En lo que supone otro hiato que ha puesto fuertemente en crisis la definición jurídica de genocidio, la cuestión de los grupos protegidos en el artículo II de la Convención merece al menos una referencia circunstanciada.
Dicho texto legal, al definir jurídicamente al genocidio, enumera únicamente a los “grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos” como víctimas posibles de estas prácticas criminales.
Sin perjuicio de esta concepción restringida, muchos autores que han indagado en la génesis del concepto, han acordado que lo acreditado desde el propio juicio de Nüremberg relativo a la persecución y destrucción de agregados humanos comprendía a los opositores políticos, personas de identidad sexual disfuncionales al régimen, o con capacidades diferentes, grupos religiosos y nacionales, los que constituían el universo de casos abarcados por la norma consuetudinaria de derecho internacional que prohibe las conductas descriptas como genocidio[1]: “Tanto en la Resolución 96 (I) de la Asamblea General de la ONU, de 11 de noviembre de 1946, como en los trabajos preliminares de la Convención, aparecía incluido, aunque no de manera expresa, el concepto de genocidio político, que fue finalmente retirado de la redacción definitiva”[2].
Sobre estas bases, la Resolución adoptada el 27 de octubre de 1946 reconocía que “son culpables de crímenes contra la humanidad y son punibles como tales los que exterminan o persiguen a un individuo o un grupo de individuos por razón de su nacionalidad, su raza, su religión o sus opiniones”[3]. “Poco tiempo después, fue convocada en Bruselas la VIII Conferencia para la Unificación del Derecho Penal, que se reunió en julio de 1947, y basó la discusión sobre el alcance de la protección penal, es decir sobre los bienes jurídicos cuya violación debía constituir un crimen contra la humanidad,  adoptando la decisión de retener en la definición los atentados contra los derechos de los individuos y de los grupos perseguidos en razón de sus opiniones de carácter político”[4].
Estas menciones expresas de  grupo perseguido por sus opiniones por sus opiniones políticas, parecía fortalecer la tesis de los grupos políticos como sujetos protegidos en caso de la comisión de crímenes masivos: “De esta recopilación histórica, surge que en la elaboración previa a la Convención sobre Genocidio, la discusión en relación a los sujetos pasivos permitía inferir que la enumeración de los grupos protegidos iba a ser más amplia que la que quedó finalmente redactada, ya que reconocía a otro tipo de grupos, caracterizado como “grupo de opinión”, que sería el antecedente de lo que hoy llamamos “grupos políticos”. Esto demuestra que la comunidad internacional estaba preocupada por encontrar una protección también a estos tipos de grupos”[5].
En general, la mayoría de los expertos han dado cuenta de los riesgos que implica para una debida prevención disuasión y conjuración de los genocidios, la exclusión de los grupos sociales y políticos como víctimas potenciales en la definición legal.
Así, Benjamín Whitaker advirtió, al momento de abogar por una reforma de la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre Prevención y sanción del Delito de Genocidio (conug), que “dejar a grupos políticos u otros grupos fuera de la protección de la Convención ofrece un pretexto considerable y peligroso que permite el exterminio de cualquier grupo determinado, ostensiblemente bajo la excusa de que eso sucede por razones políticas”[6].
Finalmente, como sabemos, la presión de algunas potencias, en especial de la Unión Soviética, para excluir los grupos políticos de la enumeración de agregados protegidos por la futura Convención, produjo la eliminación del texto ulterior de la misma.
Sin perjuicio de ello, parte de la doctrina ha entendido que la definición contenida en la Convención, en tanto no menciona a los grupos políticos, ha optado por  un concepto más restringido que el vigente en el derecho internacional con status de ius cogens, “por lo cual es posible sostener que existe una diferencia de alcance entre el término “genocidio” entendido como norma imperativa del derecho consuetudinario y el que rige a los efectos de la Convención”[7].
La acotada regulación jurídica en materia de grupo de víctimas de genocidio llevó a que el tpir tuviera serias dificultades para encuadrar a los colectivos de víctimas de dicho conflicto.
Es el caso concreto de los “tutsis” de Ruanda (cuya “diferencia” con los “hutus” fue determinadas unilateralmente por los colonizadores belgas en el siglo XX , a pesar que se trataba de grupos que tenían la misma lengua, cultura, religión y sistemas de creencias, por lo que la adjudicación de un carácter étnico del conflicto resultó verdaderamente problemática), para cuya inclusión como grupo de víctimas el TPIR debió apelar a una interpretación virtualmente abierta en la causa Akayesu: “Tales grupos estaban constituidos de un modo permanente y su pertenencia está determinada por el origen, con la exclusión de los grupos más “móviles a los que uno se integra a través del compromiso voluntario individual, como por ejemplo los grupos políticos y económicos. Por lo tanto, un criterio común entre los cuatro tipos de grupos protegidos por la convención sobre Genocidio es que parecería que la pertenencia a dichos grupos no es normalmente objetada por sus miembros, que pertenecen a ellos automáticamente, por su origen, de un modo continuo y generalmente irremediable”[8].
