Por Nora Merlin

“No acepten lo habitual como cosa natural pues en tiempos de Desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad Conciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer Imposible de cambiar”.
Bertolt Brecht

La ciudadanía, los medios de comunicación, los políticos e intelectuales manifestan su repudio a la violencia social, la inseguridad y los denominados “linchamientos”. Estos actores sociales plantean un debate estéril e improductivo, que se pregunta si es peor matar a robar, si está bien o no linchar a un semejante en defensa propia, si en estos casos es válida la llamada “justicia por mano propia”. Las perspectivas teóricas presentan algunas similitudes y análisis que no avanzan más allá de los límites planteados por las categorías morales, que suponen exclusivamente la actividad del juicio sobre el bien y el mal. Casi todos estamos de acuerdo y diagnosticamos lo que se presenta como obvio, que en los linchamientos y en la cuestión de la inseguridad, que tanto nos concierne y nos hace hablar, no se cumple el pacto o contrato social que, según Hobbes, es aquello que permitiría salir del estado de naturaleza fundando el Estado. Verificando su fracaso, cabe preguntarnos cómo hay que proceder sabiendo que en aquellos países en los que se aumentó el castigo a la violencia y a los hechos delictivos, la problemática de la inseguridad no mejoró. ¿Deberíamos cambiar la “naturaleza del hombre”, como denominaba Hobbes a las pasiones, para que la gente obedezca dicho contrato, o más bien es necesario empezar a pensar lo social con otras categorías diferentes a las propuestas por los teóricos contractualistas (Hobbes y Rousseau, digamos) cuatro siglos atrás? 


Recordemos rápidamente los planteos de Hobbes en el Leviatán. Allí argumenta que todo hombre es por naturaleza un enemigo que deja de serlo por un pacto determinante de la relación política. Esa relación se configura como un vínculo entre alguien que manda y otro que obedece; quien no revista la condición de súbdito será un enemigo. La teoría de Hobbes plantea lo social organizado a partir de la renuncia de todos a las pasiones, los deseos, etc., la transferencia del poder a un representante y el principio de obediencia a un imperativo moral. Con el propósito de pacificar las relaciones sociales, Hobbes busca conjurar la irrupción de pasiones en la vida en común, conseguir una paz entendida como despotenciación del cuerpo colectivo, limitando y suprimiendo tanto lo singular como el derecho natural. Objetivo que obviamente no se consiguió.

Más allá de la denuncia del mal y de las manifestaciones de horror que nos producen estos hechos de violencia, ¿por qué no avanzamos en nuestros análisis cuando nos referimos a sus causas? ¿Cuál es el motivo de que nuestras respuestas sean tan estereotipadas? ¿Por qué no nos decidimos a aceptar que fallan las estrategias propuestas para enfrentar estos problemas que podemos considerar como fracasos de la civilización? Ni la mano dura, la exclusión, el aumento de las penas, ni demás ensayos ya probados socialmente en nuestro país y en otros, se presentaron como solución para la disminución del fenómeno de la inseguridad. En relación con los análisis realizados frente a la coyuntura actual de los linchamientos y, en general, con respecto a la problemática de la inseguridad, asistimos a lo que Gastón Bachelard denominaba obstáculos epistemológicos. Ellos no se refieren a los elementos externos que intervienen en el proceso del conocimiento científico como podrían ser la complejidad o dificultad para captar el fenómeno, o la imposibilidad de acceder al conocimiento por ausencia de tecnología para captar la realidad. En este caso, lo que no nos permite avanzar no son esos impedimentos, sino las condiciones psicológicas o los prejuicios de los investigadores, aquí los de aquellos que se proponen pensar el problema. La utilización de la categoría moral para el análisis del tema se presenta como un obstáculo epistemológico, en los términos de Bachelard, que se constituye inercialmente en una fuerza conservadora, que impide transformar de raíz, y no mediante paliativos, el serio problema “del hombre como lobo del hombre”. Si no trascendemos el planteo moralista y no establecemos un diagnóstico profundo sobre las causas, las soluciones serán banales. 

Tanto Spinoza como Freud postularon el fracaso de la cultura determinada desde la moral, basada en una ley imperativa y el principio de obediencia. Observa Freud que la cultura constituida por el imperativo categórico, que el psicoanálisis denomina “superyó”, fracasa en los objetivos de conseguir felicidad, placer y de pacificar las relaciones sociales. El “No matarás” y el “Ama al prójimo como a ti mismo” son imperativos culturales que demuestran tal fracaso. Desde la perspectiva freudiana, la moral produce inevitablemente necesidad de castigo y padecimiento. Por su parte, Spinoza, oponiéndose a Hobbes y a los pensadores contractualistas, considera que la razón está habitada por afectos y que el entendimiento también es un problema del cuerpo, por lo que el devenir racional y libre de un Estado es un ámbito de pasiones y afectos. El Estado político no puede ser el resultado de un pacto consensuado en el que se cancela el poder natural, no se pueden reprimir absolutamente las pasiones ni anularlas por ley. Por el contrario, afirma Spinoza, quien eso pretende terminará por exasperarlas. Asegura que el derecho natural de cada uno no se puede transferir y no cesa en el Estado político; esa promesa sólo se efectúa por miedo, pues nadie renuncia sinceramente al derecho natural individual, el cual se encuentra determinado por el deseo (cupiditas) y la potencia –ambos inalienables–. En su Tratado político, Spinoza plantea que la organización social basada en una moral universal genera esclavos y tiranos, es decir, pasiones tristes e impotentes, una moral sacrificial e inútil que no puede metabolizar las pasiones en afectos activos. Considera que la paz no es soledad ni pacto y que el sacrificio de la libertad natural no es condición de la seguridad. Aquella sociedad cuya paz dependa de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado porque sólo saben actuar como esclavos, merece más el nombre de soledad que el de sociedad. La concordia, que Spinoza identifica con la paz, no significa pasividad ni miedo, sino vida y afectos activos. La vida en comunidad no supone la tolerancia sino el reconocimiento del otro y las nociones comunes. En otras palabras, para Spinoza la paz no se construye contra el derecho natural –como postulan los contractualistas– sino con él y como su resultado, sin intentar cancelarlo. Para Spinoza no se trata de suprimir o limitar esta naturaleza, sino por el contrario, la posibilidad de su propio desvío, sublimación, invención y la posibilidad de hacer con ella. En su Ética, Spinoza anota que nadie sabe lo que puede un cuerpo, lo que hace referencia a una ontología de la sustancia infinita; la libertad de lo múltiple y la preservación de las diferencias que la constituyen dan como resultado imprevistas formas de irrupciones históricas y sociales. Propone recuperar la confianza en la potencia democrática, singular y colectiva a la vez, que no admite ser reducida a la unidad sino que, por el contrario, se resiste a la uniformidad. Spinoza considera completamente opuestas las nociones de potencia y poder, éste último entendido como fuerza o dominación. Los señores del poder, de un poder que se funda en la tristeza colectiva, condenan la desobediencia, denuncian, juzgan. Tienen necesidad de introducir en los hombres el remordimiento y la exigencia de obediencia bajo el terror. A la esclavitud, que concibe como el régimen de disminución de la potencia, Spinoza le contrapone la libertad, que no se opone ni contradice al orden. En resumen, Spinoza recupera la singularidad como un modo que incluye pasiones, afectos, razones, potencias que se relacionan y que al hacerlo producen comunidad, pues todo individuo se inscribe continuamente en una composición mayor. Se establece así una reapropiación de la potencia por vía colectiva y singular a la vez, una orientación ética de la vida que no es conservación biológica, sino capacidad y poder en acto de afectar otros cuerpos y ser afectado por ellos, produciendo así comunidad en enigmáticas composiciones. 

