El Tribunal Oral Federal Número UNO de Mendoza citó, al momento de dictar sentencia en el primer juicio por delitos de lesa humanidad sustanciado en esa Provincia, un artículo del responsable de este blog, publicado en Derecho a Réplica. Este importante precedente jurisprudencial expresa textualmente:
"Al fallar la presente causa, el Tribunal calificó los delitos cometidos por los condenados como de Lesa Humanidad y en el contexto del delito internacional de genocidio.
Para analizar estos conceptos hemos de seguir el trabajo realizado por Eduardo Luis Aguirre, Profesor Regular de Derecho Penal de la Universidad Nacionalde La Plata y la Universidad Nacional de la Pampa, lo que hace bajo el Título “El Delito de genocidio en la jurisprudencia argentina”, criterio que compartimos y utilizamos para explicar la decisión referida al comienzo.
El nombrado profesional refiere que, la jurisprudencia argentina reciente ha caracterizado en términos dogmáticos los crímenes cometidos por el propio estado en nuestro país , concluyendo que se trató de delitos de Lesa Humanidad perpetrados en el marco de un genocidio (fallos Etchecolatz y Von Wernich). En primer lugar destaca que para superar el hiato que se deriva de la redacción del propio tipo, en lo que atañe a “la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”, que además lo distingue de otros crimines contra la humanidad, dice que así se concluye en Etchecolatz- en coincidencia con la doctrina mas autorizada y el aval de la jurisprudencia de los tribunales internacionales especiales- que “la intención necesaria podría ser inferida de las circunstancias que rodean a los actos en cuestión”.
Agrega que esa, “evidencias circunstanciales” implican “una serie de factores y circunstancias, como el contexto general, la perpetración de otros actos culposos sistemáticamente dirigidos contra el mismo grupo, la escala de las atrocidades cometidas, el hecho de escoger sistemáticamente a las victimas en razón de su pertenencia a un grupo determinado, o la reiteración de actos destructivos o discriminatorios” (El Fiscal contra Jelisic, fallo, Sala de Apelaciones, Párrafo 47, TPIY , citado por Bjornlund, Matthías; Markusen Eric; Mennecke, Martín: “¿ Que es genocidio?”, Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La Administración de la muerte en la modernidad”, Ed. Eduntref, Buenos aires, 2005 pag 32 y 33).
Agrega que otra cuestión relevante que se salda, se vincula con la determinación del concepto de “grupo de victimas”. Así, basta que la intención criminal se extienda solo a una parte del grupo social , étnico , nacional o religioso, y su delimitación a un determinado ámbito: un país, una región o una comunidad concreta, cuestión esta fundamental al momento de caracterizar el genocidio argentino.
Con todo, la delimitación esencial del concepto de grupo de victimas no ha sido pacifica. Benjamín Whitaker advertía en su trascendente informe sobre la necesidad de una reforma a la Convención de la Organización de la Naciones Unidas sobre Prevención y sanción del Delito de Genocidio (CONUG), porque “dejar a grupos políticos u otros grupos fuera de la protección de la Convención ofrece un pretexto considerable y peligroso que permite el exterminio de cualquier grupo determinado, ostensiblemente bajo la excusa de que eso sucede por razones políticas” (Whitaker, Benjamín: “Revised and Updated Report on the Questión of the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide”, p. 19, citado por Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad , Editorial Edunfret, Buenos Aires , 2005. p.35).
Dice Eduardo Luis Aguirre que ello es así, toda vez que “mientras en el pasado los crímenes de genocidio se cometieron por razones raciales o religiosas, era evidente que en el futuro se cometerían por motivos políticos (…) En una era la ideología, se mata por motivos ideológicos” (Informe E/CN, 4/Sub. 2/1985/6 (informe Whitaker) p. 18 y 19, citado por Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p.48).
Comenta que en la sentencia “Etchecolatz se anticipa de manera consistente, además, a cualquier impugnación con respecto a eventuales violaciones del principio de congruencia, Etchecolatz no había sido indagado por el delito de genocidio, por lo cual la sentencia destaca que los hechos juzgados y comprobados, habían sido cometidos “en el marco” de un genocidio, sugiriendo además que fuera esta la figura escogida para avanzar en la persecución de los represores en los juicios sucesivos.
Acota que también resulta particularmente relevante que el pronunciamiento en cuestión recuerde que las definiciones jurídicas de genocidio incluyen cualquiera de las siguientes conductas perpetradas con la intención de destruir total o parcialmente a un grupa nacional , étnico, racial o religioso como tal; a) matanza de miembros del grupo ; b) lesión grave a la integridad física o mental a los miembros del grupo; c) sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial;
d) medidas destinadas a impedir nacimientos en el ceno del grupo; e) traslado por a fuerza de niños del grupo a otro grupo.
Después de estas reflexiones veremos como sigue la sentencia expresando la forma en que construye la existencia del referido “grupo nacional “, victima del genocidio.
“Ya en la sentencia de la histórica causa 13 se dio por probada la mecánica de la destrucción masiva instrumentada por quienes se autodenominaron “Proceso de Reorganización Nacional”. Así , en la causa 13/84 donde se condenó a los ex integrantes de las Juntas Militares se dijo: El sistema puesto en práctica- secuestro, interrogatorio bajo tormento, clandestinidad e ilegitimidad de la privación de la libertad, en muchos casos eliminación de las victimas -, fue sustancialmente idéntico en todo el territorio de la nación y prolongado en el tiempo”. Nótese que la decisión deja en claro que la eliminación de las victimas no constituye un elemento sine qua non para la perpetración del genocidio, que puede configurarse a partir de las restantes practicas que se enumeran en el mismo párrafo, en tanto las conductas integran una planificación previa, sistemática, discriminada y unitaria de aniquilamiento, un datocentral no asumido por las tendencias jurisprudenciales previas.
“Es precisamente a partir de esa aceptación – sigue diciendo el fallo Etchecolatz- tanto de los hechos como de la responsabilidad del Estado argentino en ellos, que comienza, a mi entender, el proceso de producción de verdad sin el cual solo habría retroceso e impunidad. Obviamente que dicho proceso estuvo sujeto todos estos años a una cantidad enorme de factores de presión cuya negación resultaría ingenua pese a lo cual tanto el ámbito nacional como en el internacional se lograron avances significativo en la materia.
Esos “avances significativos”a los que hace mención la sentencia, supusieron en realidad un avance de la conciencia de la sociedad argentina, del derecho como productor de verdad y , sobre todo, un progreso en bastos sectores de la agencia judicial, históricamente asociada al pensamiento conservador, cuando no complicada con el gobierno de facto y las doctrinas jurisprudenciales mas conservadoras.
Continua comentando, que, si se hace hincapié en las peculiaridades que los perpetradores asignaban a las victimas, en general militantes de pensamiento crítico, autónomo , en definitiva opositor a la oscurantista impronta ideológica dictatorial es indudable que se trata de un “grupo” percibido como amenaza de supuestos “valores” “occidentales y cristianos”, que cesaría como tal únicamente a partir de la eliminación de estos agregados, particularmente dinámicos (Feierstein: El genocidio como practica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, pag. 51,58).
Justamente por estas condiciones, la eliminación “en todo o en parte”de ese grupo nacional, implicaba una alteración de las relaciones sociales preexistente y su sustitución por nuestras formas de relacionamiento social Esta elección premeditada y discriminada de las victimas por parte de losperpetradores, confiere a las conductas el indudable carácter de practicas sociales genocidas.
Por que en el delito de genocidio, son los propios perpetradores los que identifican y constituyen el grupo de victimas: “a decir verdad, esta identificación negativa en términos de construcción de otredad, que fue lo que permitió que el grupo nacional fuera construidos por los propios perpetradores…”. Eran “los enemigos del alma Argentina”, tal como los denominaba el General Luciano Benjamín Menendez, imputado en esta causa, que, por alterar el equilibrio debían ser eliminados”, establece el pronunciamiento del TOF 1 de la Plata, determinando que no se está en el caso sometido a su jurisdicción “ante una mera sucesión de delitos sino ante algo significativamente mayor que corresponde denominar genocidio”: el plan sistemático de exterminio.
Es importante recordar de que manera, desde lo simbólico, los militantes de cualquier causa potencialmente desestructurante del credo conservador, eran presentados como un peligro, un riesgo concreto a nuestro bienestar y nuestras seguridad. Una jerga compatible que se adueñaba de sentidos engañosos, tales como “subversivos”, “terroristas”, “bandas” o sencillamente “delincuentes” para estigmatizar justamente a aquellos que esta tecnología de poder quiso – y logró- incorporar a las retóricas mundanas.
Si la sola existencia de estas personas era capaz de poner en riesgo nuestra existencia y convivencia –según esas lógicas genocidas- su eliminación, “aniquilamiento” o “extirpación” del cuerpo social, estaba justificada.
Como ya está señalado, es necesario al momento de analizar las practicas genocidas prestar también atención a la evolución que han registrado las grandes matanzas y exterminios a través de la historia.
Se continua razonando que, de esa manera, podremos observar mas claramente la tajante distinción de la condición de perpetrado y victima que caracterizaba a ese tipo de hechos en el pasado, donde estos últimos grupos pertenecían generalmente a comunidades exteriores a las fronteras de las ciudades e inclusos de las ciudades –estados, reinos o imperios. Estos aniquilamientos se llevaban a cabo en general, para deteriorar con la matanza el numero de potenciales guerreros de los ejércitos derrotados, por motivación de expansión territorial, religioso o económicos, como es el caso de los procesos coloniales que devastaron a los pueblos originarios americanos. Incluso, por motivaciones psicosociales asociadas al temor de crecimiento de ciudades- estados rivales que pudieran aprovecharse del ocaso de potencias imperiales, lo que parece explicar por ejemplo el ataque y la destrucción de Cartago por parte de los romanos (Chalk Frank; Jonassohn , Kart: “Historia y sociología del genocidio, Editorial Prometeo, 2010, p.65 y 109).
No obstante estos antecedentes, a partir del siglo pasado los genocidios victimizaron -en la mayoría de los casos- a grupos nacionales convivientes dentro de las fronteras del mismo estado agresor, y el objetivo de los agresores comienza a sentarse en la eliminación de grupos (no necesariamente minoritarios, aunque en la mayoría de los casos lo fuera) concebidos como diferentes por razones étnicas, culturales, políticas o ideológicas que son percibidos como amenazas para los sistemas de creencias hegemónicas.
Vale decir que, en lo que concierne a la identidad , es la pertenencia a algo común, apreciada por los agresores, lo que construye a los enemigo y las victimas “Un terrorista no es solo el portador de una bomba o una pistola , sino también quien difunde ideas contrarias a la civilización cristiana y occidental” (Jorge Rafael Videla and the Times del 4/01/78).
Por supuesto que se trata (también de un grupo de “nacionales”, pero estaba mucho mas claro que para los genocidas eran fundamentalmente un colectivo político diverso en sus bagajes teórico y sus praxis, por ende, integrantes de una “amenaza” respecto de un “modo de vida”, y finalmente, “enemigos”.
Por lo tanto no cabe duda de que además de agredir a un grupo nacional las practicas genocidas se llevaron a cabo, también, contra un grupo político. Las fuerzas represivas consideraron que además de la estigmatización y la eliminación de los grupos insurgentes, era también una cuestión de resolución inexorable el ostigamiento, la violación de derecho y hasta el aniquilamiento de los sectores de la población civil que incluía la “periferia”, “los brazos políticos”, los simpatizantes, los trabajadores, sindicalistas, intelectuales o estudiantes que pudieran llegar a poner en crisis o cuestionar los métodos de ladenominada “guerra sucia”, o incluso a cualquier persona de la comunidad.
Este es el rol del genocidio en tanto tecnología de poder destinada a reconstruir determinadas formas de organización social y sustituirlas por otros. La frase del general Ibérico Manuel Saint- Jean caracteriza esta concepción con mayor precisión : “primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después …. a sus simpatizantes, enseguida… aquellos que permanecen indiferentes y finalmente a lostímidos” (Gobernador de facto de la provincia de Buenos Aires, disponible en http: // www. Rodolfowalsh.org/ slip.php?article 2917) .
Por otra parte, el derecho internacional ha delimitado claramente cuando se está contra crímenes contra la humanidad a los que identifica como una serie de actos inhumanos, incluidos el homicidio intencional el encarcelamiento, la tortura, la persecución y la desaparición forzada, cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra cualquier población civil tanto en tiempo de guerra como de paz llevados a cabo por motivos políticos, raciales o religiosos es decir, cuando este tipo de acto se cometen de manera sistemática o a gran escala, dejan de ser crímenes comunes para pasar a subsumirse en la categoría mas grave de crímenes contra la humanidad .
Las características del párrafo anterior mas lo dicho en el capítulo destinado a los delitos de Lesa Humanidad (primera cuestión, punto 2, apartado h) n
os permiten concluir que existen características de los delitos definidos por los art 6 y 7 del Estatuto de Roma en todos los ilícitos por los que fueron condenados los procesados de los presentes autos, lo que nos hizo afirmar que se trataba de delitos de Lesa Humanidad, cometidos en el contexto deldelito internacional de genocidio. Si bien es cierto no son tipo penales definidos por nuestro derecho penal positivo, tienen características que los ponen en ese contexto de estos delitos internacionales" (http://juiciosmendoza.blogspot.com.ar/2013/05/audiencia-final-publicacion-de.html)
El pasado 30 de mayo, a las 19,30 horas, participamos de la Conferencia “Srebrenica-ciudad sin Dios” , celebrada en la sala Valle Inclán del Circulo de Bellas Artes de Madrid. El concurrido acto, organizado por "Semanario Serbio", concluyó con una muy interesante exposición del reconocido periodista belga Michel Collon sobre las formas que asumen los medios de comunicación durante los grandes conflictos globales que acontecen en la tardomodernidad. Con posterioridad a la intervención de Collon, se produjo un intenso debate sobre el tema que motivara el evento, al que puede accederse íntegramente en http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=vBvteogkuWg
Agradecemos por este medio a los organizadores de la conferencia, por habernos permitido estar presentes y expresar nuestro punto de vista respecto del tema para el que fuimos convocados.
“El genocidio de Ruanda es un supuesto muy puntual de construcción de lo que se denomina sociológicamente una otredad negativa. Es decir, encontrar en el otro, en el diferente, en el distinto, una suerte de vórtice capaz de resumir todos los males de una determinada sociedad que termina siendo luego la perpetradora de este tipo de masacre y produce fenómenos que son destinados a lo que normalmente conocemos como el negacionismo posterior a las prácticas sociales genocidas”, dijo Aguirre en FM De la Calle.
En Ruanda la revista Kangura y la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas “tuvieron una prédica capaz de instalar la idea de una otredad negativa y también una suerte de penetración cultural sostenida y orgánica destinada a acentuar los rasgos de persecución de estos grupos sociales victimizados”.
“Luego, esto es lógico, tratar de legitimarlos, justificarlos o de alguna manera invisibilizarlos. Estos tres hechos en criminología son denominados ‘técnicas de neutralización’. Son prácticas que hacen en general muchos delincuentes, minimizar el hecho cometido, suponer que no cometieron delitos, decir que la culpa la tiene el juez o el fiscal que los persigue, realizar en definitiva este negacionismo de la práctica genocida”, agregó el abogado.
