Por Francisco María Bompadre

El Estado está llamado a mantener el orden.
La represión y la violencia están, entonces,
en la esencia del poder estatal.
Ángel Cappelletti


El presente trabajo analiza algunas de las justificaciones[1] que se han presentado en la filosofía política en torno a la necesidad de la creación -artificial- de una de las instituciones más emblemáticas de la modernidad: el Estado[2], en tanto institución política con el monopolio de la violencia legítima y la capacidad de sancionar leyes[3]. Como expresa Dotti:

“Lo que para los antiguos era la conclusión natural de la evolución de formas de existencia siempre orgánicas y comunitarias, para los modernos es el resultado de una ruptura voluntaria de la condición en que la naturaleza ha puesto al hombre” (1994:57).

Y aquí radica el problema central que consiste en armonizar la autonomía individual del ser humano moderno en tanto sujeto libre, con la obediencia -constatada empíricamente- de las mayorías en beneficio de las minorías. La pregunta que permite saltar el puente radica en descifrar por qué algunos mandan y otros simplemente obedecen; y la respuesta va a estar dada en torno al propio consentimiento.

[1] En tanto existencia de obligaciones políticas universales, es decir, el deber en circunstancias normales de obedecer las leyes del país por parte de todas las personas que residan dentro de las fronteras estatales (Wolff, 2001:57).
[2] Sobre la problematización y discusión en torno al origen del Estado, véase Bobbio (2006:86-101).
[3] Como bien se explica en el texto de Wolff (2001:54), estas dos características del Estado no están exentas de algunos problemas de importancia.


Desde esta perspectiva nos centraremos en la corriente denominada contractualismo, entendiendo en sentido amplio:

“todas aquellas teorías políticas que ven el origen de la sociedad y el fundamento del poder político (el cual será progresivamente llamado potestas, imperium, gobierno, soberanía, estado) en un contrato, es decir, en un acuerdo tácito o expreso entre varios individuos, acuerdo que significaría el fin de un estado de naturaleza y el inicio del estado social y político”,

Y, en un sentido más reducido:

“una escuela que floreció en Europa entre el inicio del siglo XVII y el fin del siglo XVIII, que tiene sus máximos representantes en J. Althusius (1557-1638), T. Hobbes (1588-(1679), B. Spinoza (1632-1677), S. Pufendorf (1632-1694), J. Locke (1632-1704), J. J. Rousseau (1712-1778), I. Kant (1724-1804)” (Bobbio et al, 1994:350).

De estos autores mencionados tomaremos de manera muy breve la figura y obra de tres de sus exponentes principales: Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau.

Consentimiento, contrato, pacto, estado de naturaleza, sociedad política o civil, ius in omnia. Palabras, conceptos, ideas que si bien no son nuevas o extrañas, se resignifican a la luz de los nuevos tiempos que corren en los tumultuosos siglos XVII y XVIII europeos. La modernidad en occidente modifica las maneras en que los hombres se relacionan entre sí, con la naturaleza y ante lo trascendente, secularizando y laicizando la teología y la metafísica tradicionales. Un sostenido y creciente proceso de individualización y racionalización logran afianzar el cógito cartesiano como instancia de fundamentación y legitimidad del nuevo orden político. La permanencia del estado de naturaleza donde cada quien tiene derecho al todo, y a su vez es juez en su propia causa, conspira contra cualquier estrategia política de afianzar una autoridad común sobre los hombres: de ahí la inevitable salida que garantice la paz, la industria, la propiedad y la sanción al quebrantamiento del pacta sund servanda (Supiot, 2007:129-130). La forma de superar la situación pre-política, que propone el modelo contractualista (también denominado iusnaturalista) consiste en la firma del pacto social entre los individuos, de manera que renunciando a algunos de sus derechos garantizan la vigencia de otros; e instituyendo una autoridad en común -tanto en el ámbito político como en el religioso- entre todos los firmantes -el soberano o Leviatán- se establece un legítimo actor en la decisión de las controversias entre los súbditos como así también en las sanciones ante los incumplimientos de los contratos: la salida del estado de naturaleza o sociedad pre-política conlleva la vigencia de la sociedad civil o política.