Esta interpretación abierta, si se quiere analógica, fue incluso dejada de lado en procesos posteriores por su difícil compatibilidad con el ya mencionado principio de legalidad en materia penal y procesal.
No obstante, en causas ulteriores, el propio Tribunal terminó admitiendo el carácter subjetivo de toda asignación identitaria, que recae más en el perpetrador que en la víctima (toda una novedad dogmática), abogando por un cierto equilibrio entre parámetros objetivos y subjetivos[9] .
Así, ha resuelto que: “los conceptos de grupos nacionales, étnicos, raciales y religiosos han sido analizados en profundidad y, en la actualidad, no existen definiciones precisas de los mismos aceptadas por la Comunidad Internacional. Cada uno de estos conceptos debe ser evaluado a la luz de un determinado contexto político, social y cultural. Además, la Sala advierte que, a los fines de aplicar la Convención sobre genocidio, la pertenencia a un grupo es, en esencia, un concepto subjetivo más que objetivo. El perpetrador de genocidio percibe a la víctima como perteneciente a un grupo destinado a la destrucción. En algunos casos, la víctima puede percibirse a sí misma como perteneciente a dicho grupo”[10].
De la misma manera, el TPIY determinó que “es más apropiado evaluar la condición de un (…) grupo desde la perspectiva de aquellas personas que desean separar a ese grupo del resto de la comunidad. Es la estigmatización del grupo (…) en razón de sus características nacionales, étnicas, raciales o religiosas percibidas” lo que resulta relevante para la definición de genocidio[11].
El tribunal consideró que las víctimas de la violencia genocida en la ex Yugoslavia, los musulmanes bosnios, conformaban un “grupo nacional” en los términos de la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre Prevención y sanción del Delito de Genocidio (conug).
En este contexto, la Sala de Primera Instancia del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (TPIY) confirmó que la definición jurídica de genocidio deliberadamente excluye a los miembros de grupos políticos[12].
El precedente recorrido de los pronunciamientos de dos tribunales Ad-Hoc no permite extraer conclusiones asertivas sobre el acotado número de grupos protegidos por la Convención. Lo cierto es que los grupos políticos no fueron incluidos en 1948, y desde entonces no se incorporaron a la letra de la Convención de la Organización de las Naciones Unidas sobre Prevención y sanción del Delito de Genocidio (conug).
Las variaciones en los pronunciamientos del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (tpir) y el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (tpiy), desde aquella interpretación amplia realizada por el primero en el caso Akayesu para incluir en el ámbito de protección a todo grupo “estable y permanente”, dan cuenta que el acogimiento de los grupos políticos podría hacerse a través de una reforma o enmienda del texto legal, que tampoco se llevó a cabo en la década del 90, quizás porque, entre otras razones, se entendió que en las últimas décadas, las conductas genocidas no involucraron a grupos políticos y sociales, sino a colectivos nacionales, étnicos, raciales o religiosos[13].
Esta especulación no parece demasiado consistente tampoco, ya que -tal como señala el Informe Whitaker al someter a crítica el artículo II de la Convención sobre la base de los argumentos desplegados por Francia respecto de la necesidad de incluir a los grupos políticos como víctimas posibles de las prácticas genocidas- “mientras en el pasado los crímenes de genocidio se cometieron por razones raciales o religiosas, era evidente que en el futuro se cometerían por motivos políticos (…) En una era de ideología, se mata por motivos ideológicos”[14].
El Código penal francés ha sido coherente con este punto de vista al tipificar en su artículo 221-1 la figura de genocidio adicionando a la definición de la Convención la frase “(…) o bien cualquier otro grupo determinado en base a un criterio arbitrario”, determinado la figura en base a la práctica y no a la víctima, lo que supone un avance indudable en materia de legislación interna[15].
Por otra parte, si se incluyeron en su momento las razones religiosas, no se entiende por qué no hacer lo propio con las políticas, ya que ambas implican, ni más ni menos, que  sistemas de creencias de las víctimas.
Pareciera que las potencias hegemónicas de la posguerra, en previsión de posibles conductas propias futuras, prefirieron sancionar matanzas pasadas, pero ponerse a cubierto de las nuevas formas que podían asumir las futuras.
Estas perspectivas jurídicas y criminológicas, significaron hasta el siglo XXI una mengua efectiva en las posibilidades de prevenir, perseguir y enjuiciar crímenes masivos llevados a cabo respecto de grupos políticos o parte de ellos o de otros grupos contemplados en la norma legal.

[1] Folgueiro, Hernán L., en Parenti,  Pablo; Filippini, Leonardo; Folgueiro, Hernán L.: “Los crímenes contra la humanidad y el genocidio en el Derecho Internacional”,  Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2007, p. 137
[2] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenalonline.com
[3] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenalonline.com
[4] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenalonline.com
[5] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar jurídicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenalonline.com
[6] Whitaker, Benjamin: “Revised and Updated Report on the Question of the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide”, p. 19, citado por Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, Buenos Aires, 2005, p. 35.