Aguirre publicó en esta nota de su blog un resumen de su segunda tesis doctoral que hace un año defendió en la Universidad de Sevilla donde aborda el tema del genocidio y los delitos de lesa humanidad y dedica un apartado a lo sucedido en Ruanda.
-¿Se lo interpreta como acción psicológica?
Se lo interpreta como acción psicológica pero también como una clara instigación sin la cual probablemente el genocidio no se hubiera podido concretar en Ruanda. Y sucede en un contexto internacional donde las grandes potencias e inclusive la potencia colonial realmente se habían corrido de la escena, había una ausencia de esos estados y de la propia comunidad internacional.
Cien días donde mueren cientos de miles de personas pasaron absolutamente invisibilizados porque hubo una prédica tendiente a la invisibilización y naturalización del conflicto, de la prédica y de la práctica. Pero el rol fue muy importante y justamente fueron por eso las consecuencias que hubo desde el punto de vista criminal.
-¿Cómo era el impacto y alcance de los medios juzgados en la población?
Hay que contextualizarlo y hay que historizarlo. Se trata de un país africano, con variables sociales muy extremas, obviamente con un alcance a la tecnología muy limitado. Por eso es que una radio y un periódico adquieren semejante nivel de influencia, porque prácticamente tenían también el monopolio de la información.
-¿Cuál fue la acusación puntual?
Es una acusación que parte de la base de que sin la prédica de este tipo de medios de comunicación y de estos editores el genocidio probablemente no se hubiera perpetrado o al menos no se hubiera producido un proceso de naturalización o de neutralización que implica, en definitiva, un negacionismo de las características que tuvo.
En este caso concreto la prensa tuvo un rol que tendremos que discutir después si se trata o se trató de una participación necesaria, de algún otro nivel de complicidad, de una instigación, etcétera. Pero desde el punto de vista cultural y de la potencia que tenían estos medios de comunicación en ese contexto y en ese momento histórico es indudable que se acercaban a algo que no tiene nada que ver con la libertad de expresión y que por supuesto son absolutamente reprochables por el derecho.
-¿Fue la libertad de expresión argumento de la defensa de los medios en el proceso judicial?
De ninguna manera se pensó que eso podía ser defensa de la libertad de expresión. La incitación a la comisión de un proceso de aniquilamiento de centenares de miles de personas que se acredita en lo que tiene que ver con la participación de estos sectores, de ninguna manera puede ser tomado como un ejercicio de un derecho porque lo que se está incitando es al mayor crimen que reconoce el ordenamiento jurídico internacional.
-¿Este caso y el de Núremberg son los únicos antecedentes de la participación de medios en genocidios?
Son los únicos casos de participación judicializados o criminalizados. A mí no me quedan dudas, de ninguna manera, de que en otros casos de genocidios incluso sectores de la gran prensa internacional -sobre todo occidental- tuvieron una responsabilidad enorme para presentar verdaderos genocidios como luchas intestinas o como procesos de liberación o como la primavera de determinados países contemporáneamente en el oriente y medio oriente, una primavera supuestamente democrática.
-¿Cómo analiza en el caso argentino la relación entre los medios y los genocidas?
Creo que hay distintos niveles de complicidad, distintos niveles de vinculación y de incidencia pero hay bibliografía que da cuenta de que hasta revistas infantiles estaban involucradas en una prédica tendiente a convalidar y legitimar el golpe de Estado y el genocidio posterior. En este momento tengo en la memoria la revista Billiken que está mencionada por investigadores prestigiosos que han trabajado en ese tema. Había un grado de tendenciosidad en la exhibición de los conflictos sociales que no era de ninguna manera casual y que tenían una potencia para soslayar un proceso de aniquilamiento de miles de ciudadanos.
-¿Qué recepción puede tener la jurisprudencia del caso de Ruanda en las causas de nuestro país?
En rigor esto va a depender de una toma de posición frente al conflicto que tengan los actores judiciales en un momento muy particular de la justicia argentina. El poder judicial en todo el país es el menos democrático de los poderes y estamos en un contexto donde se está tendiendo precisamente a obtener estándares de democratización compatibles con una justicia de un estado constitucional de derecho.
Pero también es cierto que algunas crónicas de las décadas del ’80 y del ’90 daban cuenta que doce años después de haberse arribado a la democracia en 1983 muchos ex funcionarios, jueces, fiscales de la dictadura seguían en sus cargos. Y si no siguen hoy en muchos casos es por una cuestión biológica o porque se han acogido a beneficios jubilatorios pero también siguen existiendo y esas perspectivas ideológicas influyen a la hora de la toma de decisión.
“Que
les claven las orejas a un árbol y se las corten, y los expulsen del país; y si
después de eso se les vuelve a encontrar, que les ahorquen…a todos los de ese
pueblo holgazán, que se hace llamar egiptano”[1].
“Nicolas
Sarkozy no logró ayer disipar el malestar creado por su política y por sus
comentarios. Cuando Sarkozy evocó las palabras de Viviane Reding, dijo que, si
tanto le interesaban los gitanos, no tenía más que recibirlos en Luxemburgo (el
país de Reding)”[2].
Los gitanos
fueron uno de los grupos nacionales europeos que más dramáticamente
sufrieron el proceso de persecución del nazismo, que culminó con un
aniquilamiento sistemático, mayoritariamente llevado a cabo, con llamativa
crueldad, entre 1939 y 1945.
El aniquilamiento del pueblo roma constituye una de las prácticas
sociales genocidas emblemáticas de la modernidad, llevada a cabo contra una
nación sin Estado, tal como se reconoce en la actualidad a una multiplicidad de
minorías diseminadas en el planisferio, el que ha sido generalmente silenciado u olvidado.
El genocidio, también en este caso, reprodujo
el destino procesual de otras matanzas, que comienza de manera recurrente con
la construcción de una otredad negativa, continúa con el hostigamiento, se
concreta con el exterminio y culmina con la negación y la construcción de
relatos justificantes, a los que anteriormente hemos denominado técnicas o
ejercicios de neutralización.
La otredad negativa, asignaba a los roma características tales como
inferioridad racial, una cultura basada en prácticas primitivas, la propensión
sistemática a la comisión de delitos, y la supuesta imposibilidad de
“incorporarlos a una sociedad normal”.
En realidad, la estimulación de esta mirada
discriminatoria y las consecuentes prácticas de control y persecución respecto
del pueblo zíngaro viene de antigua data y
subsiste hasta la actualidad, expresadas ahora en incendios de poblados
y propiedades, desalojos, expulsiones, discriminación de niños gitanos en las
escuelas y retóricas xenófobas y racistas, acordes con la desesperación en que
la crisis sistémica sumerge a vastos sectores de las sociedades europeas[3].
Es bueno recordar las analogías entre las
históricas prácticas de aniquilamiento y las conductas persecutorias de las que
siguen siendo víctimas los gitanos en pleno siglo XXI.
Las primeras leyes anti rom son dictadas en 1526 en Holanda y Portugal. En 1539, se
prohibe su residencia en Francia. En 1547, en Inglaterra, se instituye la
captura de los gitanos y se los esclaviza. Entre 1496 y 1498 son declarados
traidores al cristianismo y espías de los turcos en Landau y Freiburg. En 1499,
una ley española proscribe el nomadismo[4].
En 1568, el Papa Pío V ordenó la expulsión masiva de gypsies de los dominios de la Iglesia Católica.
En 1578 se decreta su expulsión de Polonia. En 1616 una cédula de Felipe II
dispuso la expulsión de los gitanos de España, la que deberían hacer efectiva
en un plazo perentorio de seis meses[5].
En 1657 se los expulsa de Milan. Lo propio
había ocurrido en Suecia en 1662. En 1725, Federico
Guillermo I amenazó con ahorcar a
los roma, en caso de que éstos ingresaran en territorio
imperial. En 1727, se prohíbe a los gitanos estacionarse en Suiza. Las crónicas
de 1782, por ejemplo, relatan que en pleno imperio de los Habsburgo se llevó a
cabo un horrendo proceso en el que, por medio de torturas, se obtuvo la
confesión de un numeroso grupo de
gitanos, acusados de robos, asesinatos y antropofagia, práctica ésta que la
mitología occidental adjudica a los roma,
y que existe todavía en el imaginario postmoderno.
Aquel “juicio”, como era de esperar, culminó
con la ejecución de varias decenas de gitanos. Posteriormente, una comisión
enviada por el emperador José II comprobó que nadie había muerto, salvo los
propios enjuiciados, a pesar de lo cual toda Europa estaba escandalizada por
los relatos que fabulaban negativamente sobre los gitanos, en especial respecto
de sus ya mencionadas prácticas antropofágicas[6].
A principios de 1800, la caza de gitanos se
transforma en un deporte popular en Alemania. Los prejuicios siempre fueron los
mismos: su condición trashumante, los supuestos delitos contra la propiedad que
cometían, las acusaciones de quiromancia y brujería, el robo de niños, la antropofagia,
la holgazanería, etc.[7]
Los prejuicios y estereotipos han sido siempre
elementales, generalmente falsos, transmitidos de generación en generación y
absolutamente resistentes al cambio, implicando falsas imágenes o identidades
negativas respecto del grupo desvalorizado, que persisten todavía en las
perspectivas más reaccionarias y conservadoras.
Autores que han estudiado detalladamente la
cultura y la historia gitana, al analizar las características y condiciones de
la niñez en estos grupos, han dejado escrito: “Los niños crecen en entera
libertad, en las inmediaciones del campamento. Danza, equitación, lucha y otros
juegos constituyen lo esencial de la educación de los varones, junto con el
estudio del violín y elementos del oficio familiar; a lo que se añade el
adiestramiento en el hurto, no menos necesario para la vida material de la
familia. Las doncellas se inician en las tareas domésticas, en la mendicidad y
en la quiromancia”[8].
Estas narrativas, cargadas de prejuicios, omiten algunas consideraciones históricas y
culturales de los roma, superadoras
de los grandes mitos basados en un racismo elemental (racismo que, como lo
señala Foucault, en las sociedades de normalización constituyen ni más ni menos
que la condición o el pretexto que autoriza el homicidio)[9].
Por ejemplo, que una de las infracciones que con mayor asiduidad
cometen los gitanos están constituidas por delitos menores contra la propiedad,
generalmente sin violencia y en situaciones de extrema necesidad; algo así como
lo que el Derecho occidental califica como hurto
famélico.
Según Alberto Sarramone,
“la recolección de los productor naturales es seguramente el origen del hurto
sistemático que practican algunos gitanos. Acostumbrados a recoger a su paso
cuanto sea comestible, los nómades no tuvieron conciencia de que hurtaban los
bienes del prójimo. ¿Quién es el prójimo sino el Creador? Los frutos de la
tierra pertenecen a todos los hombres. Evidentemente, al entrar en contacto con
nuestras civilizaciones basadas en la propiedad individual, el gitano ha
comprendido que su acción era vituperable. Pero es notable que el término ciorav (pronunciado churav, y adoptado por el argot francés bajo la forma de chouraver) signifique “tomar”, y sólo
por extensión, “robar”[10].
Esto permite articular algunas conclusiones,
por cierto que alejadas de los prejuicios racistas legitimantes de las
persecuciones y el exterminio.
En primer lugar, que el nomadismo es un
elemento cultural que provoca un instintivo rechazo en las sociedades y la
cultura capitalistas. El asentamiento de las civilizaciones sedentarias, y
particularmente de las urbanas, supone formas de intercambio y relaciones
económicas con clientelas estables, lo que genera mecanismos de control
informales que antecedieron a la ley escrita y que, una vez sustituidas por las
mismas, operaron igualmente como
elementos de control social informales. Los nómades carecen de estos
límites: “El nomadismo de los roma
está ligado a una muy larga historia, y lenta evolución. El nomadismo es un
modo de producción económica que se sostiene en una organización social
particular. El mismo, que pone a las gentes a desplazarse hacia una clientela
que no tiene la necesidad de ser permanente, es factible de mantenerse hoy
todavía sin necesariamente mover a los miembros de la familia. La economía
gitana está ligada a un contacto permanente entre la gente que produce y la que
compra, entre los actores económicos y los clientes de esos actores. En los
países subdesarrollados, los gitanos han mantenido el nomadismo durante siglos
porque no tuvieron jamás concurrencia en su forma de comerciar o de brindar
servicios a una clientela que no los necesitaba continuamente, constituyendo un
nicho económico muy particular”[11].
Al ubicárselos “por fuera del contrato
social”, se los sindica como extraños, como “enemigos”, incapaces de adaptarse
a las nuevas normas “civilizatorias” del capitalismo. Esa supuesta anomia
incluye desde sus usos y costumbres hasta la exageración de su permanente
vocación de transgredir las normas legales y una aparente tendencia a la
desformalización de las operaciones y transacciones económicas.
La pregunta que debemos hacernos respecto de
los gitanos, entonces, es la misma que formulan las teorías del control en materia criminológica. En vez de indagar “por
qué delinquen” (cuando lo hacen, generalmente cometiendo hurtos simples, como
ya vimos), sino “por qué no lo harían”.
Ello así,
dado que no tienen lazos de convivencia consistentes y perdurables con
el mundo extraño a su grupo, por ende no tienen “nada que perder” en materia de
prestigio y conocimiento de los otros, porque no les resulta necesario
conservar a determinados clientes ya que su estadía en cada lugar será
efímera, y carecen históricamente de una
autoridad central que imponga el “orden”, como por el contrario ocurre en las
sociedades estaduales.
En definitiva, que los estereotipos que se
utilizaron históricamente respecto del pueblo gitano, encubren en realidad un
rechazo a una supuesta deficiencia en su adaptación a las lógicas del “buen capitalismo”,
del contrato social y del homo
economicus.
Se ha ignorado intencionadamente su condición
de nación sin Estado, y la diversidad cultural de su grupo.
Una actitud de verdadera tolerancia a esa
diversidad, compatible con el pluralismo de una democracia participativa e
integradora, hubiera permitido constatar al interior de esa nación, una escala
de valores propios y formas ancestrales endogámicas de respeto y reproducción
de los mismos, sistemas de creencias particulares, formas de resolución de conflictos
caracterizadas por lógicas composicionales, un mundo normativo autónomo y una
autoridad jurisdiccional (la kriss),
cuya finalidad esencial, en concordancia con la visión gitana de la justicia,
supone “poner en armonía ” (ese objetivo de la justicia la explican con la voz
alemana harmonieren, derivada, hasta
donde se conoce, del término hermandad)
la situación afectada por el diferendo.
La kriss remite a una asamblea o consejo de ancianos
que dirime los conflictos entre dos miembros de la misma tribu, o entre tribus
distintas. Luego de escuchar a las partes, la kriss decide de manera
irrecurrible[12].
Generalmente, resuelve la reconciliación de
las partes delante de todos los miembros de la comunidad. Las penas dictadas
generalmente son multas, aunque en caso de faltas consideradas
graves-infidelidades conyugales, traición al grupo o ultrajes a los muertos,
que entre los gitanos poseen una significación especial- es probable que se
decreten la exclusión absoluta de la tribu o el destierro del ofensor[13].
Rara vez los gitanos se someten a la justicia
ordinaria de las distintas naciones, a las que encuentran excesivamente
formalista, lenta, cara, e incapaz de resolver los conflictos[14].
