Por Eduardo Luis Aguirre
Quiero aclarar que en este caso me propongo únicamente dar cuenta de algunos datos objetivos de la realidad de cara a la pandemia, intentando que afloren la reflexión, las diferencias y las similitudes entre algunos escenarios internacionales y civilizatorios. Para ello me he valido de algunas lecturas comparativas y de la provisoriedad siempre inquietante de nuestros saberes previos. Permítanme ensayar estas enunciaciones.



Cuba ya produjo su propia vacuna contra el Covid (se trata de las primeras vacunas que se desarrollan en Latinoamérica, según informa la BBC) y espera inmunizar al 70% por ciento de su población para el próximo mes de agosto.

Vietnam tiene 98 millones de habitantes, 4.360 contagios y 37 muertes y está desarrollando su propia vacuna, según detalla el portal especializado Embajada Abierta.

China, además de producir sus propias vacunas y revertir el brote pandémico, hoy tiene entre sus preocupaciones sanitarias la intervención en salud mental como un servicio de salud indispensable y aprovechar la innovación tecnológica para convertirse en una sociedad amigable con las personas mayores.

Laos tendría, según la agencia Reuters, 1879 casos y 2 muertos.

Estos países y Corea del Norte (que admite una ínfima cantidad de fallecidos) son los únicos cinco países formalmente comunistas que -cada uno con sus singularidades- subsisten en el mundo. Todos ellos han atravesado hasta ahora el acontecimiento pandémico con medidas de cuidado, estrategias de control social y consecuencias muy diferentes a las del resto de los países.

¿Cuáles son los denominadores comunes de los países de organización institucional no capitalista que podrían incidir en esas situaciones análogas, sin que esta pregunta derrame una catarata inconducente de prejuicios?

No podría asegurarlo. Pero creo que, desprovisto de anteojeras, delirios y sinrazones, podría conjeturar algunas explicaciones para nada originales.

En primer lugar, creo que estamos frente a tradiciones fuertemente arraigadas a la estatalidad, que además han cristalizado a lo largo de la historia.

En cada uno de los cinco países hay una concepción de lo común que, en la ética socialista, siempre se encuentra por encima del mito del individuo. Dicho en otros términos y usando nuestros propios conocimientos ancestrales, el ser humano nunca fue individuo. Por el contrario, siempre fue comunidad, tal como lo señala el teólogo y filósofo Enrique Dussel. El tema a debatir es cómo se organiza esa comunidad, pero jamás la preeminencia de un ser varón, propietario, europeo, como lo imaginaba el idealismo alemán del siglo XVIII. Menuda disputa cultural.

En consecuencia de lo que hasta aquí llevamos dicho, existe también un sentido de solidaridad y una valoración del Otro en tanto otro muy diferente al de las tradiciones eurocéntricas, algo que ya destacaba Emmanuel Levinas.

Todos estos países poseen rígidos aparatos ideológicos y represivos de control, como los definía Althusser, para referirse, paradójicamente, a Occidente.

Luego, hay un fuerte arraigo a la idea de autoridad, material o simbólica.

No puede dejar de introducir en el análisis una estructura política que no reconoce, en virtud de la vigencia de un sistema de partido único, dilaciones, expresiones o matices disidentes con los dictados institucionales en los que supuestamente descansa la voluntad de la población.

Por ende, poseen una indiscutible aptitud para prevenir, disuadir o conjurar, muy superior a la que han demostrado los demás países en momentos de emergencia colectiva.

Finalmente, una probada capacidad intelectual de sus cuadros dirigentes, custodiada con mano de hierro por el propio estado que referencian.

En definitiva, las enumeraciones no son más que conjeturas, pero eso no implica cancelar las preguntas ni estirar la vigilia sin presuntuosidad predictiva pero con una voraz curiosidad política y reteorizante.