Por Ignacio Castro Rey.

López Obrador es un oscuro populista, peligroso para la transparencia democrática. Corbyn, antisemita. Xi Jinping y Maduro, unos dictadores. Erdogan, al-Ásad y Putin, déspotas y asesinos. Dentro de esta incesante campaña de incriminación de la humanidad exterior a nuestro «jardín» occidental, campaña sostenida por unas democracias sin exterior y cada día más normativas, Palestina es sólo el epítome, la metáfora colectiva de nuestro odio al otro, a lo Otro.

Esto explica tanto su aura de emblemática resistencia en algunas minorías sensibles como que las democracias consientan en masa el genocidio que allí se está ejecutando. Después de la incursión terrorífica de Hamás, extrañamente fácil, si cierto humanitarismo pide una pausa es sólo en cuanto a la proporción, la intensidad y las formas visibles de la carnicería en la Franja. Además, el pacto implícito en unas matanzas que se han vuelto vitales para el mercado, es que la sangre no corra a la vista. Mejor fuera de campo, como en las «penas de telediario» y la caza del hombre que cotidianamente emprenden los medios para mantener la idea de que una jungla infernal rodea a Occidente.


Bajo esta hipocresía democrática, es preciso recuperar la idea de que una civilización sigue siendo también un documento de barbarie. Que sepamos, los colonos canadienses, australianos o estadounidenses no han tenido que rendir cuentas a nadie. Se trataba de desalojar a las pueblos nativos a cualquier precio. Que se exterminasen a tiros o fueran enviados a reservas infestadas de alcohol letal era un detalle secundario. La misma impunidad vale para la lluvia de fuego sobre Dresde, también para unas bombas atómicas que fueron arrojadas por el Estado más peligroso del orbe contemporáneo. El desprecio del otro es la regla de la grandiosa historia occidental. Hitler denominaba sub-humanos (Untermensch) a gitanos, judíos y eslavos, igual que Netanyahu llama «animales inhumanos» no sólo a Hamás, sino a todos los palestinos que se rebelen en armas contra la esclavitud. El genocidio es la norma en el surgimiento de nuestras naciones. Y precisamente esta ley es redoblada sin ambages cuando se puede ejercer sobre lo que se han llamado «pueblos sin historia». La propia carta de Marx (1853) sobre la conquista británica de la India es de un cinismo despiadado.

La izquierda hegemónica que, salvo honrosas excepciones, consiente la hecatombe de Gaza colabora con el capitalismo en un genocidio a cámara lenta de todo lo que sea natal, atávico y arraigado en las poblaciones. No es sólo una anécdota que un padre, tras votar durante años a los socialistas, pueda decir: «Lo han conseguido. Nuestra juventud no tiene hijos, no tiene religión, no tiene patria ni sexo». Aunque este hombre exagere, parece indudable que el desarraigo es el eje de un sistema que ya puede funcionar con cualquier ideología. La única condición es lograr apartarse, elevarse sobre unos oscuros pueblos considerados infectados del atraso del pasado. Precisamente el atractivo de Israel, para tantos intelectuales, es el de un apartheid por fin democrático. Justificado además espiritualmente, pues su violencia tiene la justicia histórica otorgada por una larga persecución. Los asesinos no lo son porque antes son las víctimas. Su arrogancia armada es por fin impune, libre de sospecha y absuelta por un pasado de víctimas únicas, como dice el periodista hebreo Gideon Levy. No es casual la matanza de niños palestinos. La descendencia de los apestados ha de ser decapitada de raíz, a bajo coste. Hace poco, una bestia Wasp decía sin inmutarse: «Realmente, ¿se pueden suponer civiles palestinos inocentes? ¿Lo haríamos con los nazis?». Y la izquierda instituida, en EE.UU. o en Francia, no es ajena a esta justificación democrática de la matanza. El propio Bernie Sanders clamaba hace pocos días por la necesidad de continuar con los bombardeos masivos. En qué nivel ha de estar el colaboracionismo occidental con la barbarie para que un tibio funcionario como Guterres, o una estrella radiante como A. Jolie, tengan que recordar en alto lo que los líderes europeos no dicen ni con la boca pequeña: que una cárcel gigantesca de régimen abierto se ha transformando en una tumba colectiva. En Francia y Alemania, en Argentina e Inglaterra, el anterior colaboracionismo con los nazis se prolonga ahora en el colaboracionismo con la matanza sionista.