Por ende, resulta claro que no es que entre
los gitanos reine una suerte de anomia o caos, un irrespeto absoluto por toda
norma, sino que lo que existe son formas jurídicas también productoras de
verdad, pero diferentes a las prácticas y las lógicas jurídicas occidentales,
tal como ocurre con muchas otras minorías (hemos analizado en ese sentido, la
situación de la nación mapuche que, dicho sea de paso, permite establecer
ciertas similitudes y paralelismo con las prácticas jurídicas ancestrales de
los roma).
Cuando Hitler
llegó al poder mediante elecciones en 1933, Alemania ya tenía una definida
tendencia, en sus normas legales, hacia el disciplinamiento y control de los roma[15].
No obstante, esa normativa discriminatoria no fue
suficiente para el nazismo. Georg Nawrocki
escribió en agosto de 1937 en el Hamburger Tageblatt: “Fue la persistencia de
la debilidad y mendacidad internas de la República de Weimar las que le hicieron demostrar
su falta de instinto para enfrentarse a la cuestión gitana. Para ella, los sinti eran un asunto criminal como
mucho. Nosotros, por otro lado, consideramos la cuestión gitana sobre todo como
un problema racial, que debe resolverse y que está siendo resuelto”[16].
En razón de un proceso continuo de estigmatización de la identidad gitana,
durante la ocupación alemana de Europa se autorizó y se puso en práctica un
mecanismo de exterminio que en un primer momento supuso una tarea constante de
hostigamiento y debilitamiento del grupo de víctimas, y luego pasó directamente
al secuestro institucional, los trabajos forzados y, finalmente, la masacre.
Primaba la idea de que se trataba de “vidas que no merecen vida”[17].
Como se observa, el caldo de cultivo de una
cultura genocida siempre se produce en un contexto político en el que se desboca el poder punitivo, se
crea de manera paranoica un enemigo y se construye un derecho penal
antidemocrático, de emergencia o excepción, que termina legitimando las peores
masacres.
A la multitud de muertos que los gitanos
debieron soportar en los territorios de Europa Central y Oriental ocupados por
los nazis, deben sumarse los que murieron en tránsito hacia los campos de
concentración de Auschwitz-Birkenau, Chelmno, Belzec, Sobibor, y
Treblinka[18].
Los nazis también encarcelaron a miles de roma
en los campos de concentración de Bergen-Belsen, Sachsenhausen, Buchenwald,
Dachau, Mauthausen, y Ravensbrueck. Entre abril y mayo de 1940, casi tres mil
gitanos fueron deportados a Polonia, sometidos a una hambruna sistemática y
condiciones de vida ultrajantes, la mayoría de los cuales sucumbió como
consecuencia de las condiciones inhumanas de trabajos forzados a las que eran
sometidos[19].
Alrededor de 5000 fueron concentrados en un área
específica del ghetto de Lodz. Los que
consiguieron sobrevivir a las horribles condiciones de encierro, fueron
posteriormente trasladados al campo al campo de exterminio de Chelmno, donde
fueron asesinados en masa mediante la utilización de las emanaciones de gas de
los camiones en que eran conducidos. Mientras se preparaba su futura deportación
de Alemania, miles de gitanos fueron encerrados en campos ubicados en las
afuera de las ciudades (Zigeunerlager), custodiados por las temibles SS[20].
Al suspenderse en 1940 las deportaciones, los
roma secuestrados debieron permanecer en esos ámbitos de encierro durante mucho
tiempo, donde morían de a cientos por las condiciones degradantes de
alojamiento. La presencia de estos campos, lejos de ser repudiada, llevó a que
los vecinos alemanas reclamaran la pronta deportación de los roma, para intentar de esa manera
preservar la moralidad y la seguridad pública que creían amenazada. En rigor,
una creciente y sostenida legislación racista, anterior al III Reich,
legitimaba estas percepciones e intuiciones regresivas[21].
En enero de 1940 se tiene la matanza en masa
del pueblo gitano: 250 niños son utilizados como conejillos de indias, para
experimentos científicos en el campo de Buchenwald. El 1° de agosto de 1944
durante las primeras horas, 4000 gitanos son asfixiados e incinerados en
Auzchwitz - Birkenau, en un episodio que se recuerda como " la noche de
los gitanos" (Zigeunernacht), Ian Hannock calcula que al termino de la Segunda Guerra
Mundial entre un 70% y un 80% de la población gitana había sido aniquilada por
los nazi, pasó mas de medio millón de personas, “comienza el olvido”[22].
En 1942, Himmler
ordenó la deportación de todos los gitanos de Alemania, que fueron conducidos a Auschwitz, y encerrados en un
campo establecido especialmente para ellos en Auschwitz-Birkenau, el denominado
“campo de las familias gitanas”[23].
En ese contexto de encierro, cundían enfermedades tales como tifus, viruela, y
disentería, que, ya epidémicas, arrasaron con la población roma hacinada en el
campo.
En las áreas de Europa ocupadas por los
alemanes, el destino de los roma variaba
de país a país, dependiendo de las circunstancias locales, pese a lo cual, en
general, eran encarcelados para luego ser transportados a Alemania o Polonia
para hacer trabajos forzados o lisa y llanamente exterminados.
Muchos roma
de Polonia, Holanda, Hungría, Italia, Yugoslavia, y Albania fueron
fusilados o deportados a los campos de exterminio y asesinados. En los estados
bálticos y las áreas de la
Unión Soviética ocupadas por los alemanes, los Einsatzgruppen
(equipos móviles de matanza) mataban roma al mismo tiempo que mataban a los
judíos y los lideres comunistas. Miles de hombres, mujeres, y niños romani
murieron en estas acciones. Igualmente, muchos roma fueron fusilados junto con los judíos en Babi Yar, cerca de
Kiev[24].
También Francia puso en práctica, incluso antes de la
guerra, medidas discriminatorias contra los gitanos, que se mantienen hasta la
fecha, en lo que parece ser el sino distintivo de un karma romani.
El gobierno conservador de Sarkozy
ha anunciado, a través de una circular del Ministerio del Interior,
emitida con fecha del 5 de agosto de 2010, que ordenaba de forma expresa a su
policía que desmantelara los campos de gitanos en su territorio. Esta postura marca
una clara contradicción de un país central, preocupado por superar el negacionismo
del genocidio armenio a manos de los turcos, pero a su vez enfrascado en la
construcción de una otredad negativa respecto de los gitanos.
La Comisión Europea, de
inmediato, anunció la apertura de un procedimiento de infracción contra Francia
por discriminación, al haber comprobado que en la decisión oficial existía un
claro caso de discriminación al centrarse exclusivamente en la etnia como
objeto de la medida segregativa. La comisaria europea de Justicia, Viviane Reding, ya ha expresado que “la discriminación
por etnia o raza no tiene lugar en Europa y es incompatible con los valores de
la UE”[25].
Las deportaciones de roma
desde la Francia
ocupada comenzaron a fines de 1941. Pero en la zona francesa no ocupada, las
agencias de control del gobierno de Vichy también encerraron a más de 3000
miembros de este grupo, que en ambos casos terminaron siendo conducidos a
campos de concentración[26].
Si bien los rumanos, aliados a la Alemania hitleriana no
llevaron a cabo una política sistemática de eliminación de gitanos, no es menos
cierto que en 1941 más de 25.000 de ellos fueron expulsados del área de
Budapest donde vivían, y fueron deportados a las regiones de Ucrania ocupada
por los rumanos, donde se registraron miles de muertos gitanos como
consecuencia del hambre, las enfermedades y los tratos inhumanos y degradantes[27].
En Hungría, los alemanes mataron en un solo
día a más de tres mil roma a orillas del río Danubio, exterminio que los
miembros del grupo agredido conmemoran todos los días 1º a la vera del mítico
río.
En Croacia, los Ustashas (fuerza de choque
militarizadas fascistas pro alemanas), mataron una cantidad estimada en 26.000
romaníes[28].
En Serbia, los alemanes introdujeron una
legislación basada en la discriminación racial análoga a la que habían impuesto
en otros territorios ocupados. Los gitanos corrían en Yugoslavia la misma
suerte que los judíos: tenían expresamente prohibido ejercer profesión alguna[29].
Al tratarse de un genocidio groseramente
invisibilizado, no hay cifras ciertas acerca de la cantidad de gitanos
aniquilados por las potencias del eje. Se estima, no obstante, que entre el 25
y el 50% de la población zíngara de Europa fue asesinada durante esos años[30].
De lo que no parece haber dudas razonables, es
que el aniquilamiento de los gitanos durante la segunda guerra significó,
efectivamente, una práctica social genocida.
En primer lugar, porque el exterminio se
produjo respecto de un grupo racial absoluta y explícitamente determinado a
priori por los perpetradores. Es más, los holocaustos gitano y judío
constituyen dos casos testigos de genocidio de un llamativo paralelismo.
En los dos supuestos, existieron prejuicios
raciales expresamente referidos como integrando una ideología segretativa
tendiente a la eliminación de ambos grupos nacionales y étnicos.
A mayor abundamiento, se dan en el genocidio
gitano todos y cada uno de los requisitos que hemos relevado, y que ayudan a
construir la noción de práctica genocida.
A partir de la construcción de una otredad
negativa, que en el caso gitano arrastraba una sedimentación prejuiciosa y
persecutoria que duró siglos, se produjeron luego actos de hostigamiento
psíquico y físico, que concluyeron en el exterminio propiamente dicho y la
ulterior tentativa de negación o justificación de la matanza por parte de los
perpetradores.
En las gramáticas de estos últimos, además,
estaba explícita la intencionalidad de destruir las prácticas sociales
preexistentes al interior de una nación sin Estado y sustituirlas por otras
prácticas, valoradas desde la mirada etnocéntrica y el unidemensionalismo
valorativo autoritario y racista del agresor.
Algo demasiado parecido a
lo que relatan las últimas crónicas periodísticas
[4]
Sarramone, Alberto: “Gitanos. Historia, costumbres, misterio y
rechazo”, Editorial Biblos Azul, Buenos Aires, 2007, p. 24. Curiosamente,
Francia acaba de aprobar la ley
que criminaliza la negación del genocidio armenio y que entrará en vigor dentro
de dos semanas, ante la indignación explícita del gobierno turco. Según la
nueva legislación, aquel que niegue que la matanza de armenios en 1915 a manos del Imperio
Otomano fue un genocidio, será penado con un año de cárcel o una multa de
45.000 euros. Para los franceses se trata de una ley contra el negacionismo.
Para los turcos es un ataque directo a su país y una injerencia en su historia,
que según la versión oficial, niega que las matanzas fueran organizadas sino
fruto de una confrontación en el marco de la I Guerra Mundial (edición
del Diario El País de Madrid del 24 de enero de 2011).
[5]Pinto, Yohann; Mata, Aquilino: “Un olvido
imperdonable. El genocidio gitano a manos del poder nazi”, que se encuentra
disponible en http://www.mundogitano.net/index.php/multimedia/documentos/462--un-olvido-imperdonable-el-genocidio-gitano-a-manos-del-poder-nazi.html
[6] Sarramone,
Alberto: “Gitanos. Historia, costumbres, misterio y rechazo”, Editorial Biblos
Azul, Buenos Aires, 2007, p. 52.
[7] Sarramone,
Alberto: “Gitanos. Historia, costumbres, misterio y rechazo”, Editorial Biblos
Azul, Buenos Aires, 2007, p. 25.
[8] Bloch, J.: “Los gitanos”, Editorial
Universitaria de Buenos Aires, 1968, p. 88.
[9]
Foucault, Michel: “Genealogía del racismo”, Editorial Altamira, La Plata, 1996, p. 207.
[10] Sarramone,
Alberto: “Gitanos. Historia, costumbres, misterio y rechazo”, Editorial
Biblos Azul, Buenos Aires, 2007, p. 250.
[11] Sarramone,
Alberto: “Gitanos. Historia, costumbres, misterio y rechazo”, Editorial Biblos
Azul, Buenos Aires, 2007, pp. 144 y 145.
[12] Bloch, J:
“Los gitanos”, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1962, p. 127.
[13] Bloch, J:
“Los gitanos”, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1962, p. 127.
[14]
Bloch, J: “Los gitanos”, Editorial Eudeba, Buenos Aires,
1962, p. 127. Esta potencialidad autóctona, lamentablemente, no ha sido
valorada en su capacidad para apelar fórmulas de justicia composicional para la
resolución de determinados conflictos.
[15]
“El genocidio gitano-Porrajmos”, disponible en
http://memoriagitana.wordpress.com/2010/07/07/el-genocidio-gitano-%e2%80%93-porrajmos/
[16]
Fraser, Angus: “Los Gitanos”, Editorial Ariel, 2005, traducido del alemán en R.
Vossen (1983): Zigeuner, p.70, Frankfurt del Main
[17]
El concepto guarda una clara similitud con el título
del libro de Karl Binding y Alfred
Hoche “La licencia para la
aniquilación de la vida sin valor de vida”, publicado en Alemania en 1920/22
bajo el título “Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens. Ihr Mass
und Ihre Form” (reeditado en 2006, con prólogo de Wolfgang Naucke, por la Berliner
Wissenschaftsverlag), “(que) es conocido y citado
frecuentemente como un antecedente inmediato de las medidas eutanásicas que
quince años más tarde se llevaron a cabo por médicos de algunos Hospitales
alemanes especialmente autorizados por Hitler
para eliminar enfermos mentales irrecuperables o terminales, lo que costó la
vida, según los cálculos que Zaffaroni
maneja, a unos 200.000 pacientes clasificados de esta manera”: vid. Muñoz
Conde, Francisco: “El penalismo olvidado”, Comentarios a Filippo Grispigni / Emund Mezger, La reforma penal
nacional-socialista, y a Karl Binding
/ Alfred Hoche, La licencia
para la aniquilación de la vida sin valor de vida, Colección El penalismo
olvidado, Director Eugenio Raúl Zaffaroni,
editorial Ediar, Buenos Aires, 2009, disponible en
www.derecho-a-replica.blogspot.com.
[18]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, que se encuentra
disponible en www.ushmm.org/wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
[19]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, que se encuentra
disponible en www.ushmm.org/wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
[20]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, que se encuentra
disponible en www.ushmm.org/wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
[21]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, que se encuentra
disponible en www.ushmm.org/wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
[22]Pinto, Yohann; Mata, Aquilino: “Un
olvido imperdonable. El genocidio gitano a manos del poder nazi”, que se
encuentra disponible en http://www.mundogitano.net/index.php/multimedia/documentos/462--un-olvido-imperdonable-el-genocidio-gitano-a-manos-del-poder-nazi.html
[23]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, disponible en www.ushmm.org/ wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
[24]
“El genocidio de los roma europeos (gitanos), 1939-1945”, disponible en www.ushmm.org/
wlc/es/article.php?ModuleId=10006054.
La influencia decisiva que la
obra y el pensamiento del Profesor Alessandro Baratta han ejercido en el ámbito
de la criminología, pese a que “nació y murió como un filósofo del derecho
penal” y no tanto como un criminólogo[1]
dificulta la posibilidad de su síntesis,
a menos que la misma se haga desde una perspectiva holística, conceptual,
abarcativa del armónico anclaje que ese discurso ha logrado, por ejemplo, en la
realidad objetiva de la región[2], a
partir de sus tesis fundamentales.