[7] Folgueiro, Hernán L., en Parenti,  Pablo; Filippini, Leonardo; Folgueiro, Hernán L.: “Los crímenes contra la humanidad y el genocidio en el Derecho Internacional”,  Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2007, p. 146.
[8]  El Fiscal contra Jean-Paul Akayesu. Fallo, Sala de Primera Instancia I del TPIR, Arusha, 2 de septiembre de 1998 (traducción no oficial), párrafo 515.
[9]  Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 56.
[10]  El Fiscal contra Rutaganda (Causa Nª. ICTR-96-3), Fallo y Sentencia, 6 de diciembre de 1999, f. 373.
[11] Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, 2005, pp. 37 y 38.
[12] Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, 2005, pp. 37 y 38.
[13] Feierstein, Daniel (compilador): “Genocidio. La administración de la muerte en la modernidad”, Editorial Eduntref, 2005, pp. 37 y 38.

[14] Informe E/CN, 4/Sub.2/1985/6 (Informe Whitaker) p. 18 y 19, citado por Feierstein, Daniel: “El genocidio como práctica social”, Editorial Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008, p. 48.
[15] Discriminación punible. Derecho Comparado - Alemania, Argentina, Brasil, España, Francia y México, marzo de 2005 - BIBLIOTECA DEL CONGRESO NACIONAL DE CHILE  Departamento de Estudios y Publicaciones Periódicas316, disponible en http://www.scribd.com/doc/24578229/Discriminacion-punible-Derecho-Comparado-Alemania-Argentina-Brasil-Espana-Francia-y-Mexico-marzo-de-2005-Departamento-de -Estudios-y-Publicaciones
Hace algunos años (no demasiados) la Cámara de Diputados de la Provincia de La Pampa sancionó la Ley N° 1152 (luego derogada), que introducía modificaciones en el Código Procesal Penal, y que tornaba virtualmente no excarcelable el hurto de dos o más cabezas de ganado (hubo otras provincias argentinas que adoptaron regímenes semejantes).
Este  hallazgo de nuestra política criminal, un antecedente procesal del “hurto campestre”, hacía posible que quien resultara acusado de la sustracción de dos ovejas fuera inmediatamente privado de su libertad, pero que, en cambio, un sujeto procesado por abuso deshonesto de un niño,  un desaprensivo "homicida imprudente" de nuestras sociedades de riesgo, o un funcionario acusado de defraudar a la administración pública, podrían esperar seguramente el juicio en libertad. Debía pensarse que, o bien la norma reconocía una clara inspiración en las tradiciones milenarias hindúes, o el sistema penal no hacía sino subrayar su condición de brutal mecanismo de control social formal, definitivamente afectado a la reproducción de las condiciones de producción y explotación de nuestra sociedad.
Por el contrario, ante la evidencia de la desmesura de la norma, los jueces de Instrucción –mayoritaria aunque no unánimemente- decretaron tantas veces su inconstitucionalidad, hasta que el mismo Parlamento (agencia de criminalización primaria por excelencia) debió finalmente derogar la ley. Curiosamente, las entidades ruralistas de la Provincia volvieron a la carga posteriormente, intentando la exhumación de la misma iniciativa mediante expresiones hechas públicas antes de la incorporación al Código Penal de la figura del hurto campestre.
 Eran otros tiempos politicos, por supuesto. Las organizaciones patronales "del campo" podían arrancarle a fuerza de groseros lobbys este tipo de decisiones a una democracia mucho menos consolidada y participativa. Pero es bueno recordar lo que son capaces de producir estos campeones de la democracia, si el Estado retrocede y convalida sus lógicas y sus prácticas regresivas.

“Allá afuera nos quieren prender fuego a todos” (interno de la Unidad 26 de Olmos)
“Hace 5 años que no recibo visitas. Mi esposa me dejó en el 2000 y desde el 98' que no veo a mis hijas” (Interno de la Unidad 26 de Olmos)
La experiencia de la prisión cala hondo en el alma humana. La recurrencia al mayor rigor punitivo, a la doctrina de la “pena justa” o “pena merecida”, en los últimos años, ha causado una inflación carcelaria sin precedentes en todo el mundo.
El denominado capitalismo tardío, entre muchos caracteres que le confieren una lógica paradigmática propia, plantea una tensión dinámica entre un “orden” pretendidamente consensual, que durante más de dos siglos disciplinó al conjunto de las sociedades, y una diversidad sin precedentes, un fraccionamiento simbólico, que coloca a las agencias institucionales frente a la opción de intentar recuperar el orden perdido, o decidirse a gestionar el “caos” que representa la postmodernidad. El fracaso de estas políticas se pone manifiesto a poco que se observe cómo las mismas corren detrás de distintos clamores sociales, construidos de manera episódica y oportunista frente a circunstancias casi siempre cataclísmicas, que dan la pauta de la entidad y las urgencias que plantean las nuevas inseguridades en las sociedades de riesgo del capitalismo en nuestro margen.Las formas de la construcción de una inseguridad limitada a la posibilidad de ser víctima de un delito convencional prdatorio, ha exacerbado a su vez una lógica binaria a la que se recurre invariablemente para resolver los problemas derivados de la conflictividad.
