tramos fundamentales de esas imputaciones directas: “Las potencias occidentales querrían que Ruanda sea un país normal. Pero es imposible. Vean el caso de Francia. Veinte años después, el único reproche que admite es que no hizo lo suficiente para evitar el genocidio. Es un hecho, pero esconde lo esencial: el papel directo de Bélgica y Francia en la preparación política del genocidio, y la participación de esta última en su ejecución. Pregunten a los supervivientes de la masacre de Bisesero en junio de 1994, y les dirán lo que hicieron los soldados franceses de la Operación Turquesa. Cómplices seguro, en Bisesero y en la llamada zona humanitaria segura. Pero también actores”.
El mismo artículo destaca que el secretario general de Naciones Unidas, Ban-Ki-moon reconoció que el genocidio es “una vergüenza” para la ONU: “Debimos hacer más, los cascos azules fueron retirados de Ruanda en el momento en que más se les necesitaba”. Pero aquí no se agotaría la responsabilidad de Naciones Unidas. Según varios medios especializados, Kofi Annan desestimó en su momento las advertencias de Roméo Dalaire, comandante de los cascos azules enviados en 1993. Boutros Boutros-Ghali, entonces secretario general de la ONU, había vendido granadas, lanzamisiles y munición al gobierno ruandés durante su mandato como ministro de Exteriores de Egipto.
En rigor, el genocidio ruandés fue también -y he aquí otra de sus singularidades- una suerte de “tierra de nadie” en materia de la escasísima atención que le prestaron las grandes cadenas empresariales del periodismo mundial.
Los sucesos, en general, fueron aludidos caprichosamente como “luchas interétnicas” o “guerras tribales”, tan ininteligibles para el gran público como para los propios analistas, los corresponsales y los enviados especiales, en una práctica que roza los niveles de complicidad, y que se reitera en todos aquellos acontecimientos históricos respecto de los cuales al imperio le interesa que se conozca poco y, generalmente, de manera fragmentaria y sesgada, en una típica actitud etnocéntrica que ya ni siquiera causa asombro ni genera mayores cuestionamientos[10]: “En México, un amigo mío trabajaba para las cadenas de televisión estadounidenses. Me lo encontré en la calle, filmando unos enfrentamientos entre los estudiantes y la policía. “¿Qué pasa, John?”, le pregunté. “No tengo ni la menor idea”, me contestó sin dejar de filmar. “Yo sólo registro, me conformo con captar imágenes; después las mando al canal que hace lo que quiere con este material”. La ignorancia de los enviados especiales sobre los acontecimientos que deben describir es a veces pasmosa. En ocasión de las huelgas de Gdansk de agosto de 1981, donde nació el sindicato Solidaridad, la mitad de los periodistas extranjeros que fueron a Polonia a cubrir el incidente no sabían situar a Gdansk (ex Danzig) en el mapamundi. Sabían todavía menos sobre Ruanda, en tiempos de las matanzas de 1994. La mayoría de ellos ponían por primera vez un pie en el continente africano y habían desembarcado directamente en el aeropuerto de Kigali, en aviones fletados por la ONU, sabiendo apenas dónde se encontraban. Casi todos ignoraban las causas y las razones del conflicto”[11].
Ahora bien, para entender cuáles fueron las verdaderas causas y razones del conflicto, hay que atender a factores que vienen desde el fondo de la historia de estos pueblos. La forma absolutamente arbitraria como las potencias coloniales dividieron artificiosamente los territorios africanos, disciplinando por la fuerza una convivencia forzada entre grupos que tenían viejos antagonismos, no puede obviarse al momento de realizar una primera mirada sobre el tema.
Los hutus (a quienes se llamaba “los bajos”, como una desmañada manera de acentuación de diferencias raciales dudosas) era la “etnia” mayoritaria en la región (alrededor del 84% de los habitantes ruandeses), mientras los tutsis (denominados “los altos”) componían alrededor de un 15% de la población[12].
En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en otros genocidios, en el caso de Ruanda ambos grupos tenían una cultura común, hablaban la misma lengua, profesaban la misma religión católica[13] (a cuya jerarquía se atribuye, también en este caso, un rol lamentable de profundización y agudización de las contradicciones), conservaban las mismas costumbres y organización social[14].
Tal como fuera observado por especialistas, otro de los rasgos salientes de la cuestión ruandesa era que los agresores y las víctimas pertenecían, en realidad (y prescindiendo de la exaltación inconsistente de supuestas diferencias que estalló cuando el conflicto era inevitable), al mismo grupo etnocultural[15].
Los enfrentamientos se hicieron particularmente más violentos a partir de la descolonización belga en 1962, oportunidad en que una multitud de tutsis debieron huir a Uganda perseguidos por los hutus, que intentaban vengar una situación de sometimiento que habían padecido por años durante la monarquía feudal de aquellos, que en la práctica habían conformado una estructura y relaciones sociales de predominio sobre la mayoría hutu (compuesta por más de siete millones de personas)[16].
Aparentemente, entre esos miles de refugiados estaban los que, siendo por entonces niños, volverían treinta años después -ahora anglófonos y, por lo tanto, fuertemente incorporados a la cultura anglosajona-, en 1990, a intentar exitosamente recuperar la primacía perdida, integrando el Frente Patriótico de Ruanda (FPR), que se trabaría en feroz lucha con el gobierno de la mayoría hutu, ayudado económica, logística y militarmente por el gobierno socialista de Miterrand, que inclusive había entrenado a sus tropas.
Según algunos analistas, el papel que cumplió Francia durante el conflicto fue la precondición indispensable para el estallido del genocidio. Una vez producida la invasión del país en octubre de 1990, los tutsis del FPR y el Gobierno del presidente hutu, Juvenal Habyalimana, protagonizaron tres años de permanente tensión que culminaron con los acuerdos de paz de Atusha, formalizados en 1993[17].
Paradójicamente, el colapso de los acuerdos, destinados a lograr un poder compartido en una proyectada democracia multipartidaria, desató las más violentas pulsiones de muerte y fue entonces cuando el ejército hutu decidió apelar a lo que denominó “opción cero”, que no era otra cosa que el aniquilamiento de los tutsis[18].
Los sectores más radicalizados de los hutu temieron que los acuerdos  significaran el principio de la restitución de la monarquía tutsi, y se lanzaron a resolver el conflicto mediante una campaña de exterminio generalizada[19]: “En agosto de 1993, bajo presión de los prestamistas internacionales, se firmaron acuerdos de paz en Arusha, Tanzania. Estos acuerdos preveían la instalación de un gobierno de transición, en el que estaría representado el FPR junto a la oposición política, con la garantía de una fuerza de paz de la ONU. En ese momento sólo los diplomáticos extranjeros se mostraban optimistas. Tanto que los países miembros del Consejo de Seguridad pensaron que era suficiente dotar a Ruanda de un destacamento de 2.548 hombres (en lugar de los 4.500 que reclamaba el comandante de la Misión de Naciones Unidas en Ruanda (MINUAR), el general canadiense Romeo Dallaire) y limitaron su acción al capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas, que prohíbe recurrir a la fuerza. Es cierto que Ruanda, pobre y aparentemente desprovista de interés estratégico, sufrió el contragolpe de la derrota de Estados Unidos en Somalia unos meses antes, y también que nadie, aparte de los belgas y los franceses, deseaba comprometerse realmente”[20].
Durante la noche del 6 al 7 de abril de 1994 se desató formalmente la masacre. El avión en el que viajaba el presidente de Ruanda y su par de Burundi fue derribado y el incidente que costó la vida de ambos mandatarios aceleró las operaciones de asesinatos de tutsis y hutus moderados que se resistían a sumarse a las fuerzas agresoras[21].
El presidente Habyarimana, de fuertes lazos con su par francés Francois Miterrand,  había evolucionado definitivamente hacia una postura intransigente, al punto de llegar a liderar junto a su esposa y otros referentes políticos el misterioso comando akazu (pequeña casa),  conformado por grupos de elite decididos a llevar a cabo el genocidio por todos los medios[22]. Dos días después del atentado, se formó un nuevo gobierno interino que contaba con el apoyo de oficiales del ejército de Ruanda y agrupaba a los sectores extremistas hutus[23].
El akazu y otros sectores radicalizados del nacionalismo hutu, entre la que es dable destacar por su ferocidad a la CDR (Coalición para la Defensa de la República) hicieron especial hincapié en el fortalecimiento de la propaganda y la instigación al aniquilamiento de los tutsis, para lo que utilizaron, básicamente, tres medios de comunicación hegemónicos: a) la radiodifusora estatal Ruanda; b) la difusora privada RTLM (Radio Televisión Libre del Milles Colines); c) la revista Kangura[24] .
La difusión de la propaganda antitutsi fue feroz y alcanzó ribetes increíbles de agresividad y racismo. Además de instalar el miedo respecto de una supuesta campaña militar de los altos, que eran denigrados con apelativos tan insultantes como “cucarachas” o “raza de víboras”, estimulaba el odio hacia este grupo minoritario[25].
Esas manifestaciones claramente racistas fueron condenadas por la Comisión Internacional de Juristas, a la vez que diputados belgas advirtieron sobre los contenidos hitlerianos de la revista kangura[26].
Estas operaciones psicológicas preparaban el terreno para el ataque, mientras se iba consiguiendo la aceptación y el apoyo de profesionales, docentes, líderes religiosos e intendentes. Los futuros participantes en las misiones de exterminio, recibían un constante repiqueteo ideológico que debe ser contextualizado previamente para poder alcanzar una dimensión de su influencia.
En regiones como África, y particularmente en la zona de los grandes lagos,  no resulta correcto extrapolar conceptos como los de la “sociedad de la información y el conocimiento” o la sociedad de medios. La mayoría de la gente no accede a la televisión en sus hogares, y si lo hacen la oferta de las programaciones es limitada; muchas emisoras de radio funcionan pocas horas al día; los periódicos son escasos y la Internet no está al alcance de la mayoría de la gente, en un país donde el 60% de sus habitantes se encuentra bajo la línea de pobreza.
En ese marco de referencia hay que valorizar la influencia de los medios de comunicación en poder de los hutu, y la penetración ideológica que los mismos son capaces de causar en la población. Los aparatos ideológicos del Estado, quizás en este caso más claramente que en ningún otro, intentaban  reproducir un sistema de creencias y formas de relacionamiento social propias, y destruir definitivamente aquel que consideraban establecido en un pasado por un grupo opresor, al que debían aniquilar para reorganizar una nueva sociedad sin su presencia.
La catástrofe sobrevino con un grado de inclemencia inconcebible. A la impresionante cantidad de asesinatos producidos con machetes, ejecuciones y torturas, se sumaron operaciones de inanición de decenas de miles de personas que fueron hambreadas deliberadamente hasta morir, entre 250.000 y 500.000 violaciones, reiteradas tantas veces hasta que las víctimas  murieran , o con el objetivo explícito de transmitirles enfermedades incurables, mutilarlas horriblemente o enterrarlas finalmente en fosas comunes[27].
El genocidio de Ruanda reconoció -como describe Feierstein- los habituales momentos de una primera construcción negativa de la otredad, adjudicando a los enemigos la condición de portadores de todos los males (raciales, culturales, físicos); una segunda fase de hostigamiento, que en el caso de Ruanda se confunde con ejercicios preparatorios que incluyeron multitudinarias matanzas; luego un aislamiento de las futuras víctimas que no pudieran huir a tiempo o prever la magnitud del ataque que se urdía; un cuarto momento de resquebrajamiento sistemático, físico y psíquico, deteriorando las condiciones de existencia antagónica; luego, el aniquilamiento material y, finalmente, la “realización simbólica” de las prácticas genocidas; esto es, lo que concierne a los modos de representar y narrar la materialidad de la experiencia[28].
Me permitiría agregar a estas etapas, un último momento adicional: aquel que en criminología se denomina  “técnicas de neutralización” (el único tramo en que no participó la prensa adicta a la masacre), donde el negacionismo es uno de los elementos que, si bien no agota el entramado de excusas posibles por parte de los perpetradores para encubrir este tipo de delitos, resulta fundamental en toda ideología genocida, porque intenta hacer desaparecer a las víctimas o negar su existencia[29].
Cuando nos planteábamos cuáles eran las explicaciones que podían encontrarse a las conductas de los genocidas argentinos, de alguna manera arribábamos a conclusiones donde ya se implicaba el aprendizaje de las mencionadas técnicas de neutralización.
Cuando un individuo comete un delito -cualquiera de ellos, y sobre todo cuando se trata de las más graves afrentas, como en estos casos- puede que no solamente se acoja a un valor normativo distinto de la cultura dominante o de los estándares de convivencia socialmente aceptados, sino que  el infractor  participe de la idea de que un determinado problema o necesidad puede ser superado a través de la ofensa.
En este único caso, la persona -no obstante haberse socializado con arreglo a determinados valores- acepta que en determinados contextos de excepción es posible vulnerar esos códigos apelando a dichas técnicas de neutralización, acaso únicamente en determinadas situaciones, o solo con respecto a ciertos delitos, o con relación a determinadas víctimas. Pero, en definitiva, lo acepta[30].
La emergencia, la excepción como construcción alternativa del Imperio, es un dato objetivo que no solamente sirve para justificar la guerra, sino también los delitos que en ella se cometen, como ya hemos visto.
Según Larrauri-Cid, las técnicas de neutralización consisten, generalmente, en:  a) negar la responsabilidad en el o los hechos delictivos; b) negar la existencia de un daño producido por la ofensa; c) negar la existencia de una víctima, o, en este caso, de un determinado número de víctimas; d) condenar a los que te juzgan; y  e) apelar a lealtades superiores[31].
Si analizamos, en líneas generales, las justificaciones de los perpetradores posteriores a los genocidios, veremos que estas explicaciones se repiten como regularidades de hecho, en un continuo de argumentaciones que admiten una matriz común.
En la experiencia argentina, estas técnicas se expresaron en la “obediencia debida”,  la “campaña antiargentina”, el cuestionamiento del número de víctimas o desaparecidos, la idea de “guerra antisubversiva”, el agradecimiento de que deberían haber sido objeto los genocidas, trocado groseramente por la “ingratitud social y política”[32], o la “farsa” de los juicios llevados a cabo por los que “perdieron la guerra” en el campo militar.
Como se observa, si bien existe un negacionismo, en las retóricas genocidas aparece mucho más que eso. Irrupe un comportamiento que es explicable con arreglo a las teorías criminológicas. Una conducta que comprende las excusas de cualquier criminal. Una forma legitimante de leer las conductas delictivas, por parte de los propios delincuentes[33].
Si se revisa el comportamiento ulterior de los más encumbrados jefes del ejército de Ruanda, que tuvo una participación preponderante en el aniquilamiento, observará que generalmente se amparan en lo que para ellos es tan sólo “una campaña para empañar la imagen de Ruanda”[34], una técnica de neutralización y negación muy similar a la que intentaron los genocidas argentinos y algunos jerarcas nazis.
Si analizamos las declaraciones de los principales operadores propagandísticos del régimen, dueños de medios de comunicación o comunicadores destinados a profundizar el odio racial hacia las víctimas,  veremos que los acusados, en su defensa, argumentaron desconocer la fuerza de las palabras pronunciadas en los medios de comunicación, llegando incluso a afirmar, como en el caso de Jean Bosco Barayagwiza, que nunca tuvo conciencia de ello. Si fuera necesario, habría que recordar la elocuencia de algunos de los “códigos de muerte” repetidos hasta el cansancio durante meses: “Hay que derribar más árboles, aún no hemos derribado suficientes” o “las cucarachas deben morir”[35].