En otros términos, Freud y Lacan también plantearon la existencia de una modalidad de satisfacción singular, el síntoma. En oposición a la cultura de masas, el síntoma se define como la única autonomía que le queda al sujeto frente a la civilización, la técnica y la pretensión de legislar un goce para todos. Esta verdad sintomática, imprevisible e incalculable, no puede ser domesticada por el placer ni por ningún pacto, saber o ley; representa la posibilidad de concebir al sujeto como diferente, soberano, no sometido a procesos de obediencia, igualdad, purificación u homogenización.

Nos parece pertinente recuperar, para la teoría política, la noción de derecho natural, aquello que podemos llamar los infinitos modos de potencia de la sustancia infinita de Spinoza, la cual, desde el surgimiento de la Modernidad hasta el presente, ha sido olvidada y descalificada por las teorizaciones moralistas. Objetamos la perspectiva moral como categoría fundamental para organizar y pacificar las relaciones sociales, porque consideramos que ella no resuelve sino que más bien incrementa la hostilidad. Creemos que la “solución” moral universal conforma una sutura inadecuada frente a los problemas que plantea la vida en común. En ella, uno de los “remedios” para coartar la sexualidad y la agresividad termina por ser uno de los males más peligrosos tanto para el sujeto como para la cultura, es decir, un veneno. La cuestión a ser pensada es cómo producir efectos de libertad y potencia común desde una ética, entendida como infinitos modos de vida de la potencia infinita. La práctica ininterrumpida de una potencia democrática, colectiva e instituyente, no transfiere su virtud política ni la depone ante instituciones meramente procedimentales; por el contrario, genera y anima continuamente esas instituciones que son expresiones de la potencia democrática. El conocimiento y la política, reconociendo la capacidad de pensar y actuar de todos, son las dos grandes vías que conducen hacia la vida buena, dice Spinoza. Si dejáramos de objetivar y silenciar al sujeto trazándole destinos, si evitáramos considerarlo como cognoscible, calculable y manipulable como a una marioneta, sólo allí surgiría la posibilidad de realización de la potencia democrática esbozada por Spinoza; una potencia singular y colectiva a la vez es la única garantía contra el racismo.
Una construcción política supone una invención común en la que hay lugar para lo singular y lo colectivo a la vez –no exenta de desacuerdos ni de antagonismos simbólicos– haciendo comparecer a lo imposible, que no se confunde con la impotencia.

Bibliografía
Freud, S. (2007) “Malestar en la cultura”. En Obras completas Vol. XXI. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1930.
Hobbes, T. (2001) Leviatán. Madrid: Alianza.
Rousseau, J. (1984). Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. El contrato social. Buenos Aires: Orbis.
Spinoza, B. (2010) Tratado político. Buenos Aires: Alianza.
Spinoza, B. (2012) Tratado teológico político. Buenos Aires: Libertador.
       
Por  Pablo Guadarrama González (*).





Con anterioridad ya ha sido cuestionado el planteamiento comúnmente aceptado, según el cual la democracia y los derechos humanos constituyen un producto exclusivo de la cultura occidental.[1]  Al aceptar este último criterio se ignoran no solo las conquistas y aportes que al respecto lograron algunas civilizaciones del Oriente Antiguo, sino también las experiencias y concepciones de otros pueblos posteriores que se desarrollaron antes de la conformación de  la cultura occidental o simultáneamente, pero sin contactos con ella, como el caso de los originarios del continente americano.[2]
Ante tal situación emergen las siguientes interrogantes: ¿Acaso las culturas ancestrales de América, especialmente las más avanzadas, no desarrollaron criterios y prácticas que hoy podrían dignamente ocupar algún lugar entre los antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática? ¿Prevalecía o no entre estos pueblos una autoconciencia de su respectiva condición humana?
¿En qué medida han sido justipreciadas las ideas y experiencias sobre la democracia y los derechos humanos en algunos de los pueblos ancestrales más desarrollados de América o en los mestizos emergentes durante el proceso de conquista y colonización europea?
¿De qué forma la producción filosófica generada por los llamados «pueblos periféricos», como en el caso de los latinoamericanos, debe considerarse valiosa en la construcción y desarrollo de concepciones y prácticas democráticas y de respeto a los derechos humanos?
¿Acaso la elaboración y promoción de ideas de corte humanista constituye patrimonio exclusivo de la llamada cultura occidental, independientemente de una mayor o menor divulgación  de las elaboradas en otras latitudes y épocas?     
                                                                                      
Ha  constituido una nota muy común que en la historia universal se destaque el papel de declaraciones, filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., en la elaboración y conquistas democráticas, especialmente en cuanto a los derechos humanos, en tanto se subestima el protagonismo de aquellas clases y grupos sociales –esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc.– que han sido los verdaderos promotores de tales logros, como puede apreciarse también en la historia latinoamericana. 
Este hecho no debe inducir a ignorar o subestimar los significativos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones y prácticas democráticas y de los derechos humanos. Pero, ¿qué razones hay para ignorar o subestimar las contribuciones de los pueblos y pensadores latinoamericanos al respecto en las distintas etapas de su evolución histórica desde el proceso de la conquista y colonización hasta  nuestros días?