Wolff (2001:53) sostiene que los defensores del Estado deben proponer y brindar una justificación positiva en pos de la existencia del Estado que demuestre que tenemos el deber moral de obedecerle; descalificando la tesis que sostiene su propia legitimidad en la inexistencia de una respuesta mejor a la solución del problema de la anarquía y la intolerancia de la vida en el estado de naturaleza. Con ingenio, expresa Wolff (2001:60-61) que aunque el estado de naturaleza haya existido o no, lo que es seguro que no existió es la firma del contrato social: no hay nadie que recuerde haberlo hecho. Y aunque alguien recuerde la firma del mismo, no podría obligar a todos aquellos que no lo firmaron, ni a las generaciones posteriores. Asumida esta situación puede alegarse según el autor, que el consentimiento tiene lugar de un modo menos explícito, por ejemplo a través de las elecciones: si votamos a favor del gobierno le damos nuestro consentimiento; e incluso aún si votamos en contra, estaríamos convalidando el sistema en términos generales. Pero este argumento replica Wolff presenta varios problemas dado que no es posible interpretar las abstenciones o el voto en blanco como apoyo al gobierno, e incluso los que votan en contra del gobierno pueden estar en disconformidad con el sistema en general. Por su puesto que la situación no llega a buen puerto obligando a votar a los individuos, dado que en esa hipótesis, el consentimiento no puede ser considerado como voluntario. Abandonada la teoría del consentimiento expreso, el autor en cuestión analiza las teorías sobre el consentimiento tácito:

“De hecho, todos los grandes teóricos del contrato social -Hobbes, Locke, Rousseau- apelan de distintos modosa argumentos basados en el consentimiento tácito. La idea central aquí es que mediante el disfrute silencioso de la protección del estado uno consiente tácitamente a aceptar su autoridad. Esto basta para obligar al individuo a obedecer al estado” (2001:62).

Wolff responde a esto con el argumento de Hume (1711-1776):

“La idea de Hume es que el hecho aislado de residir en un lugar no puede interpretarse como consentimiento. ¿Por qué no? Pues simplemente porque entonces nada podría entenderse como disentimiento excepto el hecho de abandonar el país. Pero una condición así es sin duda demasiado exigente como para poder concluir de ella que los que se quedan en el país dan realmente su consentimiento” (2001:63).

Finalmente, Wolff estudia la hipótesis del consentimiento hipotético, en el sentido de pensar que hubiéramos hecho de estar viviendo en el estado de naturaleza, especulando con la idea que ante la falta de Estado, apenas nos diéramos cuenta de la situación, tenderíamos a pactar o contratar para crear uno. Este argumento parece sólido, pero en seguida muestra las limitaciones que posee dado que el consentimiento para la firma de nada más y nada menos que el Estado, se basaría en un hecho hipotético que nunca sucedió; y aún en el caso del consentimiento disposicional, el argumento sigue siendo muy débil. Parecería entonces que las distintas versiones de la teoría del consentimiento (del contrato social) no pueden justificar la tesis de que todas las personas tiene obligaciones políticas (2001:64-66).

Según la clasificación seguida por Malem Seña (1996:523) dentro de las denominadas teorías voluntaristas (las que requieren del consentimiento y voluntad de un individuo para asumir una obligación), se puede distinguir dos niveles diferentes, donde uno de estos hace referencia a las maneras y formas de manifestar el consentimiento (consentimiento expreso y tácito); y el otro, al número o cantidad de personas que deben brindar el consentimiento (por unanimidad y por mayoría). La teoría del consentimiento expreso requiere de un acto externo y claro para obligarse, de manera tal que un sujeto autoriza y/o acuerda con otro la posibilidad de que éste actúe donde solamente aquel tenía derecho a accionar. Esta modalidad consensual ha sido blanco de varias críticas, entre ellas que no es viable un sistema donde cada uno de los súbditos deba consentir cada una de las leyes del Estado; además de la desigualdad que se generaría ante la situación de que determinadas personas deban obedecer mientras que otras no. Por su parte, ante las dificultades de sostener un modelo como el anterior se trató de relativizar el requisito del consentimiento, llevándoselo simplemente a su modalidad tácita: un individuo consiente tácitamente al Estado cuando goza de los beneficios que éste le otorga (disfrutando de la posesión y propiedad de sus bienes, viajando por sus caminos y carreteras y/o simplemente permaneciendo dentro de los límites territoriales. A esta postura, defendida por John Locke, se le ha cuestionado la suposición de que la mera residencia constituya consentimiento en términos tácitos por parte de los individuos. La versión que da cuenta del consentimiento unánime de los individuos para justificar una obligación general de obedecer el derecho, ha sido acusada de conservadora y defensora del statu quo vigente, dado que una sola voluntad en contra imposibilitaría la conformación de la unanimidad y tornaría ilegítima una norma que en esas circunstancias se pretende aplicar a las personas. Esta crítica y la dificultad práctica de lograr unanimidad ha llevado a que se propongan las fórmulas del consentimiento por mayoría: se configuraría el consentimiento cuando es prestado por un amplio conjunto de personas a una determinada modalidad procedimental para la sanción de las leyes. Ahora bien, el problema que surge aquí es sobre la legalidad de que la mayoría obligue a la minoría disidente a la obediencia moral al derecho y a las leyes, tomando en consideración que la fundamentación de la obligación moral consiste en la realización de actos voluntarios y concientes, lo que parece a todas luces no suceder aquí (Malem Seña, 1996:523-527).

