Por Ignacio Castro Rey (*)

 

 

 

Lo contrario de la vida no es la muerte, sino el miedo. De ahí la expresión popular: «Paralizado de miedo». Si se consigue salir de ese estado larvario puede ser muy triste vivir en Occidente. Te hacen creer que eres libre, que puedes pensar y vivir como quieras. Cuando te das cuenta estás siendo señalado -o silenciado- por el simple hecho de que, en cuestiones que atañen a nuestra coherencia tribal, te atreves a pensar de modo distinto a las mayorías y minorías reconocidas.

 

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Es evidente que para resistir en el llamado primer mundo, donde la violencia nunca debe ser excluida, nos harían falta creencias. Posiblemente el gran déficit de este Occidente abducido por el conductismo de la economía, por el pragmatismo gregario del miedo, sea ese. Los saberes los tenemos, igual que se empuña una herramienta, las creencias nos tienen. Por delante van siempre las creencias, unos sentimientos e intuiciones atávicas que nos preceden, de las que venimos. Por detrás va la razón, una conciencia que avanza como puede, con frecuencia cojeando o haciendo trampas. No solo un psicoanalista, como ciudadano, tiene derecho a apoyar los significantes que le mantienen en un cierto registro del lazo social, sino que incluso como discípulo de Lacan ha de creer, en una línea donde nunca hay suficientes argumentos racionales, en una variante u otra de una herencia muy compleja, a veces lejana de la norma que Marcelo Barros designa con ironía vulgata lacaniana. Es posible que en este punto otras culturas, despreciadas día a día como autoritarias, nos den cien vueltas en cuanto a fidelidad a lo real, fidelidad que solo se sostiene con un cultura que le dé algún lugar a lo ahistórico. La espiritualidad que envuelve a algunas culturas les salva de la entrega masiva al imperio de la opinión pública, que entre nosotros hace estragos. Y por cierto, no solamente maternos.

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Los progresistas nos pasamos la vida imaginando cortes epistémicos que dejan atrás grandes bloques de costumbres, de ideologías y hábitos. Ahora bien, aparte de la lentitud infinita de los cambios, bajo el impresionismo de la costra histórica subsisten registros de existencia que apenas pueden conocer mutaciones de una época a otra. Es posible que no solo en el hilo de lo inconsciente, sino que también en regiones profundas de la conciencia el ser humano ignore la coacción de las épocas y sus movimientos colectivos. Cambiarán con relativa prontitud la coreografía externa del amor o de la guerra, no tan fácilmente las intensidades cruciales del amor o del odio, tampoco las relaciones entre la verdad y el saber, entre los ideales y el miedo. De no ser así, la influencia de los clásicos de la literatura y el pensamiento apenas abarcarían unas décadas. Cuando lo cierto es que seguimos encontrando en Hesíodo y Séneca verdades, certezas y creencias que valen perfectamente para mañana. De Borges a Lispector, es posible que los occidentales sigamos encontrando en los clásicos un especial potencial de retorno, un camino de vuelta a claves de vivir que se mantienen a salvo de la superstición de la cronología.

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Existe acaso un inevitable esencialismo de ciertos registros antropológicos. Es posible que hoy, de manera similar a hace doscientos años, una verdad sea algo que surge a contrapelo del saber establecido, resultando de una vivencia para la que nunca hay suficiente competencia intelectual. Una certeza no es algo meramente teórico. Es una fuerza corporal a la que no podemos renunciar sin perdernos, pues brota de la irrupción brusca de una experiencia que nos hace virar y nos convierte. En contra del positivismo, un genio anómalo de la matemática llamado Kurt Gödel demostró que es imposible un sistema formal cuyas verdades no hayan de remitirse a un suelo de axiomas previos, indemostrables en el paradigma lógico donde se producen los debates. Mutatis mutandis, ninguna sociedad puede ver los prejuicios que le permiten ver, actuar con cierto régimen de fuerza en el mundo.

