Por Diego Tatián

La confianza no es tanto un afecto ni un sentimiento como la convicción renovada de una apertura, la decisión de una manera de estar, completamente independiente de todas las circunstancias en las que no se ha sentido honrada. Los filósofos no han pensado mucho en ella. Hablo de una confianza sin cálculo, general, intransitiva, que se mantiene incólume no obstante las deshonras que le sobrevendrán inevitablemente, y así, como actitud deliberada que abre una posibilidad ética (por la que se entiende aquí: manera estar en el mundo y de transitar por él con los seres y las cosas que nos han tocado). ¿Quiénes son en realidad las personas que nos rodean, las más próximas, las distantes, las que acabamos de conocer, las que conocemos desde hace muchos años o de toda la vida? ¿Cuáles los signos que abren una confianza, cuáles los que motivan una reticencia? El infortunio resulta de que en general el sentido de los signos se revela retrospectivamente.

Me impresionó alguna vez una página de “El hombre que amaba a los perros” donde, en la soledad del destierro, Trotsky recibe noticias del suicidio de su hija Zinaida por la persecución de Stalin, del encarcelamiento de otros familiares y de la destrucción de seres queridos por los que no podía hacer nada. Entonces recuerda un relumbrón en la mirada de Stalin que había visto hacía muchos años -cuando el “padrecito de los pueblos” aún no lo era-, a la que en ese momento no le dio importancia. La recordaba con nitidez, y ahora se le revelaba claramente en su sentido, pero ya era tarde. No se detuvo en ella cuando la vio, pasó de largo cuando debió precaverse de lo que allí se manifestaba encriptado, había cosas más urgentes que hacer. Quien te clavará el puñal por la espalda emite desde el principio signos de que lo hará, pero protegidos por una desatención ocultan su significado hasta que ya nada es posible hacer. Algo así sucede también en los asuntos políticos.

En un precioso libro llamado “Lenguas vivas” el escritor bahiense Luis Sagasti habla de esto, creo, cuando escribe: “Ninguna guerra llega como tsunami. Para quien sabe ver, la marea nunca abandona su lentitud pero tampoco su crecimiento; con el viento ocurre algo semejante solo que cada tanto la brisa se sacude en ráfagas súbitas; vuelan sombreros, claro; sin embargo, una vez recogidos, los caminantes continúan su marcha como si tal cosa. Pero en un momento, cuando el mar se llene de ovejas salvajes, todo se encontrará a disposición de lo indetenible”. Cuando el mar se llene de ovejas salvajes… maravilla. Qué bueno haber descubierto a Sagasti para leer este invierno.

Como quiera que sea, hay una posibilidad ética en la potencia de sostener una confianza anterior a todo lo que suceda (una confianza no sabemos completamente hacia qué, no sabemos nunca con precisión hacia quién), como elección para vivir en un mundo que es un mar lleno de ovejas salvajes. Aunque, con el tiempo, debamos aprender a no continuar la marcha como si tal cosa.