Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

"Los Movimientos Populares son los portadores de la potencia para construir un proyecto de país transformador que cobije y dé respuestas a las necesidades de todos y todas las argentinas. No hay procesos políticos transformadores sin el protagonismo de las grandes mayorías" (Alexandre Roig).



Es imposible comprender los fenómenos sociales sin atender a la dialéctica inexorable de la historia y a las consecuentes transformaciones de diversa naturaleza que impactan cada vez con más potencia, con más fuerza y velocidad sobre los sujetos y sobre las naciones.



El trabajo como articulador de la vida cotidiana es justamente una de esas variables esquivas que es necesario analizar en contexto y en escala.

En 1947, durante el esplendor del primer peronismo, la Argentina tenía alrededor de 16 millones de habitantes. Hoy bordea el medio centenar. El mundo, en 1950, albergaba a 2500 millones de habitantes, alrededor de un tercio de la población mundial actual. Las grandes organizaciones políticas y sindicales, los propios países, inclusive, coexistían con un conflicto contemplado por el marxismo clásico: patrones y obreros. Muchas cosas duraban para toda la vida. El trabajo podía ser una de ellas.

El capitalismo neoliberal aceleró y profundizó lo peor de un sistema injusto y alteró la lógica del trabajo y de los trabajadores.

En el momento histórico de mayor participación de los trabajadores en la renta argentina, los gremios eran potentes, robustos, referidos y representativos. El propio peronismo diseñaba su sistema de representación en espejo de la sociedad de la segunda posguerra. Su organización contemplaba una rama política, una gremial, una femenina y una juvenil. Es muy difícil suponer que la diversidad de las nuevas sociedades puede llegar a representarse en la estrechez de ese marco conceptual. Ninguna de las 4 ramas siguen siendo significantes fiables para representar a las mujeres, la política y lo político, las y los jóvenes y les trabajadores.

La política se encargó de ordenar las nuevas y volátiles coordenadas sociales. En cuanto a los trabajadores, el empleo ya no reconoce desde los años noventa su inicial perpetuidad Tampoco su formalidad, ni su sindicalización ni produce organizaciones multitudinarias de obreros caracterizados por su ubicación en un proceso productivo y por su conciencia de clase dirigida a la transformación copernicana de las estructuras sociales.

El capitalismo lo hizo. Al galopante crecimiento demográfico le añadió precariedad, informalidad, provisoriedad, exclusión y marginalidad. Comienza diciendo sobre este particular la historiadora Silvia Laura Rodríguez: “Para comprender el origen y desarrollo de los movimientos sociales en la Argentina, es imprescindible pensar que ocurría en el contexto internacional desde fines de los 80, caracterizado por la vigencia del Consenso de Washington y la hegemonía ideológica de la Doctrina del Pensamiento Único Neoliberal. Lo cual se tradujo para América Latina, en políticas de ajuste económico, flexibilización laboral y soberanía del mercado. En particular para Argentina, significó: la privatización de las empresas públicas, la desregulación del mercado financiero y el achicamiento del Estado como tal, junto con la reducción de su papel interventor. Por otro lado, la apertura comercial irrestricta, afectó a la industria local, generando una creciente desindustrialización. Estas políticas, junto con la flexibilización de las leyes laborales, produjeron graves consecuencias en nuestra sociedad, como la precarización laboral, una elevada desocupación (alcanzando en el 2002 al 24% de la PEA) y una importante franja de la población en estado de pobreza”.

El origen de estos nuevos movimientos sociales fue múltiple, reconociendo factores tales como “1.-Las redes territoriales, que se dieron en torno a la vecindad. 2.- La desocupación, como elemento que unificador, al ser excluido del sistema 3.- La problemática en común que afectaba a una zona y permitía aglutinar fuerzas. 4- El quiebre de empresas y falta de alternativas de trabajo, que hace surgir la necesidad de dar continuidad a la empresa donde se estaba”.

Estas diferentes situaciones dieron lugar (en base a la clasificación realizada por Héctor Palomino) a: -Asambleas barriales y movimientos zonales; b: -Movimiento de Desocupados o Piqueteros; c:- -Movimiento de las Fabricas recuperadas y d:- Movimientos en defensa del medio ambiente” (*).

Allí, en medio del pandemónium neoliberal, bien que corriendo distintas suertes, los movimientos sociales y la economía popular iniciaron un camino que encontró a partir del gobierno de los Kirchner un tratamiento diferente que excluía la represión como respuesta estatal, daba inicio a una institucionalización de distintas formas de protesta social y procedía a llevar a cabo una regulación jurídica de sus actividades y luchas. El derecho alcanzaba así a los sectores más postergados y dejaba de asumirse como garante de un estado de injusticia para transformarse en productor de verdad e instrumento de clara vocación inclusiva frente al desastre social inferido al pueblo argentino en su conjunto. En ese momento histórico, se concretaba un proceso de comprensión de las demandas sociales y de clara construcción de un pueblo cuyo sujeto político y social encarnaba una heterogeneidad nunca antes conocida ni organizada. Era un nuevo 17 de octubre con diferentes actores que la sociedad argentina blanca, con los mismos prejuicios que en aquella gesta del 45, debía visibilizar, atender y comprender en sus reclamos insatisfechos, en su identidad en plena formación y en una relación distinta y mucho menos orgánica con las instituciones tradicionales y los liderazgos. No era una tarea sencilla. No lo es, porque lo peor de los prejuicios subsiste. La idea “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa” ha colapsado. El nuevo sujeto social se negaba a abandonar la calle, se apropiaba del escenario común, público, cuando sus necesidades así lo demandaban. Eran ellos, en definitiva, el producto de un experimento social que había empujado a millones de sujetos a la intemperie más cruenta. La sociedad ya no era la misma, el movimiento nacional y popular ya no podía ser el mismo, la dinámica de las disputas discursivas y simbólicas, tampoco. Poner en el ojo de la tormenta a los movimientos sociales es un error inesperado. A mediados de 2020, con el inicio de la pandemia, de la mano de la ascendente ministra de trabajo Yolanda Díaz, el gobierno español instituyó un ingreso mínimo vital (IMV) para situaciones de pobreza extrema, que comenzaron a cobrar –en principio- unas cien mil familias y cuyo objetivo final era llegar a 850 mil. Un país de la Unión Europea entendía que los gobiernos que respondan a tradiciones populares no pueden hacer oídos sordos al drama de una realidad avasallante. Pero en materia de economía social y movimientos sociales, los españoles tienen mucho que aprender todavía de un camino recorrido durante más de veinte años en la Argentina. Un camino que transitaron y transitan militantes e intelectuales inobjetables. Oscar Valdovinos, Enrique Martínez, Alexandre Roig, Andrés Ruggeri, entre tantos otros. El prejuicio como herramienta y retórica política decididamente parece no estar a la altura de un proceso de construcción de pueblo que ha hecho historia.