Por Ignacio Castro Rey (*)



La velocidad y el movimiento se han convertido en el conservadurismo perfecto. La interactividad usa la dialécticaentreaislamiento real (estrellas) y conexión virtual (barras) que sigue a la higiene angloamericana que dirige al mundo occidental desde la Segunda Guerra.

Marcuse le llamó desublimación represiva, una represión por diversidad hedonista que usa el deslizamiento y el reemplazo continuos. La singularidad de vivir es licuada así en una promiscuidad incestuosa. El control político actual no necesita encerrar a grandes masas uniformes, sino que gobierna con un «tú a tú» personalizado, al aire libre. El Estado delega en el ciudadano la defensa de las fronteras entre el bien y el mal. De ahí esa furia en la caza del otro, del que rompe con el consenso normativo. Es el poder del surf frente al viejo poder patriarcal, que era semejante a un rompeolas. Estamos en el esencialismo de la flexibilidad, y cualquier resistencia a ella se entenderá como violenta, retrógrada y negacionista. Como un adolescente puritanismo es el alma del sistema, el sentido común y el principio de realidad serán fácilmente tachados de «anti-sistema».

Vivimos encerrados en un conductismo masivo, aunque adornado con variaciones minoritarias que, en terrenos secundarios, miman el narcisismo. Nuestra obediencia ambiental se sazona con la libertad de expresión y el eterno retorno minoritario de Frida Kahlo, de Kant o David Lynch… Nos protegemos en una censura insólita, pero doblemente eficaz porque no es explícita y patriarcal, sino multiforme, uterina. No sería difícil adivinar qué películas no se van a ver, qué libros no se van a leer en este colectivismo a la carta. En nuestro sistema de «represión por diversidad», ¿los Beatles serían siquiera conocidos?

Decimos que somos libres, pero la verdad es que vamos a los mismos sitios y tenemos gustos consumistas y sexuales muy similares. Lo que es peor, opinamos lo mismo sobre los grandes temas que podrían ser conflictivos. ¿Quién se atreve hoy a pensar de modo distinto sobre la ley trans o los toros? O sostener sobre Putin una posición diferente a la que ordenan las minorías silenciosas, empoderadas sobre una clase media urbana que cree ser libre. Incluso la alternativa entre derecha e izquierda, entre progresistas y conservadores, es una cortina de humo para disfrazar una profunda uniformidad en cuanto a las opciones básicas. Hace poco un artista progre no tenía empacho en decir en público que incluso le empezaba a caer mal la palabra «libertad». Es necesario que volver a insistir en que entre nosotros están en juego dos percepciones muy distintas de la democracia. Una la entiende como un conjunto de normativas minuciosas que hay que cumplir correctamente, pues separan el bien del mal. Otra entiende que la democracia es el coraje de sostenerse en la incertidumbre de vivir, habitando una sociedad abierta a las contingencias, sobre las que los humanos han de decidir en cada caso. Por miedo a la libertad, ¿acabaremos dejando esta concepción abierta de la democracia en lo que llamamos extrema derecha?

Si la cultura de la cancelación emplea con tanta facilidad el calificativo «negacionista», judicializando a los que piensan de otro modo, es porque antes esta sociedad es negacionista, pues ha negado la posibilidad de que la verdad pueda ser algo distinto a lo dictaminado por el sagrado consenso, un cuerpo civil que hoy se ha investido con la infalibilidad que antes se reservaba a la cabeza visible de la Iglesia.

La disciplina de masas se agrava bajo este capitalismo de la dispersión y con rostro humanitario, pues usa un apartheid dinámico y portátil que desarraiga a cada uno de nosotros de su suelo de intuiciones, de sentimientos y percepciones. Como en toda sociedad, el objetivo del poder posmoderno es reprimir el peligro que representa la vida individual, pero ahora puede hacerlo a través de un reemplazo constante. El aplastante dictamen estatal y mayoritario se adorna con múltiples opciones en lo minoritario. La circulación perpetua y la interactividad logran desarraigar a la población de sus raíces natales, familiares, psíquicas y locales. Todo ello para después movilizarla, endeudándola al espectáculo social y conectándola por fuera. La obediencia que se impone en lo político, lo económico y civil, se compensa después en una libertad de expresión que nos permite elegir entre el azúcar o la sacarina, entre un sexo sentido u otro. El narcisismo de la identidad, apoyada en pequeñas diferencias, compensa la obediencia al maltrato masivo del que somos objeto.

Lo peor que se le quita a la gente es su derecho a la incertidumbre, a la contradicción, a la contingencia. El recambio perpetuo de facilidades es la forma más perversa de desactivar la dificultad y el riesgo de vivir. El problema es que al ceder en el peligro, en una angustia de la libertad que es sedada con facilidades protocolarias, el ciudadano cede a la vez el único terreno propio desde el cual podría ejercer una fuerza ante el sistema multiforme que le maltrata. De hecho, el tedio de la vida urbana actual, que es raíz de nuestra hiperactividad y de la industria del entretenimiento, encarna el dolor de vivir disperso en un tiempo colectivo donde nada debe ocurrir. De ahí la furia de nuestra corrección cuando se lanza a la caza de los incorrectos, que han caído de lado del mal. La anomalía de esos otros representa todo lo vivo que hemos abandonado en nosotros. Y no podemos permitir que nos lo recuerden.

(*) Filósofo y crítico de arte.