Por Eduardo Luis Aguirre

 

 


Los pliegues de la política internacional actual son infinitos e inescrutables. El sistema de control global punitivo hace años que ha admitido de manera explícita que el neoliberalismo como dispositivo es incompatible con la democracia decimonónica. Ahora sabemos que esta modalidad de acumulación tampoco se compadece con la paz, con la subsistencia de millones de seres humanos y con la supervivencia del planeta. Aparecen como por arte de magia ultraderechas delirantes en todos los lugares del mundo, con un sentido común que se sintetiza en el odio al otro y se expresa mediante una violencia criminal. El capital afronta sin pudores ni remordimientos una catástrofe humanitaria compuesta por un variado menú apocalíptico.

Hambrunas, intervenciones genocidas, guerras de (no tan) baja intensidad, una policización mundial de alta intensidad y máxima coherencia analógica, una fascistización creciente de las relaciones internacionales, pandemias, desastres ambientales, violación sistemática de los DDHH. No sólo son desfavorables para los pueblos las catastróficas condiciones objetivas de la desigualdad, la aparición de millones de vidas desnudas y la muerte violenta. Las condiciones subjetivas exhiben también un poder coercitivo de máxima letalidad. El capitalismo ha logrado instalar la idea de su propia invencibilidad, de que absolutamente nada puede sobrevivir por fuera de su monstruosa circularidad. Quizás, razones no le faltan: lleva más de 500 años de vigencia como sistema de dominación y de alienación continua y cada vez más homogénea. El sujeto neoliberal es, a la vez, un sujeto político con ideologías, sistemas de creencias, miradas de la vida, pulsiones y hábitos comunes compatibles con el estilo modélico de un neoliberalismo brutal. Esto lo hace distinto a todo lo vivido antes. Si, la clave es esa. Si apeláramos a la mitología del eterno retorno, podríamos pensar que atravesamos tiempos escatológicos y esperamos que lleguen los tiempos mesiánicos. Alguien que abra el Mar Rojo. Que asegure alguna forma de construcción colectiva, política ética, épica capaz de conducirnos a un escenario piadoso. Y la verdad es que los profetas del optimismo feraz no han hecho más que acercar desaliento. No estamos en tiempos comunistas, ni la interminable pandemia sacó lo mejor de nosotros como especie, ni se ha fortalecido con la peste la idea de comunidad o de amorosidad entre los seres humanos. La mirada del otro no nos interpela. La intervención diplomática imperial ha comenzado a promover en la regiòn un juego de todos contra todos como nueva forma de colonización. El candidato ultraderechista gana las elecciones en Chile tildando a los mapuches de terroristas. Esa recreación macabra de un enemigo, le ha permitido ganar con un 45% de los sufragios en la propia región de la Araucanía. El anterior gobierno argentino había sentado las bases mitómanas de una concepción similar que expande una pulsión de muerte recalcitrante. En Chile votaron menos de la mitad de los ciudadanos habilitados. Lo propio pasó en Venezuela, en Rusia, en EEUU y en varios países europeos, incluida la Argentina, cuyo nivel de paticipaciòn disminuyò sensiblemente. Algo cruje al interior de los sistemas representativos. Entender este intrincado teorema mundial no es tarea sencilla, pero a su vez constituye un imperativo categórico de potencia kantiana y urgencia humanitaria, como paso previo a revertir la tragedia planetaria.