La lógica de la enemistad frente al “peligro” que representa el “otro”.“El otro”, el que puede atacarnos, pasa así a formar parte de las intuiciones colectivas como la síntesis de un proceso de degradación social estructural y se representa como el origen de todos los males. El estado ha convalidado estas intuiciones (sin atender a la siempre difícil convivencia entre el miedo y las libertades), y los medios de comunicación de masas y los sectores políticos conservadores se han encargado interesadamente de crear una opinión pública mayoritaria que convalida decisivamente la asunción de la realidad en términos de enemistad sociológica.
Lo que ocurre justamente porque el estado neoliberal se retroalimenta y legitima en la búsqueda pertinaz de consensos a través de miedos colectivos que faciliten la obtención de protectivos sociales en las instituciones mas visibles del sistema.Así, se ha llegado al desatino político criminal de “hacer algo”, incluso “antes de que pase nada”, afirmado en la convicción de que el infractor, el distinto, el otro, el marginal, “seguramente atacará”. Esta diversidad social, a su vez, coloca al “otro”, al distinto, en una situación de particular vulnerabilidad, la que se hace más evidente en el contexto marginal de sociedades fuertemente fragmentadas, como es el caso de la Argentina. Se lo percibe como un sujeto peligroso, marginal, anómico, que seguramente en algún momento querrá ajustar cuentas con los ciudadanos.Por ende, hay que defender a una sociedad compuesta imaginariamente por ciudadanos inspirados en el cumplimiento de las normas, de esta multitud de excluidos que no respetan las reglas impuestas por los grupos mayoritarios de esa misma sociedad y desafían insensiblemente las bases constitutivas de esa misma sociedad. Se trataría de sujetos que, en términos del funcionalismo sistémico, han fracasado en el proceso fundamental de generación de habituaciones que permite que los hombres coexistan de manera ordenada en una sociedad objetivada; donde los “roles” de cada uno representan un “orden institucional” que se quiebra ante determinadas conductas desviadas. Una vez que esa institucionalidad se quebranta a partir de la infracción, queda abierta de hecho la instancia coactiva contra los transgresores. Nada de realismo sociológico. Los roles son susceptibles de ser adquiridos en el marco de un proceso esperable -y libre- de socialización correcta y por lo tanto, quienes ponen en crisis con sus conductas inadecuadas la institucionalidad, que descansa en el cumplimiento de esos roles, deben ser destinatarios de la coacción social, hayan o no cometido un delito. Porque no se estaría ya en presencia de “ciudadanos”, con los que el estado “debe” dialogar”, sino de “enemigos”, a los que el estado “debe” combatir. Esta recurrencia binaria, ha culminado en la prisionización como respuesta estatal excluyente ante la diversidad, la conflictividad y el delito.
El crecimiento aluvional de la población reclusa, además de su impronta dramática, conlleva otra particularidad que se vincula al impacto que la cárcel ocasiona a quienes han estado padeciendo el encierro institucional. La inserción futura en el mundo libre también pone en crisis, naturalmente, a estos ciudadanos.
Pretendemos mediante este trabajo, que el impacto carcelario se releve también en base a seguimientos e investigaciones cualitativas, basadas en entrevistas, relatos de historias de vida e informantes claves, entre otros medios, que permitan auscultar la influencia que la privación de libertad adquiere en los sujetos, condicionando su futura vida en libertad.
Así, sus intuiciones y percepciones, el cómo y el por qué de sus indagaciones existenciales, resultan insumos indispensables para conocer los “sedimentos” que se anudan en estas instancias transicionales, entre el “adentro” y el “afuera”, posibilitando de esta manera -entre otras cosas- ejercicios de anticipación del estado frente a frustraciones, pérdida de la autoestima, angustia, imposibilidad de construir o reconstituir vínculos futuros, privación relativa, procesos de socialización o inserción en subculturas desviadas, etcétera.
Por ende, la iniciativa propone, entre otros objetivos: a) entender la significación que los internos le confieren a su propia existencia, a su vida cotidiana y a las distintas experiencias en las que interactúan en el día a día; b) comprender la singularidad del contexto en que los reclusos se desenvuelven, y cómo ese contexto influye sobre su cotidianeidad; c) identificar condicionantes e influencias no detectadas ni previstas, y crear nuevos desarrollos conceptuales y teorías explicativas a partir de los mismos; d) interpretar y comprender los procesos que interactúan en un doble condicionamiento, a partir de la privación de libertad, y de cara al mundo libre futuro.
