Por Eduardo Luis Aguirre



Un estado confusional totalizante atraviesa al mundo en esta época de expansión incontenible del capitalismo. Tan ambivalente e inclasificable resulta esta era que - abandonados los objetivos de libertad, igualdad, fraternidad y progreso- recurrimos a una nebulosa imprecisa a la que definimos como un tránsito que ha superado una forma de vida y preferimos no enunciar lo que vendrá. "Posmodernidad" y "posindustrialismo" son dos ejemplos de esa dificultad objetiva que nos depara el lenguaje. Una debilidad que da cuenta que, a diferencia de lo que sucedía en el capitalismo fabril, la clase obrera ya no percibe un salario compatible con sus necesidades mínimas de reponer energías para una nueva jornada laboral y proveer a su subsistencia y la de los suyos. Lo post se acerca peligrosamente al pre capitalismo esclavista. La técnica ha sustituido en gran medida al trabajador y en las últimas décadas se abate sobre la superficie planetaria un nuevo malestar de la cultura que devasta incluso a los sujetos que alcanzan un sustento digno. A sufrientes profesionales, empresarios, profesionales, burgueses y productores que, si bien tienen por el momento asegurada su subsistencia, padecen la sinrazón de la pérdida del sentido sacrificial y consumista de la vida. Su frustración los conduce a una alienación diferente de la de los pobres estructurales pero también ellos intuyen que no hay futuro en la barbarie neoliberal.

El mundo y su deriva neoliberal no pararán. No existen en la actualidad paradigmas totalizantes alternativos y a ese marasmo se suman las guerras, el racismo y las pestes en dramático y eterno retorno. La política como forma de organización, garantía de las fidelidades ideológicas y de las transformaciones liberadoras adolecen de un desarraigo y una lejanía inédita en las demandas mayoritarias de los explotados y oprimidos. El Consenso de Washington, por si hiciera falta, fue impiadosamente completo. Logró que los vasallos pensaran e imitaran a sus amos opulentos. Los vació de la humana rebeldía y produjo con millones de sujetos un nuevo y lapidario proceso de alienación. Con esa prieta radiografía de fragmentación social, una de las pocas salidas de emergencia es la cultura de la unidad, del desafío de las coaliciones políticas y sociales, aunque esto duela. En estos contextos de antagonismos tan marcados la lucha defensiva urgente es parar a la reacción asegurando a los propios. Y hacerlo no ya desde la tibieza discursiva sino desde la materialidad de lo urgente. La herramienta incomparable y pacífica de la calle, las plazas, la capacidad de movilización incomparable, la erradicación de las retoricas absurdamente consignistas, la organización popular, la convicción de lo común, la sana práctica de reponer el argumento como forma de hacer política y el amor al otro en tanto otro son nuestras fortalezas. Hay que llegar a esos millones de compatriotas con las tertulias políticas e ideológicas. Hay que incorporarlos a un nuevo sentido común solidario e iluminar con palabras las verdaderas contradicciones que habitan el mundo. Hay que deshacerse de esa concepción racista de odiar la forma en que el otro goza. También hablar y explicar sobre lo que no pudimos o no supimos hacer.

La insoportable levedad de las vidas cotidianas que impone el capitalismo data de siglos. Consiste en proporcionar atajos operativos que alivien o eviten la pregunta por el sentido de nuestras existencias. En líneas generales lo ha conseguido porque el desarrollo de la técnica multiplica las alternativas de colonización de las subjetividades. Sin embargo, han existido momentos en la historia en los que merced a la emergencia de creatividades contingentes esa circularidad fue sorteada. Y no me refiero a las grandes revoluciones que desde luego modificaron la militancia y el sentido de las vidas cotidianas. Pienso en las mujeres que en el siglo XV se coaligaron para contratar novelistas que les escribieran libros de caballería. Además del fabuloso proceso de individuación que significó la lectura en voz baja, esa gimnasia disruptiva facilitó la incorporación de las voces femeninas en las mesas de una Europa que se aprestaba a producir los grandes descubrimientos de ultramar y los avances del Renacimiento.

Pienso en esa condición embrionaria de las luchas de las mujeres hasta transformarse en un sujeto político, social e ideológico multitudinario, capaz de influir decisivamente en las agendas conservadoras de los gobiernos y de las corporaciones. Pienso en los movimientos sociales compuestos por los empobrecidos, excluidos y marginados.

Pienso en los desayunadores comunitarios, en las mujeres agropecuarias en lucha, en las fábricas recuperadas.

Pienso en la necesidad de comprender la potencia de las organizaciones de la comunidad, de los clubes sociales, de los sindicatos.

Es imposible pensar una vida distinta en un capitalismo neoliberal que enajena las esperanzas colectivas. Que sume en la impotencia y la frustración a millones de sujetos que, con suerte, solo acceden a empleos esporádicos, de baja calidad y remuneraciones perversas. O a los profesionales proletarizados o la intemperie vergonzante de los sin techo y las almas desnudas. Son tiempos de injusticia extrema, de desprecio por la vida y de terrorismo reciente. Esa violencia inhumana compele a no ceder frente a las provocaciones. Exige estrategias asociativas, el calor de los encuentros, la recuperación de lo dialógico y la marcha capaz de congregar a los dolientes globales y locales. Porque, como ya lo hemos señalado, el ser humano no es individuo sino comunidad. En esa diferencia radica la nueva disputa cultural.

Fotografía: Telám.