[1]  Straus, Scout: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre genocidio”, Editorial Eduntref, Volumen 3, noviembre de 2009, p. 18.
[2] “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires,  2009, pp. 161 y ss.
[3] Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[4] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 110.
[5] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.

[6]  Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.
[7] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23. Era esperabele. En la dinámica colonial, los recursos de los países oprimidos condicionan las acciones de las metrópolis. Agotados éstos o superados por nuevas lógicas del mercado internacional, a las víctimas sólo les espera el olvido y el abandono. O, lo que es peor, el genocidio.
[8]http://www.elpais.com/articulo/internacional/tutsi/Kagame/gana/elecciones/Ruanda/95/votos/elpepiint/20030827elpepiint_20/Tes
[9] Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 22 y 23. Es que la responsabilidad belga y de las demás potencias coloniales no podía ser más nítida en la tragedia ruandesa. Es obvio que nada podía esperarse de las mismas, y mucho menos postulaciones éticas o recetas políticas, institucionales, económicas o jurídicas para salir de semejante crisis provocada.
[10] Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[11]  Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[12] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 112.
[13]  De hecho, el sacerdote Emmanuel Rukundo fue condenado a 25 años de cárcel por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) al encontrarlo culpable de agresiones sexuales y genocidio: “Los actos de Rukundo formaron parte del genocidio. Mientras cometía estos crímenes, tenía la intención de destruir [...] el grupo étnico tutsi”, conforme da cuenta el Diario “El País”, de Madrid, en su edición del 27 de febrero de 2009.
[14] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[15] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[16] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos” Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[17] Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[18] Esta minoría, “que en 1994, representaba el 15% de la población, con 1.250.000 personas, en 1994 quedó reducida a 300.000 después de la masacre”, señala Zaffaroni en “La Palabara de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[19] Braeckman, Colette: “A diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[20] Braeckman, Colette “A diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.