Ahora bien, toda recurrencia a una investigación cualitativa supone, por definición, la recolección inicial de datos, de los que no se dispone. Es lo que de ordinario ocurre en este tipo de pesquisas cuando se sabe poco o nada sobre un determinado tema, cuando el contexto de investigación es comprendido de manera deficiente o incompleta, cuando un fenómeno no puede cuantificarse ( no estamos intentando despejar incógnitas en lo que hace al “cuánto”, sino al “cómo” y al “por qué”), cuando el problema no está aclarado suficientemente, o cuando el investigador infiere que la situación ha sido concebida hasta el momento de manera restrictiva o acotada y el tema requiere su resignificación y actualización, como ocurre en el caso que nos ocupa.
Para recolectar esos datos hemos de apelar a las entrevistas y la observación participante en el campo. Esto implica la necesidad de obtener una aproximación secuencial entre el sujeto cognoscente y los sujetos a conocer, anudando una relación contextual en la prisión que -justamente por las características de este campo- desaconsejan, por ejemplo, la utilización de informantes claves.
La primera dificultad surge cuando la indagación debe hacerse desde el Estado, por parte de un funcionario del propio Estado, con los significados y significantes que -desde lo simbólico- implican prejuicios, antejuicios, sistemas de creencias, reservas y prevenciones que naturalmente los internos pueden llegar a albergar respecto de los operadores de las agencias oficiales.
La sensibilidad de los datos que pretendemos recabar y de las conclusiones que debemos obtener, obligan entonces a construir “desde la nada” (lo que es peor, “desde el Estado”), un “rapport” con los internos a entrevistar que permita la transferencia de esta información sensible.
La segunda dificultad, no menor, se vincula con la necesidad de que las entrevistas permitan una interacción a través del discurso, donde la capacidad de los sujetos a conocer para articular y formular expresividades completas de pensamiento abstracto constituyen un punto de partida inexorable. No cualquier interno podría proporcionar los datos que necesita el investigador.
Por lo tanto, el investigador es responsable de la articulación de un diseño metodológico y de un mecanismo de recolección de datos, observación y entrevistas lo suficientemente consistente, que permita sortear todos estos obstáculos, que desde luego no son pocos ni menores.
Así, concomitante con la aceptación de una invitación para dictar un seminario en el Centro de Estudios de la Unidad 26 de Olmos, comencé a analizar la posibilidad de que ese ámbito pudiera servir como punto de partida para las entrevistas y la observación participante, en el marco de esta investigación.
Los encuentros estuvieron previstos los días miércoles, de 15 a 17 horas, y el número de asistentes era variable (oscilando entre cuatro y veinte asistentes) y heterogéneo (algunos internos tienen muy pocas materias aprobadas y otros están en un grado muy avanzado de la carrera). En esa primera oportunidad me advirtieron de posibles impuntualidades que fatalmente se verificarían en todas los encuentros, “porque acá todo es más lento, vió?”.
En la reunión se trataron temas vinculados a la cuestión criminal y se intentó despejar dudas relativas a contenidos curriculares de las materias de derecho penal que están por rendir los internos en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.
Durante la primera clase, de carácter propedéutico e introductorio, intenté auscultar sus intereses y sus demandas específicas desde el punto de vista académico.
El transcurso de es e primer encuentro sirvió para crear un clima distendido, con una amplia participación de los internos y una exposición holística sobre los problemas más acuciantes desde lo procesal, tales como plazo razonable, medios alternativos de resolución de conflictos, prisión preventiva, discursos punitivos hegemónicos, lógicas de los operadores del sistema, sistema penal juvenil, etcétera.
En este sentido, compartí, hasta donde consideré oportuno, algunos tramos de mis investigaciones, me comprometí a acercarles bibliografía y textos a extraer de revistas electrónicas, y una vez terminada la charla permanecimos atendiendo inquietudes por largo rato fuera de la pequeña aula existente.
Justamente, mientras hablábamos en la clase sobre las narrativas panpenalistas hegemónicas, uno de los internos, estudiante de derecho avanzado (4to año), una persona de más de 30 años, me dijo categóricamente: -“Doctor, pero allá afuera nos quieren prender fuego a todos……..”
Los demás asintieron.
Otro se mostró preocupado por las tendencias recurrentes a bajar la edad de la imputabilidad plena de los niños y niñas en conflicto con a ley penal.
Una persona que representa unos 40 años, al enterarse que yo era pampeano me contó que tenía un hermano trabajando en un campo, en pleno desierto patagónico:- “ Cuando salga voy a ir a ese pueblo. Pero yo tengo reclusión perpetua….”
Un último aporte tuvo que ver con la discriminación que perciben en la Facultad, de parte de alumnos y de algunos docentes: “algunos profesores nos exigen más que a los “estudiantes” porque somos presos, y otros menos porque piensan que nunca vamos a poder ejercer como abogados”.