Sobre el pionero protagonismo de Occidente en relación con los derechos humanos, el filósofo mexicano Leopoldo Zea argumentaba: «El hecho de que haya sido el mundo occidental el que haya tomado, posiblemente por primera vez, conciencia de los mismos, no implica que ha de ser él el único mundo con capacidad para disfrutarlos. Pues este mundo, al reclamar para sí el respeto a tales derechos, ha hecho, también, conscientes de los mismos a otros pueblos. Una conciencia que, desde su aparición en la historia, tuvo el iberoamericano; conciencia que también encontraba su apoyo en aquellos valores, aparentemente desquiciados por la modernidad, que le permitieron, a su vez tener una conciencia más amplia de la dignidad, la individualidad y la libertad humana».[3]
Se hace necesario pensar qué posibles consecuencias puede tener en la formación de las actuales y futuras generaciones intelectuales que prevalezca el criterio de que solo autores europeos o norteamericanos han sido los exclusivos cultivadores de ideas originales y valiosas sobre los derechos humanos y las diversas formas de democracia.
Una investigación con objetivos de revalorización de los posibles aportes de la proyección humanista en relación con el derecho y la democracia puede resultar muy pertinente si, de algún modo, contribuye ─sin subestimar las contribuciones de Occidente ni de los pueblos y pensadores de otras latitudes, como los de América─ a revelar, destacar y valorar en particular los de los pueblos, desde los originarios hasta los surgidos posteriormente por el proceso de mestizaje y transculturación latinoamericanos.
Un estudio de esta naturaleza puede estimular la confianza epistemológica e ideológica en las actuales y futuras generaciones intelectuales para generar nuevos conceptos, teorías, reflexiones políticas, jurídicas, filosóficas, etc., sobre cómo orientar mejor la vida democrática de los pueblos de esta región y, a la vez, proponer ideas y experiencias de valor para otras latitudes del cada vez más globalizado mundo contemporáneo.
Cuestión aparte es el surgimiento del derecho internacional, el cual lógicamente solo podría comenzar a tomar mayor cuerpo con el desarrollo moderno del Estado-nación ─si bien algunos investigadores consideran que este ya existió en varias civilizaciones antiguas[4]─, en la que España sin duda desempeñó un papel protagónico con la unión de los reinos de Castilla y Aragón. De ahí que resulte válido ir a buscar sus antecedentes en aquellos sacerdotes dominicos que, como Francisco de Vitoria o  Bartolomé de las Casas, motivaron tan significativas polémicas en defensa de los derechos de los aborígenes americanos.
Lo cierto es, como plantea el costarricense Arnoldo Mora, que «América se incorporaba a la historia universal pero no como sujeto sino como objeto, como tema, como asunto de controversia, pero nunca con voz propia ni con sus hombres y mujeres nativos hablando sobre cuál era su destino histórico como pueblos y cultura, que pensaban de sí mismos después de lo que para ellos fue una verdadera catástrofe, una hecatombe de la cual no se sobrepondrían nunca, qué conciencia tendrían de todo eso y cómo lo expresaron a través de sus escritos y tradiciones».[5]
Un elemento a tomar en consideración es el profundo impacto que produjo la conquista[6] al interrumpir de forma abrupta el ritmo tradicional de desarrollo de los pueblos aborígenes, acontecimiento que no significó simplemente una derrota militar, sino también cosmovisiva e intelectual para algunos,[7] mientras que para Enrique Dusell la resistencia durante cinco siglos no debe calificarse como derrota.[8] Ciertamente, con independencia de cómo se definan las expectativas de desarrollo histórico de aquellos pueblos, de pronto se vieron sacudidas por una catástrofe axiológica que les hizo perder la direccionalidad del rumbo que tenían previsto de acuerdo con la experiencia de su anterior evolución histórica.[9]
Otras y muy diferentes eran las demandas y escalas de valores del naciente capitalismo en Europa, que, por una parte, trataba de distanciarse –aunque no siempre lo lograra– del oscurantismo y el dogmatismo mediante la reivindicación del humanismo grecolatino para convertirlo en buque insignia del Renacimiento, mientras que, por otro lado, restablecía la oprobiosa esclavitud, tan distante de un humanismo real.
Algunos que pretenden minimizar la culpabilidad de los conquistadores respecto a la cuestión de la inhumana esclavitud de indios y africanos, argumentan que esta institución ya existía entre algunos de los pueblos originarios, pero pasan por alto que generalmente esta no siempre tenía un carácter individual, con la excepción de algunos sirvientes de reyes, ni era tan despiadada[10], sino que era una forma de esclavitud generalizada, especie de servidumbre, que Marx caracterizó como  modo de producción asiático.[11]
De manera que aquellos que enarbolaban las banderas del humanismo lo hacían desde aparentes posturas filantrópicas enaltecedoras del pensamiento grecolatino, pero en verdad muy confluyentes con el humanismo abstracto que se quedaba  en la formulación de vanas intenciones y distante de un humanismo real y práctico que propusiese y realizase transformaciones efectivas en favor de los sectores más humildes de la población.   
También se debe tener presente que, independientemente de la existencia de sustanciales diferencias de clases, con algunas particularidades en relación con las existentes en otras latitudes,[12] las formas de vida colectivas de los pueblos americanos inspiraron el  humanismo de las ideas socialistas utópicas de Tomás Moro[13] y Tomás Campanella,[14] entre otros, además de las ideas de otros humanistas no solo españoles, como Miguel Montaigne.