Baratta postula, inicialmente,
una sociología jurídico-penal que permita el análisis del funcionamiento
efectivo del sistema penal en las sociedades capitalistas avanzadas. Encuentra
en la criminología crítica o “nueva criminología” el marco teórico adecuado
para llevar a cabo esa labor analítica, que incluye tanto la perspectiva
macrosociológica como microsociológica para el estudio y la interpretación de
la denominada “conducta desviada”, a partir del abordaje preliminar de la
discusión sobre la “autonomía” (las relaciones internas de la sociología
jurídica frente a la sociología general) y
“libertad” (las relaciones externas de la sociología jurídica con la
ciencia del derecho, la filosofía y la teoría del derecho) de la sociología
jurídica. “Establecer las relaciones entre sociología, teoría y filosofía del
derecho significa, pues, adoptar un convenio en el uso de estos tres términos
en relación con el universo de discurso que denotan. Un posible modelo,
bastante difundido en Italia y Alemania y frente al cual, sin embargo, no nos
proponemos tomar posición en este breve ensayo, es el siguiente: el objeto de
la sociología del derecho, como se ha visto, son los comportamientos,
precisamente las tres categorías ya indicadas. La filosofía del derecho tiene
por objeto los valores conexos a los sistemas normativos (y los problemas
específicos del conocimiento de los valores jurídicos y de relación entre
juicios de valor y juicios de hecho en el seno de la experiencia jurídica). La
teoría del derecho tiene por objeto la estructura lógico semántica de las
normas entendidas como proposiciones y los problemas específicos de las
relaciones formales entre normas (validez de las normas; unidad, coherencia, plenitud
del ordenamiento) y entre ordenamientos”[3].
De esta tríada conceptual
–comportamientos, valores y estructura lógico semántica de las normas-, Baratta
extrae sus conclusiones respecto de los intereses y bienes jurídicos que, en
tanto valores, se incorporan como objeto de “protección” de las normas penales:
“ En otras palabras, se define el Derecho penal como un instrumento que tutela
los intereses vitales y fundamentales de las personas y de las sociedades;
pero, al mismo tiempo, se definen como vitales y fundamentales los intereses
que tradicionalmente son tomados en consideración por el derecho penal”[4].
La convivencia con este
reduccionismo, constituye un verdadero clásico de la dogmática penal argentina.
Empero, esta redundancia no puede considerarse azarosa en nuestro margen, ni
supone solamente un yerro analítico. Por lo que el primer aporte de Baratta es
decisivo en orden a estas cuestiones, precisamente porque es el punto de
partida obligado para comprender desde su propia base un sistema deslegitimado
por su selectividad, que coadyuva crucialmente a reproducir las asimetrías
sociales del continente. Pero es también crucial para comprender ese objeto de
contornos imprecisos, acaso inacabados, al que se denomina genéricamente
“criminología crítica”.
Ese punto de partida se
sostiene en la observación de la aptitud de algunos grupos sociales para
producir determinadas normas y criminalizar –solamente- determinadas conductas
y no otras, en la composición social de los sujetos criminalizados y, justamente,
en el análisis de los bienes jurídicos que los mismos han afectado con sus
conductas. Para eso es menester, también, advertir que el estado capitalista,
amparado en la ficción contractualista, defiende solamente los intereses de
algunos grupos o clases sociales, pese a que se proclame como el tutor de los
intereses del conjunto social (lo que se denomina, “autonomía relativa del
Estado”). Los datos estadísticos son elocuentes: más del 90% de los presos
argentinos son pobres, y la mayoría de ellos está secuestrada
institucionalmente por haber cometido delitos contra la propiedad (privada).
Como bien lo señalara Baratta,
es difícil aceptar que esta realidad, de verificación empírica cotidiana, pueda
ser el producto del consenso, y que toda la sociedad haya legitimado de manera
aquiescente este mecanismo de control social formal y esta clientela habitual
del sistema penal.
Antes bien, y por el
contrario, pareciera que estamos frente a instrumentos coactivos sustentados en
el “aislamiento extremadamente parcial y fragmentario de ámbitos susceptibles
de ser ofendidos y de situaciones de ofensa a intereses o valores importantes”[5], donde
la “importancia” de esos valores (en definitiva, los bienes jurídicos que
consagra el legislador o el constitucionalista, según se prefiera) y el orden
de prelación de su tutela responden a los intereses de las clases dominantes en
un sistema capitalista apendicular y dependiente. O, si se lo prefiere, ante
procesos sistemáticos y coherentes de criminalización primaria que tienden a
cooptar a individuos vulnerables por infracciones de calle o de subsistencia
(generalmente contra la propiedad, y a preservar de esa criminalización
primaria a los sectores sociales dominantes, cuyas conductas antisociales son
siempre compatibles con la lógica asimétrica del capitalismo tardío. “Basta
pensar en la enorme proporción de los delitos contra el patrimonio en la tasa
de la criminalidad, según resulta de la estadística judicial, especialmente si
se prescinde de los delitos de tránsito. Pero la selección criminalizadora se
da ya mediante diversa formulación técnica de las figuras delictivas penales, y
el tipo de conexiones que ellas determinan con el mecanismo de las agravantes y
de las atenuantes (es difícil, como se sabe, que se realice un hurto “no
agravado”)[6].
En definitiva, es posible
afirmar que el derecho penal expresa una tutela sesgada respecto de
determinados bienes y determinadas personas, rompiendo de esta forma con el
mito burgués de la “igualdad”, y poniendo fuertemente en crisis el sugestivo
olvido respecto del proceso primario de criminalización.
No importa tanto aquí la
connotación brutal inherente al sistema penal (que ha llevado a Christie a
postular que los críticos debemos comportarnos como una suerte de militantes de
Greenpeace frente al castigo institucional, de cualquier signo y frente a
cualquier situación problemática), cuanto su condición intrínsecamente
funcional a la reproducción de un determinado statu quo.
La más alta efectividad del
control social formal se verifica así en aquellas formas de “desviación” que no
son afines al sistema de producción capitalista. Fundamentalmente, los delitos
contra la propiedad.
En definitiva, el objeto de
esa tensión dinámica lo definió Baratta en sus justos términos, cuando,
refiriéndose al crucial “mito de la igualdad” del Derecho Penal, planteaba si
este ordenamiento protege igualmente a todos los ciudadanos contra los ataques
u ofensas a bienes esenciales en cuya preservación están interesados todos los
miembros de una comunidad; si la ley penal, a su vez, es igual para todos los
autores de conductas socialmente reprochables, en términos de probabilidades de
llegar a ser víctimas del proceso de criminalización estatal; o, por el
contrario, si el derecho penal no defiende a todos los ciudadanos y todos los
bienes esenciales, sino solamente a aquellos bienes que interesa al
Estado/sistema autoconstatar y preservar, castigando con independencia y
abstracción de la dañosidad social de las acciones y de la gravedad de las
infracciones a la ley. Esta proposición pone en crisis nada más y nada menos
que la concepción liberal de la universalidad del delito.
“No existe, entonces, un
sistema de valores, o el sistema de valores, ante los cuales el individuo es
libre de determinarse, siendo culpable la actitud de quienes, pudiendo, no se
dejan “determinar por el valor”, como quiere una concepción antropológica de la
culpabilidad, cara sobre todo a la doctrina penalista alemana (concepción
normativa, concepción finalista). Al contrario, la estratificación y el
pluralismo de los grupos sociales, así como las reacciones típicas de grupos
socialmente excluidos del acceso pleno a los medios legítimos para la
consecución de fines institucionales, dan lugar a un pluralismo de subgrupos
culturales, algunos de ellos rígidamente cerrados ante el sistema institucional
de los valores y de las normas, y caracterizados por valores, normas y modelos
de comportamientos alternativos a aquél.
Sólo aparentemente radica en
la disposición del sujeto escoger el sistema de valores al que adhiere. En
realidad, son las condiciones sociales, la estructura y los mecanismos de
comunicación y aprendizaje los que determinan la pertenencia de los individuos
a lo subgrupos o subculturas, y las transmisión a ellos de valores, normas, modelos
de comportamiento y técnicas aún ilegítimas”.
“No queremos introducirnos
aquí en la espinosa y difícil cuestión de la relatividad del sistema de normas
y de valores “receptado” por el sistema penal, de su relación con la
“conciencia social”, de sus prerrogativas positivas (el bien) frente a los
sistemas alternativos de valores y reglas, según se presentan y son aplicados
en el ámbito de grupos restringidos (subculturas criminales). Bastará, sin
embargo, invocar algunos datos relativos a la perspectiva sociológica en este
orden de problemas. Son ellos, de ordinario, enfrentados por los juristas
partiendo de una serie de presupuestos no meditados críticamente y no
confirmados por análisis empíricos. Estos presupuestos son los siguientes: A)
el sistema de valores y de modelos de comportamiento acogido por el sistema
penal corresponde a valores y normas sociales que el legislador encuentra
preconstituidas y que son aceptadas por la mayoría de los co-asociados; B) el
sistema penal varía en conformidad con el sistema de valores y reglas sociales.
La indicación sociológica muestra, en cambio, que: a) en el seno de la sociedad
moderna hay, en correspondencia con su estructura pluralista y conflictiva,
junto a los valores y reglas comunes, también valores y reglas específicos de
grupos diversos o antagónicos; b) el derecho penal no refleja, en
consecuencia, sólo reglas y valores
aceptados unánimemente por la sociedad , sino que selecciona entre valores y
modelos alternativos, según los grupos sociales que en su elaboración
(legislador) y en su aplicación (magistratura, policía, instituciones
penitenciarias) tengan mayor peso. c) el sistema penal conoce no sólo de valoraciones y normas
conformes con las vigentes en la sociedad, sino también discordancias respecto
de ellas; tal sistema acoge a veces valores presente en ciertos grupos o en
ciertas áreas y negados por otros grupos y en otras áreas (piénsese en la
persecución de delitos que no suscitan, o aún no suscitan, una reacción social
apreciable: delitos económicos, delitos contra el medio ambiente) o retardos
(piénsese en delitos frente a los cuales la reacción social no es ya
apreciable, como ciertos delitos sexuales, el aborto, etc); d) en fin, una
sociología historicista y crítica muestra la relatividad de todo sistema de
valores y de reglas sociales en una cierta fase del desarrollo de la estructura
social, de las relaciones sociales de producción y del antagonismo entre grupos
sociales, y por esto también la relatividad del sistema de valores que son tutelados
por las normas del derecho penal”.
“Para cada uno de estos
mecanismos en particular, y para el proceso de criminalización tomado en su
conjunto, el análisis teórico y una serie innumerable de investigaciones
empíricas han llevado la crítica del
derecho penal a resultados que pueden condensarse en tres proposiciones, las
cuales constituyen la negación del mito del derecho penal como derecho igual,
es decir, del mito que está en la base de la ideología penal –hoy dominante- de
la defensa social. El mito de la igualdad puede resumirse en las siguientes
proposiciones: a) el derecho penal protege igualmente a todos los ciudadanos
contra las ofensas a los bienes esenciales, en los cuales están interesados
todos los ciudadanos (principio del interés social y del derecho natural); b)
la ley penal es igual para todos, esto es, todos los autores de comportamientos
antisociales y violadores de normas penalmente sancionadas tienen iguales
oportunidades de llegar a ser sujetos, y con las mismas consecuencias, del proceso
de criminalización (principio de igualdad). Exactamente opuestas son las
proposiciones en que se resumen los resultados de la mencionada crítica: a) el
derecho penal no defiende todos y sólo los bienes esenciales en que están
interesados por igual todos los ciudadanos, y cuando castiga las ofensas a los
bienes esenciales, lo hace con intensidad desigual y de modo parcial; b) la ley
penal no es igual para todos, los estatus de criminal se distribuyen de modo
desigual entre los individuos; c) el grado efectivo de tutela y la distribución
del estatus de criminal es independiente de la peligrosidad social de las
acciones y de las infracciones a la ley, en el sentido de que éstas no
constituyen las variables principales de la reacción criminalizadora y de su
intensidad. La crítica se dirige, por tanto, al mito del derecho penal como el
derecho igual por excelencia. Esta crítica muestra que el derecho penal no es
menos desigual que las otras ramas del derecho burgués, y que, antes bien,
contrariamente a toda apariencia, es el derecho desigual por excelencia”.
Por lo que concierne a la
selección de los bienes protegidos, y de los comportamientos lesivos, el
“carácter fragmentario” del derecho penal pierde las ingenuas justificaciones
basadas en la naturaleza de las cosas o en la identidad técnica de ciertas
materias, y no de otras, para ser objeto del control penal. Estas
justificaciones son de una ideología que cubre el hecho de que el derecho penal
tiende a privilegiar los intereses de las clases dominantes y a inmunizar del
proceso de criminalización comportamientos socialmente dañosos típicos de los
individuos pertenecientes a ellas y ligados funcionalmente a la acumulación
capitalista, y tiende a orientar el proceso de criminalización sobre todo hacia
formas de desviación típicas de las clases subalternas”[7].
Los bienes jurídicos deben
analizarse, entonces, en su correlación con el desarrollo de las relaciones
económicas de una sociedad y de la consecuente autonomía relativa de los “estados de derecho” neoliberales.
La realidad objetiva marca,
siguiendo a Baratta, que el estado moderno puede operar sólo con una
independencia o autonomía parcial respecto de los grupos sociales cuyos
intereses representa. Esa autonomía permite al estado servir más eficazmente a
esos grupos y -además- proyectar la idea
del contractualismo, según la cual desde el estado se tutelan los intereses y
bienes de toda la sociedad de manera armónica y consensual. Esta es la clave
del pensamiento criminológico crítico: los bienes jurídicos que tutela el
derecho penal, en cuanto expresión de un interés de clase; la aptitud para
decidir lo que está prohibido y lo que está permitido, que radica en manos de
un sector hegemónico de las sociedades de clase, y la ficción contractualista
que proclama para el estado de derecho neoliberal la representatividad supuesta
del conjunto social.
Estos extremos, vinculados a
comportamientos, valores y estructura lógico semántica de las normas, signan a
los procesos de criminalización, y llevan a Baratta, y a buena parte de la
criminología crítica -de la cual es un referente inexorable- a plantear el
objetivo de un nuevo trazado político criminal, que atienda justamente a los
intereses de las “clases subalternas”
desde una perspectiva materialista, para lo cual establece cuatro pautas
esenciales[8].
En primer lugar, la necesidad
de una interpretación por separado de los fenómenos de comportamiento
“socialmente negativos” que se producen en las clases subalternas y de los que
acontecen en las clases dominantes (delitos económicos, de cuello blanco,
crimen organizado, etc.) “Los primeros son expresiones específicas de las
contradicciones que caracterizan la dinámica de las relaciones de relación y
distribución de una determinada fase de desarrollo de la formación económico
social y, en la mayor parte de los casos, una respuesta individual y
políticamente inadecuada a dichas contradicciones por parte de individuos
socialmente desfavorecidos. Los segundos se estudian a la luz de la relación
funcional que media entre procesos legales y procesos ilegales de la
acumulación y de la circulación de capital, y entre estos procesos y la esfera
política”[9]. En esta
disyuntiva, distingue Baratta entre política penal y política criminal, en la
que la primera resulta una respuesta a la cuestión criminal que se brinda desde
el estado a través de sus agencias punitivas y la segunda deviene una política
de transformación social e institucional. Una política criminal alternativa se
nutriría básicamente de estos últimos instrumentos de que el derecho penal es
la respuesta más inadecuada en términos de política criminal. “En tal virtud,
una política criminal alternativa coherente con su propia base teórica no puede
ser una política de “sustitutivos penales” que queden limitados en una perspectiva
vagamente reformista y humanitaria, sino
una política de grandes reformas sociales e institucionales para el desarrollo
de la igualdad, de la democracia, de formas de vida comunitaria y civil
alternativas y más humanas, y del contrapoder proletario, en vista de la
transformación radical y de la superación de las relaciones sociales de
producción capitalistas”[10].