En esa primera reunión había personas que no cursaban carrera universitaria alguna, pero que venían “a escuchar, porque siempre algo se aprende y porque acá lo que sobra es el tiempo”, dijo un señor mayor, que tenía perpetua y que no intervino durante el encuentro.
Si bien me dijeron que se habían quedado muy contentos con esa primera experiencia, y que este tipo de intercambios les hacía muy bien, el miércoles siguiente solamente había 7 concurrentes.
Llegué ese día mientras los alumnos del centro trabajaban febrilmente revocando las paredes del centro de estudios, próximo a inaugurarse. Me quedé deliberadamente junto a uno de los internos que más entusiasmado lucía de cara a ese acontecimiento.
Me repetía que tener ese lugar era fundamental para proporcionarse un ámbito compatible con el estudio.
Rápidamente me contó: “Hace cinco años que no recibo visitas. Mi esposa me dejó en el 2000 y desde el 98' que no veo a mis hijas”. “La soledad te hace duro, pero te enseña cosas”.
Otro se quejaba porque en el penal en que había estado alojado hasta hacía poco tiempo, debía trabajar “al lado de las bombas, en un lugar cerrado y con un ruido tremendo; que así no podía concentrarse; que ahora era otra cosa”.
Me informan que ese mismo día, uno de los internos había sido llevado a la Facultad porque rendía un examen final de Derecho Notarial, y por eso iba a estar ausente de la clase.
El restante despotricaba contra los defensores y contra la condena que le impusieron, y que tenía esperanzas que “en la Casación me saquen algunos años”.
Esta afirmación hizo que nos juntáramos alrededor de una pequeña mesa los cinco que habíamos quedado. Intenté explicarles las características, avatares, enormes frustraciones y hasta trastornos de todo tipo que el ejercicio profesional depara en materia penal para los abogados, siempre que la misma se abrazara con honestidad, compromiso y dedicación. También les conté que tantos años en ese fuero me habían cansado, que ya no tenía energía para continuar después de casi 28 años de tarea intensa y continua, pero que debía hacerlo por una cuestión de subsistencia. Los noté tan absortos y hasta desorientados con estas confesiones, como poco expectantes con su futura inserción profesional en la sociedad.
Tanto, que cuando salíamos y me acompañaban hasta la puerta, me decían en tono de broma:-“Doctor, no se preocupe, cuando nosotros nos recibamos, nos ponemos a “laburar” con usted y le ayudamos….”
Fue la única -y la última- referencia que escuché relativa al futuro de cada uno de ellos en el mundo libre.







La problemática carcelaria admite un recorrido histórico que no difiere, sustancialmente, de la evolución que en este siglo ha vivido el penitenciarismo en Occidente. Desde el higienismo biologicista que impregnó fuertemente las concepciones criminológicas correccionalistas de la primera mitad del siglo pasado, hasta los discursos legitimantes del nuevo realismo de derecha, el funcionalismo extremo, el nuevo positivismo y el neoliberalismo, hegemónicos en la región hasta hace apenas un lustro, los significados y significantes de la prisión sufrieron importantes modificaciones, que se experimentaron más claramente en las narraciones explicativas de sus funciones explícitas y simbólicas.
El deterioro del ideal resocializador (que mientras influyó en la legislación y la política penales lograron que los grupos profesionales contribuyeran a modificar progresivamente la cultura del castigo)[1], y su sustitución por una concepción de la prisión como ámbito de inocuización y exclusión social de sujetos disfuncionales (desarrolladas a partir de los años 80’ y 98’), aparejaron en todo el mundo un crecimiento desmedido de la población reclusa y una pérdida de terreno de la ideología constitucional de la recuperación de los infractores.
La pérdida de importancia de los expertos en materia político criminal es una de las improntas que caracterizan a la cultura del control postmoderna y explican ese corrimiento de los grandes ejes que justifican la prisión. Esa cultura conservadora descree de las postulaciones del correccionalismo welfarista y plantea un discurso y un conjunto de prácticas neopunitivistas de connotaciones retribucionistas extremas, donde la idea de “pena merecida” ha ganado un terreno innegable.
La cárcel, para estas ideologías “funciona”, pero no para hacer efectivos los paradigmas de resocialización sino para retribuir a los infractores y para aislarlos de la sociedad a la que agredieron.