[21] Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[22] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 118.
[23] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[24] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La Radio Televisión Libre del Milles Collines, una de las emisoras con más audiencia del país, transmitió entre 1993 y 1994 una prédica sistemática antitutsi, promoviendo la diferenciación y el odio racial, utilizando música de Zaire y programas con una dialéctica claramente racista, llamando a la población hutu a "erradicar la invasión asesina de los tutsis", a quienes descalificaba llamándolos "parásitos” y “cucarachas”.
[25] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[26]  Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La revista Kangura se refería a  los Tutsis como una amenaza "chupasangre", como enemigos deshonestos y perversos y se alentaba a los hutus a armarse  para matarlos.
[27] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, pp. 116 y 117.
[28]  Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 216 a 239.
[29] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 458.
[30] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[31]  Larrauri, Elena - Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Editorial Bosch, Barcelona, 2001, p. 104.
[32] “Documento Final de la Junta Militar”, del 28 de abril de 1983, citado por Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 264.
[33] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[34]  Declaraciones efectuadas a la agencia AFP, por parte del portavoz del ejército ruandés, el mayor Hill Rutaremara, publicadas por el diario Página 12, de Buenos Aires, en su edición de 10 de febrero de 2008: “Madrid comenzó a juzgar los genocidios de Ruanda y Guatemala”.
[35]  “En Ruanda las palabras y los medios funcionaron como potentes misiles”, publicado en la edición del 13 de mayo de 2010 de “Correo del Orinoco”, disponible en http://www.correodelorinoco.gob.ve/tema-dia/ruanda-palabras-y-medios-funcionaron-como-potentes-misiles/ . Ver también Zaffaroni, Eugenio Raúl: “Las palabras de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 427.
NOTA: Este artículo, en lo sustancial, ya fue publicado en este mismo espacio.
Por Maximiliano Postay (*)

En las últimas semanas -a raíz de la presentación de un anteproyecto de Código Penal elaborado conjuntamente por actores de diferentes procedencias ideológicas, la inmediata campaña en su contra impulsada por el diputado nacional Sergio Massa, la vocación del ex intendente de Tigre por reverenciar cuasi religiosamente la lógica de “premios y castigos”, la inmediata exaltación de esta mirada por parte de otros líderes opositores y la reciente multiplicación de linchamientos populares en diferentes ciudades del país, promovidos, exaltados y justificados por los habituales adoradores de “la ley y el orden”, “la mano dura” y “la tolerancia cero”- de un modo harto peculiar, y por demás confuso, se ha escuchado en los medios de comunicación masivos, quizás como nunca antes, hablar de “abolicionismo penal”.


Frases como “el abolicionismo no conduce a nada” o “el abolicionismo nos está degradando como sociedad” o “la culpa de la inseguridad la tienen los jueces abolicionistas” -en boca de familiares de víctimas que consideran insuficiente condenar a un ser humano a más de veinte años de cárcel, un jefe de gobierno feliz por tener a su hija “segura” viviendo muy lejos del distrito que él mismo conduce o un resucitado operador neoliberal, grotesco y peligroso en idénticas proporciones- demuestran lo poco que se sabe acerca de esta corriente, lo poco que se quiere saber al respecto y la perversa campaña de desnaturalización que esta concepción política ha padecido, cuanto menos, durante los últimos treinta años.

Como confeso militante abolicionista penal, y con ánimo de no permitir que la corriente ideológica con la que me identifico sea “definida” (bastardeada) por personas con nulo conocimiento en la materia, he aquí un pequeño aporte:

¿El abolicionismo penal es una postura pro-presos? FALSO. El abolicionismo penal no justifica la materialización de las conductas habitualmente catalogadas como “delito”. Tampoco justifica a las personas que llevan adelante estos comportamientos.  El abolicionismo penal no tiene una especial simpatía por las personas que hoy se encuentran privadas de su libertad. Sin perjuicio de ello el abolicionismo penal plantea como premisa básica el fracaso de la cárcel y cada una de las herramientas del sistema penal (e instituciones afines) a la hora de resolver y/o regular exitosamente los conflictos sociales. Dicho en otros términos, para el abolicionismo penal el sistema penal nunca resolvió una controversia, su puesta en marcha no genera ninguna consecuencia positiva, y por el contrario genera muchísimas consecuencias negativas.

¿El abolicionismo penal no tiene ningún tipo de consideración por las víctimas de delitos? FALSO. En relación a lo antedicho, el abolicionismo penal afirma que el sistema penal perjudica de igual manera a victimarios y víctimas de “delitos”. De hecho en el sistema penal la víctima no es parte natural del proceso judicial. No hay margen de reparación de los daños causados. La víctima queda absolutamente excluida de cualquier rol protagónico. Para el abolicionismo penal, el sistema penal debe interpretarse únicamente como una suerte de organización burocrática de la venganza. Bajo ningún punto de vista cumple con ninguna de las funciones que habitualmente suelen atribuírsele. Desde el sistema penal no se previenen delitos, no se reinserta socialmente a las personas que los cometen ni nada que se le parezca.

¿El abolicionismo penal pretende que las cárceles desaparezcan de un día para el otro? FALSO. El abolicionismo penal entendido como un movimiento político, con tácticas y estrategias propias, sostiene que la mejor manera de consolidar un paradigma no punitivo, es a través de la elaboración progresiva de alternativas concretas al actual sistema penal. Alternativas donde la víctima sea escuchada y ocupe un rol central y donde el victimario no sea tratado como un residuo cloacal. El abolicionismo penal repudia abiertamente las jaulas para humanos, a las que habitualmente se las conoce como “penitenciarías”, y a partir de este repudio pretende contribuir a la elaboración de métodos superadores y más efectivos, beneficiosos para todos los protagonistas de la controversia en cuestión y no sólo –insisto- para las personas actualmente privadas de su libertad. En este sentido, también es absolutamente falso afirmar  que el abolicionismo penal propone “no hacer nada frente al delito”. Por el contrario, en relación a esto último, la posición abolicionista penal es clara: hay que hacer algo, pero no precisamente lo que se hizo hasta ahora. 

¿El abolicionismo penal es sinónimo de garantismo? FALSO. Mientras el abolicionismo penal descree absolutamente del sistema penal y en consecuencia intenta progresivamente lograr su desaparición, el garantismo –a través de la pluma de su pensador más destacado, Luigi Ferrajoli- concede al sistema penal una función determinada: limitar la violencia privada. Para el garantismo la ausencia de sistema penal, despertaría en los particulares en conflicto el deseo de la mal llamada “justicia por mano propia”. Dicho enfoque, desmentido, como pocas veces, por la contundencia de los hechos acaecidos en nuestro país en los últimos días (el sistema penal existe, las cárceles existen, los patrulleros existen, las penas son cada vez más altas y, sin embargo, los linchamientos son casi una moda nacional) es la principal diferencia entre una posición y otra. A su vez, si nos alejamos de las discusiones meramente “doctrinarias” observamos que garantismo, no es ni más ni menos que la aplicación de la Constitución Nacional, ley suprema de nuestro país en el cual se esbozan todas y cada una de las garantías que en el marco del debido proceso en un Estado de Derecho jueces, defensores y fiscales tienen el deber de respetar.

¿Zaffaroni es abolicionista? FALSO. Más allá de ser uno de los referentes más críticos con el actual sistema penal, Raúl Zaffaroni no es lo que se dice un abolicionista penal. Su postura se resume en la idea de que la motivación principal de la necesaria vigencia del derecho penal es contener el poder punitivo del Estado. De acuerdo a su criterio, de no existir el derecho penal el aparato represivo estatal se pondría en marcha con total crudeza, con rasgos autoritarios y absolutistas. Al respecto el abolicionismo penal afirma que si bien es cierto que en la actualidad el poder punitivo debe limitarse de alguna manera, dicha contención es apenas un medio o una situación transicional y no un fin en sí mismo. El abolicionismo penal pretende un cambio cultural, mientras que el profesor Zaffaroni y sus seguidores consideran que los juristas y los criminólogos no necesariamente debemos auto-imponernos propósitos tan ambiciosos.

¿El anteproyecto de Código Penal es abolicionista? FALSO. No sólo no es abolicionista sino que desde la mirada del abolicionismo penal dicho anteproyecto podría ser catalogado como “conservador”. Crea nuevos delitos, aumenta penas y mantiene inalterables ciertos principios del derecho penal, harto repudiados desde el paradigma no punitivo. Si bien es cierto que hablar de un “Código Penal abolicionista” es un oxímoron, desde el abolicionismo penal las expectativas alrededor de esta iniciativa eran otras. No obstante, y atento al “cambalache normativo” que padece nuestro país en materia penal, principalmente después de la puesta en vigor de las trágicas “leyes Blumberg”, la vocación ordenadora de la Comisión que elaboró el anteproyecto debe ser sumamente valorada. Tener un Código Penal que incluya en su articulado leyes especiales, que respete el principio de proporcionalidad y que, aunque sea tímidamente, de lugar a prácticas sustitutivas de la cárcel, es digno de elogio.  

