Por Eduardo Luis Aguirre

No puedo evitar destacar la caracterización del psicoanalista. Llama progresista a una militante que se debatió durante décadas enteras y en inferioridad de condiciones en materia de Derechos Humanos. Una mujer que, de conocerla, jamás podría ser confundida con el progresismo ramplón citadino.

Ella, la señora, es Claudia Cesaroni. Una luchadora que tiene muy en claro las contradicciones fundamentales de la sociedad en la que vive y que ha elegido dar todas las peleas que pudo frente a la barbarie infinita. Su formación no responde a un progresismo que no puede leerse sino como un exceso apresurado de desdén. El progresismo también se ha convertido, al parecer, en un significante esquivo y arduo. En una connotación polisémica que agrupa caprichosamente a quienes señalan la venganza como un método y una réplica horrenda. Quienes militamos durante décadas contra la violencia estatal y su emblema moderno, la pena de prisión perpetua, no somos progresistas ni nos queda demasiado cómodo el corcet legitimante del garantismo. Pero desde la autoridad de una jerga abstrusa, el psicoanalista no trepida en mezclar peras con manzanas. No advierte que fuimos, somos y seremos muchos quienes abjuramos del castigo institucional porque creemos que es posible volver a otra forma menos irracional que el secuestro oficial como forma de resolución de la conflictividad. Con mayor razón, si ese castigo es perpetuo. La discusión surge cada vez que se suscita un hecho conmocionante que interpela a la sociedad. Entonces, lo peor que se ha desatado en el lenguaje soez habilitado por la derecha aparece en toda su monstruosidad. Debería observar ese barro continuo el psicoanalista. Quienes abogan por una resolución fatal pretenden muchas veces que quienes hagan justicia sean los propios presos, masacrando a los réprobos de turno. Nadie se percata que la ficción del contrato social, tan imaginario como la utilidad supuesta de una “marca” en la que se convertiría vaya a saber uno por qué fetichismo en la introyección de una responsabilidad del reo admitió otras alternativas superadoras en la historia. Para eso, señor Marcelo Barros, no hace falta ser “políticamente correcto”. Por el contrario, hay que revisar las formas de conjuración de la violencia que profesaban la mayoría de nuestros pueblos originarios. Si tuviera tiempo, podría leer las “Diez razones para no construir más cárceles de Thomas Mathiesen”. O, aunque le resulte paradójico, alguno de los libros de la propia Claudia. Le sugiero humildemente “La vida como castigo”. La pretendida utilidad de la pena de prisión es una aporía de la cual no han podido librarse nunca quienes la justifican. Dudo sinceramente que Lacan haya pensado en la multiplicación de reclusos en condiciones infamantes como un formato digno para con los peores criminales, cuando sabemos que los pretendidos paradigmas RE han sufrido una caída estrepitosa en términos de objeto y sentido. Nadie ha podido en un estado de autonomía relativa, sostener que alguno de esos objetivos se cumple. Por eso es que el ulular escandaloso de los posteadores seriales y la propia prensa fascista pretende que los no-otros, los homo saccer, los sujetos más despreciados de un orden social intrínsecamente injusto sean quienes lleven a cabo el rito macabro de la justicia vindicativa. Que no otra cosa que eso resulta ser la pena de prisión. La única marca que la prisión asegura es la de la venganza, la intangibilidad del dolor de la víctima y la causación de un dolor incivil e irreparable al infractor. Algo evidente denota lo absurdo de esa ecuación. No tengo el gusto de conocer al señor Barros. Pero aun así, no puedo callar el talante genérico e introductorio de una reacción de estupefacción que me atraviesa.

Eduardo Luis Aguirre (UNLPam/ UTDT).