Por Eduardo Luis Aguirre

Durante las épicas jornadas del mayo francés confluyeron multitudes de obreros que marchaban desde las periferias, desde las "banlieurs" oprimidas, estudiantes, intelectuales, militantes sociales y sindicales y ciudadanos portadores de demandas diversas. Nueve millones de personas participaron de aquellas protestas donde los reclamos ensanchaban un horizonte infinito de anhelos. Se marchaba contra el colonialismo y a favor de los derechos de las mujeres; contra el capitalismo y en favor de la paz; se reivindicaban las libertades individuales y las singularidades contra el despotismo de las intituciones; se despotricaba contra la alienación capitalista y el consumismo y se apoyaban las luchas de los pueblos del Tercer Mundo.

Jean Paul Sartre fue uno de los intelectuales que junto a Simone de Beauvoir más se implicaron en esa épica, hasta llamar la atención de los funcionarios del gobierno francés que trasladaron su preocupación sobre la influencia del filósofo durante esos días al propio De Gaulle. El presidente habría contestado con una frase rotunda "no podemos encarcelar a Voltaire". La metáfora estabecía denominadores comunes y un límite que la democracia no debía trasponer en medio de un inédito proceso emancipatorio de construcción de pueblo.

Ambos eran dos pensadores incómodos para los poderes constituidos de sus respectivas épocas. Voltaire retornó a Francia después de su último exilio y fue recibido como un héroe poco tiempo antes de su muerte. De las exequias de Sartre participaron 60000 personas. En las dos ocasiones, un pueblo tributaba multitudinariamente a dos pensadores. El humanista exitencialista más relevante del siglo XX y el gran impulsor de la Ilustración. Ambas muestras de gratitud hacia el pensamiento, la palabra, y por último la acción, ordenaban los parámetros de distintas maneras de radicalización. De una esperanza sin tiempo de justicia y tolerancia espiralada.

De una forma de señalar los enemigos de los oprimidos y explotados, de la paz y el progreso. Los dos emblematicos personajes tenían muy en claro la responsabilidad de las castas, los poderes y las clases que subalternizaban a los pueblos. También, de las contradicciones fundamentales que habitaban las sociedades de su época. Una profunda convicción democrática impulsaba a los dos franceses en sus formas de ejercicio de la protesta social.

Voy a detenerme en Voltaire, en algunas consideraciones conducentes para iniciar un análisis del legado magnífico de estos rebeldes insumisos, libertarios y revolucionarios democráticos verídicos, que en la teoría y en la acción ponen al descubierto los intentos burdos de usurpación categoríal de los fascismos contemporáneos.
París resguarda con unción el legado simbólico de ambos escritores, poetas, dramaturgos, escritores, filósofos y pensadores. La casa de Voltaire se señala con una placa en una avenida que lleva su nombre.

A pocas cuadras de allí se encuentra la mítica y casi centenaria librería Shakespeare. Entre los 29000 volúmenes que atiborran ese espacio único visitado diariamente por miles de ávidos lectores es posible dar con uno de los libros más representativos del pensamiento voltaireano: "Candide, or The Optimis". El texto de la contratapa da cuenta de la disconformidad intrínseca del autor con su época: "Si éste es el mejor de todos los mundos, cómo serán los otros?". Frustración, disconformidad, rebeldía, acaso muchas otras pasiones tristes lo embargaban. Ante esa desazón, postuló el pensamiento, la palabre y la tolerancia, uno de los conceptos que más lo ocuparon. Frente a la cárcel y el destierro que se le impuso, Voltaire elegía postular la humana tolerancia. Ni parricidios, ni atentados, ni arrebatos terroristas formaban parte de aquellos hombres eminentes en lucha contra las más flgrantes injusticias de sus tiempos. Esas rutinas fueron y son, parte de las lógicas neofascistas sobrevinientes.