¿El abolicionismo penal genera inseguridad? FALSO. Para el abolicionismo penal lo que ocurre es todo lo contrario. El sistema penal genera inseguridad. Las personas que por allí pasan maximizan su nivel de violencia y como se afirma habitualmente “regresan al medio abierto, peor de lo que ingresaron al sistema”. El sistema penal es uno de los principales generadores de violencia de las sociedades contemporáneas y como consecuencia de ello uno de los principales generadores de “delitos”. Multiplica desigualdad, exclusión, marginalidad y resentimiento. Nada bueno puede salir del sistema penal. Pretender resolver el problema de la inseguridad (reconocido como tal, abiertamente, por el abolicionismo penal) con sistema penal es igual de ridículo que pretender apagar un incendio con nafta.

El abolicionismo penal lejos está de ser ese germen maligno que algunos personajes pretenden describir. El abolicionismo penal es ante todo una posición humanista, pacifista y anti-violencia.

(*) Publicado originariamente en http://locostumberosyfaloperos.blogspot.com.ar
Reproducido con consentimiento del autor.
Sucesivos actos de barbarie, en apariencia inusitados, recorren la Argentina. Hechos conmovedores, hasta ahora impensados para la mayoría de la población, comienzan a sucederse en distintos puntos del territorio. Con la misma lógica con la que estos ataques brutales han ocurrido en distintos países de la región y del mundo, la excusa es -también aquí- la iracundia "ciudadana", que apela a técnicas de neutralización canallas. En este caso, la exhibición de estos crímenes como respuestas “vecinales” frente a un pretendido estado “ausente”. Curiosa caracterización de un país que tiene muchos más efectivos dedicados a la seguridad que a la defensa, lo que da la pauta de la data sostenida en la construcción falaz de una hipótesis de conflicto al interior de sus fronteras. Que equivale a decir, a la construcción de un (nuevo) enemigo interno.

Los crímenes son horrendos y masivos. Su masividad no solamente depende del número de víctimas, sino de las ya mencionadas lógicas mediante las cuales los criminales las construyen. La misma concepción que ha precedido a los genocidios.

En efecto, a esta altura de la historia,  los crímenes masivos podrían conceptualizarse -con abstracción  de las definiciones estrictamente normativas o jurídicas- en función de la finalidad de eliminación o neutralización de determinados agregados humanos, con el objetivo de reorganizar una “nueva” sociedad sin la presencia de esos grupos, a los que se considera, por parte de los perpetradores, peligrosos, extraños, enemigos, distintos y, casi siempre, la causa de todos sus males[1] . Los mismos sujetos respecto de los cuales "la sociedad" hacía en la década de los noventa "como que no existían", pretenden ahora ser lisa y llanamente exterminados sin mediación alguna por los sectores hegemónicos de esa misma sociedad. Los invisibilizados de entonces, son ahora individualizados, construidos y elegidos como víctimas de las pulsiones homicidas de las personas  de bien,"hartas de la inseguridad", como analiza la gran  prensa, en el colmo de la banalización del mal absoluto.
Estas lógicas binarias, militarizadas, aunque primitivas, no son originales. Durante todo el siglo XX, las grandes matanzas fueron precedidas por una fascistización de los discursos y las relaciones sociales, por pulsiones de muerte autoritarias que fueron socavando la convivencia armónica entre minorías y mayorías, o entre Estados dominantes y Estados dominados, que culminaron siempre en ejercicios de exterminio estremecedores.
La idea paranoica de la “amenaza” externa o interna exhibe un desarrollo histórico sin demasiadas variantes y con muchas regularidades de hecho, que se reiteran, como veremos, en la mayoría de los crímenes masivos que asolaron a la humanidad[2].
En el orden internacional, el prevencionismo radical que traducen las gramáticas y las prácticas policiales del imperio, instalan una lógica de la enemistad respecto de los “diferentes”, verdadero germen de los genocidios, imposible de distinguir de otras lógicas pretéritas en las que se basaron  grandes aniquilamientos de la modernidad. Esas mismas prácticas prevencionistas y punitivistas pueden instaurarse al interior de las naciones, en la medida que concurran determinadas condiciones de probabilidad, objetivas y subjetivas.
El caldo de cultivo de una cultura genocida siempre se produce en un contexto político  en el que se desboca el poder punitivo, se crea de manera paranoica un enemigo y se construye un derecho penal antidemocrático, de emergencia o excepción, que termina legitimando las peores masacres.
Los crímenes de masa comienzan, de manera recurrente, a través de la historia, con la construcción de una otredad negativa, continúa con el hostigamiento, se concreta con el exterminio y culmina con la negación y la construcción de relatos justificantes, a los que anteriormente hemos denominado técnicas o ejercicios de neutralización.
La otredad negativa, asigna siempre a las víctimas, características tales como inferioridad racial, una cultura basada en prácticas primitivas, la propensión sistemática a la comisión de delitos, y la supuesta imposibilidad de “incorporarlos a una sociedad normal”.
Los prejuicios y estereotipos han sido siempre elementales, naturalmente falsos, transmitidos de generación en generación y absolutamente resistentes al cambio, implicando falsas imágenes o identidades negativas respecto del grupo desvalorizado, que persisten todavía en las perspectivas más reaccionarias y conservadoras y se multiplican en las retóricas de políticos de la derecha más brutal y de comunicadores sociales que muestran reflejos siempre admirables para sumarse a todo tipo de tentativas destituyentes.
Al ubicárselos, a estos grupos sociales (compuestos, en este caso, por supuestos “delincuentes” de calle o predatorios),  por fuera del “contrato social”, se los sindica como extraños, como “enemigos”, incapaces de adaptarse a las normas “civilizatorias” del capitalismo bueno que existe en los delirios oníricos de los nuevos asesinos urbanos calificados. Esa supuesta anomia de los estigmatizados, incluye desde sus usos y costumbres, hasta la exageración de su permanente vocación de transgredir las normas legales y una aparente tendencia determinista a la irrecuperabilidad.
Ahora bien, a pesar de la recurrencia en identificar al genocidio como el producto de la intención del perpetrador de aniquilar un determinado grupo social, la experiencia histórica parece demostrar que, desde el punto de vista criminológico, esta voluntad realizativa del tipo penal no constituye una constante unilateral que existe únicamente en la mentalidad de los agresores.
Al respecto se ha señalado que “el desarrollo de dicha intencionalidad está determinado por estructuras, discursos y relaciones sociales (…). Esta mentalidad surge en diferentes grupos sociales debido a que el uso de la violencia es generalmente aceptado como un instrumento para resolver los conflictos sociales; lo cual refuerza una actitud que muy probablemente resulta en genocidio, en este mapa mental la destrucción de un grupo social es considerada como el camino a seguir”[3].
Los intentos de masacrar a pibes pobres acusados de robos y hurtos, no debe olvidarse, no son hechos aislados producidos sin explicación aparente en los últimos días.
Durante la sedición policial cordobesa, patrullas de civiles salieron literalmente a “cazar” a jóvenes provenientes de estos sectores desfavorecidos, acusados, desde luego, de generar la mentada “inseguridad”. Fueron, también en ese momento, “ellos”, los que generaron las peores sensaciones y miedos entre “nosotros”.
Con lo que queda en claro que esos episodios policiales de ninguna manera pueden ser asumidos como hechos aislados y desvinculados de las previsibles consecuencias sociales que podían derivarse de esas asonadas, tal como ha venido ocurriendo en diversos países de la región.
En el proceso informal, aunque  colectivo, de aceptación de la violencia, interviene una delicada trama de factores e intereses sociales. No son solamente los perpetradores los que participan de lógicas bélicas, sino que éstos reciben la aceptación y la aquiescencia de sectores sociales visibles, generalmente poderosos, que generan y reproducen discursos que favorecen las prácticas sociales de exterminio.
Grandes corporaciones económicas y mediáticas son las que invariable e incesantemente agitan el fantasma de la “inseguridad” y exhiben como causantes de la misma invariablemente a los mismos sujetos sociales.
De esa manera, en los últimos años se ha vuelto a construir un enemigo interno en la Argentina, contra el que es necesario "hacer algo", incluso, antes de que éste pase a la vía de los hechos. Por eso se exhibe a Rudolph Giuliani, como la amenaza simbólica de lo que podría ser una futura política pública de limpieza de clase en caso de imponerse un  gobierno de derecha en el país.
En la Argentina, la Doctrina de la Seguridad Nacional fue, en nuestro pasado reciente, además de un proyecto político e ideológico, una concepción militar del mundo que naturalizaba las prácticas genocidas desde una perspectiva de defensa social encaminada a liberar a la Patria de “cuerpos extraños[4]
Pero al sostenimiento de esa concepción coadyuvaba también buena parte de la sociedad civil, que se había convencido de que era necesario abdicar de ciertas libertades y derechos en aras de dejar en manos de “profesionales” la “limpieza” de “la sociedad”, infestada por un sistema de creencias “extraño” a los valores del  ser nacional. “En la época de la dictadura, circulaba una narrativa “médica”: el país estaba enfermo, un virus lo había corrompido, era necesario realizar una intervención quirúrgica drástica. El Estado militar se autodefinía como el único capaz de operar tal intervención, sin postergaciones y sin la demagogia populista. Para sobrevivir, la sociedad tenía que soportar esa cirugía mayor. Algunas zonas debían ser operadas sin anestesia. Ése era el núcleo del relato: un país desahuciado y un equipo de profesionales dispuestos a todo para salvarle la vida”[5].
El virus, ahora, es la “inseguridad”. La incautación y el sesgamiento intencionado de este concepto, incorporado desde hace años a las retóricas mundanas, es otra evidencia de la potencia discursiva de los sectores neoconservadores de la región.