En segundo término, Baratta
plantea que, de la crítica al derecho penal como derecho desigual se derivan
algunos perfiles que merecen analizarse. Uno de ellos es el ensanchamiento de
la base del derecho penal hacia campos de interés esencial para el conjunto de
las sociedades, resignificando los sujetos y conductas criminalizados que
deberían abarcar las conductas que afectan la salud, la seguridad en el
trabajo, la ecología, etc. En suma, la
criminalidad económica, y el delito organizado. Sobre las derivaciones de este
perfil, advierte que “aún en la
perspectiva de de tal “uso alternativo” del derecho penal, es menester, sin
embargo, cuidarse de sobrevalorar su idoneidad y dar, en cambio, la debida
importancia, también en este campo, a medios alternativos y no menos rigurosos
de control, que en muchos casos pueden revelarse muy eficaces. Además, es
preciso evitar la caída en una política reformista y al mismo tiempo
“pampenalista”, consistente en una simple expansión del derecho penal o en
ajustes secundarios de su alcance; política que también podría confirmar la
ideología de la defensa social y ulteriormente legitimar el sistema represivo tradicional
tomado en su globalidad”[11]. El
recargado en negrillas me pertenece, frente a las múltiples evidencias y
embates interesados, oportunistas, o simplemente brutales, que por derecha y
por izquierda se abaten sobre las garantías constitucionales y procesales, so
pretexto de que las mismas deben ceder frente a determinadas infracciones y
determinados infractores, que inducen a error a jueces, abogados y operadores
varios del sistema. Si bien no lo expresa, Baratta piensa en términos de
“relación de fuerzas sociales”, que por cierto son dinámicas, cambiantes, y por
ende un reforzamiento del poder punitivo nunca podría coincidir con los
intereses de las mayorías populares, por más que factores de poder o grupos de
presión se arroguen esa representatividad. Así es que, justamente, Baratta
anuncia, en esta “segunda clave” un “segundo perfil”, al que estima todavía más importante que el primero, que
consiste en una tarea estratégica de despenalización, “de contracción al máximo
del sistema punitivo”. “La estrategia de la despenalización significa,
asimismo, la sustitución de las sanciones penales por formas de control legal
no estigmatizantes (sanciones administrativas o civiles) y, todavía más, el
comienzo de otros procesos de socialización del control de la desviación y de
privatización de los conflictos, en la hipótesis de que ello sea posible y
oportuno. Mas, la estrategia de despenalización significa, sobre todo, como más
adelante se verá, la apertura de mayores espacios de aceptación social de la
desviación”[12],
especialmente a través de instancias restaurativas en las que la “vergüenza
reintegrativa” que postula Christie podrían configurar soluciones superadoreas
y alternativas al castigo[13]. Esos
mayores espacios de aceptación impactarían sobre la opinión pública y los
procesos mediante la que ella se forma, en orden a los estereotipos de la
criminalidad, la utilización de la “inseguridad” (en tanto posibilidad de ser
víctima de un delito convencional) como forma de distanciamiento social y la
retórica del “sentido común”, de cotidiana manipulación política. Volveremos,
necesariamente, sobre este particular, en éste y otros capítulos de esta misma
obra. Finalmente, también Baratta reclama (como no podía ser de otra manera),
dentro de esta segunda clave, en términos de política criminal alternativa,
“una reforma profunda del proceso, de la
organización judicial y de la policía, con el fin de democratizar estos
sectores del aparato punitivo del estado, y para contrarrestar también de ese
modo, aquellos factores de la criminalización selectiva que operan en esos
niveles institucionales”[14].
En un tercer momento, postula
Baratta la abolición de la cárcel, objetivo cuyo cumplimiento debe significar
para la nueva criminología lo mismo que para la nueva psiquiatría el derribamiento
de los muros manicomiales, proponiendo el ensanchamiento de medidas
alternativas tales como la suspensión condicional de la pena, la libertad
condicional, una nueva evaluación del trabajo en las prisiones
y una apertura de la cárcel hacia la sociedad.
Confrontando con el “mito burgués” de la reeducación y la reinserción, redefine
a estos paradigmas afirmando que “la verdadera reeducación del condenado es aquella que transforma una
reacción individual y egoísta en conciencia y acción política dentro del
movimiento de la clase[15].
La cuarta -y última- de sus
“claves”, toma en cuenta, con máxima consideración, “la función de la opinión pública y de los
procesos ideológicos y psicológicos que en ella se desenvuelven apoyando y
legitimando el vigente derecho penal desigual”, porque aquella es “portadora de
la ideología dominante que legitima el sistema penal, perpetuando una imagen
ficticia de éste, dominada por el mito de la igualdad. Es además, en el nivel
de la opinión pública (entendida en su acepción psicológico- social) donde se desarrollan aquellos procesos de
proyección de la culpa y del mal en que se realizan funciones simbólicas de la
pena, analizadas particularmente por las teorías psicoanalíticas de la sociedad
punitiva. Como éstas han mostrado, la
pena actúa como elemento del integración del cuerpo social, produciendo
sentimientos de unidad de todos aquellos que son sus espectadores, y realiza de
esa manera una consolidación de las relaciones de poder existentes”.
“En la opinión pública se
realizan, en fin, a través del efecto de los mass media y la imagen de la
criminalidad que transmiten, procesos de inducción de la alarma social que en
ciertos momentos de crisis del sistema de poder son manipulados directamente
por las fuerzas políticas interesadas, en el curso de las llamadas campañas de
“ley y orden”[16], donde la “inseguridad” se instala
prioritariamente en las agendas políticas en virtud de su fabulosa potencia
cultural, reproduciendo las formas de dominación a través de la violencia punitiva
a la que Baratta propone oponer una labor de crítica ideológica, de producción
científica y de información.
[1]
Conf. Pavarini, Massimo: “Para una crítica de la ideología penal”, en “Serta in
memoriam Alexandri Baratta”, Ediciones Universidad de Salamanca, 2004, p. 130.
[2]
Conf. Aguirre, Eduardo Luis: “Baratta y el bien jurídico penal”, en “Serta in
memoriam Alexandri Baratta”, Ediciones Universidad de Salamanca, 2004, p. 149.
[3]
Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”,
Editorial Siglo XXI, 1998, México, p.
13.
[4]
Conf. Baratta, Alessandro: “Funciones instrumentales y simbólicas del derecho
penal. Lineamientos de una teoría del bien jurídico”, en “Revista brasileña de
ciencias criminales”, número 5, p. 10.
[5]
Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”,
Siglo XXI Editores, 1998, p. 338.
[6]
Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología crítica y crítica del derecho penal”,
Siglo XXI Editores, 1998, p. 185.
[7]
Conf. Baratta, Alessandro: “Criminología Crítica y crítica del derecho penal”,
Siglo XXI Editores, 1998, p. 71, 73, 168, 169 y 171.
“La palabra constituye por lo tanto un desafío considerable. En
primer lugar la de los sobrevivientes. Pero, más allá del testimonio de las
víctimas, ¿podrá la sociedad reconstruirse sin que hablen todos, incluso los
verdugos? Por ahora, la palabra de los genocidas está cautiva: tienen que
salvar sus vidas, atenuar sus crímenes, proteger a sus familias. Ahora bien,
“la memoria del verdugo forma parte de la memoria”, estima José Kagabo, de origen ruandés, profesor en
la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Durante las
plegarias dominicales se intenta una “aseptización colectiva” de
los acontecimientos mediante el intercambio. El diálogo es el único medio para
volver a tejer los lazos sociales, reconstruir las ganas de volver a vivir
juntos. Simon Gasiberege, profesor
de psicología en la UNR, organiza en las colinas encuentros entre verdugos y
víctimas, para que unos y otros puedan expresar su sufrimiento. Es una empresa
de largo aliento. Los hutus son estigmatizados, mientras que los miembros de esa etnia que se mostraron favorables a una
Ruanda unitaria figuraron entre las primeras víctimas. “Hay que ir hacia una
justicia conciliadora”, opina Gasiberege.
Además, al confesar sus crímenes, los torturadores pueden reconocer el dolor
del otro. Todo sufrimiento necesita ser reconocido”[1].
Hace 19
años, el 4 de mayo de 1994, Butros
Ghali, por entonces Secretario General de las Naciones Unidas, utilizaba por
primera vez el término “Genocidio” para describir lo que estaba ocurriendo en
Ruanda. Más allá de las particularidades de la masacre, el genocidio ruandés se
caracterizó por la influencia inédita de los medios de comunicación en la
construcción de una otredad negativa, en la invención de un
enemigo interno al que resultaba legítimo aniquilar.
La posibilidad de instalar en gran parte
de la sociedad discursos, narrativas, prácticas y lógicas
compatibles con la eliminación del “diferente”, y su aceptación, en sustancia,
fue un requisito sine qua non para que se pudiera llevar
adelante un plan sistemático de extermino de nacionales en su propio
territorio.
Algo parecido había ocurrido durante el
genocidio perpetrado por la última dictadura cívico militar en la Argentina.
Hago esta breve disquisición sobre las relaciones de la propaganda y el genocidio absolutamente
comprobadas en la Argentina, y que ha producido en Ruanda el primer episodio
que se recuerde de participación comprobada judicialmente de “periodistas” y
empresarios de medios de comunicación en el
aniquilamiento, por la curiosa analogía entre ambas situaciones. Más allá
de la mayor o menor sutileza en el manejo del lenguaje, las metáforas o los
mensajes, los niveles de participación y complicidad no parecen diferenciarse,
en ambos casos, en lo sustancial.
El genocidio de Ruanda ocurrió en
apenas cien aciagos días, entre el 6 de abril y el 17 de julio de 1994. La
mayoría de los crímenes se perpetraron durante las primeras cinco semanas, y
por supuesto los registros sobre los mismos varían y son inciertos[2].
Se sabe que entre 500.000 y
1.000.000 de tutsis fueron masacrados
en tan poco tiempo, y que hubo cientos de miles de ataques sexuales de increíble
crueldad, en lo que constituyó una de las características distintivas de la
terrible masacre silenciada[3].
La matanza exhibe, no obstante,
otra particularidad que debe ser advertida inicialmente, por su importancia
decisiva en el conflicto, cual es la conducta intencionadamente omisiva de las
grandes potencias mundiales (en especial los otrora países coloniales y los
Estados Unidos), el fracaso de la ONU y la fatídica participación activa
francesa que terminó siendo una de las precondiciones que más certeramente
ayudan a comprender el exterminio[4].
De hecho, actores internacionales
indudablemente poderosos optaron por omitir el término “genocidio” para aludir
a la cuestión de Ruanda, en un intento reiterado -como hemos visto- de negación de
este tipo de delitos.
Fue así que a los representantes
del Departamento de Estado solamente les estaba permitido hablar únicamente de
“actos de genocidio”[5],
como manera de desfigurar la verdad
histórica, de la que sobraban las evidencias, e intentar atenuar la responsabilidad política
norteamericana por no intervenir en la crisis de los grandes lagos, seguramente
en razón del altísimo costo político recientemente pagado por la misión
estadounidense en Somalia durante la administración Clinton.
Este es otro ejemplo de una de las
continuidades que caracterizan a los genocidios y que Rita Kuyumciyan explora refiriéndose al caso
armenio: la negación[6]. “¿Un
millón de muertos en cien días y el mundo no sabía nada? Desde la
independencia, en 1962, todos los que se interesaban en Ruanda sabían que algo
se estaba tramando. La indiferencia, la ceguera y los intereses de las grandes
potencias se entramaron de tal modo que resultó imposible impedir uno de los
genocidios más fulgurantes de la historia. A una década de los hechos, las
autoridades ruandesas se esfuerzan por recomponer el país en un contexto
regional complejo, mientras las potencias asumen tibiamente su responsabilidad”[7].
Si bien la ejecución propiamente dicha de las matanzas fue
llamativamente vertiginosa, las condiciones políticas previas permitían prever
una situación altamente conflictiva y violenta en el país.
En primer lugar, el legado del colonialismo, las
rivalidades entre las propias potencias,
y el cambio en la relación de fuerzas internas entre los hutu y los tutsi, fueron elementos absolutamente visibles, al igual que las
crecientes tensiones racistas que agravaban la convivencia entre ambos grupos.
Justamente, otra de las connotaciones que distinguieron al
genocidio ruandés tuvo que ver con la cantidad de masacres previas, acaecidas
durante largos treinta años, desde 1964 hasta 1994, y con la alternancia en la
condición de atacantes y víctimas, siempre entre los mismos involucrados[8].
De hecho, los hutu más radicalizados llevaron a cabo una
suerte de ensayo previo del genocidio, al aniquilar entre 1990 y 1993, en el
noreste de Ruanda, a alrededor de 2000 tutsi, sin que esto llamara tampoco la
atención.
De haberse atendido esta larga escalada de atrocidades con
cíclicos cambios de roles, pero crecientes niveles de odio entre los dos grupos
en pugna, la prevención del genocidio hubiera sido posible o, al menos, su
saldo trágico se hubiera acotado.
Algo parecido a la culpa, no obstante, pareció ponerse de
manifiesto en los líderes de algunos países con intereses directos en la
región, una vez finalizado el martirio y conocidas sus verdaderas consecuencias
por el resto del mundo: “Tratándose del genocidio, año tras año los
sobrevivientes y el gobierno ruandés experimentan el sentimiento de haber
logrado el reconocimiento internacional. Fue espectacular el pedido de perdón
del primer ministro belga Guy Verhofstadt,
en ocasión de la conmemoración del año 2000. De los países implicados en la
historia del genocidio, sólo Francia se ha mostrado reservada”[9]. “El
deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales
parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional;
una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes
se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de
culpabilizar que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones
políticas con las antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de
la memoria, individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni
mediante una puesta en escena oficial ni a corto plazo”[10].
En una conmemoración posterior del
holocausto ruandés, llevada a cabo en el año 2003, el Presidente Kagame deploró el “nunca más” que la
comunidad internacional había declarado desde la Shoah, mientras los ruandeses
habían sido literalmente abandonados a su suerte en 1994, cuando no estimulados
a iniciar o continuar el genocidio[11].
Estando presente en ese acto el
Ministro belga de Relaciones Exteriores, el mandatario señaló en tono enérgico
que Ruanda habría de hacer todos los esfuerzos para sancionar y combatir a
aquellos que, desde adentro o desde afuera del país, quisieran retrotraerlo a
una situación de violencia análoga a la que conmemoraban en ese momento y que,
en el país de los grandes lagos, el nunca más debería traducirse en
hechos. Kagame ganó las siguientes
elecciones con el 95% de los votos[12]: “El
deliberadamente ruidoso recuerdo de las responsabilidades internacionales
parece tener como finalidad última la reafirmación de la soberanía nacional;
una manera de decir: “Después de lo que pasó, y vista la manera en que ustedes
se comportaron, no pueden darnos lecciones de moral”. Se trata menos de culpabilizar
que de postular la posibilidad de otro tipo de relaciones políticas con las
antiguas potencias coloniales. Queda la dolorosa cuestión de la memoria,
individual o colectiva, que evidentemente no puede resolverse ni mediante una
puesta en escena oficial ni a corto plazo”[13].
