Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 



Durante su juventud, Friedrich Nietzsche escribió un breve artículo que tituló “Fatum e Historia”. El texto, en líneas generales, no fue atendido durante décadas, hasta que la realidad objetiva de las grandes tragedias históricas lo puso definitivamente en valor. A los diecisiete años, el filósofo había logrado profundizar y enlazar las relaciones entre la autonomía de la voluntad humana y la acción (1).

Hasta allí, la mención necesaria de un fragmento estupendo.

Mi intención, en este caso, es llamar la atención únicamente sobre la "acción" como categoría política acuñada históricamente por el fascismo. Una acción que se emparenta con una suerte de galardón en cuyo centro se levanta la irracionalidad, si por tal entendemos la visión política de encorcetar la modernidad, la democracia y las instituciones iluministas de la denominada (con discutible criterio) “razón” como una evidencia categórica del retroceso moral de eso que llamamos occidente.

El mencionado irracionalismo depende también –para el fascismo- del culto de la acción por la acción misma. Dice Umberto Eco: “La acción es bella en sí misma, por lo tanto, debe realizarse antes de y sin cualquier reflexión. Pensar es una forma de castración. Por eso, la cultura es sospechosa en la medida en que es identificada con actitudes críticas. De la declaración atribuida a Goebbels (“Cuando oigo hablar de cultura, agarro en seguida la pistola”) al uso frecuente de expresiones como “Cerdos intelectuales”, “Cabezas huecas”, “Esnobs radicales”, “Las universidades son un nido de comunistas”, la sospecha en relación al mundo intelectual siempre fue un síntoma de Ur-Fascismo. Los intelectuales fascistas oficiales estaban empeñados principalmente en acusar la cultura moderna y la inteligencia liberal de abandono de los valores tradicionales” (2).

El desprecio declarado por la teoría y en particular por lo que significa el pensamiento es una de las características más salientes del fascismo en cualquiera de sus formas. Es una constante histórica que el fascismo rubricó con un lenguaje y una conceptualidad magra, pobre, cargada de primitiva puerilidad. Con una mirada del mundo basada en la glorificación de la tradición, la construcción de un enemigo interno o externo y la valoración de la guerra y el heroísmo. La puesta en acción del sujeto y de una sociedad que mira al pasado porque sostiene un rechazo genuino al progreso se entrelaza con la crisis de segmentos humillados, profundamente frustrados de la pequeña burguesía y de sectores sociales en caída libre a la que el fascismo coopta con la promesa de una vuelta a un pasado que existe únicamente en una historiografía maniquea y hegemónica. Está claro que en ese proceso de seducción juegan dos defecciones: la construcción de una teología política gutural y la imposibilidad y falta de voluntad política de los estados capitalistas de cumplir con los compromisos mínimos de igualdad, libertad y fraternidad. La acción, entonces, desprendida de todo legado ético se transforma en una vascularidad política sin límites por donde drena la violencia, el rencor y el odio como herramientas y recursos existenciales. Y la nostalgia por un orden que pretende arrasar con los derechos y garantías que una sociedad supo construir desde lo más humanitario de lo común.



(1) Beitía, Pablo: “Fatum e historia”. Disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6110923

(2) Eco, Umberto: "El fascismo eterno". Disponible en https://lamesa.com.ar/dossier/el-fascismo-eterno/