Por ello, es necesario entender a los crímenes masivos como una tecnología de poder vinculada inexorablemente con la exacerbación de la potencia punitiva, destinada a reorganizar una determinada sociedad sin la presencia de los indeseados.

Ahora bien: cómo podemos determinar cuándo una sociedad  se convierte en genocida? Yves Ternon -cirujano francés experto en comportamientos de exterminio- ha señalado que el preludio de las masacres constituye “el momento final de una crisis anunciada” por actos previos, a partir de los cuales cabe identificar su desencadenamiento: para identificarlo, se han aislado una serie de acontecimientos que van desde los primeros actos de discriminación, pasando a las agresiones físicas, hasta una secuencia programada de destrucción que deroga los derechos cívicos de los miembros del grupo-víctima, los despoja de su nacionalidad y culmina en su expulsión, deportación, persecución y masacre: “en dichas secuencias subyace un proceso de radicalización ideológica en torno a un principio básico de carácter excluyente, del cual se desprende su incompatibilidad con los dilemas que el grupo percibido como amenaza le plantea. El lenguaje no juega en este punto un papel menor: valiéndose de la jerga y los eufemismos deshumaniza y demoniza a las víctimas, distorsiona la verdad volviéndola funcional a los objetivos del agresor[9].
Los mencionados procesos de radicalización ideológica, entendidos como condicionamientos acumulativos, como precondiciones que profundizan la situación de vulnerabilidad de las víctimas[10], van desde las tentaciones racistas o clasistas, hasta la asunción de la propia ilegalidad en la comisión de estas prácticas como un derecho y un deber de identidad nacional, elemento éste -cabe recordarlo-muy presente en el imaginario y las narrativas de los genocidas argentinos[11]. También ahora, en los políticos y los medios que fogonean o legitiman el exterminio, y en los propios perpetradores masivos.




[1]  Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América latina”, Ed. Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 20.
[2]  Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 463.
[3] Gómez Suárez, Andrei: “Bloques perpetradores y mentalidades genocidas: el caso de la destrucción de la Unión patriótica en Colombia”, en Revista de Estudios sobre Genocidio, Volumen 4, julio de 2010, dirigida por Daniel Feierstein, Editorial Eduntref, p. 49.
[4] Feierstein, Daniel (compilador): “Terrorismo de Estado y Genocidio en América Latina”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2009, p. 270.
[5] Piglia, Ricardo: “Los pensadores ventrílocuos”, en Raquel Angel, “Rebeldes y Domesticados”, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1992, p. 32.
[6]  Bauman, Zigmunt: “Modernidad y Holocausto”, Sequitur, Toledo, 1997.
[7]  Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 17.
[8] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es posible una contribución penal eficaz a la prevención delos crímenes contra la humanidad?”, Plenario, Publicación de la  Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009, pp. 7 a 24, disponible en hptt//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf, publicado luego como “Crímenes de Masa, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2010, Buenos Aires.
[9]  Lozada, Martín: “Justicia universal versus imperialismo judicial”, El Dipló, Le Monde Diplomatique, número 19, enero de 2001, pp. 28 y 29.
[10]  Kuyumciyan, Rita: “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”, Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009, p. 41.
[11]  Gutman, Daniel: “Sangre en el monte. La increíble aventura del ERP en los montes tucumanos”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2010, p. 181.
Jean Paul Sartre fallece, luego de un ocaso estragoso y prolongado, el 15 de abril de 1980, hace ya casi 34 años. Su féretro fue acompañado por una multitud estimada en 50.000 personas. Nunca antes, el entierro de un filósofo había concitado semejante movilización popular.
Sin embargo, al parecer, el gigante del existencialismo humanista  dista de descansar en paz. A los frecuentes cuestionamientos que le dedican algunos colegas contemporáneos (tal el caso de Michel Onfray, postura verdaderamente sorprendente en un intelectual de izquierda), criticando no solamente la formidable obra del autor de “El existencialismo es un humanismo”, sino también su coherencia política y las desventuras de su propia biografía, deben agregarse aquellos que, finalmente, eligen jaquear la consistencia de sus formulaciones ideológicas.
Entre estas últimas aproximaciones críticas se encuentra un texto  de Aníbal Romero, “Sartre: Filosofía de la Violencia”. El artículo es de 1999, dato éste para nada menor a la hora de contextualizar esta tentativa de deconstrucción de la concepción sartreana y su intencionada exhibición como un producto de  contradicciones filosóficas e ideológicas múltiples e, incluso, de impudorosa deshonestidad intelectual.
Según Romero, la vocación libertaria y autonómica de Sartre, eje central de toda su concepción filosófica, aparece “enterrada entre los inmensos y oscuros espacios de El ser y la nada” (p. 1). De inmediato trae a colación la concepción dual de la libertad en Isaiah Berlin y luego se las arregla para incrustar, en los primeros renglones de su trabajo, una cita de Vargas Llosa. Mucho mejor. Comienza a clarificarse, así, la línea argumental de la crítica y su direccionalidad ideológica.


A continuación, el autor identifica a Sartre con una postura de “libertad negativa extrema”, y a partir de allí ve allanado el camino para arriesgar sin cortapisa: “ Así lo confirmó, con característico radicalismo, en un ensayo parcialmente autobiográfico de 1961, cuando dijo que “en el fondo de mi corazón, yo era (en los años 40 principalmente) un rezagado del anarquismo”. Sartre habla acá en el pasado, pues pretendía haber superado ese “anarquismo” de sus primeros tiempos, a través de su esfuerzo por integrar en el plano  filosófico y de la acción histórica su existencialismo (una filosofía profundamente  individualista), con el marxismo. Como veremos, no solamente Sartre fracasó en  su intento de ensamblar dos visiones del mundo esencialmente antagónicas, sino que en el camino comprometió su honestidad intelectual, y convirtió lo que  en principio fue una filosofía de la violencia de los individuos entre sí, en una filosofía de la violencia como eje y destino de la historia y de la colectividad humana en general”.