En rigor, el genocidio ruandés fue
también -y he aquí otra de sus
singularidades- una suerte de “tierra de nadie” en materia de la escasísima
atención que le prestaron las grandes cadenas empresariales del periodismo
mundial.
Los sucesos, en general, fueron
aludidos caprichosamente como “luchas interétnicas” o “guerras tribales”, tan
ininteligibles para el gran público como para los propios analistas, los
corresponsales y los enviados especiales, en una práctica que roza los niveles de
complicidad, y que se reitera en todos aquellos acontecimientos históricos
respecto de los cuales al imperio le interesa que se conozca poco y,
generalmente, de manera fragmentaria y sesgada, en una típica actitud
etnocéntrica que ya ni siquiera causa asombro ni genera mayores
cuestionamientos[14]:
“En
México, un amigo mío trabajaba para las cadenas de televisión estadounidenses.
Me lo encontré en la calle, filmando unos enfrentamientos entre los estudiantes
y la policía. “¿Qué pasa, John?”, le pregunté. “No tengo ni la menor idea”, me
contestó sin dejar de filmar. “Yo sólo registro, me conformo con captar
imágenes; después las mando al canal que hace lo que quiere con este material”.
La ignorancia de los enviados especiales sobre los acontecimientos que deben
describir es a veces pasmosa. En ocasión de las huelgas de Gdansk de agosto de
1981, donde nació el sindicato Solidaridad, la mitad de los periodistas
extranjeros que fueron a Polonia a cubrir el incidente no sabían situar a
Gdansk (ex Danzig) en el mapamundi. Sabían todavía menos sobre Ruanda, en
tiempos de las matanzas de 1994. La mayoría de ellos ponían por primera vez un
pie en el continente africano y habían desembarcado directamente en el
aeropuerto de Kigali, en aviones fletados por la ONU, sabiendo apenas dónde se
encontraban. Casi todos ignoraban las causas y las razones del conflicto”[15].
Ahora bien, para entender cuáles fueron las verdaderas
causas y razones del conflicto, hay que atender a factores que vienen desde el
fondo de la historia de estos pueblos. La forma absolutamente arbitraria como
las potencias coloniales dividieron artificiosamente los territorios africanos,
disciplinando por la fuerza una convivencia forzada entre grupos que tenían
viejos antagonismos, no puede obviarse al momento de realizar una primera
mirada sobre el tema.
Los hutus (a
quienes se llamaba “los bajos”, como una desmañada manera de acentuación de
diferencias raciales dudosas) era la “etnia” mayoritaria en la región
(alrededor del 84% de los habitantes ruandeses), mientras los tutsis (denominados “los altos”)
componían alrededor de un 15% de la población[16].
En este sentido, a diferencia de lo ocurrido en otros
genocidios, en el caso de Ruanda ambos grupos tenían una cultura común,
hablaban la misma lengua, profesaban la misma religión católica[17]
(a cuya jerarquía se atribuye, también en este caso, un rol lamentable de
profundización y agudización de las contradicciones), conservaban las mismas
costumbres y organización social[18].
Tal como fuera observado por especialistas, otro de los
rasgos salientes de la cuestión ruandesa era que los agresores y las víctimas
pertenecían, en realidad (y prescindiendo de la exaltación inconsistente de
supuestas diferencias que estalló cuando el conflicto era inevitable), al mismo
grupo etnocultural[19].
Los enfrentamientos se hicieron particularmente más
violentos a partir de la descolonización belga en 1962, oportunidad en que una
multitud de tutsis debieron huir a Uganda perseguidos por los hutus, que
intentaban vengar una situación de sometimiento que habían padecido por años
durante la monarquía feudal de aquellos, que en la práctica habían conformado
una estructura y relaciones sociales de predominio sobre la mayoría hutu
(compuesta por más de siete millones de personas)[20].
Aparentemente, entre esos miles de refugiados estaban los
que, siendo por entonces niños, volverían treinta años después -ahora anglófonos y, por lo tanto, fuertemente incorporados
a la cultura anglosajona-, en 1990, a intentar exitosamente recuperar la
primacía perdida, integrando el Frente Patriótico de Ruanda (FPR), que se
trabaría en feroz lucha con el gobierno de la mayoría hutu, ayudado económica,
logística y militarmente por el gobierno socialista de Miterrand, que inclusive
había entrenado a sus tropas.
Según algunos analistas, el papel que cumplió Francia
durante el conflicto fue la precondición indispensable para el estallido del
genocidio. Una vez producida la invasión del país en octubre de 1990, los
tutsis del FPR y el Gobierno del presidente hutu, Juvenal Habyalimana,
protagonizaron tres años de permanente tensión que culminaron con los acuerdos
de paz de Atusha, formalizados en 1993[21].
Paradójicamente, el colapso de los acuerdos, destinados a
lograr un poder compartido en una proyectada democracia multipartidaria, desató
las más violentas pulsiones de muerte y fue entonces cuando el ejército hutu
decidió apelar a lo que denominó “opción cero”, que no era otra cosa que el
aniquilamiento de los tutsis[22].
Los sectores más radicalizados de los hutu temieron que los
acuerdos significaran el principio de la
restitución de la monarquía tutsi, y se lanzaron a resolver el conflicto
mediante una campaña de exterminio generalizada[23]: “En agosto de 1993, bajo presión
de los prestamistas internacionales, se firmaron acuerdos de paz en Arusha,
Tanzania. Estos acuerdos preveían la instalación de un gobierno de transición,
en el que estaría representado el FPR junto a la oposición política, con la
garantía de una fuerza de paz de la ONU. En ese momento sólo los diplomáticos
extranjeros se mostraban optimistas. Tanto que los países miembros del Consejo
de Seguridad pensaron que era suficiente dotar a Ruanda de un destacamento de
2.548 hombres (en lugar de los 4.500 que reclamaba el comandante de la Misión
de Naciones Unidas en Ruanda (MINUAR), el general canadiense Romeo Dallaire) y limitaron su acción al
capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas, que prohíbe recurrir a la fuerza.
Es cierto que Ruanda, pobre y aparentemente desprovista de interés estratégico,
sufrió el contragolpe de la derrota de Estados Unidos en Somalia unos meses
antes, y también que nadie, aparte de los belgas y los franceses, deseaba
comprometerse realmente”[24].
Durante la noche del 6 al 7 de abril de 1994 se desató formalmente
la masacre. El avión en el que viajaba el presidente de Ruanda y su par de
Burundi fue derribado y el incidente que costó la vida de ambos mandatarios
aceleró las operaciones de asesinatos de tutsis y hutus moderados que se
resistían a sumarse a las fuerzas agresoras[25].
El presidente Habyarimana,
de fuertes lazos con su par francés Francois Miterrand, había evolucionado definitivamente hacia una
postura intransigente, al punto de llegar a liderar junto a su esposa y otros
referentes políticos el misterioso comando akazu (pequeña casa), conformado por grupos de elite decididos a
llevar a cabo el genocidio por todos los medios[26].
Dos días después del atentado, se formó un nuevo gobierno interino que contaba
con el apoyo de oficiales del ejército de Ruanda y agrupaba a los sectores
extremistas hutus[27].
El akazu y otros sectores radicalizados del nacionalismo hutu, entre la que es dable destacar por
su ferocidad a la CDR (Coalición para la Defensa de la República) hicieron
especial hincapié en el fortalecimiento de la propaganda y la instigación al
aniquilamiento de los tutsis, para lo que utilizaron, básicamente, tres medios
de comunicación hegemónicos: a) la radiodifusora estatal Ruanda; b) la difusora
privada RTLM (Radio Televisión Libre del Milles Colines); c) la revista Kangura[28]
.
La difusión de la propaganda antitutsi fue feroz y alcanzó ribetes increíbles de agresividad y
racismo. Además de instalar el miedo respecto de una supuesta campaña militar
de los altos, que eran denigrados con apelativos tan insultantes como
“cucarachas” o “raza de víboras”, estimulaba el odio hacia este grupo
minoritario[29].
Esas manifestaciones claramente racistas fueron condenadas
por la Comisión Internacional de Juristas, a la vez que diputados belgas
advirtieron sobre los contenidos hitlerianos de la revista kangura[30].
Estas operaciones psicológicas preparaban el terreno para
el ataque, mientras se iba consiguiendo la aceptación y el apoyo de
profesionales, docentes, líderes religiosos e intendentes. Los futuros
participantes en las misiones de exterminio, recibían un constante repiqueteo
ideológico que debe ser contextualizado previamente para poder alcanzar una
dimensión de su influencia.
En regiones como África, y particularmente en la zona de
los grandes lagos, no resulta correcto
extrapolar conceptos como los de la “sociedad de la información y el
conocimiento” o la sociedad de medios. La mayoría de la gente no accede a la
televisión en sus hogares, y si lo hacen la oferta de las programaciones es
limitada; muchas emisoras de radio funcionan pocas horas al día; los periódicos
son escasos y la Internet no está al alcance de la mayoría de la gente, en un
país donde el 60% de sus habitantes se encuentra bajo la línea de pobreza.
En ese marco de referencia hay que valorizar la influencia
de los medios de comunicación en poder de los hutu, y la penetración ideológica
que los mismos son capaces de causar en la población. Los aparatos ideológicos
del Estado, quizás en este caso más claramente que en ningún otro,
intentaban reproducir un sistema de
creencias y formas de relacionamiento social propias, y destruir
definitivamente aquel que consideraban establecido en un pasado por un grupo
opresor, al que debían aniquilar para reorganizar una nueva sociedad sin su
presencia.
La catástrofe sobrevino con un grado de inclemencia
inconcebible. A la impresionante cantidad de asesinatos producidos con
machetes, ejecuciones y torturas, se sumaron operaciones de inanición de
decenas de miles de personas que fueron hambreadas deliberadamente hasta morir,
entre 250.000 y 500.000 violaciones, reiteradas tantas veces hasta que las
víctimas murieran, o con el objetivo explícito de transmitirles enfermedades incurables,
mutilarlas horriblemente o enterrarlas finalmente en fosas comunes[31].
El genocidio de Ruanda reconoció -como describe Feierstein- los habituales momentos de
una primera construcción negativa de la otredad, adjudicando a los enemigos la
condición de portadores de todos los males (raciales, culturales, físicos); una
segunda fase de hostigamiento, que en el caso de Ruanda se confunde con
ejercicios preparatorios que incluyeron multitudinarias matanzas; luego un
aislamiento de las futuras víctimas que no pudieran huir a tiempo o prever la
magnitud del ataque que se urdía; un cuarto momento de resquebrajamiento
sistemático, físico y psíquico, deteriorando las condiciones de existencia
antagónica; luego, el aniquilamiento material y, finalmente, la “realización
simbólica” de las prácticas genocidas; esto es, lo que concierne a los modos de
representar y narrar la materialidad de la experiencia[32].
Me permitiría agregar a estas etapas, un último momento
adicional: aquel que en criminología se denomina “técnicas de neutralización” (el único tramo
en que no participó la prensa adicta a la masacre), donde el negacionismo es uno
de los elementos que, si bien no agota el entramado de excusas posibles por
parte de los perpetradores para encubrir este tipo de delitos, resulta
fundamental en toda ideología genocida, porque intenta hacer desaparecer
a las víctimas o negar su existencia[33].
Cuando nos planteábamos cuáles eran las explicaciones que
podían encontrarse a las conductas de los genocidas argentinos, de alguna
manera arribábamos a conclusiones donde ya se implicaba el aprendizaje de las
mencionadas técnicas de neutralización.
Cuando un individuo comete un delito -cualquiera de ellos, y sobre todo cuando se trata de las
más graves afrentas, como en estos casos- puede que no solamente se acoja a un
valor normativo distinto de la cultura dominante o de los estándares de
convivencia socialmente aceptados, sino que
el infractor participe de la idea
de que un determinado problema o necesidad puede ser superado a través
de la ofensa.
En esteúnico caso, la persona -no obstante
haberse socializado con arreglo a determinados valores- acepta que en
determinados contextos de excepción es posible vulnerar esos códigos
apelando a dichas técnicas de neutralización, acaso únicamente en determinadas
situaciones, o solo con respecto a ciertos delitos, o con relación a
determinadas víctimas. Pero, en definitiva, lo acepta[34].
La emergencia, la excepción como construcción alternativa
del Imperio, es un dato objetivo que no solamente sirve para justificar la
guerra, sino también los delitos que en ella se cometen, como ya hemos visto.
Según Larrauri-Cid,
las técnicas de neutralización consisten, generalmente, en: a) negar la responsabilidad en el o los
hechos delictivos; b) negar la existencia de un daño producido por la ofensa;
c) negar la existencia de una víctima, o, en este caso, de un determinado
número de víctimas; d) condenar a los que te juzgan; y e) apelar a lealtades superiores[35].
Si analizamos, en líneas generales, las justificaciones de
los perpetradores posteriores a los genocidios, veremos que estas explicaciones
se repiten como regularidades de hecho, en un continuo de argumentaciones que
admiten una matriz común.
En la experiencia argentina, estas técnicas se expresaron
en la “obediencia debida”, la “campaña
antiargentina”, el cuestionamiento del número de víctimas o desaparecidos, la
idea de “guerra antisubversiva”, el agradecimiento de que deberían haber sido
objeto los genocidas, trocado groseramente por la “ingratitud social y
política”[36], o la “farsa” de los juicios llevados a cabo por los que
“perdieron la guerra” en el campo militar.
Como se observa, si bien existe un negacionismo, en las
retóricas genocidas aparece mucho más que eso. Irrupe un comportamiento que es
explicable con arreglo a las teorías criminológicas. Una conducta que comprende
las excusas de cualquier criminal. Una forma legitimante de leer las conductas
delictivas, por parte de los propios delincuentes[37].
Si se revisa el comportamiento ulterior de los más
encumbrados jefes del ejército de Ruanda, que tuvo una participación
preponderante en el aniquilamiento, observará que generalmente se amparan en lo
que para ellos es tan sólo “una campaña para empañar la imagen de Ruanda”[38],
una técnica de neutralización y negación muy similar a la que intentaron los
genocidas argentinos y algunos jerarcas nazis.
Si analizamos las declaraciones de los principales
operadores propagandísticos del régimen, dueños de medios de comunicación o
comunicadores destinados a profundizar el odio racial hacia las víctimas, veremos que los acusados, en su defensa,
argumentaron desconocer la fuerza de las palabras pronunciadas en los medios de
comunicación, llegando incluso a afirmar, como en el caso de Jean Bosco Barayagwiza, que nunca tuvo conciencia
de ello. Si fuera necesario, habría que recordar la elocuencia de algunos de
los “códigos de muerte” repetidos hasta el cansancio durante meses: “Hay que derribar más árboles, aún no hemos
derribado suficientes” o “las cucarachas deben morir”[39].
[1] Robert, Anne-Cécile: “Convivir
con el genocidio”, Le Monde Diplomatique (el dipló), Número 13, Julio de 2000,
pp. 30 y 31.
[2] Straus,
Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios sobre
Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9.
[3] Straus,
Scott: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios
sobre Genocidio”, Volumen 3, Eduntref, noviembre de 2009, p. 9
[4] Braeckman, Colette: “A 10 años
de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de
2004, pp. 21 y 22.