No faltaron interpretaciones modernas sobre las formas de vida comunitaria de estos pueblos,  y algunos investigadores llegaron a caracterizarlas como comunistas[15] por el simple hecho de que realizaran trabajo colectivo y tuvieran formas de distribución de las cosechas de la misma forma[16] ─criterio este muy cuestionable, pues de aceptarse, habría que considerar numerosas formas de trabajo cooperativo como comunistas─, e incluso plantearon que esta había sido la causa de la destrucción del imperio incaico.[17] Identificación que por supuesto resultaría nefasta tanto para una adecuada comprensión de las relaciones socioeconómicas de los pueblos originarios de este continente, como para la caracterización de las ideas modernas sobre el socialismo y el comunismo, al menos para lo que por tal entendieron Marx y Engels, no como un tipo de Estado a implantar, sino como un movimiento crítico de superación de un estado de cosas, esto es, las relaciones capitalistas de producción, distribución y consumo.[18]
Algunos cronistas, como Fernández de Quirós, describieron a los indios americanos con múltiples cualidades propiamente humanas.[19] Otros, como José de Acosta, quedaron sorprendidos por la organización política de los incas ─a diferencia de la forma político-administrativa de los aztecas, quienes algunos consideran no conformaron propiamente un imperio[20], dada la autonomía de los pueblos que dominaban y las formas democráticas de elección y participación política que prevalecía entre ellos[21]─,  lo que lleva a los investigadores a plantear que poseían una organización política y jurídica[22] bien estructurada en consejos[23] y jerarquizada[24], que a su vez se correspondía con sus concepciones religiosas.[25] De ahí que sea muy cuestionable el criterio que pone en duda la existencia de unidad política, aun reconociendo la existencia de una ciudad-Estado con consejos y estructuras de gobierno bien establecidas.[26]
También impresionaron gratamente a los cronistas la existencia de centros de enseñanza y la alta estimación de las heroicidades de sus ancestros, que rememoraban frecuentemente.[27]
La mayor parte de los investigadores prestan mayor atención a la polémica sobre la condición humana[28] de los aborígenes americanos, a quienes erróneamente desde un inicio denominaron indios, al creer Colón y sus seguidores que habían topado con las Indias  Occidentales.   Resulta de interés la visión que por su parte tuvieron algunos de los pueblos aborígenes sobre los conquistadores, que llegó como en las tribus amazónicas al observar su velluda piel, a identificarlos con los monos. Sin embargo,  menos atención se le brinda a la concepción que de sí mismos tenían estos pueblos ancestrales, en su diferenciada perspectiva del reino animal y en general de la naturaleza.
Una de las primeras cuestiones a tener en consideración es el diferente nivel de desarrollo socioeconómico y jurídico-político, además de sus avances tecnológicos, constructivos, cosmovisivos, artístico-literarios, alcanzados por las culturas ancestrales, algunas de las cuales incluso declinaron mucho antes de la llegada de los europeos, como la caral[29] y la maya, entre otras, en las que los valores morales tenían generalmente una mayor estimación que los políticos y jurídicos. [30]
¿Acaso hubiera sido posible un imperio tan amplio, fuerte y bien organizado como el de los incas si no hubiesen elaborado un pensamiento político y jurídico bien estructurado y apoyado inteligentemente en ancestrales formas de organización socioeconómica, política y jurídica como el ayllu? No en balde el ecuatoriano Benjamín Carrión sostiene que solo pudieron lograr la conformación de tal imperio sobre la base de aquella célula social indispensable.[31] 
Ahora bien, ¿un imperio preocupado porque cada uno de sus nuevos súbditos tuviese al menos un pedazo de tierra para sobrevivir y asegurar la supervivencia de sus hijos acaso no ponía en práctica el elemental derecho humano de la alimentación?[32] ¿Por qué resultan siempre más promotores de los derechos humanos los «civilizados» países occidentales, como en Inglaterra durante el reinado de Enrique VIII, donde desposeían a los campesinos y expandían el latifundio, como lo continúan haciendo hasta nuestros días?
No resulta difícil demostrar que la mayoría de los pueblos ancestrales de América, por lo menos los más desarrollados –como lo demuestran sus leyendas transmitidas en forma oral, códices, estelas, jeroglíficos–, poseían una rica perspectiva antropológica de sí mismos. En especial tenían una alta autoestima, así como un gran orgullo de la historia de sus antepasados.
Algunos como los aztecas tenían tan alta estimación de su condición humana, al punto que llegaron a discriminar a otros pueblos, a los cuales consideraban de inferior grado de desarrollo por ser nómadas y recolectores, y denominaban como chichimecas, que proviene del término perro sucio. De manera que, como sostiene Arizpe, «cada grupo lingüístico prehispánico, como en el resto del mundo, tenía tendencia a llamarse a sí mismos “los seres humanos”, “los hombres” y a referirse a los demás como “los bárbaros”, “los desconocidos” o, incluso, “los salvajes”. Es cierto que los europeos no son los únicos culpables del etnocentrismo. Los mexicas, por ejemplo, además de llamar popolocas (i.e. “bárbaros”) a los pueblos que ellos consideraban más atrasados se dieron también a la práctica ─egipcia, entre otras─ de reescribir la historia para enaltecer su propio pasado».[33]
La mayoría de estos pueblos de consideraban a sí mismos no solo superiores y radicalmente diferentes a los animales, sino también a otras tribus o pueblos circundantes. Una muestra de tales diferenciaciones se observaron cuando algunos de estos pueblos, como los tlaxcaltecas, apoyaron a los conquistadores europeos frente a los aztecas. Otros, como los taínos, caracterizaron a los caribes como salvajes por practicar la antropofagia, por lo que apoyaron la lucha contra ellos al considerarlos fieras.         
Tenían plena conciencia de que, aun cuando tuviesen una concepción totémica de sus génesis ancestral, su condición humana era plenamente diferenciable de la de los animales. De ahí sus frecuentes quejas sobre el trato inhumano que les daban los conquistadores europeos.[34]
En tal sentido, sus formas de organización social y política regida por determinados valores éticos ─como la reciprocidad no solo entre los hombres, sino también entre estos y la naturaleza[35]─ que cultivaban y respetaban, constituían una muestra de que sabían la gran importancia del cuidado del hábitat, de la madre tierra (pachamama), de la interdependencia social, no obstante la plena conciencia de las diferencias de clases sociales[36] o de elites[37] como condición indispensable para cada individuo humano, de ahí que uno de los principales castigos fuese la expulsión de la comunidad.
En la actualidad se cuestiona la validez de los «derechos de la naturaleza», algo que ya era muy común en los pueblos originarios de este continente. No por casualidad la primera constitución que reconoce tales derechos es la de Bolivia, país este con tanta fuerza del componente indígena.
La existencia de determinadas normas de convivencia en las culturas precolombinas se expresaría con un nivel mayor de desarrollo en las más avanzadas, tomando lógicamente formas jurídicas y políticas cada vez mejor conformadas.
     Aún hoy en día sorprenden a antropólogos las exigentes reglamentaciones democráticas que se conservan en múltiples comunidades indígenas, en las cuales las decisiones solo se toman después de un demorado análisis consensuado y por elección, en el que participan prácticamente todos individuos aptos, con independencia de género y edad.[38]
Llamaría poderosamente la atención de muchos cronistas la existencia de Estado, de cierta forma de constitución,[39] consejos y la toma de decisiones para la elección de nuevos gobernantes territoriales o incluso de reyes. En algunos de ellos  prevalecían criterios de parentesco como es el caso de los aztecas,[40] incas y chibchas,[41] pero no siempre esta era una exigencia.
