En un contexto histórico donde la cultura de la penalidad ha alcanzado consensos sin precedentes, operando como criterio organizador de la vida cotidiana, el arraigo del castigo como forma de resolver los conflictos sociales aparece como un instrumento indispensable y excluyente, construido por saberes distintos que han interactuado en el caso de manera complementaria. Si la réplica violenta frente a la ofensa configura un insumo cultural ancestral, si hasta el derecho penal liberal ha legitimado la imposición de penas, sujeta a la verificación de un piso de garantías y criterios de racionalidad y acotamiento del poder punitivo, no nos debería extrañar que esas mismas racionalidades punitivistas se hayan impuesto en los códigos penales y en las tradiciones y posteriormente las normas penales internacionales. Mucho menos, si el punitivismo en materia de violación de Derechos Humanos fundamentales ha impregnado en buena medida los discursos progresistas y ha marcado a fuego su retroceso teórico.

Como toda creación cultural, el penalismo responde a una relación de fuerzas políticas, en cuyo marco algunos actores determinan qué conductas están prohibidas y conminadas con una pena y cuál es el monto de las penas previstas para las mismas. Pero en modo alguno una creación cultural, dinámica, variable, por ende relativa, podría asimilarse a un deber inexorable de los Estados.
Existen, aunque habitualmente se lo olvide o se lo niegue, alternativas al castigo que merecerían un espacio en el universo de posibilidades que de ordinario se barajan al momento de administrar la conflictividad.
Las experiencias de Justicia restaurativa o composicional, la puesta en práctica de ejercicios de vergüenza reintegrativa tendientes no solamente a prevenir la reincidencia de este tipo de crímenes, sino a posibilitar la aceptación de la culpa por parte de los infractores, las categorías dogmáticas del derecho penal mínimo, por citar algunos conceptos, no han figurado en la agenda ni en las las urgencias de los sistemas jurídicos. Asumimos la invocación de un experimento social que carece en general de verificación empírica contemporánea, aunque sí reconoce innumerables antecedentes históricos. Pero eso no quita la necesidad de explorar un sistema de mínima intervención penal que, con toda seguridad, no podría resultar más degradante para la condición humana que el que se encuentra en vigencia. Si algo se ha revelado como una verdad incontrastable de la modernidad tardía, es la incompatibilidad manifiesta entre el discurso punitivo y la transformación democrática de las sociedades. Por el contrario, el Estado Constitucional de Derecho solamente puede concebirse con un derecho penal mínimo y garantista, adecuado a presupuestos filosóficos que parten de la premisa que las formas violentas de resolución de los conflictos suponen la asunción de riesgos que generalmente derivan en consecuencias sociales brutales y en nulos efectos en materia de prevención, disuasión o conjuración de las infracciones.
La crisis de legitimidad del sistema penal radica justamente en su reconocida ineptitud para dar soluciones mínimas a las cada vez más apremiantes demandas de las sociedades modernas respecto de la delincuencia. No obstante, las lógicas legitimantes del Derecho penal siguen remitiendo al mismo al momento de intentar solucionar la nueva conflictividad social tanto a nivel estatal e internacional. Ello ha contribuido a una inflación sin precedentes del Derecho penal, que en modo alguno ha reflejado una disminución de los estándares de conflictividad ni ha contribuido a la construcción de una mayor seguridad humana en nuestras sociedades. Se han incrementado desmesuradamente las míticas funciones simbólicas que se atribuyen al sistema penal, que se ha revelado como manifiestamente incapaz de resolver ninguno de los problemas o cuestiones en virtud de los cuales se sigue acudiendo al mismo cada vez con mayor frecuencia. Preocupa entonces observar cómo, frente a la inviabilidad de las esperables funciones simbólicas del Derecho penal, sistemáticamente incumplidas, los particulares, los empresarios morales y los medios de comunicación, presionan sobre las agencias secundarias de criminalización, en particular las policías y las agencias jurtisdiccionales, en la búsqueda de respuestas que por supuesto tampoco habrán de encontrar en esos ámbitos, concebidos constitucionalmente para el cumplimiento de otros objetivos. Sobre todo, porque en muchos casos esas presiones logran influir sobre la imprescindible independencia que debe regir la toma de decisiones jurisdiccionales en cuestiones de semejante trascendencia. La agencia judicial, la menos democrática entre los poderes del Estado, sigue siendo la más vulnerable frente a esos planteos neopunitivistas, efectuados por grupos de presión que, en no pocas oportunidades, terminan construyendo la agenda e incidiendo decisivamente en las resoluciones que adoptan esos funcionarios.