Por Eduardo Luis Aguirre

Uno debería preguntarse por qué los estudios históricos no han abarcado con mayor detenimiento la cuestión del miedo. Sobre todo porque éste ha sido un sentimiento permanante, recurrente o muy frecuente en la vida, la obra y las decisiones de los hombres.

La creciente complejidad de las sociedades actuales nos lleva a ocuparnos de un factor que ha aparecido con resultados determinantes a lo largo de la historia, y que durante muchas ocasiones ha sido contrapuesto al valor y la valentía. Craso error de lógica y matriz caballeresca. 

El miedo no puede ser caracterizado como una sensación que avanza solamente sobre gente pusilánime o medrosa. La historia de la humanidad, por el contrario, es capaz de mostrarnos un hilo conductor donde el miedo se expresa en función de ciertos elementos de control social y disciplinamiento que perturban la vida de los habitantes del planeta y articulan las distintas formas de organización social.

El miedo casi siempre ha sido un aliado de los antiguos regímenes, conteniendo las pulsiones, rebeliones y protestas de distintos sectores subalternos o direccionándolas.

Pero además de esa relación biográfica, hay momentos de la historia en que los miedos se implican y conviven. Así como la historia mostrada en eras es una equívoca conquista cultural de la modernidad eurocéntrica, la sola conjetura de que cada miedo coincide exactamente con cada una de las etapas históricas también adolece de rigor analítico.

De modo que, a la luz de lo que experimentamos en este presente confusional y acuciante, es necesario tener en cuenta que los temores van y vienen, a veces reaparecen y se readecúan y otras no. Hay un plano horizontal donde el miedo adquiere distintas fisonomías, y a veces más de una en un mismo marco temporal.

En la antigüedad más profunda, el hombre al que llamamos “primitivo” estaba atento al miedo de las acechanzas por la supervivencia y al miedo animista. En este último caso, el temor no radicaba solamente en la posible agresión de bestias o de otros hombres sino de fenómenos naturales como las tormentas, los fenómenos meteorológicos o cósmicos que eran leídos en clave de amenazas desconocidas.

En la Edad Media (otra categoría eurocéntrica) el miedo radicaba fundamentalmente en el demonio y en el castigo divino. Pero también había temores profundos depositados en las pestes, las grandes sequías y los cambios climáticos que, provocando verdaderos desastres, generaban el pánico por la propia supervivencia de la población en el viejo continente.

También en esa época aparece el miedo a la locura, expresado en la “nave de los locos” y la creación de los dispositivos asilares. Hay que atender a esta categoría, no sólo porque alude a los “anormales” de la ciudad, sino también porque marca una diferencia entre lo anómalo y lo aceptado por una sociedad que pasa de ser un conglomerado rural a la urbanidad.

Lo gravísimo, en términos heidegerianos, es que esta sensación se traslada a la actualidad argentina con la vigencia más dramática.

Durante ese milenio, donde acontecieron muchas y diferentes circunstancias históricas, también aparece el anonimato, al principio como una herramienta que facilita la movilidad social, el desarrollo económico y la prosperidad.

Sabemos que en la modernidad temprana el miedo al Leviatán aparece como una respuesta colectiva al poder omnímodo de los estados en pleno proceso de consolidación. Por supuesto, abundan los temores a la técnica, a las grandes masacres y a las imposiciones del capitalismo, cada vez más explícitas y rígurosas.

Desde 1492, el capitalismo en sus distintas variables ha sido hegemómico, al menos en el mundo occidental y salvo períodos importantes durante el siglo XX.

El neoliberalismo, consecuencia del Consenso de Washington, el derrumbe de los socialismos “reales” y lo que muchos llaman “postmodernidad” (otra categoría eurocéntrica) depara el miedo al otro, al distinto, al que hacemos como que no vemos y preferiríamos que no existiera. A las almas desnudas que tememos puedan convertirnos en víctimas de ilegalismos de calle o de subsistencia.

También el miedo pivotea sobre un nuevo diagrama de control global que se nutre de la letalidad armamentística de las potencias o la desconcertante desafiliación de la política y lo político.

Lo que se destaca como un fenómeno de nuevo cuño, es la dimensión y el tamaño del miedo que se ha verificado en amplios sectores de la sociedad argentina respecto de un candidato desquiciado de propuestas disparatadas y una catarata de dislates que han jalonado su campaña. El candidato Javier Milei, y su manada de libertarios, van por todas las conquistas civiles, políticas y sociales de los estados constitucionales de derecho, abjura de la justicia social, de la educación y la salud pública, promueve la venta de órganos y la libre portación de armas, pretende dinamitar el Banco Central y dolarizar la economía. Sus seguidores reiteran esta lista interminable de disparates, que culmina con una alianza entre gallos y medianoche con lo peor del macrismo.

El miedo que produce este aluvión retrógrado, de torpes gramáticas y retóricas sorprendentes, ha puesto en vilo a la sociedad argentina, que se dispone a dirimir el próximo 19 de noviembre en balotaje el futuro del país, justo en un momento en que la argentina no está lejos de una transformación fundamental de su estructura económica en materia de infraestructura, energía, minería, productos agropecuarios y un seguro resurgimiento de las pequeñas y medianas empresas.

El voto a Milei, que parece desgajarse a favor de sus propios exabruptos, se basa en captación de las percepciones de sujetos decepcionados y razonablemente frustrados con la política y lo político, proclives a identificrse con consignas breves y sin fundamento alguno que aventen su miedo al porvenir y su desazón frente a la cotidianidad. Ellos configuran -y lo intuyen- la primera generación de sujetos que vivirán en peores condiciones que sus padres.

Pero otra gran parte de la población sincera y explicita también su miedo frente a la emergencia de una perspectiva oscura, casi irreal, que amenaza con sumirnos en una catástrofe. Algo del buen caudal de votos que Milei cosecha comienza a enfrentarse con un miedo creciente, con una preocupación que comienza a instalarse sin solución de continuidad rumbo a la segunda vuelta. El emergente Milei nos remite a explosivas propuestas ultraderechistas, que incluyen agravios procaces contra el Papa o una inserción internacional pavorosa.

La percepción masiva de que algo no está bien en la estructura mental del candidato es vox populi. Pero no me consta que esa convicción se extienda con la misma certidumbre a los sectores juveniles que lo apoyaron en las compulsas anteriores. No hay que asombrarnos. Ellos privilegian el miedo al futuro al miedo a la locura y el desastre colectivo. Como expresa Milei, “si tiene que explotar todo, que reviente”. “Todo” incluye, desde luego, el rol del estado, las conquistas sociales y la propia democracia. Insisto, una parte de la sociedad cree que ha resultado abandonada, que sus ímprobos esfuerzos están lejos de garantizarles una movilidad social ascendente en la Argentina post Macri, con una pandemia cuyas consecuencias han influido en nuestras perspectivas sociales y una sequía inédita que, asociada a un contexto internacional de guerra nos han sumido en una situación por demás difícil.

Lo terrible es que no pueda comprenderse que la alternativa ultraconservadora es una bestia predatoria capaz de poner en riesgo las instituciones y la supervivencia de la nación, vociferadas a diario como programa por personajes de escabroso parecido con una invasión de nuevas criaturas maléficas y profundamente extraviadas. Esta es la otra cara del miedo. La de millones de compatriotas que esperan, con angustia, que la catástrofe finalmente no acontezca.