Desde la perspectiva de los dos autores (Wolff, 2001 y Malem Seña, 1996) que han tratado el tema en extenso, se desprende que la teoría contractualista -en sus diferentes variantes- no puede fundamentar la obligación moral de obedecer al Estado y las leyes; dado que todas las posiciones que exploran diferentes variantes en la manera de prestar consentimiento a la obligación dejan importantes cuestiones y problemas sin resolver ni solucionar.

De todas maneras esto no significa que estas construcciones teórico especulativas no hayan sido fructíferas en la filosofía y la ciencia política. ¿Cada uno de los tres autores a su manera cumplió su objetivo?: el viejo Hobbes garantizó la seguridad bajo la figura de un soberano absolutista poniendo fin a las guerras religiosas; aunque bueno sería decir que no desapareció el miedo a la muerte violenta en manos de otro, sino que se desplazó a la figura del Leviatán, mucho más poderoso que cualquier individuo en particular, y aún más impune, dado que el soberano hobbesiano no pacta, por ende, conserva el derecho al todo manteniéndose en el estado de naturaleza: ius in omnia. Desplazamiento del miedo a alguien más poderoso, es cierto, pero también, derecho a preservar la propia vida, derecho inalienable que permite toda una interpretación sobre la desobediencia a la ley en situaciones de alienación legal (Gargarella, 2004), algo sobre lo que Hobbes no estaría de acuerdo.
El empirista Locke, salió de su estado de naturaleza (donde ya hay propiedad privada, a diferencia del modelo hobbesiano) para garantizar las desigualdades que ya se habían producido: la garantía sería el soberano (poder legislativo), en base a una supuesta desigualdad ente los hombres que tiene su origen en el trabajo humano, es decir, Locke está concibiendo que el valor viene dado por el trabajo humano, línea que seguirá posteriormente la escuela clásica inglesa de economía política (Smith, Ricardo, etc.), concluyendo en la teoría del valor-trabajo marxista, que justamente vendrá a impugnar “esa” desigualdad en la propiedad privada que tanto preocupaba garantizar y proteger a John Locke, y que lo motivara a salir del estado de naturaleza. Un sin fin de revueltas, revoluciones clasistas y destrucciones de propiedad privada tuvieron su origen en el germen de la concepción liberal de la fuente del valor en el trabajo humano acuñada por Locke: paradojas.
Finalmente, el gran personaje universal de la ilustración europea Jean Jacques Rousseau, que firma el pacto para lograr el virtuosismo del ciudadano, y que proclamara la libertad y la igualdad de los hombres, sería impugnado por la teoría feminista de principios del siglo XX por discriminar a las mujeres al ámbito privado (no político) y sería usado por concepciones totalitarias de la sociología política, que basándose en la eliminación del infractor del pacto social, acuñaron la categoría jurídica de Derecho Penal del Enemigo, con quien el Estado no dialoga (como sí con el delincuente común), sino al que directamente se debe eliminar física o civilmente: la ley “antiterrorista” sancionada en nuestro país en el año 2006 es un ejemplo de ello.

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