El hecho de que el término democracia provenga de la antigüedad griega no le confiere exclusividad alguna para considerar que antes de dicha civilización o con independencia de ella –del mismo modo que otros términos, como el de filosofía– no existiera ya en otros pueblos que no tuvieron el menor contacto con la civilización grecolatina. Una lógica de tal naturaleza podría conducir equivocadamente a la conclusión de que como los términos cultura (cultus, cultivado)[42] o derecho (directum, lo que es conforme a la ley, las reglas o  las normas establecidas) son de origen latino, entonces no existieron tales conceptos antes entre los griegos, babilonios, persas, chinos, etc.
Existen innumerables pruebas que demuestran que muchos de los conquistadores europeos y misioneros reconocieron la racionalidad y condición humana de aquellos pueblos ancestrales. Esto les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana,[43] especialmente por su criterio de tolerancia ante las concepciones religiosas de otros pueblos. [44]   También apreciaron también la existencia entre ellos de prácticas democráticas y jurídicas, con independencia de que estas no estuvieran escritas,[45] pero se enseñaban en las escuelas por los propios legisladores, como reconoce Garcilaso de la Vega.[46] Algunas de ellas hoy podrían considerarse superiores a las entonces existentes en Europa, como el respeto a las normas y leyes,[47] la tolerancia religiosa,[48] el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos,[49] la toma de decisiones importantes, como en caso de guerra,[50] así como la participación de las mujeres,[51] la elección de los reyes[52] o de otros tipo de jefes,[53] etc. Por ello con razón Armando Suescún sostiene que cultivan muchos de los postulados considerados inherentes a los derechos humanos.[54]
A aquellos que se cuestionan la existencia de concepciones e instituciones jurídicas en los pueblos originarios, habría que preguntarles por qué el derecho indiano elaborado por los españoles asumió tantas figuras de las concepciones y prácticas jurídicas de las culturas indígenas.[55]
Algo característico de las concepciones antropológicas de los pueblos aborígenes  fue su perspectiva terrenal de la actuación humana, según la cual se evaluaba a los hombres no tanto por lo que los dioses esperarían de ellos, sino por lo que les demandaría la comunidad en la que se desarrollaban.[56] De tal manera tendrían dificultades para comprender la razón por la cual eran pecadores.
Su perspectiva ética era mucho más realista que la de sus conquistadores y estaría movida por impulsos que emanaban de sus propias decisiones, dispuestas a corregirse en la vida inmediata y no en una presunta existencia celestial y eterna. Por tal razón fueron considerados escépticos e  infieles que debían ser evangelizados a cualquier precio.  
Por tanto, cabe entonces preguntarse hasta qué punto eran consecuentemente  humanistas las ideas de algunos de los pensadores renacentistas o escolásticos europeos que llegaron incluso a justificar la esclavitud, al menos de los africanos, aunque defendiesen a los indígenas americanos, como es el caso, por ejemplo, de Las Casas, apoyándose dogmáticamente en el principi autoritatis que les hacía adoptar como verdades absolutas y eternas las concepciones de Aristóteles. Ya en plena época de la conquista algunos mestizos, como Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala,[57] a pesar de la ambivalencia de su progenie denunciaron las contradicciones y la hipocresía que intentaba justificar aquel genocidio.
En las culturas precolombinas, donde no prevalecía el derecho formalizado en códigos y leyes escritas, las concepciones morales poseían por lo general una mayor significación que las prácticas jurídicas[58] en estos pueblos originarios. Este hecho aún se conserva en las que sobrevivieron a aquella hecatombe de todo tipo, también axiológica.
En ocasiones no se toma en debida atención que si bien podría resultar incomprensible para la escala de valores de los aborígenes no solo la imagen corpórea de los conquistadores, sus armaduras, caballos, armas, etc., sino también su cruel e inhumano comportamiento ─que fue tempranamente enjuiciado de manera crítica por el hijo de Colón  cuando acompañó a su padre en su cuarto viaje[59]─,  subordinado a la obtención de oro, plata, perlas, esmeraldas, etc., del mismo modo la perspectiva antropológica de estos últimos no les permitía apreciar debidamente muchas de las concepciones y prácticas de vida sociopolíticas y jurídicas de aquellos pueblos ancestrales. 
De manera que este choque de civilizaciones, como consideraría Huntington, produciría un impacto en ambas culturas, aunque por supuesto en diverso grado. Muchas veces se valora únicamente la indudable trascendencia de aquel impacto cultural, que produjo no solo el mestizaje que hoy se aprecia y la aceleración en el ritmo de desarrollo socioeconómico, tecnológico, ideológico, etc., y se subestima el efecto recíproco de tal proceso de transculturación, que cambió no solo la imagen del mundo que tenían hasta ese momento los europeos, sino que también incidió ontológicamente en serias transformaciones de la cultura occidental. Europa ya no sería la misma a partir de aquel 12 de octubre de 1492.
La huella de España en América no se debe valorar si no se justiprecia a la vez la de esta última sobre la primera[60] y sobre el mundo en general. Por supuesto que la incidencia de aquel encontronazo no sería la misma para unos pueblos que para otros. Si en algunos casos, como sucedió en el Caribe, la población aborigen fue prácticamente exterminada ─pues  desde  el primer viaje de Colón hubo resistencia y sublevaciones,[61] y la importación de esclavos desde el África cambiaría sustancialmente el componente de nuevos tipos de mestizaje─, no fue así en el continente, donde desde un inicio se opusieron al poder colonial ibérico[62] y supervivieron en lucha y resistencia hasta nuestros días innumerables pueblos,[63] como prueba de que preferían mantener sus condiciones y formas de vida a las de las encomiendas y la esclavitud abierta o solapada que imponían los conquistadores.
Todo parece indicar que la idea que tenían los pueblos aborígenes que se enfrentaron a los europeos en cuanto a lo que debía ser considerado como humano, no coincidía en absoluto con lo que le trataban de imponer estos últimos por la fuerza; de ahí que prefiriesen luchar por tratar de mantener vivas sus respectivas culturas, estructuras sociopolíticas y concepciones sobre lo humano.[64] Otra cuestión es la historia y los reveses que trajo la conquista para dichas culturas originarias.