Con encomiable convicción, Romero decreta el fracaso de toda la construcción de Sartre a partir de aquel hallazgo arqueológico que se adjudica en El Ser y la Nada. Pero, por si esto fuera poco, reconoce a la misma, “en nuestros días” (se refiere, recordemos, a 1999, plena época del reinado del Consenso de Washington, el Fin de la Historia, el auge violento del capitalismo neoliberal, la caída del Muro de Berlín, la disolución de la Ex Unión Soviética y otros síntomas significativos de retroceso de todo pensamiento alternativo y emancipador), solamente un interés “histórico”.
Y a continuación se sirve del mismo menú que ofrece la retórica imperialista coloquial, ahora de manera explícita: “Sartre, como dije, fue figura emblemática de un ambiente político-ideológico, y representó un cierto modo de ser intelectual, característico de ese tiempo, y marcado por el “progresismo” de izquierda, el filo-comunismo, y la convicción, en sus palabras, de que “cualesquiera sean sus crímenes, la URSS tiene sobre las democracias burguesas este formidable privilegio: el objetivo revolucionario...Rusia continúa siendo incomparable a las otras naciones; sólo está permitido juzgarla aceptando sus propósitos y en nombre de éstos”. Ahora bien, muchos de los dilemas y planteamientos esbozados por Sartre en sus obras teatrales y novelísticas, así como en la Crítica de la razón dialéctica, padecen hoy de un serio caso de polillas y acusan un intenso olor a naftalina”. Es decir que, además de profundamente equivocada, la concepción de Sartre es, a finales de los noventa, otra de las tantas evidencias, curiosas y diletantes, de un pensamiento “perimido”, anticuado, superado por la vorágine civilizatoria de la ciudad global capitalista. Una verdadera pieza de museo, encabezada, nada menos, que por la “Crítica de la Razón Dialéctica”.
Nuestro intelectual, atención, no ha terminado todavía con su tarea de ficto e ilusorio descuartizamiento. Nos reserva, a renglón seguido, otras estupefacciones no menores:” Sin embargo, el estudio de Sartre sigue teniendo relevancia, así lo creo, como ejemplo particularmente ilustrativo de un cierto temperamento intelectual, muy común en nuestro tiempo pero no completamente original de esta época histórica. Me refiero a tres rasgos en especial: la ambición  desmedida y el “pecado de orgullo” de querer explicarlo “todo”; en segundo  lugar, la auto-percepción de superioridad ante los demás y la incapacidad autocrítica; por último, la tendencia al radicalismo y a la creación de utopías generadas por la violencia como “partera de la historia”, lo que se traduce en la disposición a que otros, pueblos enteros, clases sociales, generaciones completas, paguen los costos más altos en términos de violencia, destrucción y muerte, si así lo exige la visión histórica postulada como imperativa por el intelectual supremo”.
En cuanto a Sartre, esos rasgos se unieron a la doble moral, favorable a las causas radicales y filo-marxistas; a un profundo desprecio por el liberalismo y la democracia “burguesa”, a una verdadera obsesión por la violencia individual e histórica, y en no pocas ocasiones a la abierta deshonestidad intelectual, justificada por los fines últimos a los que se dirigían su pensar y su acción. Como él mismo confesó una vez, “Después de mi primera visita a la URSS en 1954, yo mentí”, acerca de las presuntas maravillas alcanzadas en la Patria del socialismo. Es difícil, por ésa y multitud de otras instancias similares, compartir las afirmaciones de Vargas Llosa según las cuales Sartre fue, “hechas las sumas y las restas, un intelectual honesto”. Vargas Llosa sostiene a la vez que “Un pensador honesto no disimula sus errores y si está intelectualmente vivo tampoco se demora en justificarlos. Se limita a tenerlos en cuenta y sigue adelante”. Esta última no fue, realmente, la actitud de Sartre; por el contrario, libros enteros podrían escribirse, y de hecho han sido escritos, en los que se muestran con lujo de detalles el desierto moral y la miopía política que contaminó a buen número de los grandes “mandarines” (como les calificó en una famosa novela Simone de Beauvoir) de la intelectualidad francesa de la postguerra, entre ellos –y de modo principal- al propio Sartre. No es éste, no obstante, el propósito de mi estudio. Procuraré más bien explicar a Sartre, buscar en las raíces de su filosofía la clave de sus posiciones políticas, e interpretarle como lo que él aspiraba ser: un intelectual comprometido con los movimientos históricos de su tiempo, que erró gravemente en sus apreciaciones acerca del probable curso e impacto de esa historia. En el camino, tratando de justificar su conversión marxista, Sartre se ocupó de conciliar lo inconciliable: una filosofía profundamente individualista como lo es su existencialismo, con el marxismo colectivista. Como cabía esperar, el intento fue fallido, y del mismo resultó un engendro informe y lleno de agujeros teóricos, así como de un verdadero culto a la violencia histórica, que quedó plasmado en la Crítica y que más adelante analizaremos”.
Hasta aquí, nuestra transcripción del optimismo noventoso de Aníbal Romero, a quien es justo reconocer una erudición y un seguimiento exhaustivo de la obra de uno de los mayores pensadores del Siglo XX, de la que seguramente adolece quien, paradójicamente, intenta en este caso refutarlo.
A quince años del artículo que nos convoca, es necesario reafirmar algunas cuestiones y aclarar otras.
La ambición desmedida y el pecado de orgullo que “querer explicarlo todo”, no es otra cosa que la aspiración de construir un nuevo relato que dispute la hegemonía del sistema de creencias del capitalismo. Justamente, la derrota cultural que sobrevino a partir de la modernidad tardía implicó, para las clases subalternas de todo el mundo, la dificultad objetiva para rearmar un relato totalizante en un mundo sopresivamente unipolar, de cara a lo que se percibía como una derrota política, militar, económica y, fundamentalmente, cultural. De modo que la expectativa de Sartre, lejos de poder encuadrarse en una utopía pletórica de violencia, no pretendía sino pensar un arsenal cultural contrahegemónico, que debería dirimir su validez –naturalmente- mediante el conflicto, como ha ocurrido a lo largo de toda la historia de la Humanidad. Una cosa es concebir el cambio social a través de los conflictos y otra, muy distinta, soportar el mote oprobioso de cultor de la violencia. Un violento no participa en un tribunal de opinión, que, justamente, se caracteriza por prescindir de ella. Ni sale a vender periódicos mimeografiados en pleno mayo francés. Solamente el regocijo de la victoria cantada podía llegar a hacer suponer que las narrativas capitalistas no podrían volverse a poner en cuestión en la post guerra fría. A la luz de los hechos históricos, vaya si le asistía razón a Sartre y mérito a su genial ejercicio de anticipación. En todo este tiempo, los paladines de la civilización occidental han producido por doquier crímenes masivos, perpetrado guerras, invasiones y todo tipo de iniquidades en nombre de la libertad que Vargas Llosa continúa propagandizando.
Cuando Sartre admite “haber mentido”, no hace otra cosa que honrar su condición de militante político, comprometido con el socialismo. No puede exteriorizar su frustración porque, de hacerlo, la autoridad de su advertencia le habría servido en bandeja a los aparatos ideológicos de Occidente un argumento difícilmente refutable. El imperialismo hubiera hecho lo mismo que hace, tres décadas después, el propio Aníbal Romero: asimilar la dura y fallida experiencia de las burocracias socialistas con las ideas de izquierda.
Por eso es que Sartre intentó conciliar lo que no es sólo posible sino obligatorio compadecer: la libertad, el humanismo existencialista, con el socialismo. Nada más y nada menos que eso significa la “Crítica de la Razón Dialéctica”. Una fenomenal revisión, hecha desde el marxismo, al Partido, a la  tendencia esclerosante de separar  la doctrina y la práctica y al conservadurismo burocrático (T. I, p.28 y 33, ed. de 1995). También, a asumir el reto de la construcción de un marxismo con dimensión humana profunda: "El día en que la búsqueda marxista tome la dimensión humana (es decir, el proyecto existencial) como el fundamento del Saber antropológico, el existencialismo ya no tendrá más razón de ser: absorbido, superado y conservado por el movimiento totalizador de la filosofía, dejará de ser una investigación particular, para convertirse en el fundamento de toda investigación" (op. cit., p. 141). El resto son preconceptos ideológicos del autor cuyo artículo analizamos, víctima del acelerado apolillamiento del paradigma neoliberal que lo determina en su concepción sobre el gran Sartre. 
El Ministerio Público de la Defensa acaba de interponer una acción de Habeas Corpus tendiente a que se declare la inconstitucionalidad del artículo 9, inciso c) de la Norma Jurídica de Facto N° 1064, en virtud de la amenaza actual, inminente y concreta que padecen habitualmente los ciudadanos que habitan o se encuentran en tránsito en la Provincia de La Pampa, en la medida que dicha norma de facto permanezca vigente. 

Ello con especial impacto entre los ciudadanos provenientes de grupos sociales vulnerables, que por su condición o extracción social exhiban mayor nivel de exposición frente a los organismos de control social punitivo o los aparatos represivos del Estado, con motivo, precisamente, de las reiteradas violaciones contra  la libertad ambulatoria que de manera arbitraria se perpetran contra los mismos.



Según destaca el escrito presentado, la vigencia  de la norma cuya inconstitucionalidad se reclama, ocasiona innumerables violaciones a derechos y garantías de todo tipo de personas, cualquiera sea su condición de clase, ocupación, edad, sistema de creencias o grupo de pertenencia, como habrá de comprobarse con la prueba testimonial y documental que se ofrece, atravesando la norma de facto, con su ilegalidad regresiva, a la sociedad en su conjunto.

Es que -huelga destacarlo- las detenciones denominadas por “averiguación de antecedentes”,  cuya declaración de inconstitucionalidad en el ámbito de nuestra Provincia se persigue en este acto , resultan manifiestamente estigmatizantes, prejuiciosas, y remiten a las peores prácticas de violencia institucional, actualizando los períodos más oscuros de nuestra historia política y resultando claramente contrarias a la Constitución Nacional. La fecha elegida para articular el planteo tiene, además, una carga simbólica importante, porque coincide, justamente, con la conmemoración de la Semana de la Memoria.
Concretamente, el actual art. 9 en su inciso c) de la ley NJF 1064/81 establece que es atribución de la Policía “...detener a toda persona de la cual sea necesario conocer sus antecedentes y medios de vida, en circunstancias que lo justifiquen o cuando se niegue a probar su identidad. La demora o detención no deberá prolongarse más del tiempo indispensable para la identificación, averiguación del domicilio, conducta y medios de vida, sin exceder el plazo de veinticuatro (24) horas...” 