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No debía extrañar entonces que las creencias sean capitales como guía mudo de distintos modos de conocimiento, incluso en la ciencia. Como decía Foster Wallace en la inolvidable lección Esto es agua, no hay «ateos» en las trincheras de la vida corriente, pues siempre es necesario adorar algo. Solo debemos procurar que aquello que adoramos no nos devore. Por delante va la patología de las creencias e intuiciones, la inteligencia inconsciente de algo parecido a un instinto. Detrás corren las categorías de la conciencia, una razón que busca con prisa argumentos. Nos pasamos la vida intentando demostrar aquello que ya creemos, o queremos creer, de antemano. No existe en ningún lado un conocimiento puro, no contaminado por el deseo. Justo la información es una muestra especialmente rotunda de esta servidumbre del conocimiento con respecto a pulsiones previas, pues ha de ocultar los prejuicios generales y particulares que le permiten buscar, destacando algo como noticia. Nada hay más dudoso que aquello que se presenta como mero e indiscutible dato.

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Si es cierto que la primera víctima de la guerra es la verdad, hay que recordar que los hombres siempre estamos en guerra. Una ola de falsa indignación moral recorre el arco parlamentario de Occidente cada vez que tenemos la ocasión de aliviar nuestro malestar, lo poco que queda en nosotros de complejo de culpa, sobre la espalda de un otro maléfico que encarna lo peor. Las élites, que nunca reconocen su suelo primario, se vuelcan fácilmente en la supuesta crueldad abierta -abierta en canal- del chivo expiatorio de turno. Es difícil que los intelectuales se sustraigan a un instinto gregario que vive de una velocidad de escape, empotrada en nuestro sistema perceptivo y neuronal.

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Aunque solo sea para decir en voz alta el fragmento terrenal que han vivido, los héroes de la verdad, de un acontecimiento que se autoriza a sí mismo, escasean. Lo normal es repetir, con variaciones mínimas, aquello que cierto público al que nos debemos quiere oír. No menos que Ursula von der Leyen o Donald Trump, también Paul B. Preciado sirve a cierto grupo de intereses tribales, una horda sofisticadamente binaria que funciona en bucle. Además, ¿si alguien quisiera hoy desmarcarse de los demás, en medio de una opinión que funciona como evidencia masiva de un cuerpo social que no quiere saber nada del afuera, ¿a qué sentido real se agarra? ¿A cuál inmediatez, si esta ha sido liquidada como una experiencia posible entre nosotros? No hay ningún afuera para una sociedad del conocimiento que se pretende global. La inmensa mayoría de los filósofos repiten que el referente de una inmediatez real es algo «que se ha ido para siempre» (Jameson). Los occidentales vivimos en un orgulloso supremacismo moral donde los disidentes, los independientes, son arrojados al campo execrable de algún tipo de delirio negacionista, cuando no a un populismo u otro. Y esto incluso en los casos donde se les tolera como estrellas excéntricas de un culto minoritario.

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Aunque nuestra crueldad gregaria funciona en circuito cerrado, sin que nadie tenga que implicarse personalmente. Solo se reenvían balas rebotadas, que ya circulaban. Nuestras certezas colectivas, que nos prohíben tener certezas individuales, operan en reflejos binarios, contra un resto que siempre apesta. La sociedad del conocimiento es en realidad la internacional de un odio acéfalo, disperso. Mientras los déspotas globales bombardean naciones inermes, las hienas de la información practican a diario una caza regional del hombre, de todo aquel que ha caído del lado del mal. El pequeño canalla local que es el ciudadano de a pie debe conformarse con masacrar al vecino que -inmigrante o no, machista o no- parece haber caído en la hoguera de lo condenable. Todo el mundo quiere su parte en una cacería moral y legalmente permitida, incluso democráticamente estimulante.

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La saña con la que perseguimos a los que han caído supuestamente del lado del mal expresa la necesidad subjetiva de un masivo blanqueo anímico, un sucedáneo de inocencia que compense una corrupción que presentimos estructural. Estructural y esencial, pues no se debe a tal o cual estrategia ocasional de prácticas dudosas, sino a una legalidad en sí misma «transgénica», que vive de lleno en el abandono de lo real, dando la espalda a cualquier referente terrenal de verdad, creencia o certeza asumida. Uno podría preguntarse, por ejemplo, qué significa el uso indiscriminado de la palabra gestión en tantos ámbitos, de lo corporal a lo emocional. Ocurre como si siempre se tratase de guardar distancias empresariales con lo que irrumpe para, de la mano de un conductismo guiado por algoritmos variables, tratar lo real que sucede con estrategias de desmenuzamiento y deconstrucción. En resumen, de liquidación. Por debajo de las distintas ideologías, la deconstrucción es la auténtica ideología del sistema, pues le basta con disolver cualquier intensidad real, haciendo pasar por bárbaro a todo lo que se oponga resueltamente al imperio de la comunicación, por místico a quienquiera que tome su propia presencia como materia prima de su revuelta, por fascista a cualquiera que busque una consecuencia directa del pensamiento [1].