Algunos de los testimonios que se conservan de los pueblos ya colonizados en relación con su apreciación de la conquista evidencian sus lamentaciones respecto a la destrucción de sus instituciones, religiones,[65] valores y relaciones humanas.[66]
Desafortunadamente, la historia no solo la escriben los vencedores, con independencia de su justificación o no y las lamentaciones de los vencidos, sino que también le imponen sus derroteros posteriores. Lo más triste es que luego algunos de los herederos de aquel mestizaje, del cual todos los latinoamericanos somos producto, reniegan de su estirpe, como Domingo Faustino Sarmiento,[67] e incluso llegan a justificar tal genocidio,  como es el caso de Germán Arciniegas[68].
Por supuesto, es necesario diferenciar la perspectiva humanista cristiana que  inspiraba la consagración evangelizadora de numerosos sacerdotes en relación con las misantrópicas posturas de la mayoría de los encomenderos, militares y otros funcionarios de la corona. De ahí que el filósofo argentino Alejandro Korn plantee: «La leyenda que presenta la espada y la cruz unidas en la obra común, es una ficción. La cruz con frecuencia hubo de oponerse a las violencias de la espada. La interpretación de los misioneros en favor de los indios, sin duda contra la opresión de éstos, son críticas constantes del sistema de encomiendas, hacia los intereses de soldados y mercaderes y las resistencias y enemistades de la capa gobernante>>.[69]
Y aun en ese caso se produjo un serio conflicto entre lo que debía ser considerado humano por aquellos pueblos originarios y lo que por tal entendían en su raigambre grecolatina, pero sobre todo marcada por el teocentrismo  escolástico que le diferenciaba. 
No cabe duda de que hubo recíprocos intentos de comprensión de sus respectivas alteridades culturales, incluso por elementales exigencias de supervivencia; sin embargo, no fue precisamente la cordura y el entendimiento lo que caracterizó el proceso de colonización, que en definitiva formaba parte del proceso del «secreto de la acumulación primitiva»[70] del capitalismo. 
Con independiencia de las posibles filantrópicas intenciones de algunos de aquellos osados aventureros ─que intentaban justificar sus actuaciones con el hecho de acabar con las salvajes prácticas del canibalismo, que, como es sabido, era realmente muy reducido[71]─ que se precipitaron sobre estas ricas tierras tras la hazaña de Colón, lo cierto es que no fue precisamente el humanismo el que se impuso en tal época renacentista en que tanto se proclamaba. Por supuesto, tal postura no fue exclusiva de los conquistadores provenientes de España y Portugal, consideradas por Hegel y muchos otros, al igual que en Rusia, al margen de la modernidad, sino que fue común a todos los rapaces invasores europeos que se lanzaron voraces sobre el Nuevo Mundo, que luego se descubriría no era ni tan nuevo, ni tan inferior en sus concepciones y prácticas de vida sociopolítica y jurídica.[72]
Al margen de la complicidad de muchos de los que devendrían cronistas de aquel genocidio, lo cierto es que tuvieron al menos la honestidad de reconocer ante el rey aquel latrocinio y ante la Iglesia sus pecados. Entre ellos se destaca Fernández de Quirós, quien denunciaba: «Y también podría yo asegurar que los indios no hacen mal y hacen bien a quien no les hace mal, y también con razón podría decir que los injustos daños que se les hacen que los toma Dios muy al cargo suyo y los castiga con las veras que todos fuimos castigados».[73] Y a la vez justificaba las violentas naturales reacciones de los aborígenes al maltrato que sufrían.[74]
En verdad existió una incongruencia total entre la legalidad concebida por la corona y la realidad de la esclavitud de los indios,[75] que posibilitaba el desmesurado enriquecimiento de encomenderos,[76] lo cual no solo ponía en peligro el mantenimiento de los tributos al rey, sino hasta la supervivencia de aquellos pueblos, como lo denunciaría Diego de Torres desde Tunja,[77] quizás no tanto por filantrópica motivación, sino por la amenaza que se cernía sobre la corona y los propios conquistadores de quedar sin fuentes de ingresos.[78]
Por otra parte, la vehemente argumentación de la condición humana de los aborígenes americanos, como puede apreciarse en Acosta,[79] tendría una extraordinaria significación en aras del reconocimiento de los derechos humanos de esta población, hasta ese momento desconocida tanto por la cultura occidental como por la oriental. Tal vez su mayor trascendencia humanista radicaba en contribuir a ensanchar el concepto de seres humanos a otras etnias del orbe, y así aportar elementos al infinito proceso de universalización de la cultura,[80] el cual parecía que ya desde esa época, gracias a esos misioneros, trataba de emanciparse de enfoques segregacionistas o racistas, que conducirían a nuevos genocidios, como los sufridos por la humanidad hasta el presente.   
Basándose en el consuetudinario derecho natural, sobradas razones tuvieron Las Casas[81] y Vitoria,[82] desde una perspectiva cosmopolita de los derechos humanos,[83] para cuestionarse la legitimidad de aquella empresa de conquista y colonización forzosa que desconocía la condición humana y la capacidad racional de aquellos pueblos para autogobernarse,[84] tal como lo demostraba la existencia de instituciones políticas y jurídicas dignas de consideración,[85].
Aunque estas dos grandes personalidades sean las más conocidas en la defensa de los derechos de los aborígenes americanos, no fueron las únicas. Con anterioridad, Antonio de Montesinos había sido uno de los precursores de esta actitud que le llevó a enfrentarse tanto a las más recalcitrantes y misantrópicas posturas de los auspiciadores del esclavismo –tal es el caso de Ginés de Sepúlveda–, como a los presuntamente «neutrales» representantes de la corona española caracterizados por una consciente miopía política. Esta resultaba en cierto modo comprensible dada la lejanía, que justificaba el desconocimiento de las atrocidades cometidas en el «descubierto» continente. Al parecer, este sufriría inicialmente un visceral encubrimiento,[86] que luego sería develado de forma gradual por los criollos y de manera acelerada a partir del proceso independentista.