Este dispositivo es el que da sustento a lo que se conoce como un supuesto de detención sin orden judicial, en base a lo que se ha denominado históricamente “Averiguación de antecedentes”, práctica ésta efectuada muchas veces, y en el mejor de los casos, de manera indiscriminada.
Sin embargo, en otras ocasiones las referidas detenciones estan cargadas de otros componentes igualmente irregulares, en base a categorías cargadas de prejuicios estigmatizantes y en aras de la construcción de una otredad negativa basada en hábitos, extracción de clase, estereotipos, etcétera, erigiendose como una verdadera redada contra los “diferentes” previamente desvalorizados o valorizados negativamente.
            La redacción y aplicación de la facultad que utiliza  la policía de la Provincia de La Pampa, implica una violación a los principios constitucionales de libertad (no hay constancias ni datos objetivos que completen la conducta abierta -manifiestamente inconstitucional, de las pretendidas “circunstancias” que la justifiquen), presunción de inocencia, igualdad ante la ley, reserva y judicialidad. 
Como fuera expresado, esta facultad policial es ejercida  para cumplir actividades de puro control social, esto es: la identificación de los ciudadanos, la auscultación de conducta y los medios de vida. 
Como se observa, la indeterminación y excesiva apertura de la norma no es adecuable al programa constitucional, por cuanto agrede, entre otras normas, el principio constitucional de reserva ya referido. 
La detención para “averiguar” la conducta y los medios de vida significa un retroceso al pasado edictal, y deja al descubierto la inconstitucionalidad  e ilegalidad de una norma que habilita a la policía a entrometerse en la conducta y los medios de vida, de los otros. 
Como sabemos, en un  Estado de Derecho, la libertad debe ser la regla y su restricción, la excepción, y en ese marco la libertad ambulatoria constituye una garantía primaria, resguardada por la garantía secundaria de que goza el imputado, que se conoce como “estado de inocencia”  (arts. 14, 18 CN), conculcadas también, a la sazón, por dicha norma de facto. 
De este modo, la detención de personas constituye una restricción de la libertad física que sólo puede convalidarse dentro de precisos parámetros para que la coerción no se torne una conducta ilegítima.  
Por Ignacio Castro Rey (*)
Igual hoy que hace mil años, pensamos porque vivir es muy difícil. Eso es todo. ¿Muerte de la filosofía, muerte del arte, muerte de la religión? ¿Ya no se puede pensar o vivir como antes? ¡Ja! Ya nos gustaría. La exterioridad, una violenta contingencia del mundo, no va a dejar de presionar esta vida mortal, por mucho que el patético orgullo de la llamada “sociedad del conocimiento” pretenda haber llegado a no se sabe qué nivel de control sobre lo real.

Bajo lo que Simone Weil llamaba la “superstición de la cronología”, no van a ceder en el mundo ni una irresponsable alegría, ni el coraje –a veces hasta la muerte- de muy distintas banderas. Ni el dolor, ni el amor, el odio, el miedo o la humillación. Si todo dependiese del poder social, de este oscurantismo masivo aliado con la transparencia, hace tiempo que habríamos clonado el mundo. Pero el orden tecno-económico, también en este “primer mundo” cada día más pequeño, sólo es dueño del espectáculo social. Dentro de él todo es una cháchara sin fin, el consenso parece interminable y, por fuera, hasta el informe meteorológico ha de ser sensacionalista.

Por debajo, sin embargo, el hombre sigue sufriendo de manera indecible. Bajo cuerda continúa el volcán de siempre, el pantano de siempre. De ahí que sigan inquietándonos algunas viejas naciones. También videntes como Zambrano, Malick o Sokurov; como Agamben o Berger. ¿Criticar y analizar las cienciaslos poderes políticos, las ideologías?Por supuesto, pero ante todo la sustantividad propia de la filosofía se basa en lainsustancialidad de vivir, como bien sabía Unamuno. Y esto a pesar de que el capitalismo, blindado culturalmente por la izquierda, haya prohibido desde hace tiempo tener alma, es decir, una relación íntima con lo que aún podríamos llamar Tierra.

Basta con que una pobre tullida cruce la calle en su silla de ruedas para que sintamos que todos seguimos siendo hijos de la misma noche. Esta herida externa y no-filosófica de la filosofía, el abismo común de la especie, es lo que explica que sean con frecuencia seanintrusos los que revolucionan el pensamiento. Pocos libros de filosofía contemporánea podemos leer comparables a Cartas a un joven poeta (Rilke) o Ensayo sobre el díalogrado (Handke). Del libro de Rilke, por ejemplo, Marilyn llegó a decir que hasta que lo leyó pensó que se estaba “volviendo loca”. ¿Podríamos hoy sacar alguna consecuencia de esta afirmación?

No obstante, grande” sigue siendo un adjetivo equívoco. A Leibniz y Nietzsche, dos intrusos enormes, los vemos “grandes” con siglos de retraso. En vida pasaron toda clase de humillaciones, igual que Pessoa, Sylvia Plath o Rousseau. Todo lo grande entra subrepticiamente en nuestras vidas, con pasos de paloma. El primer aspecto de lo clásico es… ninguno, la clandestinidad: ¿Quién conoce hoy El tiempo que resta, o Thefamily Savages? Lo grande está condenado –le ocurrió al propio Jesucristo- a conocer en vida bastantes privaciones, tanto si después va a acabar en la hoguera o en los altares.

Así es la historia, premia después –“Muerto el perro, se acabó la sarna”-  lo que ha torturado antes. Y esto no cambiará nunca. Por lo tanto, es muy posible que lo auténticamente grande en la filosofía y la literatura actuales, así como en el cine y la ciencia, no podamos siquiera verlo. Para empezar, ninguna sociedad puede volver sobre sí misma y ver sus propios límites, esto es, los prejuicios que le permiten estar en el mundo, las exclusiones que le permiten vivir.

Probablemente esto sería así aunque la debilidad mental de la “condición postmoderna” no nos hubiera expropiado de casi todas las tecnologías perceptivas. ¿Y si el problema actual de la filosofía y del arte fuese que nos hemos vuelto demasiado domésticos? Demasiado civilizados y obsesionados con la seguridad, en suma, para soportar la “tormenta abstracta” del afuera que bate en los textos de Lispector, de Agamben o Sebald. En ese caso, la impotencia que pueda haber en la filosofía contemporánea sería sólo un síntoma secundario de un debilitamiento más profundo que afecta al tejido común. Y nos faltarían ojos, oídos y corazones para buscar y entender lo que queda de pensamiento.

Digan lo que digan los comunicadores, lo peor de la filosofía –a pesar de su lenguaje a veces harto áspero- es lo que se entiende. Échenle si no una ojeada a La ética de Badiou, al Postscriptum de Deleuze. Es muy posible sin embargo que, a pesar de la antigua “popularidad” de la filosofía y de los esfuerzos histriónicos de Slavoj Žižek, libros como Ser y tiempo o Mil mesetas exijan un largo esfuerzo que al intelectual medio,americanizado por el formato ligero de 140 caracteres, le resulte inalcanzable.

Afortunadamente, tal esfuerzo el hombre corriente se lo puede y se lo debe ahorrar. Puede y debe, pues al hombre común ya le basta –para tener que pensar, que pensarlo todo- con que su vida sea mortal. En cualquier cabeza, aunque sólo corone el cuerpo de una sonriente bachiller que jamás pasará a la historia, ya está toda la filosofía. Cuando ésta aparezca, sólo le dará forma arquitectónica a lo que la sabiduría de los pueblos musita en voz baja. De ahí que los clásicos, de Sócrates a Kierkegaard, de Heidegger a Cioran, hayan adorado la sabiduría popular, de paso que despreciaban el poder soberbio de las instituciones.

La posibilidad de la filosofía y del arte, decíamos, tiene un estrecho vínculo con la dificultad más o menos inconfesable de vivir. Es de suponer que, entre otros miles, el recientemente fallecido Philip Seymour sabía algo de esto. Por encima, la ferocidad de la parcelación actual, redoblando los cercos sobre la vida común, hace que ahora –igual que siempre, pero más- sean necesarias la literatura, la filosofía, el arte o la religión para sobrevivir. Se trata de tecnologías analógicas –análogas del abismo real- necesarias para sobreponerse a la vida, de por sí difícil, y a la crueldad añadida de esta magia negra llamada economía.

Como decía Rilke, un poema es importante si no ha sido “elegido”, si no podría nohaber sido hecho. Es el mismo caso de la filosofía: el “Post-scriptum sobre las sociedades de control” no podría no haber sido escrito, con sangre, desde la vida misma de Deleuze. Sólo el elitismo mediocre de lo que llamamos cultura permite olvidar esta verdad elemental que emparenta toda obra original con la necesidad, incluso con la adicción.

Cuándo hablamos de la “complejidad” del mundo contemporáneo, ¿a qué nos referimos? Se trata simplemente de un mito informativo. Y la información es todo lo contrario del pensamiento. Bajo la mitología de la pluralidad, nuestro mundo es de una simplicidad brutal. Y esto, mucho antes de que te despidan del trabajo, de llegue la carta de Hacienda o la misma policía a tu puerta. Mucho antes, también, de que las fuerzas especiales de la democracia perpetren sus habituales matanzas en lejanas naciones exangües.

Dirigido por el poder no separado de la economía, nuestro dictado cotidiano está tramado en una alianza casi militar de aislamiento y conexión, de represión y expresión. Una norma doblemente eficaz porque no necesita hacerse expresa, ya que está interiorizada, integrada en la espontaneidad de mentes y cuerpos. Frente a ella, el “genio” –sea el de Schröndinger, el de Badiou o el de Seymour- tiene que defenderse con una sola idea, con la simplicidad de una sola obsesión.