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Cuanta más injusticia real, mayoritaria, más corrección política en el lenguaje minoritario. Así se conforman las élites que dirigen la múltiple obediencia de clase media, personalizada en la participación interactiva de cada cual. En este panorama de coacción masiva, aunque democráticamente repartida, es obvio que las relaciones entre creencias, certezas y verdades han tenido que cambiar. Han cambiado porque hoy Occidente gira en torno a un bucle de metalenguajes que nos obligan a la interdependencia. Los periódicos se deben a la agenda de las grandes grupos de la información, que a su vez se deben a los estados, que a su vez se deben a Occidente… Resulta así muy difícil mantener una verdad que tenga que ver con un suelo de experiencia, con un trauma real al que debamos fidelidad. Funciona más bien una transferencia perversa hacia la religión laica del cuerpo social, lo que hace clandestina la fidelidad al deseo. Creencias personales y verdades han sido liquidadas en la rotación rápida de certezas envasadas que configuran una especie de fundamentalismo ligero, divertido y portátil. Nuestras democracias estatalizadas funcionan con un populismo sin pueblo, generando una especial inmunidad de rebaño a cualquier posible irrupción exterior, a las verdades o creencias no avaladas por la secta global. La vida real, en todo caso, no puede ser democrática. Es posible que Marx se quedase corto con la idea de que, a la espera de un futuro indeterminado, nuestra democracia ha de ser simplemente formal.

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Mientras tanto las tres palabras mencionadas han sufrido un proceso de liquidación que hace difícil distinguirlas entre sí. También hace difícil discernir en los tres ámbitos qué pertenece a la experiencia de cada sujeto y qué es lo que ha venido impuesto por un útero social que nos proporciona cobertura en la misma medida en que desactiva nuestro deseo. Este es  esterilizado por el terror de una actualidad inmanente, por una aparente horizontalidad plagada de jerarquías ocultas. Guerras aparte, Putin no ha generado menos adhesiones inquebrantables que Lady Ga Ga, Žižek o Judith Butler. En un universo donde la libertad de expresión oculta la nulidad de cualquier acción, el dictado es tan múltiple como banales son los contenidos. Cada cual tiene su guía, su idolatría: «Ningún pastor, un solo rebaño» (Nietzsche). Son indiscutibles las diferencias de intensidad, métodos, autoridad y estilo entre unos ídolos y otros. No lo es la función de cohesión grupal que las autoridades morales ejercen. Si al final la religión siempre triunfa, eso necesita sacerdotes. Pocos ejemplos del pasado han tenido la potestad infinita de repartir la sagrada forma de la percepción correcta como esta laya de nuevos amos de la gobernanza democrática. Es cierto que la alternancia les derriba periódicamente, pero para que sus hermanos de leche rellenen con sangre alternativa la misma obediencia, a la vez múltiple y masiva. En este punto a veces la democracia solo parece un genial dictado de geometría infinitamente variable. Hemos conseguido que un viejo sueño de la humanidad, conseguir una cueva que nos libre de vivir, se haya logrado revertir en una prisión que se confunde con el entretenimiento. Tal vez es a esto a lo que le llamamos sociedad terciaria de servicios. El gran servicio es que lo real no ocurra, que lo imaginario termine por cancelar la posibilidad de un decir fiel a la experiencia vivida.