[5] Straus,
Scout: “Ruanda y Darfur: un análisis comparativo”, en “Revista de Estudios
sobre genocidio”, Editorial Eduntref, Volumen 3,
noviembre de 2009, p. 18.
[6] “El primer genocidio del siglo XX. Regreso de la memoria armenia”,
Editorial Planeta, Buenos Aires, 2009,
pp. 161 y ss.
[7] Braeckman, Colette: “A 10 años de un genocidio
anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y
22.
[8] Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 110.
[9]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el
Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23.
[10] Kagabo, José: “El sentido
de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de
2004, p. 22 y 23.
[11]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde Diplomatique (“el
Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, p. 22 y 23. Era esperabele. En la dinámica
colonial, los recursos de los países oprimidos condicionan las acciones de las
metrópolis. Agotados éstos o superados por nuevas lógicas del mercado
internacional, a las víctimas sólo les espera el olvido y el abandono. O, lo
que es peor, el genocidio.
[13]
Kagabo, José: “El sentido de una conmemoración”, Le Monde
Diplomatique (“el Dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 22 y 23. Es que la
responsabilidad belga y de las demás potencias coloniales no podía ser más
nítida en la tragedia ruandesa. Es obvio que nada podía esperarse de las
mismas, y mucho menos postulaciones éticas o recetas políticas,
institucionales, económicas o jurídicas para salir de semejante crisis
provocada.
[14] Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los
medios reflejan la realidad del mundo?”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº
3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[15]Kapuscinski, Ryszard: “¿Acaso los medios reflejan la realidad del mundo?”, Le
Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 3, Septiembre de 1999, pp. 26 y 27.
[16] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 112.
[17] De hecho, el sacerdote Emmanuel Rukundo fue condenado a 25 años de
cárcel por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) al encontrarlo
culpable de agresiones sexuales y genocidio: “Los actos de Rukundo formaron
parte del genocidio. Mientras cometía estos crímenes, tenía la intención de
destruir [...] el grupo étnico tutsi”, conforme da cuenta el Diario “El País”,
de Madrid, en su edición del 27 de febrero de 2009.
[18]
Dadrian, Vahakn N: “Configuración de los genocidios del siglo
veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La
administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos
Aires, 2005, p. 109.
[19] Dadrian, Vahakn N:
“Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y
ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 109.
[20] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos” Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[21] Alvarado, Ester:
“Ruanda, la historia real”, edición del diario El Mundo de Madrid, del 23 de
Febrero de 2005.
[22] Esta minoría, “que en 1994, representaba el 15% de la
población, con 1.250.000 personas, en 1994 quedó reducida a 300.000 después de
la masacre”, señala Zaffaroni en
“La Palabara de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 426.
[23] Braeckman, Colette: “A
diez años de un genocidio anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº
57, marzo de 2004, pp. 21 y 22.
[24] Braeckman, Colette “A diez años de un genocidio
anunciado”, Le Monde Diplomatique (“el dipló”), Nº 57, marzo de 2004, pp. 21 y
22.
[25]
Alvarado, Ester: “Ruanda, la historia real”, edición del diario El
Mundo de Madrid, del 23 de Febrero de 2005.
[26] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos
armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la
modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 118.
[27] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[28] Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios
del siglo veinte. Los casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein, Daniel (compilador):
“Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial
Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La Radio Televisión Libre del Milles
Collines, una de las emisoras
con más audiencia del país, transmitió entre 1993 y 1994 una prédica
sistemática antitutsi, promoviendo la diferenciación y el odio racial,
utilizando música de Zaire y programas con una dialéctica claramente racista,
llamando a la población hutu a "erradicar la invasión asesina de los
tutsis", a quienes descalificaba llamándolos "parásitos” y
“cucarachas”.
[29] Dadrian, Vahakn N.:
“Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos armenios, judío y
ruandés”, en Feierstein, Daniel
(compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”,
Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115.
[30] Dadrian,
Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los casos
armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la
modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 115. La
revista Kangura se refería a los Tutsis como una amenaza "chupasangre",
como enemigos deshonestos y perversos y se alentaba a los hutus a armarse para matarlos.
[31]
Dadrian, Vahakn N.: “Configuración de los genocidios del siglo veinte. Los
casos armenios, judío y ruandés”, en Feierstein,
Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la
modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, pp. 116 y 117.
[32] Feierstein,
Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2008, p. 216 a 239.
[33] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 458.
[34] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar,
2011, p. 453.
[35] Larrauri,
Elena - Cid Moliné, José: “Teorías
criminológicas”, Editorial Bosch, Barcelona, 2001, p. 104.
[36] “Documento
Final de la Junta Militar”, del 28 de abril de
1983, citado por Feierstein,
Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2008, p. 264.
[37] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 453.
[38]
Declaraciones
efectuadas a la agencia AFP, por parte del portavoz del ejército ruandés, el
mayor Hill Rutaremara, publicadas por el diario Página 12, de Buenos Aires, en
su edición de 10 de febrero de 2008: “Madrid comenzó a juzgar los genocidios
de Ruanda y Guatemala”.
Respecto de las posibilidades de prevención de los crímenes de masa, se ha aceptado que "la Criminología,
hasta hoy, no había estudiado este delito, refiriendo entonces que el gran
desafío para la criminología en el siglo XXI es el crimen de Estado, por ser el
que más vidas sacrifica, más aun en tiempos en donde el terrorismo resulta ser
la excusa más utilizada por el Estado para reprimir, torturar y matar gente”[1].
Una de las tareas que dota de sentido a la Criminología y
se transforma en uno de sus objetivos fundamentales es, precisamente, la
formulación de estrategias para prevenir las situaciones sociales
problemáticas, en particular aquellas creaciones culturales denominadas delito.
En esta implicación entre Criminología y genocidio, que
estamos intentando describir, es inevitable recorrer las alternativas que en
materia de prevención de este delito es posible articular desde la comunidad
internacional, teniendo a la mano los datos objetivos de la experiencia
histórica de los últimos dos siglos, jalonada por una multiplicidad de
horrendos crímenes masivos, frente a los cuales las respuestas jurídicas y
sobre todo criminológicas -debemos admirlo- no han estado a la altura de lo que
podría reclamar una ciudadanía universal en completo desarrollo[2].
Prevención del delito y reacción social (en este caso,
reacción de la comunidad internacional) son dos conceptos criminológicos
inescindibles, que deberemos tener en cuenta al momento de intentar dilucidar
la factibilidad de la articulación de un sistema de prevención de crímenes
contra la humanidad y genocidio.
Hemos ya mencionado el sesgo punitivista, prevencionista y
retribucionista, que generalmente ha caracterizado al sistema penal
internacional, la justicia universal y los sistemas internos de los
Estados-nación, en aquellos contados casos donde este tipo de hechos aberrantes
han sido juzgados.
Por lo tanto, la tarea de la construcción de estrategias de
prevención de este tipo de conductas merece un abordaje original, diagnósticos
consistentes y ejercicios de anticipación que prescindan de lugares comunes,
meras expresiones de deseo y rutinas de probada ineficiencia.
Por de pronto, a la luz de la evidencia histórica,
pareciera que, mientras existan experiencias de gestión institucional
autoritarias, el riesgo de este tipo de prácticas sociales podría llegar a
reproducirse e incrementarse.
La democratización de las relaciones humanas, por el
contrario, permitiría incorporar nuevas formas de convivencia, mucho más
tolerantes y horizontales, basadas más en la confianza que en la desconfianza,
y en la percepción del otro como un diverso, pero nunca como un enemigo.
Una prueba de esta hipótesis estaría dada por la cantidad
de prácticas de aniquilamiento que se están dando en el presente, empezando por
Irak y Afganistán y terminando en Darfur.
Lo cierto es que los crímenes de masas son un fenómeno que
ha recorrido el último siglo y lo que ha transcurrido del presente. Las
respuestas institucionales internacionales han consistido en un aumento
exponencial del poder punitivo de los Estados y una ratificación de la
selectividad y asimetría de esos procesos.
Más aún: cuando la respuesta frente a las matanzas
colectivas no han consistido en penas draconianas -desde
Nüremberg hasta la actualidad- ello no ha ocurrido tanto porque se hayan
repensado críticamente esas respuestas neocriminalizadoras, sino por razones
meramente utilitarias.
Esto queda plasmado en las expresiones del Fiscal de la
Corte Penal Internacional cuando explica que en Ruanda “se produjo un verdadero
genocidio. Un millón de personas en tres
meses. Y Ruanda utilizó un mecanismo interesante, que es un modelo de justicia
tradicional para juzgar a miles (en este caso 40 mil) de personas acusadas. La
gente acusada ya había estado presa durante ocho años.Igualmente, era imposible juzgar a cuarentamilpersonas. Entonces, lo que hicieron fue una especie de
reunión comunitaria en que los acusados iban a las comunidades donde habían
cometido los crímenes. Confesaban allí sus crímenes, pedían perdón y los
condenaban a una pena de ocho años de prisión. Pero, como ya habían cumplido
esos ocho años, los dejaban en libertad. Básicamente, esto fue lo que hicieron.
Además, hay investigaciones específicas y todavía hay (actuando para Ruanda) un
tribunal internacional[3]”.
Abstracción hecha de la connotación
utilitarista que subyace en la explicación, es importante recordar que aparece
aquí, por primera vez, el concepto del perdón que, al parecer, adquiere en la
cultura propia una connotación especialísima, como veremos cuando analicemos el
proceso sudafricano.
No obstante esta situación problemática en la que se
encuentra el Derecho penal internacional, insistimos que el objetivo de una
ciudadanía global constituye una utopía proactiva, absolutamente plausible.
Será la relación de fuerzas políticas la que en un futuro
defina su impronta definitiva. La labor de los juristas comprometidos en el
tema estriba en realizar todos los esfuerzos posibles para que el Derecho penal
internacional se democratice y se desarrolle con sujeción a pautas
civilizatorias y humanistas.
Respecto a la cuestión de si los homicidios
masivos los comete el poder punitivo, se estima que ello está “fuera de toda
duda, también es verificable que cuando el poder punitivo del Estado se
descontrola, desaparece el Estado de Derecho y su lugar lo ocupa el de policía
y, además, que los crímenes de masa
son cometidos por este mismo poder punitivo descontrolado, o sea,
que las propias agencias del poder
punitivo cometen los crímenes más graves cuando operan sin contención (…). Por ende, la doctrina penal del Estado de Derecho
bien puede dejar de legitimar la pena y admitir sinceramente que no sabe cuál
es su función, porque sabe que debe contener racionalmente la habilitación del
poder punitivo en la medida de su contra-poder de control jurídico para
preservar el Estado de Derecho y evitar los crímenes de masa. El Derecho penal
sería en el momento político el equivalente del derecho humanitario en el
momento bélico: ambos servirían para contener un factum en la medida de
su limitado poder jurídico de contención (…) ¿Qué legitima al Derecho penal internacional? Si el poder punitivo
internacionalizado se descontrolase, se convertiría en un instrumento
hegemónico de una suerte de Estado policial planetario, que pareciera ser lo que
los críticos de izquierda quieren evitar y los de derecha provocar. Ante este
riesgo, cabe preguntarse si el poder punitivo internacionalizado, dentro de
límites menos irracionales, sería legitimado por alguna contribución positiva -incluso en limitada
medida- a la evolución paulatina hacia una mejor convivencia internacional[4]”.
Por lo tanto, conforme a lo
indicado, resulta que no es posible compartir el rol que se asigna al Derecho
penal internacional en materia de prevención de crímenes de masas. Su legitimidad
se ciñe, hasta ahora, únicamente a intentar que el ofensor no pierda su
condición de persona y a evitar la venganza privada (y pública). Ahora bien, si el Derecho penal,
acotado a una intensidad compatible con un Estado Constitucional de Derecho, no
previene ese tipo de delitos masivos, deberíamos repensar las estrategias
posibles y alternativas de anticipación frente a este tipo de tragedias[5].
La posibilidad de evitar la
venganza o el acotamiento del poder punitivo, para que el sistema penal no se
transforme él mismo en un factor generador de crímenes contra la humanidad, no
son elementos suficientes para prevenir las futuras matanzas ni puede ser el
único objetivo que justifique la existencia de un Derecho penal internacional.
Es indudable que el capitalismo
ha coadyuvado decisivamente a la perpetración de este tipo de delitos con su
impronta de apropiación constante y unilateral de recursos de todo tipo, de
voracidad impiadosa y de violencia infinita.
Pero también durante la
modernidad encontramos genocidios o crímenes contra la humanidad en sistemas de
gobierno no capitalistas (el caso de Camboya y el de la antigua Unión Soviética
constituyen dos buenos ejemplos en ese sentido), por lo que la cuestión no
parece explicarse fácilmente apelando a categorías ideológicas tradicionales,
sino a una permanente disputa por el discurso, por la cultura, por alcanzar
formas de reorganización de las relaciones sociales, generalmente por parte de
grupos hegemónicos débiles que buscan reafirmar su poder antidemocrático
mediante la creación de un chivo
expiatorio y su posterior exterminio[6].
Más aún, si aceptamos que
cualquier tipo de organización social antidemocrática es una condición de
probabilidad cierta de un genocidio, con mayor razón deberíamos tender hacia
formas pacíficas de convivencia porque, de lo contrario, cualquier estrategia
preventiva que no tome en cuenta la necesidad de mayor democracia podría
resultar inviable frente a rebrotes políticos autoritarios.
Todo lo que logremos avanzar en
dirección a un Derecho penal mínimo, caracterizado por una disminución de todas
las formas de violencia en nuestra cotidianeidad (incluida, claro está, y muy
especialmente, la violencia institucional),
debería influir en la obtención de formas distintas de resolución de los
conflictos a nivel internacional.
El genocidio puede explicarse de
muy distintas formas. Pero cualquiera de ellas debería incluir su condición
cultural, su particularidad de ser el producto de una tecnología de poder, que en algún momento de la historia sintetiza
la agudización de contradicciones tan potentes como la desconfianza, la
intolerancia, el miedo y los prejuicios que el
otro nos genera.
El otro, visualizado de esa
manera como una síntesis de los riesgos y peligros que habrían de amenazarnos,
y un unidimensionalismo cultural autoritario, son algunos de los elementos que
tienen la suficiente envergadura como para ser el germen de las más terribles
expresiones de la violencia colectiva.
La batalla cultural por la
desarticulación de estas lógicas castrenses nos incumbe, directamente, a los
penalistas y criminólogos, que durante siglos fuimos portadores de la creencia
de que profesábamos una disciplina neutral y ascética.
En suma, se ha postulado al
respecto: “Desde la actitud de compromiso se objeta que el saber penal nada
puede hacer frente a las decisiones del poder, por lo que es preferible
refugiarse en el compromiso supuestamente pragmático. Esta objeción subestima
el poder del discurso, que es precisamente el que los juristas no deben ceder.
Con el discurso se ejerce poder -los dictadores lo supieron siempre-, aunque no sea
el mismo poder de que disponen las agencias ejecutivas del sistema penal, pero
éstas sin el discurso quedan deslegitimadas y, en definitiva, el poder sin
discurso, aunque puede causar grave daño antes de derrumbarse, no se sostiene
mucho tiempo[7]”.