Nuestra sociedad  no es en absoluto “compleja”. Si lo fuese, podríamos relajarnos y delegar la vida y la muerte en los expertos. Pero no podemos. La complejidad es sólo la faz de las apariencias, la máscara con la que se presenta la época. Una prueba adicional es que, como todas las sociedades, ésta también disfraza su impotencia señalando un demonio. En nuestro caso, el demonio –aunque tome cien caras anuales- es en el fondo es lo real, esa exterioridad mortal poblada de atrasados sin historia.

Podemos decir tranquilamente que la otra cara de la pluralidad es la indiferencia. Peor aún, el odio. Nuestro integrismo es el del vacío, un nihilismo despiadado que odia todo lo que no esté conectado, todo lo que se empeñe en alimentarse de su más íntima fatalidad.

Bajo esta infamia de la historia, y sin duda contaminada por ella, la filosofía –siempredetrás del arte- tiene la tarea última de pensar lo que no cambia, el atraso esencial que nos ayuda a pensar. En esta tensión paradójica, la filosofía siempre ha encontrado puentes con una ciencia puntera: el Eterno Retorno y el principio de conservación de la energía; Heidegger y Heisenberg, Wittgenstein y Gödel, Lacan y Jakobson… La ciencia seria, la matemática y la física, poco tienen que ver con el espectáculo que nos brindan los medios y la rotación rápida de sus best-sellers, incluidos los premios Nobel y las revistas de impacto. Bajo el espectáculo televisivo, la sobriedad de la ciencia sigue empeñada en pensar el “agujero negro” de la singularidad, la ondulación cuántica de lo real. Y esto, con lenguajes muy distintos, es el mismo empeño de la filosofía y del arte.

La pregunta “¿Para qué sirve la filosofía?” es más bien agresiva, nacida de la seguridad más o menos militar de la época, y se merece una respuesta destemplada. Si a alguien se le pregunta “¿Para qué sirve el cine?” o “¿Para qué sirve su madre?”, es normal que el interpelado se limite a contestar: “Perdone, ¿tampoco hoy se ha tomado la medicación?”. Un poco más paciente, Deleuze contestaba hace años: la filosofía sirve para entristecer, para obstruir la estupidez una y otra vez triunfante. Se trata de abrir vacuolas de “no comunicación” desde las que se pueda vivir de otro modo y pensar algo nuevo, a contrapelo de esta aplastante y aburrida invasión informativa. Se trata de envolver “lo que hacemos” (Arendt), de pensar otra vez con la más subdesarrollado de nosotros mismos.

Que gracias al despotismo democrático hoy resulte difícil entender la pervivencia de algo lento y cargado de sombras no debe llevarnos a convertir nuestra miseria en virtud. Tal vez no sea exagerado decir que la brutalidad actual de esa pregunta, dirigida también contra el cine difícil, se debe a la penetración de la religión económica en el mundo. La absolutización de lo histórico, la euforia tecnológica y social que resulta de esa metafísica disfrazada de “pragmatismo”, ha arrojado la peor de las sospechas sobre todo lo que tenga un hálito atemporal.

El retroceso de la filosofía es, en este sentido, el retroceso de la espiritualidad occidental, de Occidente como cultura. Tendría gracia que al final sean las llamadas nacionesemergentes, viejas culturas que nuestro racismo ha olvidado, sea bajo el nombre de China, Rusia o India, las que toman el relevo también en el campo del pensamiento.
 Madrid, marzo de 2014.
(*) Filósofo y crítico de arte. Reproducción autorizada por el autor.
La incorporación relativamente reciente de esta causal, en el inciso 4°) del artículo 80 del Código Penal,a partir de la puesta en vigencia de la Ley N° 23077, remite a dos antecedentes que respondieron a una realidad global sobreviniente a la segunda posguerra. Uno de ellos, sin ninguna duda, lo constituye la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (CONUG), sancionada el 9 de diciembre de 1948,que entrara en vigencia el 12 de enero de 1956, y a la cual nuestro país adhiriera el 9 de abril de 1956. Más allá de las críticas que la Convención recibiera y recibe por la limitación de la protección de las víctimas de delitos de masa perpetrados por razones políticas en que su articulado incurre, su influencia en un contexto histórico signado por los crímenes contra la humanidad es indudable. El segundo precedente, lo configura el Proyecto Soler, que recepta un tipo análogo. A esos dos antecedentes, debe sumarse la reforma constitucional del año 1994, que incorpora a la CONUG al derecho interno (CN, 75 inciso 22). 

La agravante en cuestión introduce una especificidad al tipo subjetivo, que determina el móvil de este tipo de homicidios: la cuestión del odio racial o religioso. Está claro ese sentimiento antagónico debe responder a la pertenencia o adscripción de la víctima a un grupo racial o un sistema de creencias religioso determinado. Lo que no aparece tan claro, es el alcance y la significación que se atribuye a la categoría del odio. Algunos autores, como Carlos Parma, entienden que por odio debe entenderse el aborrecimiento o la abominación de la condición racial o la filiación religiosa de la víctima. Coincidimos, en principio, con esa caracterización del sentimiento, pero creemos que, en este caso, como en el de genocidio, las definiciones jurídicas pueden - y deben- ser complementadas con determinados conceptos propios de otros saberes, por ejemplo, la sociología. El odio, asimilado etimológicamente al repudio, la aversión o el desagrado, en este caso respecto de ciertas personas, por su raza o sistemas de representación del mundo, debe necesariamente responder a ciertas lógicas previas, para evitar lo que, preclaramente, Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”. No cualquier aversión o rechazo puede ser asimilada al odio, si se trata de limitar el poder punitivo estatal en el supuesto de una figura particularmente gravosa en términos de la pena en expectativa que prevé. El odio debe responder a ciertas racionalidades y lógicas, abyectas ellas, por supuesto, pero que configuran un elemento definitorio de la cosmovisión del mundo del perpetrador del delito. Una racionalidad, un ejercicio del pensar. De lo contrario, el encuadre típico hecho con una ligereza ampliatoria del poder punitivo semejante, aparejaría dos consecuencias preocupantes. Una, que un delito que no reclama para su configuración la intención de aniquilamiento total o parcial de un grupo previamente construido por el agresor, puede deparar una pena mayor que la que la Corte Penal Internacional reserva para el delito de genocidio. La segunda, es asimilar el odio a un prejuicio de máxima irracionalidad e intensidad, pero desprovisto de una motivación o razón suficiente. Creemos que, para que proceda esta calificante, debe verificarse previamente una conceptuación del perpetrador, la construcción de una racionalidad que construye un otro negativo, basado en su pertenencia a cierta raza o creencia religiosa. Esa otredad negativa, construida por el propio agresor o heredada pero, en todo caso, capaz de contribuir decisivamente a la concepción del mundo que aquel se forma, es lo que debe entenderse en realidad por odio, tal como lo consigna el tipo, para evitar una simplificación de una motivación en la que intervienen la discriminación y la intolerancias frente a la diversidad. De modo tal que el odio no puede asimilarse a una pulsión irracional sino, por el contrario, a una racionalidad negativa construida con antelación a la perpetración del crimen. Parecería ésta la única forma de armonizar la conducta agravada con el delito de genocidio, del cual, además, es necesario distinguir este tipo de homicidios. La CONUG específicamente señala que las conductas genocidas deber perpetrarse contra determinados grupos nacionales, religiosos, étnicos o raciales, con la intención de destruirlos total o parcialmente. Este elemento subjetivo del tipo, previsto en el artículo II de la mencionada Convención para la Prevención y la Sanción del delito de Genocidio, es lo que permite diferenciar en cuanto a su naturaleza este crimen contra la Humanidad del crimen agravado por odio racial o religioso, donde no es necesaria la intención de exterminio total o parcial, sino, simplemente, el odio, caracterizado en los términos que ya hemos señalado.
Como ya lo hemos visto, el genocidio está definido por la Convención, fue incorporada inicialmente al derecho argentino por vía del Decreto Ley N° 6286/56, y luego ratificado por la Ley 14467. El artículo 75, inciso 22) de la Constitución Nacional, dispuso la forma en que la Convención fue incorporada al derecho interno: en las condiciones de su vigencia y con jerarquía constitucional.

La definición que la CONUG hace de la figura de genocidio, establece claramente las diferencias del mismo con el homicidio agravado del artículo 80.4 del Código Penal argentino.
Artículo II. - En la presente Convención, se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruír, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal: a) matanza de miembros del grupo; b) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
Como se observa, el genocidio contempla otras conductas diferentes a la matanza de personas. Es más, como ya dijimos, esta aparente amplitud diferencial, es severamente criticada, justamente porque entre los grupos protegidos se ha excluido a los colectivos políticos, cuando la realidad histórica indica que muchos genocidios han sido cometidos,  paradójicamente (o no tanto), por razones políticas.
Estas razones sugieren, en definitiva, que la figura del artículo 80.4 no se identifica con el genocidio ni éste comprende al homicidio agravado en cuestión. La diferencia, como ya hemos señalado, radica en la intención de exterminio total o parcial de un grupo, que caracteriza al tipo penal de genocidio, y no tanto en la motivación subjetiva que determina a los autores, cuyo alcance, características y naturaleza ya hemos analizado.