Por Eduardo Luis Aguirre

El concepto de "liberación", consolidado al interior del pensamiento crítico latinoamericano a partir de la irrupción de la Teoría de la dependencia, allá por la década de los años 60, se nutre de experiencias y aportes revolucionarios experimentados en distintos lugares del mundo durante la segunda posguerra. Desde el legendario texto "Los condenados de la tierra", de Frantz Fanon (imagen), hasta la experiencia resultante del emerger de experiencias insurreccionales, el triunfo de la Revolución Cubana, la aparición del grupo de los No Alineados, el mayo francés y la toma de conciencia de la gravitación decisiva del imperialismo en los procesos de "subdesarrollo" de los pueblos del Tercer Mundo, entre otros sucesos influyentes en la conciencia colectiva de los pueblos, comienza una disputa teórica todavía no saldada, para dotar de sentido la nueva categoría filosófico política de la "liberación"

. Hasta ese momento, el concepto eurocéntrico de emancipación aparecía muy de vez en cuando en las encendidas y crecientes retóricas militantes.

Desde aquella embrionaria aparición de la teoría de la dependencia, la idea de la liberación ha sido permanentemente reivindicado, con distintos significados y significantes, por los populismos (liberación "nacional" antiimperialista y antioligárquica), por la izquierda clásica en sus distintas variantes (liberación "social", generalmente impulsada por distintas expresiones del marxismo clásico) y hasta por las sucesivas síntesis de “liberación nacional y social” mediante la que intentaban promediar sus extracciones diferentes distintos sectores de la militancia contenidos en experiencias políticas durante las décadas de los años 70 y 80. Tal vez el PI fue la expresión más explícita y numerosa en ensayar este último tipo de amalgama conglobante desde la izquierda. En buena medida, puede aceptarse que fue ésta una estrategia contenedora de sus bases, que en general provenían de matrices ideológicas difícilmente conciliables.

Pero la divergencia que motivó los históricos debates entre Zea Aguilar y Salazar Bondy, o entre Milcíades Peña y Jorge Abelardo Ramos, está lejos de ser saldada y conserva plena vigencia. Y la crisis de los populismos latinoamericanos, vale destacarlo, tiende a profundizarla.

Aquel debate disparado hace más de medio siglo parece haberse actualizado, prácticamente en base a las mismas categorías filosófico-políticas.

Una visión movimentista, por una lado, que parte de la base de la necesidad de ampliar la categoría marxiana de clase por la gramsciana de pueblo, y con ello contener  sectores que tienen diferentes contradicciones con el imperialismo y la oligarquía, incluyendo segmentos nacionalistas de la FFAA, pequeños productores rurales, la pequeña y mediana burguesía “nacional”, sectores de la izquierda, desocupados, minorías, etc.

Por otra parte, subsiste, prácticamente con el mismo volumen político de hace un siglo, una izquierda insularizada que apela a lógicas más binarias y clasistas donde la liberación implica necesariamente superar los límites del nacionalismo democrático antiimperialista y marchar hacia una expectativa socialista. Las tareas incumplidas de los populismos en AL parecen conceder un motivo suficiente para reeditar esas discusiones, que en los últimos tiempos han convocado espacios políticos de esa misma izquierda, del que han participado conspicuos representantes del kirchnerismo en la Argentina. Una iniciativa tan saludable como infrecuente. Capaz de transformar las políticas de alianzas del campo popular, comprendiendo no solamente las relaciones de fuerzas imperantes al interior del país, sino también los territorios en disputa que se suceden, sin solución de continuidad, en el orden internacional.