Nunca se sabrá con exactitud el número de misioneros y funcionarios ─representantes de un humanismo práctico en lugar de la filantropía abstracta que el Renacimiento y posteriormente la modernidad propugnarían─ que sustentaron el debido reconocimiento de la condición humana de los aborígenes americanos, e incluso algunos de ellos fueron perseguidos y hasta asesinados.[87]
Así, los latinoamericanos tenemos una deuda de gratitud eterna con aquellos mártires del humanismo occidental ─como debidamente reconoce el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón[88]─, ibero, hispano o latinoamericano, no importa cómo denominarlo entonces, pues la cuestión no se debe reducir a un debate filológico, sino que pertenece al terreno de la filosofía política. De manera que esta última, desde sus primeras expresiones en Latinoamérica ha estado estrechamente articulada con el debate sobre las posibilidades de un humanismo práctico. Por supuesto este iría incrementado sus dimensiones en la misma medida en que lo exigiría primero el proceso independentista[89] y luego las luchas de mayor dimensión por la justicia social. Desde esa disciplina se inicia en estas tierras un proceso de lucha por la dignidad humana que parece dar pasos significativos en este siglo xxi, pero aún tiene mucho que lograr en esa tarea.  
Por tal motivo, con justa razón múltiples representantes de la filosofía en esta región –entre quienes se encuentran el mexicano Mauricio Beuchot[90] y el argentino Enrique Dusell, entre otros– les reconocen su condición de precursores de las luchas por la realización de los derechos humanos.[91]
Tal vez uno de los factores que haya propiciado ese encontronazo axiológico entre las concepciones de los europeos y los aborígenes americanos haya sido que mientras los primeros provenían de sociedades en tránsito de relaciones socioeconómicas y políticas medievales decadentes ─en las que el individuo no ocupaba un lugar especial– hacia aquellas emergentes propulsoras de la modernidad burguesa –en las que la gestión individual y empresarial se iba convirtiendo en efectiva polea de transmisión del progreso capitalista─, los segundos procedían de sociedades recién surgidas de relaciones de gran interdependencia del colectivo humano. Ese factor incidiría en las respectivas cosmovisiones de conquistadores y conquistados. En estos últimos prevalecería una concepción, como plantea el mexicano Miguel Hernández Díaz, mucho más nosótrica[92] y veladora de la supervivencia y el bienestar de la colectividad de su pueblo, mientras que a los primeros, más que los intereses de la corona o el proceso de evangelización, les interesaba el acelerado incremento del bolsillo propio, como reconocería el mismo Hernán Cortés.[93]
En definitiva, mientras en los indígenas americanos prevalecía regularmente una filosofía y una ética en las que se priorizaba la alteridad y la reciprocidad ─también cierta consideración especial por el visitante que llegase con buena actitud, como en algunas situaciones se produjo y reconocieron algunos cronistas, tal es el caso en el río La Plata de  Ruy Díaz de Guzmán[94]─, como sugiere Joseph Eastermann,[95] en los conquistadores por el contrario se acrecentaba el individualismo más apropiado para los tiempos venideros.
El afán de ganancia a toda costa que estimularon las entonces nacientes relaciones capitalistas, o aún precapitalistas[96] para algunos autores, inducía a una actuación individualista que tendría su expresión en el iusnaturalismo,[97] sin preocuparse demasiado por la justificación ética de las actuaciones pragmáticas. Por esa razón, lo mismo se despojaba a los campesinos ingleses de sus tierras de cultivo, aunque murieran de hambre en los realengos, con el afán de cuidar ovejas para la naciente industria textil británica, que se restablecía con fuerza la esclavitud de los pueblos colonizados. El debate sobre el derecho de conquista y colonización quedó en definitiva relegado a un segundo plano, detrás del antropológico, pues se consideraba justificado por el derecho natural desde la antigüedad a la fagocitosis de un pueblo sobre otro.
No hacían falta entonces teorías socialdarwinistas para justificar aquellos actos imperiales, pues como sugiere el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez: «El colonialismo no es un fenómeno puramente aditivo sino que es constitutivo de la modernidad».[98] Europa sabía muy bien que para llegar a realizarse como sociedad moderna necesitaba que otros pueblos mantuviesen, como hasta nuestros días, la condición de premodernos, y por tanto, habitados por hombres y mujeres semisalvajes, que justificasen la «benefactora» mano del civilizador.
El debate antropológico renacentista se ampliaría, pues se trataba no solo de la cuestión de la condición humana de los aborígenes americanos, sino también de los africanos y asiáticos.  Sin duda, el humanismo renacentista se enriqueció considerablemente tras aquellas polémicas y obligó a innumerables pensadores, políticos, clérigos, juristas, a definirse. En cierta medida, lo que somos hoy se lo debemos también a ese humanismo occidental, pero a la vez, a telúricas fuerzas endógenas del continente americano que no desaparecerían del todo.
El emergente pensamiento filosófico, teológico, político y jurídico en tierras americanas se vería obligado a analizar el tema de la esclavitud de los indígenas el de los negros importados. Un nuevo eje temático del debate escindiría las posiciones humanistas de las alienantes misantrópicas. Y hasta bien avanzado el siglo xix se mantendrían vigorosas disputas ideológicas en las que prevalecería más el peso de los talegos de monedas que el peso de los argumentos.  
No solo Bartolomé de las Casas confesaría su actitud pecaminosa, pues al tratar de salvaguardar a los indios de la esclavitud mantuvo una postura, si no justificativa, al menos indiferente en cuanto a la de los africanos. Aun así resulta extraordinariamente encomiástica la labor de este sacerdote y de tantos otros por argumentar por todos los medios posibles en esa época la condición humana y los derechos de los aborígenes.
Fueron los genuinos abogados defensores no solo de aquellos pueblos,[99] sino de la dignidad del género humano, como reclamaba el humanismo moderno. Pero como plantea Rafael Sánchez Ferlosio: «Lo paradójico y pintoresco del caso fue que las únicas reservas de humanidad (cosa que no hay que confundir con “humanismo”) y de conciencia capaces de encarar la novedad con un mínimo de responsabilidad, de prudencia y de respeto, y, sobre todo, el único caudal de sentimientos universalistas que se requería, no estaban en el tan cacareado espíritu renacentista, sino en la tradición medieval de la escolástica tardía; los únicos que hicieron saltar la chispa del escándalo ante la barbarie desencadenada del renacimiento fueron los anticuados continuadores de Tomás de Aquino».[100] Todo indica que Las Casas y Vitoria partieron de la concepción de este último sobre la naturaleza humana[101] para reconocerla en los aborígenes americanos.