A estas ideologías se responde modernamente, no obstante, que “el pretendido argumento de la justificación de las medidas inocuizadoras personales por la no reinserción social del delincuente luego del cumplimiento de la pena es una falacia. El derecho penal ha de aspirar a que las penas y las medidas de seguridad se dirijan a la reinserción social de los sujetos. Y, para ello, el legislador penal ha de sancionar los delitos con las penas más apropiadas para tal fin y ha de facilitarse el cumplimiento de la condena, previendo beneficios penitenciarios, etc. Además, han de habilitarse de modo suficientemente dotados los establecimientos penitenciarios (previendo la posibilidad de iniciar estudios en las cárceles, fomentando la especialización en trabajos profesionales, etc.). Si no se consigue hacer realidad el fin de la reinserción social del delincuente. Si no se consigue hacer realidad el fin de reinserción social….., por las razones que fuere –con frecuencia, por una insuficiencia o ineficacia estatal en el cumplimiento de este cometido, y en todo caso no por razón exclusiva o prioritaria del sujeto-, se habrá fracasado en uno de los cometidos que el derecho penal tiene que tender. Pero tal fracaso del sistema no debe ser imputado exclusiva y unilateralmente al delincuente. La pregunta es evidente: ¿ha de verse el delincuente obligado a soportar una nueva sanción penal adicional (de índole inocuizadora personal) por el hecho de –seguramente a su pesar- no haber podido rehabilitarse socialmente?” [2]
En realidad, “todos los textos normativos de nuestro entorno cultural han establecido, con diferentes fórmulas, que la resocialización, la reeducación o la reinserción social constituyen el fin primordial de las penas de encierro”[3], por lo que a las democracias que poseen sistemas penales liberales no les está permitido abdicar de los grandes paradigmas resocializadores.
Se trata, en nuestro caso, de un mandato constitucional explícito.
Es necesario, a la luz de este cuadro de situación, recuperar el valor de los expertos en el plano político criminal, revalorizando y resignificando el valor del tratamiento, la recuperación y la contención de los infractores en un recorrido paradójico de avance hacia el pasado welfarista.
La utilidad y conveniencia del tratamiento y el paradigma resocializador no se discutían durante el auge del correccionalismo, hace más de medio siglo. Ahora debemos pugnar por relegitimar este mandato constitucional frente a los discursos inocuizadores y segregativos, adecuándolo en clave compatible con la realidad de la modernidad tardía.
Por eso, el mandato de las democracias modernas supone contemporáneamente una actualización del concepto mismo de resocialización, y acaso su adecuación lisa y llana. Tenemos elementos objetivos para ser optimistas.
En aval de nuestra convicción, acuden posturas de indudable autoridad intelectual que han ratificado la confianza en la reintegración social de las personas privadas de su libertad, aún en el difícil e inédito panorama carcelario mundial actual.
Así, se ha señalado modernamente también que “la reinserción nos coloca frente a un condenado más real, más concreto; ante un sujeto con muchas carencias, algunas de las cuales tienen su origen en su propia condición de recluso. El sistema penitenciario no puede pretender, ni es tampoco su misión hacer buenos a los hombres, pero sí puede, en cambio, tratar de conocer cuales son aquellas carencias y ofrecerle al condenado unos recursos y unos servicios de los que se pueda valer para superarlos”[4] .
Para estas posturas, de insospechable raigambre humanista y democrática, el reconocimiento científico de que la cárcel no puede resocializar sino únicamente neutralizar, debe ser afrontado con una norma contrafáctica según la cual "la cárcel, no obstante, debe ser considerada el sitio y medio de resocialización" , conforme lo afirma el propio maestro Alessandro Baratta[5].
"La reintegración social del condenado no puede perseguirse a través de la pena carcelaria, sino que debe perseguirse a pesar de ella, o sea, buscando hacer menos negativas las condiciones que la vida en la cárcel comporta en relación con esta finalidad"[6] .
En aras de este objetivo, se debe tender, según Baratta , al principio político de la apertura de la cárcel hacia la sociedad y, recíprocamente, de la apertura de la sociedad hacia la cárcel.
"Uno de los elementos más negativos de la institución carcelaria lo representa, en efecto, el aislamiento del microcosmos carcelario en relación con el macrocosmos social, aislamiento simbolizado por los muros de la cárcel. Hasta que ellos no sean por lo menos simbólicamente derribados, las oportunidades de resocialización del condenado seguirán siendo mínimas”.
Sin embargo, "resocialización" presupone también el concepto de tratamiento, utilizado por la criminología clásica, donde el detenido tiene un papel pasivo y la institución carcelaria uno activo. Por eso, la idea de "reintegración social" que propone Baratta, supone la inauguración de una instancia en la que "los ciudadanos recluidos en la cárcel se reconozcan en la sociedad externa y la sociedad externa se reconozca en la cárcel".
La reintegración se produce no tanto por medio de la cárcel, sino a pesar de ella. La cárcel, de esta manera, implica un medio para reconstruir integralmente, como derechos del detenido, los contenidos posibles de toda actividad que pueda ser ejercida, aún en las condiciones negativas de la cárcel, a su favor. Por tanto, "el concepto de tratamiento debe ser redefinido como servicio".

Baratta, en definitiva, alienta modos y medios de recuperación de los aspectos humanitarios y garantistas del concepto, a través de una readecuación del mismo, reconociendo el ejercicio de sus derechos por parte del privado de libertad y el deber de los estados de garantizar el goce de los mismos.