La propia autoridad moral del judaísmo parece haber llegado a término al convertir la tierra prometida en una orgía sangrienta que amasa los cuerpos de los otros. Y con frecuencia, bajo un aire de fiesta. McDonnald’s sirve hamburguesas gratis a las tropas de la democracia. En unos de estos días, soldados israelíes que vuelven de una ronda nocturna disparan para divertirse a una enfermera palestina que espera su autobús en Cisjordania. La eliminación de la alteridad es la aspiración que anima el narcisismo de la actual vanguardia democrática. Es reconfortante que una exigua minoría judía proteste ante este festín caníbal de los elegidos, pero eso no cambia la ferocidad impune del progreso. Hamás, que antes de las Intifadas y de la financiación sionista era una simple organización caritativa, es la disculpa para blanquear la violencia apocalíptica contra los últimos «judíos de los judíos». Igual que, salvando las distancias, Franco y la extrema derecha es la cortina de humo que justifica la entrega actual de la socialdemocracia española a la disolución que nos impone el capitalismo europeo.

Fueron reconfortantes en estos días las tajantes declaraciones de Ione Belarra. Queda la siniestra duda de hasta qué punto son parte de una campaña electoral encubierta en la que Podemos puede y debe desmarcarse de Sumar y de Sánchez. De hecho, igual que en la publicidad, enseguida las alusiones de Belarra y Montero a los niños palestinos asesinados se mezclaron con los habituales mantras sectarios sobre el abuso sexual en la Iglesia, la obsolescencia de la monarquía y el derecho del progresismo a pactar con quien sea para continuar en el poder. En este punto se puede recordar que el calificativo de «facha» tiene en España el mismo efecto represor que el de «antisemita» en Europa: vale para encubrir un abuso democrático que no tiene ninguna humanidad exterior ante la que rendir cuentas.

Al margen de una tregua provisional, que sólo va a servir para ordenar los cadáveres y convertir a Gaza en un Lager gigantesco, como ya lo es Cisjordania, a Israel sólo podría pararlo sufrir miles de bajas en sus tropas. Al menos, la mitad de esa masa de cadáveres civiles que son el saldo de un mes de bombardeos en Palestina. Como es sabido, ese coste militar no se va a producir. Al apoyo incondicional de la «democracia más grande del mundo» y la tradicional parálisis de la ONU, se une la tibieza de China y Rusia. Y del Vaticano. En cuanto a Palestina, todo el mundo quiere mirar hacia otro lado. También unos regímenes árabes y musulmanes comprometidos hasta la médula con el modelo de apartheid capitalista que tiene en el estado de Israel su vanguardia minuciosamente construida. Que la nación que ejecuta desde hace setenta años el genocidio se presente a la vez como la única democracia del Oriente Medio dice algo acerca de la naturaleza de las democracias en este capitalismo tardío.

La impunidad de Israel es la de los elegidos, también en su condición de víctimas únicas del pasado totalitario europeo. De ahí que se impongan con un terror impune, del que forma parte esa acusación indiscriminada de «antisemitismo» que frena todas las protestas. Los pocos que resisten a la infamia del nuevo racismo es por ser fieles a un humanismo que, sin necesidad de ideología, resiste al conductismo masivo que se ha infiltrado a derecha e izquierda. Lo asombroso no es que Almeida, en plena masacre infantil, rinda homenaje al estado de Israel. Lo llamativo es que J. M. de Prada pueda ser mucho más tajante que Yolanda Díaz ante el intento de borrar a Palestina del mapa.

Es Bolivia quien rompe relaciones diplomáticas con Israel, no España, Brasil o México. Tampoco Egipto o Marruecos. Hoy en día sólo algunos versos sueltos están libres del sistema de reparto que impera en el orden político. El propio Mark Fisher, tan venerado en medios alternativos, ya adelantaba la necesidad de abandonar las «viejas causas» de la izquierda para centrarse en las rarezas que adornan el capitalismo. No resulta fácil desde entonces ser optimista. Si hoy el progresismo quisiera recuperar cierta intransigencia existencial, abandonando el colaboracionismo con un genocidio a fuego lento que es el eje del progreso capitalista, tendría que recuperar valores populares que hace tiempo la izquierda asocia al conservadurismo. Sería urgente una nueva alianza de distintas voluntades de resistencia humanista, pero esta no va a venir de una corrupción política implicada hasta la médula en nuestra flexibilidad cadavérica, en la gestión totalitaria de sus restos.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 13 de noviembre de 2023