Por Eduardo Luis Aguirre

Hace ya varios días, en el programa La Base, que conduce Pablo Iglesias, el periodista Manu Levin analizaba y sacaba a la luz la relación de los grandes medios de comunicación con policías que cumplían a la vez con un doble rol de escribas e informantes. El primer caso que mencionaba era emblemático. La propia policía era quien agradecía el cometido y los servicios de un miembro de la redacción de un periódico. Más grave era aun que el agradecimiento policial estuviera cifrado en que el supuesto periodista se dedicaba a dar la versión de la policía en hechos de diferente conflictividad social. Sobre todo si, como acontecía en este supuesto, la laberíntica estructura que daba por tierra con el rol fundacional del periodismo se produjera en uno de los medios escritos más influyentes de habla hispana. En el segundo de los casos, aparece un periodista televisivo que es frecuentemente premiado por la policía, incluso con reconocimientos en dinero, según dice el propio Iglesias. También en esta oportunidad, al periodista se lo destacaba por haber hecho un seguimiento favorable a la policía en los principales medios españoles y (textualmente) reivindicar que el periodismo, como en su caso, debe estar alineado con la policía. El doble rol del periodista dispuesto a protagonizar bulos, fake news, operaciones de prensa o a mentir, lisa y llanamente tiene en España una actualidad impresionante. Desde las conocidas andanzas de un comisario acusado de una multiplicidad de los casos más renombrados de corrupción y espionaje hasta la aparición y connivencia en esas operaciones de otros periodistas y conductores de radio y televisión, sin dejar de recordar la persecución a los principales dirigentes de Podemos. Catalangate, Pegasus, Villarejo son nombres que resonarán por mucho tiempo en el trastocado mundo del periodismo convencional. Una pasta que, entre otras debilidades, ha hecho retroceder a España en su antigua consideración de “democracia plena” y, de acuerdo con el Índice 2021 de Calidad Democrática que publicara la unidad de inteligencia de la revista "The Economist", ha pasado a ser una “democracia defectuosa”.

Ese entramado, que en España se ha acelerado en su visibilización, no es demasiado diferente a lo que ocurre en muchos otros países del mundo. La democracia es incompatible con el sistema neoliberal. Es más, éste ha decidido hace mucho tiempo prescindir de los pilares de un sistema que prometió en sus inicios igualdad, libertad y fraternidad. Las democracias delegativas, a ambos lados del Atlántico, han caído en un opaco laberinto que es absolutamente percibido por sus habitantes y la baja confiabilidad en lo político y la política ha provocado un furibundo malestar de la cultura que se reproduce con características análogas en la Argentina. Los partícipes que debilitan con su accionar las democracias son precisamente estas formas de desfiguración de la realidad donde intervienen los medios de comunicación (a esta altura dedicados a conspirar, dar golpes suaves o repiquetear con operaciones políticas de toda índole), las burocracias judiciales y fuerzas de seguridad, los oscuros servicios de inteligencia y la cooptación de espías de manera aluvional en organizaciones y corporaciones privadas, algo que no es nuevo, pero no deja de llamar la atención. Sobre todo en medios de prensa. Esta práctica detestable ciertamente se ha fortalecido durante los gobiernos neoliberales (el de Macri podría ser uno de los ejemplos emblemáticos), pero alcanza a lugares que llevan a preguntarse para qué un diario de provincia necesita del aporte de individuos de una biografía escatológica, de policías o informantes que no podrían pasar en ningún caso un test ético republicano mínimo.

Hace más de una década, esta misma hoja publicó sendos artículos sobre los servicios de inteligencia en la Argentina y ya en esa época el huevo de la serpiente parecía desbocado. En “Una de espías: los servicios de inteligencia en la historia argentina” y y “Fuga de cerebros. Un intento de aproximación a la realidad de los servicios de inteligencia y su “privatización” posible a partir de los años 90´”, planteábamos una realidad que significaba una suerte de preludio histórico de la realidad actual (https://www.derechoareplica.org/secciones/control-social/773-una-de-espias-servicios-de-inteligencia).

En esta última nota hay un párrafo que coincide con la preocupación que justifica nuestra preocupación en el siglo XXI. Escribíamos en aquel entonces un par de párrafos que bien podrían sindicarse como una capa geológica previa a esta deliberada intención de tomar por asalto las democracias. “Pero ese “desguasamiento” de los servicios estatales, en modo alguno autoriza a ignorar la incidencia posible de cuadros que actuando por cuenta propia o de terceros ayudan a consolidar prácticas reaccionarias y conservadoras, en una sociedad contrademocrática, desconfiada, que es permeable a este tipo de prácticas regresivas. Las víctimas, por supuesto, tampoco serían casuales.
Supongamos por un momento la existencia de denunciantes compulsivos, aprietes, chantajes, episódicas operaciones, prácticas invasivas de los derechos civiles de las personas, intercepción de comunicaciones electrónicas y telefónicas que algunos medios han destacado en los últimos tiempos. Existe un sugestivo silencio del periodismo “de investigación” sobre estos temas, que por supuesto deberían llamar la atención porque esos hechos pueden resumirse como acciones que atentan contra la convivencia social y dan la pauta de la debilidad de nuestras formas democráticas de baja intensidad”. Aquellas notas se referían a la Argentina de hace alrededor de un cuarto de siglo. Tal vez algunos años más. El editorial de Levin (https://www.publico.es/publico-tv/la-base/programa/1042185/manu-levin-162-los-infiltrados-de-la-policia-en-los-medios-de-comunicacion) es una investigación sobre dos policías que trabajan para los aparatos de control social formal españoles.

Tanto nuestro ensayo como el editorial del periodista de La Base son acontecimientos destinados a marcar la preocupación por la acción concertada de los llamados servicios, intoxicando sistemáticamente la realidad, extorsionando y distorsionando. El CNI español ya aparece en las series de Netflix. Hasta ahora, el maridaje entre un sector de las fuerzas de seguridad, una parte de la justicia federal argentina y esas oscuras agencias  mediáticas de “inteligencia” no.