El costado relevante de esta nueva visión, consecuente con el paradigma constitucional, estriba en que en tanto las visiones tradicionales la relacionan indisolublemente a la pena, ésta la exhibe como autónoma de aquella: “se parte de la premisa según la cual la reintegración social del condenado no puede y no debe hacerse a través de la pena (detentiva), sino, contra la pena, vale decir, contrarrestando los efectos negativos que la privación de libertad ejerce sobre sus oportunidades de reinserción”[7].
De tal suerte que para Baratta la reinserción debe basarse en las siguientes postulaciones:
a. Simetría funcional de los programas dirigidos a ex detenidos y de los programas dirigidos al ambiente y a la estructura social.
b. Presunción de normalidad del detenido.
c. Exclusividad del criterio objetivo de la conducta en la determinación del nivel disciplinario y por la concesión del beneficio de la disminución de la pena y de la semilibertad. Irrelevancia de la supuesta “verificación” del grado de resocialización o de “peligrosidad”.
d. Criterios de reagrupación y diferenciación del tratamiento, independientemente de las clasificaciones tradicionales y de diagnosis “criminológicas” de extracción positivista.
e. Extensión simultánea de los programas a toda la población carcelaria. Independencia de la distinción entre condenados y detenidos en espera de juicio.
f. Extensión diacrónica de los programas. Continuidad de las fases carcelaria y postcarcelaria.
g. Relaciones simétricas de los roles mediante los que interactúan detenidos y operadores
i. De la anamnesis criminal a la anamnesis social. La cárcel como oportunidad general de saber y de toma de conciencia de la condición humana y de las contradicciones de la sociedad.
j. Valor absoluto y relativo de los roles profesionales. Valoración de los roles técnicos y “destecnificación” de la cuestión carcelaria.
“Al modelo tecnocrático no se le pueden dejar la solución de problemas cruciales de la sociedad porque sólo está en posibilidad de desplazar sus términos y de producir soluciones imaginarias al no controlar los problemas, sino al “público” de la política, por lo tanto es útil para reproducir el sistema de relaciones de poder”, concluye el Profesor italiano en la misma obra citada.
Es decir que la reintegración social es una tarea que no solamente involucra a todas las instancias de persecución, juzgamiento y contención, sino a la sociedad en su conjunto.
Se necesita, en consecuencia, una línea de acción política presidida por la idea de disminuir la conflictividad y la violencia en las cárceles, incorporar y luego evaluar sistemática y periódicamente, formas de mediación, composición y restauración de conflictos entre los propios reclusos, intentando incorporar a sus mecanismos de resolución de conflictos herramientas no violentas como principal forma de reintegración social de los internos.
Para eso se torna inexorable un cambio cultural de los operadores de los servicios penitenciarios y la comprensión de que los problemas carcelarios no habrán de resolverse únicamente desde la institución, sino de cara y a partir de una nueva relación con la sociedad.
La dinámica de las interrelaciones entre el estado y la sociedad, entre ésta y la prisión y entre el propio Estado y la cárcel, generan desde siempre diagnósticos desagregados, con una notable insularización del conocimiento objetivo respecto de la cuestión penitenciaria, de sus realidades, variables e incidencias en el resto de la sociedad civil. La cárcel difumina los límites entre sus funciones explícitas y simbólicas, crea mitos, los reproduce y los multiplica. Ese proceso dialéctico impacta decididamente, en la modernidad tardía, en el sistema de creencias de los particulares, y transforma la cuestión criminal en una suerte de botín de guerra susceptible de ser utilizado con fines ideológicos autoritarios.

[1] Garland, David: “Castigo y sociedad moderna”, Siglo XXI Editores, 1999, p.219).
[2] Polaino Navarrete, Miguel: “La controvertida legitimación del derecho penal en las sociedades modernas: ¿más derecho penal?”, Discurso de Investidura como Profesor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Tlaxcala (México), publicado en “El derecho penal ante las sociedades modernas, Ed. Jurídica Grijley, Lima, 2003, p. 128 y 129.
[3] Salt, Marcos, en Salt y Rivera Beiras, Iñaki: “Los derechos fundamentales de los reclusos. España y Argentina” Ed. Del Puerto, Buenos Aires, 1999, p. 171.
[4] Mapelli Caffarena, Borja: “Una nueva versión de las normas penitenciarias europeas”, Revista Electrónica de Ciencias Penales y criminología”, p. 4, disponible en http://criminet.ugr.es/recpc/08/recpc08-r1.pdf
[5] Baratta, Alessandro: “Resocialización o control social. Por un concepto crítico de “reintegración social del condenado”, ponencia presentada en el Seminario “Criminología crítica y sistema penal”, organizado por la Comisión Andina de Juristas y la Comisión Episcopal de Acción Social, en Lima, del 17 al 21 de septiembre de 1990.
[6] Baratta, Alessandro, op. cit.
[7] Baratta, op. cit.