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¿Creencias, certezas, verdades? Las certezas provienen de las verdades, apariciones intempestivas y no solicitadas de algo que nos divide, también en nuestro compromiso con los saberes establecidos. Del saber solo brotan las opiniones que circulan, por las que uno no da la vida sino solo el tiempo libre, de ahí que puedan cambiar de hoy a mañana. La certeza nos obliga a una temible coherencia en este mundo democrático, que vive de la servidumbre de sujetos amedrentados por una opinión pública que ha ocupado el lugar de Dios. Nuestras pocas certezas provienen, no de los saberes, sino de lo que hemos vivido en una indisimulable experiencia. Mi certeza de que en este mundo el «pacifismo» es irreal no la he leído en ningún sitio, la he vivido en mi carne. Lo mismo mi certeza de la superioridad ontológica de la mujer: no es una opinión, ni un mero saber, es una esencia vivida en irrupciones existenciales que han perforado mi malla protectora. Por eso no podríamos vivir sin las pocas certezas que tenemos, nacidas de nuestra andadura en lo real.

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Hasta el extremo de la fe, la creencia ya es indispensable -tal como está el mundo- para sostener algo de uno mismo, para religarnos a una lejana intimidad que nos salve de una sociedad donde se niega por doquier la independencia, cualquier grumo de singularidad. Es cierto que esta idea remite a una especie de «esencialismo» personal, pero no tenemos otra salida si queremos librarnos del nuevo esencialismo colectivo. No hablamos de reafirmar el consabido narcisismo del Yo, sino del sujeto que se rehace por las irrupciones de una exterioridad íntima que no se puede negociar y se autoriza a sí misma. Es preciso defender una especie de fundamentalismo de la existencia, que sostenga a capa y espada la autonomía de cada sujeto en su heteronomía natal, en su deseo irrenunciable. La alternativa es caer en otro fundamentalismo, el de lo social e histórico, nuevo amo ante el cual tantos intelectuales progresistas han cedido.

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Creencias, verdades y certezas se sostienen en un entramado indivisible, entrelazado por la dureza mortal de vivir. Cuando Rilke, en un libro que hoy nadie recuerda, contesta a un joven poeta que le pregunta por la verdad de sus versos, le dice solamente: Pregúntese si podría vivir sin ellos. Esta es la única prueba de verdad de nuestras certezas: ¿podríamos vivir sin ellas? De ahí que no dependan nada más que de un sujeto que, en virtud de su entrega a la otredad del deseo, se autoriza a sí mismo. Por eso Badiou, tan cerca de Lacan, entiende que la verdad es un acontecimiento que nos divide [2]. Las verdades suceden en la crisis del supuesto saber y nos parten la vida, dividiendo el día y la serie cronológica que nos da seguridad. Somos uno antes y otro después: Nunca fui como te amo, dice el poeta. La superstición de la cronología queda rota por acontecimientos de verdad que jalonan nuestra biografía, aunque esos acontecimientos sean difícilmente confesables. Sobre estos encuentros con lo real, epifanías que siempre vienen sin ser llamadas, se asienta la trinidad indisoluble de creencia, certeza y verdad. Podemos evidentemente mentir, hasta debemos hacerlo para sobrevivir. No podemos vivir en la mentira sobre uno mismo, excepto en el caso de un suicidio aplazado, a cámara lenta.

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Es cierto que las certezas, las creencias de verdad se han delegado actualmente al amo acéfalo de la información, lo cual incluye una ciencia normal (Kuhn) y divulgativa que es parte del espectáculo de la opinión. Pero las certezas -sean de Handke, de Zambrano o de quien sea- siempre han brotado de un fondo de experiencia real que hoy falta dramáticamente, pues ese fondo ha sido deconstruido al detalle. El sujeto medio se ha visto expropiado de un lecho traumático contra el que poder estrellarse. Este es el objetivo de la llamada cobertura, con su cohorte de precariedad: impedir la intemperie de donde brotan las verdades irrenunciables. Un conocido psicoanalista dijo un día que lo que se le quita a la gente es en realidad «su derecho a la nada». Pues bien, de esta expropiación del vértigo de vivir provienen buena parte de las patologías actuales, de la depresión ordinaria a la fatiga crónica, de las adicciones mil a un índice oculto de suicidios en vida. En la vida de una muerte a plazos, donde el sujeto ya ni puede levantar la mano contra sí mismo.