[1]
Barcesat, Eduardo: Prólogo a la obra “Crímenes de Masa”, de Eugenio
Raúl Zaffaroni, Ediciones Madres de Plaza de Mayo, Buenos Aires, 2010, p. 16.
[2] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 489.
[3] Reportaje a Luis Moreno Ocampo. Edición del Diario “Perfil” de
Buenos Aires, del 15 de agosto de 2010.
[4]
Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es
posible una contribución penal eficaz a la prevención de los crímenes contra la
humanidad?”, Plenario, Publicación de la
Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009,
páginas 7 a
24, disponible en
www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf, publicado
luego como”Crímenes de masa”, en Ediciones Plaza de Mayo, 2010, Buenos Aires.
[5] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, p. 553.
Lamentablemente, creemos que el poder
punitivo internacionalizado se ha descontrolado, acaso como nunca antes, y en
la práctica se ha transformado en un instrumento hegemónico de una suerte de
estado policial planetario, que trastoca la razón y el derecho de una manera
tan descarada como nunca antes lo habíamos visto. Las recientes declaraciones
del Primer Ministro Cameron
respecto de los históricos reclamos de soberanía argentina sobre las islas
Malvinas, adjudicando a un país periférico una conducta “colonial” constituyen
el ejemplo más actual y elocuente respecto de esta preocupante evolución.
[6] Zaffaroni,
Eugenio Raúl: “La palabra de los muertos”, Ed. Ediar, 2011, pp. 448 y 449.
[7] Zaffaroni, Eugenio Raúl: “¿Es
posible una contribución penal eficaz a la prevención delos crímenes contra la
humanidad?”, Plenario, Publicación de la
Asociación de Abogados de Buenos Aires, abril de 2009,
pp. 7 a
24, disponible
en//www.aaba.org.ar/revista%20plenario/Revista%20Plenario%202009%201.pdf
Esta aseveración es crucial, pues supone en alguna medida
poner patas arriba el axioma marxiano
según el cual es la estructura la que condiciona la superestructura. En la
postmodernidad, la aptitud para generar y dominar discursos, la construcción de
una nueva cultura y una nueva ideología, también merecen tentarse como una
forma de revertir las asimetrías planetarias en momentos en que la sustitución
del sistema capitalista, como una búsqueda revolucionaria en sí misma, ha
dejado de integrar la agenda de la mayoría de las “izquierdas”, acaso por la
inédita relación de fuerzas que permite la reproducción y profundización del
capitalismo global, aunque apoyándose cada vez más, y casi únicamente, en la
“razón militar”.
“Las masas latinoamericanas no pueden hacer causa común con los verdugos, porque ellas también están en la lista de las víctimas” (John William Cooke)[1].
La idea convencional de “autogenocidio” responde, precisamente, a las pulsiones de muerte que un Estado lleva adelante respecto de un grupo de su misma nacionalidad, de lo que acabamos de brindar dos ejemplos notorios de la historia reciente en la región Latinoamericana.
La atribución de una otredad negativa remite en este caso a un proceso de destitución de la condición ciudadana, a partir de de una concepción excluyente y estigmatizante, llevada a cabo por razones políticas, sociales, culturales, ideológicas o raciales.
Las víctimas y los perpetradores en estos casos forman parte del mismo grupo nacional. El número de víctimas, en cuanto grupo concebido como antagónico, puede desde luego en estos casos ser minoritario o mayoritario dentro del propio país. Las prácticas genocidas, como hemos visto, se llevan a cabo, de esta manera, mediante ofensas inferidas por nacionales respecto de otro grupo de nacionales, a partir de diferencias construidas y exacerbadas por los propios perpetradores.
Otra posición doctrinal, en sentido disidente, entiende que “la matanza masiva de personas pertenecientes a una misma nacionalidad podrá constituir crímenes contra la humanidad, pero no genocidio cuando la intención no sea acabar con ese grupo nacional. Y la intención de quien elimina masivamente a personas pertenecientes a su propia nacionalidad por el hecho de no someterse a un determinado régimen político no es destruir su propia nacionalidad ni en todo ni en parte, sino, por el contrario, destruir a aquel sector de sus nacionales que no se somete a sus dictados. Con ello, el grupo identificado como víctima no lo es tanto que grupo nacional, sino como un subgrupo del grupo nacional, cuyo criterio de cohesión es el dato de oponerse o de no acomodarse a las directrices del criminal. Un grupo consiste en un cierto número de personas relacionadas entre sí por características comunes que les diferencian de la población restante, teniendo conciencia de ello. Por lo tanto, el grupo victimizado ya no queda definido por su nacionalidad sino por su presunta oposición al Régimen. Los actos ya no van dirigidos al exterminio de un grupo nacional sino al exterminio de personas consideradas disidentes. En suma, no se da la intención de destruir total o parcialmente al grupo como tal, como grupo nacional. Si bastara para calificar las muertes masivas de personas con que las víctimas pertenecieran a una misma nacionalidad, cualquier masacre cometida con la participación o tolerancia del estado se convertiría en un genocidio, lo que ni tiene sentido ni se ajusta a la voluntad de la Convención”[2].
En este sentido se estima que “no es lo mismo querer destruir a una parte de la población que habita en Chile que querer destruir la nacionalidad chilena parcialmente, siendo esto segundo lo que exige el tipo de genocidio (...) Si a ello unimos la exigencia de destrucción y el calificativo “como tal”, deberemos interpretar la destrucción parcial como la destrucción de un subgrupo dentro de una raza etnia, nacionalidad o religión. Dicho subgrupo estará caracterizado por la pertenencia de las personas elegidas como víctimas a la raza, etnia, nacionalidad o religión de que se trate y su delimitación a un determinado ámbito: un país, una región o una comunidad concreta. Ello significa que ha de calificarse de genocidio también el intento de exterminio de todas las personas que pertenecen a un grupo de los protegidos en la Convención dentro de un determinado ámbito, comunidades o territorios, pero siempre que la raza, nacionalidad, etnia o religión sea el factor que caracteriza a las víctimas como grupo contra el que se dirige el plan de exterminio diferenciándose del resto. Si el factor de cohesión que origina la vicitimización es otro diferente ya no estamos ante la destrucción de un grupo nacional “como tal”, ni siquiera parcialmente (…). El criterio que identifica al colectivo como víctima, si es que se puede hablar de víctima colectiva, no es por lo tanto la nacionalidad, sino el hecho de oponerse a la construcción social y política ideada por los golpistas, fuese cual fuese la nacionalidad del que se oponía a esa construcción dentro de la Argentina o de Chile. El concepto de “enemigo” del sistema sin duda se circunscribía a quienes debían formar parte de ese sistema, de la sociedad argentina o chilena, pero en ningún caso se identifica exclusivamente con nacionales argentinos o chilenos y aunque así fuese no iba destinado a eliminar la nacionalidad argentina parcialmente sino a eliminar a los sujetos considerados “subversivos” (…) Los atentados contra líderes sindicales, políticos, estudiantiles, contra ideólogos o todos aquellos que se oponían o entorpecían la “configuración ideal de la Nueva Argentina” no eran cometidos con la intención de destruir al grupo de “los argentinos”, y buena prueba de ello es que víctimas de la dictadura argentina no fueron siempre personas de nacionalidad argentina (…) Las víctimas en el delito de genocidio deben ser elegidas precisamente por su nacionalidad y con la intención de exterminar dicha nacionalidad”[3].
Se ha entendido asimismo que “el término grupo nacional puede identificarse, bien con el conjunto de personas que tienen la misma nacionalidad en el sentido de pertenencia a un determinado Estado o a un mismo nacionalismo, es decir, a un mismo pueblo aunque éste no se identifique con un Estado. Pero esto no significaría que al grupo nacional haya que definirlo por determinados caracteres de tipo social, ideológico o cualquier otro criterio que no sea una identidad nacional que lo distinga del resto, pues en tal caso, el grupo víctima al que se dirige el ataque, no es ya un grupo nacional, sino un grupo social, ideológico, etc., lo cual, para la autora, estaría excluido del ámbito de protección de la Convención”[4].
Estimo menester aclarar algunos aspectos para intentar delimitar el alcance del concepto de autogenocidio. La primera cuestión a dilucidar estriba en que en el genocidio sujetos pasivos de la acción criminal son los individuos, pero sujetos pasivos del delito son los grupos de víctimas.
Cuando un grupo nacional dominante, que además detenta el poder del Estado, decide la depuración social del propio grupo, en una suerte de automutilación, se comete un genocidio, pero no tanto porque haya un grupo nacional que es depurado, sino porque hay distintos grupos que componen la nación. No habría, de tal manera, un autogenocidio, sino el genocidio de otros grupos nacionales por parte de un grupo nacional[5].
Conforme a lo señalado en materia conceptual y doctrinaria, es necesario recalar de nuevo en un aspecto que hace a la cuestión definicional del grupo, y que no puede en modo alguno soslayarse a riesgo de incurrir en un sesgamiento imperdonable que ponga en jaque cualquier tipo de conclusión sobre el particular.
Por eso, conviene reiterar que, en la medida en que un grupo de personas haya sido identificada por el perpetrador como objetivo de su persecución, y haya definido la pertenencia de la víctima al grupo, esta posibilidad de construcción de la víctima en cabeza del genocida permite incluir en el concepto a aquellos agregados que no han quedado incluidos en los cuatro tipo de agrupaciones enumeradas por el artículo II de la Convención, porque se trata de un proceso unilateral cuyo dominio es ajeno a la víctima.
En este caso, es más correcto, antes que una recurrente discusión bizantina sobre la posibilidad de incorporar grupos de víctimas de prácticas genocidas, dado el tenor acotado de la definición, admitir la existencia de grupos reales y seudogrupos.
Los primeros de ellos, pueden ser también identificados por observadores externos; a los segundos, en cambio, los puede identificar únicamente el genocida. El observador externo también puede identificarlos, pero una vez comenzada la agresión, e inclusive muchos tiempo después de finalizada la misma.
Como bien se ha señalado, los “enemigos del pueblo”, victimizados como tales por los perpetradores de las prácticas genocidas, se comportan como las víctimas de las cazas de brujas del medioevo[6].
Es posible que, en su proceso de construcción, los genocidas logren el silenciamiento, la aquiescencia, la complicidad o la indiferencia del resto de la sociedad. Que no otra cosa es lo que acontece, habitualmente, con los genocidios políticos e ideológicos, paradójicamente excluidos de la enumeración taxativa de la Convención.
Por ende, si muchos de los procesos genocidas se han perpetrado en la modernidad por razones políticas o ideológicas, victimizando a grupos de la misma nacionalidad que los agresores, el retaceo de la inclusión de este tipo de víctimas en la letra de la ley no puede constituir un obstáculo jurídicamente consistente para abarcar la protección de los mismos como sujetos agredidos.
El ejemplo más acabado de esta configuración fue llevado adelante en Europa por el régimen nazi durante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, se ha destacado[7] que el nazismo llevó al extremo esta conceptualización y se “propuso una limpieza ‘biológica’ absoluta y esto removió y generó una crisis en los propios cimientos de la tecnología del poder”, y luego el autor se pregunta si “no operaba o no opera con la misma lógica la matanza de los grupos políticos opositores en América del Sur, de los inmigrantes africanos en África o en Alemania”[8].
Como ya hemos reseñado, al momento de analizar las prácticas genocidas, es necesario prestar también atención a la evolución que han registrado las grandes matanzas y exterminios a través de la historia. De esa manera, podremos observar más claramente la tajante distinción de la condición de perpetrador y víctima que caracterizaba a este tipo de hechos en el pasado, donde estos últimos grupos pertenecían generalmente a comunidades exteriores a las fronteras de las ciudades e incluso de las ciudades- estados, reinos o imperios.
Estos aniquilamientos se llevaban a cabo, en general, para deteriorar con la matanza el número de potenciales guerreros de los ejércitos derrotados, por motivaciones de expansión territorial, religiosas o económicas, como es el caso de los procesos coloniales que devastaron a los pueblos originarios americanos. Incluso por motivaciones psicosociales asociadas al temor al crecimiento de ciudades-estados rivales que pudieran aprovecharse del ocaso de potencias imperiales, lo que parece explicar, por ejemplo, el ataque y la destrucción de Cartago por parte de los romanos.
No obstante estos antecedentes, a partir del siglo pasado los genocidios victimizaron, en la mayoría de los casos, a grupos nacionales convivientes dentro de las fronteras del mismo Estado agresor, y el objetivo de los agresores comienza a centrarse en la eliminación de grupos -no necesariamente minoritarios, aunque en la mayoría de los casos lo fueran- a quienes se concibe como diferentes por razones étnicas, culturales, políticas o ideológicas que son percibidos como amenazas para los sistemas de creencias hegemónicos.
Por eso es que, con anterioridad a la sanción de la Convención y por la histórica insistencia de Lemkin, al aprobase la ya mencionada resolución 96, la Asamblea General de las Naciones Unidas, hacía referencia a las víctimas del delito de genocidio como integrantes de grupos humanos, sin acotarlos ni especificarlos: “Genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, así como el homicidio es la negativa del derecho a la vida de seres humanos individuales; tal negación del derecho a la existencia repugna la conciencia del género humano, produce grandes pérdidas a la humanidad bajo la forma de cultura y otras contribuciones, y contraría la moral y el espíritu y objetivo de las Naciones Unidas. Muchos de estos delitos de genocidio han ocurrido ante la aniquilación, total o parcial, de grupos raciales, religiosos, políticos y otros. La represión del genocidio es un tema de índole internacional”[9].
[1] “Apuntes para la militancia”, que se puede enciontrar disponible en la dirección siguiente: http://www.causaestudiantil.com.ar/bibliotecavirtual/biblioteca%20del%20pensamiento/cooke%20john%20william%20-%20apuntes%20para%20la%20militancia.pdf
[2] Gil Gil, Alicia: “Posibilidad de persecución en España de violaciones a los derechos humanos cometidos en Sudamérica”, publicado en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia. Año 5, nº 8-C, 1999, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, pp. 505 y 505.
[3] Gil Gil, Alicia: “Posibilidad de persecución en España de violaciones a los derechos humanos cometidos en Sudamérica”, publicado en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia, año 5, nº 8, C, 1999, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, pp. 506 y 507.
[4] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenal online.com
[5] Slepoy, Carlos, reportaje de Emmanuel Taub y Tomás Borovinsky (”La jurisdicción universal, entre el genocidio moderno y los derechos humanos”), en Revista de Estudios sobre Genocidio, dirigida por Daniel Feierstein, Volumen 4, julio de 2010, p. 96.
[6] Chalk, Frank - Jonassohn, Kurt: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 57.
[7] Feirstein, Daniel, “Estructura y periodización de las prácticas sociales genocidas: un nuevo modelo de construcción social”, publicado en revista Índice. Revista de Ciencias Sociales. Discriminación. En torno de los unos y de los otros, Año XXXIV, Nº 20, editado por DAIA Centro de Estudios Sociales, Argentina, 2000, pag. 227.
[8] Feirstein, Daniel, “Estructura y periodización de las prácticas sociales genocidas: un nuevo modelo de construcción social”, publicado en revista Índice. Revista de Ciencias Sociales. Discriminación. En torno de los unos y de los otros, Año XXXIV, Nº 20, editado por DAIA Centro de Estudios Sociales, Argentina, 2000, pag. 227.
[9] Chalk, Frank; Jonassohn, Kurt: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 31.