Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

Las premoniciones de Hardt y Negri sobre las tradiciones e instituciones jurídicas globales han quedado demasiado lejos en el tiempo, arrumbadas por el exceso de confianza de algunas de sus formulaciones en “Imperio” y el estado de excepción de naturaleza permanente que el neoliberalismo ha instalado de hecho en las democracias de baja intensidad contemporáneas.

La ONU, desde luego, nunca se propuso ser el epicentro de una construcción jurídica urbi et orbi, de una nueva legalidad mundial o un estado de derecho totalizante sino que, por el contrario, su rol ha adquirido el semblante macabro de una institución sacrificial destinada a reproducir y afianzar la barbarie. Ni el Consejo de Seguridad ejerce una autoridad ni el Imperio pretende representar a los pueblos. Algo similar ha ocurrido con las organizaciones regionales legitimantes. El punto de constatación de esa conducta institucionalizada alrededor de una nueva forma de acumulación y control es la OEA. Su inolvidable protagonismo golpista en Bolivia exime de mayores comentarios y ejemplos.

El colapso de esta enorme maquinaria jurídico-política evidencia el fracaso de una forma de convivencia reguladada por un derecho cuya existencia no ha sido posible verificar, más allá de las interminables alusiones a categorías compatibles con una suerte de saga gutural de especulaciones mágicas, a veces ingenuas, muchas otras pérfidas, pero siempre inexorablemente trágicas. Así, enunciados tales como la democracia, los derechos humanos, la paz, la convivencia, la conservación del ambiente, la equidad, la justicia, el imperio de la ley y el humanismo jurídico se han desvanecido en la atmósfera canalla del capitalismo global. Esta tensión dinámica entre la verdad y las formas jurídicas ha puesto al descubierto el desastre de la obtusa reivindicación de un unilateralismo suicida, de un control social capaz de afrontar cualquier ensayo de razón crítica o ejercicio de rescate de aquellos pensadores eurocentrados que cumplieron el rol de justificar y legitimar la barbarie. Mientras el mundo soporta una veintena de guerras, una violencia institucionalizada, las sociedades más injustas y asimétricas que pudiéramos imaginar y la reposición de la teoría del loco como forma de regular las relaciones entre los países. Nada importante parece emerger de los subsuelos crípticos del pensamiento jurídico tradicional. La glorificación de lo empírico, lo “aplicado”, los pragmático y lo dogmático colonizan el pensamiento de los juristas, transforman lo accesorio en principal e invierten el orden de las urgencias que acucian a miles de millones de sujeto ubicados más o menos cerca del faro ficticio de un iluminismo racissta, colonial y criminal. Nada de esto puede sorprendernos y mucho menos en la Argentina. Las escuelas de derecho han acompañado la fosilización de los contenidos curriculares que se imparten en materia sociológica y filosófica. Los programas de estudio siguieron plagados de unidades curriculares dedicadas a la polémica Kelsen-Cossio, el análisis del patriciado cordobés, las estrafalarias investigaciones sobre la norma jurídica y clásicos tales como Weber, Descartes, Rawls, Kelsen, Smith, Durkheim, Fucito, Ves Losada, etcétera. Para ponerlo en contexto, estos autores habitan los programas de estudio desde que China inició el medio siglo de transformaciones más aceleradas que recuerda la humanidad. Ese proceso de vertiginosos cambios que se iniciaron con Mao y hoy continúan con Xi Xing Ping fueron acompañados de una era de hielo epistémica inconmovible. Lo paradójico es que las sedes en las que han hecho pie distintos asentamientos del importantísimo Instituto Confucio no han podido abrirle sus puertas al pensamiento decolonial, al propio derecho chino, a la sabiduría árabe o bantú. Si albergan alguna duda, inicien la búsqueda de las obras de Kusch, de Dussel, de Fanon o de Ibn Jaldun en esos catálogos. La mención que convoca a los chinos no es un producto apresurado del azar. Es la consecuencia resumida de un proceso de reflexión luego del cual no imagino, en el nuevo mapa mundial que contiene a la Argentina del eterno retorno y la crisis perpetua que otra potencia pueda socorrernos con semejante disposición de complementariedad, conocimientos y medios. En todo caso, el problema más grave no es el inocuo arrebato mañanero sino el exiguo plazo que nos asiste para articular salidas unitarias.