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El propio Descartes liga la certeza a un previo fondo sombrío en el sujeto, un lecho innato e indecidible -Dios- cercano al concepto de lo imposible como ser de lo real. Es el «infinito en acto» de un Dios inconsciente, que espera en el fondo del «yo pienso». Repasen el Seminario 10 de un tal Lacan [3]. Verán cómo la certeza de Dios, la existencia de la inexistencia, como tal -ese es el argumento ontológico- brota de un fondo de angustia que hoy por todas partes se intenta desactivar. Muerto el perro, se acabó la sarna. Liquidada la angustia, se acabó la independencia. Con ella, se asedia también una fe que no necesita más Dios que la de una muerte absuelta y vuelta al fin hacia lo abierto, hacia una vida mortal que lo tiene todo dentro.

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Es esto de lo que hoy se nos quiere expropiar cuando un Estado cada vez más personalizado e intervencionista se cree en el derecho de decirnos qué es bueno y qué no lo es incluso para nuestra «salud». Como se ha reconocido a veces, nos hemos limitado a cambiar la teología impartida por una ecclesia por la terapia impartida por otra, la que resulta de esta alianza total de Estado y Mercado. Allí donde no llega papá Estado, llega mamá Sociedad, aliada con la medicina puntera, para inmiscuirse en lo que debemos comer y en qué tipo de relaciones sexuales resultan sostenibles.

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El amo que hoy nos quiere mandar se presenta con un lenguaje correcto e inclusivo, incluso plagado de sonrisas y obligando a la diversión. Nuestra multiplicidad social es la cara externa de una profunda desactivación de los sujetos en la indiferencia del reemplazo, en sus mil banales alternativas diarias. Lejos estamos del ruido de las autoridades «heteropatriarcales», pues en nuestras repúblicas horizontales de la opinión reina el líquido amniótico de un poder uterino. Muchas de las minorías empoderadas que han triunfado no son más que sangre fresca para un sistema cuya flexibilidad tiende a confundirse con el tiempo compartido en el que mantenemos a raya lo real. De ahí toda la xenofobia de Occidente, con su lista interminable de enemigos. Sea ruso o árabe, cada extranjero abominable nos recuerda la alteridad que debemos rechazar en nosotros mismos.

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Probablemente tiene razón Marcelo Barros cuando insiste, no tan lejos de Byung-Chul Han, que el buenismo político es hoy el principal activo de un sistema cuya única clave -por eso es tan poderoso, tan integrador, tan flexible- es la oferta de liquidar cualquier emergencia de lo real, dejando atrás la violencia de vivir en una masa de sujetos que vigilan juntos, apretados en la interdependencia, que no sea visible lo que nos une, la orfandad común de cada ser. Vivimos aislados a la vez del inconsciente y de cierta conciencia negativa de su existencia. Aislados de la certeza que brota de cualquier verdadera creencia, esas pocas certezas irrenunciables que harían nuestra vida un poco más real, más libre de esta liquidación de existencias que se ha impuesto como bienestar obligatorio. En cierto modo, todos los autoritarismos de antaño eran ingenuos comparados con este Leviatán que se presenta con el semblante de una fiesta inclusiva.

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La ética de «Kant», esa supuesta moral universal que encanta a los universitarios, tiene las manos limpias. El único problema de esa ética formal es que no tiene manos, ninguna relación táctil y corporal con la verdad, con las creencias a las que no podemos renunciar. Lo que necesitamos es otro cuerpo, un alma inconsciente capaz de resistir estas presiones imperiales que se han confundido con nuestras maneras de gozar. Es cierto, Dios no cierra una puerta sin abrir otra. Pero mejor, como se decía antes, que Él no envíe todo lo que podemos aguantar.

Ignacio Castro Rey. Picón, 14 de marzo de 2022

1. Cfr. Tiqqun, Introducción a la guerra civil, Melusina, Barcelona, 2008, pp. 79-80.

2. Alain Badiou, La filosofía, otra vez, Errata Naturae, Madrid, 2010, p. 58.

3. Jacques Lacan, El seminario: libro 10. La angustia, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 236.

* Con ligeras variaciones, este texto ha sido publicado en la revista Letras lacanianas. Madrid, junio de 2022.

 

(*) Filósofo y crítico de arte.