A todos los debates anteriores sobre el proceso de transculturación y mestizaje del cual surgiría el hombre latinoamericano, se le añadiría un nuevo componente: los esclavos africanos.  Si bien los primeros años no pareció ser este un tema de gran debate,[102] pues ya en los primeros barcos de Colón trajeron algunos de ellos, paulatinamente irían tomando fuerza los debates al respecto ─en la misma medida en que se producían insurrecciones de esclavos negros, que en ocasiones se entremezclaban con las de indígenas─, aunque  no con la misma intensidad y ritmo que los de la esclavitud de los indios.
A manera de conclusiones preliminares puede sostenerse que las concepciones  democráticas y jurídicas, y en especial sus formas de realización en las culturas originarias de América, no han sido debidamente valoradas por los investigadores debido al eurocentrismo predominante por lo general en las ciencias sociales. 
Un conocimiento profundo y pormenorizado  de estas, especialmente en las culturas más desarrolladas, como la maya, inca y azteca, puede revelar logros inimaginables que bien podrían ser considerados, al igual que los de otras civilizaciones antiguas, entre los  antecedentes universales de los derechos humanos y la vida democrática.
De la misma manera que ha sido tradicionalmente subestimada o incluso negada la existencia de pensamiento filosófico en las culturas originarias de este continente, igual ha sucedido con el pensamiento político y jurídico. Sin embargo, las investigaciones más recientes desde la arqueología, la antropología, la lingüística, la historia, etc. –basadas en informes de cronistas, misioneros, funcionarios y otras fuentes de archivos, junto a la memorial oral conservada por pueblos testimonios de aquellas culturas ancestrales, como los clasifica Darcy Ribeiro–, han revelado una extraordinaria riqueza de manifestaciones en la vida jurídica y política de dichos pueblos.  
El estudio de tales expresiones, y en particular la lucha por los derechos humanos y las conquistas democráticas, por lo general se reduce a analizar sus formas escritas a través de discursos de filósofos, juristas, políticos, misioneros, etc., y no se justiprecia el protagonismo de aquellos sectores sociales que han sido los verdaderos promotores de tales logros, esto es, esclavos, siervos, campesinos, indígenas, criollos, súbditos, artesanos, obreros, mujeres, etc. Tal subestimación del papel de los agentes sociales en el alcance de tales logros se produce a nivel mundial, y de ello América no escapa.
Tan erróneo puede resultar desconocer los valiosos aportes de los pueblos y pensadores europeos, especialmente a partir del despliegue de la modernidad, al desarrollo de las concepciones humanistas, prácticas democráticas y de los derechos humanos, como ignorar por completo las contribuciones de otras culturas del orbe que se desarrollaron al margen de la occidental, como es el caso de las amerindias.
No debe sorprender que algunos humanistas del Renacimiento, como los socialistas utópicos, así como otros ilustrados posteriormente se inspirasen en algunas formas colectivas de vida e instituciones políticas y jurídicas encontradas en América y que no se habían observado tal vez en otras culturas ya en ese momento conocidas, como las asiáticas y africanas. Algunas razones deben explicar los móviles de tales fuentes de inspiración.
Tal vez el hecho de que se le asegurase una parcela de tierra para la subsistencia de la familia, además de las formas de distribución de las cosechas y la participación colectiva en el trabajo, les haría pensar que constituían prácticas algo más humanistas que las predominantes en esos momentos en Europa.
Se conoce que algunas de las culturas aborígenes, al menos las más desarrolladas, llegaron a cultivar una alta estimación de sus antepasados, su historia y su respectivo presente, por lo que llegaron sentir orgullo de sus culturas, sus relaciones familiares, jerarquías e instituciones sociales, políticas, religiosas, jurídicas, así como de sus producciones arquitectónicas, artísticas, literarias, etc., a través de las cuales se expresaban sus cosmogonías, cosmologías, antropologías, axiologías, etc. Entonces, ¿qué fundamento real puede tener la tesis que pretende ignorar la existencia de formas políticas, y en particular democráticas, así como de derechos de hombres y mujeres, niños y ancianos en aquellos pueblos originarios de América?
Las formas de organización social y política de las culturas más avanzadas se basaban principalmente en valores éticos, algunos de los cuales adquirían dimensión jurídica, como la reciprocidad integral con la totalidad del cosmos, con la naturaleza en su conjunto, en la que quedaban subsumidas las relaciones humanas, si bien diferenciaban debidamente el estatus del hombre y el del resto de los seres vivos, aun en el caso de creencias totémicas.
Si los mayas, incas, aztecas y chibchas, que fueron los que lograron formas de organización estatal más avanzadas, no hubiesen desarrollado un correspondiente pensamiento político y jurídico, con un nivel adecuado a las exigencias de control, subordinación y fiscalización, difícilmente hubiesen podido lograr los grados de administración sobre las poblaciones y bienes que alcanzaron.
Si bien algunos de los más recalcitrantes defensores de la corona española trataron de buscar argumentos antropológicos que cuestionaban incluso la condición humana de los aborígenes americanos, debe tenerse presente que por lo general no sucedió lo contrario, es decir, estos últimos no subestimaron o consideraron inferiores a los conquistadores, porque aunque los más aguerridos se enorgullecían de su superioridad bélica, generalmente consideraban a los pueblos dominados por ellos como integrantes también del género humano. De manera que el conflicto axiológico producido por la conquista puso en discusión las diversas perspectivas sobre quiénes debían considerarse propiamente seres humanos y por tanto acreedores de algún tipo de derecho. 
La supervivencia de estructuras democráticas en las comunidades indígenas ─con la activa participación de la mujer, de los jóvenes y no solo de los ancianos, e incluso la concesión de algunos derechos a los esclavos en aquellas culturas donde existía esta institución con modalidades muy diferentes a la de procedencia grecolatina─ que han sobrevivido constituyen pruebas evidentes refrendadas por los investigadores de formas de convivencia social, de respeto por las decisiones colegiadas, por las autoridades y normas elegidas, algunas de las cuales se incorporaron después de la conquista al derecho indiano.
Estos hechos demuestran que el proceso de transculturación no se limitó al intercambio recíproco de especies animales, vegetales, alimentos, vestidos, utensilios, técnicas agrícolas,  etc., entre Europa y América, sino que también se produjo una recíproca transmutación axiológica que abarcó el plano político y jurídico, en particular en relación con experiencias democráticas y el respeto de algunos derechos humanos.
El hecho de que no estuviesen escritas las normas éticas y jurídicas en aquellos pueblos originarios no demerita en modo alguno su valor y trascendencia, pues la historia posterior de la conquista y colonización demostró que resultaron mucho más vulnerables e incumplidas las ordenanzas de la corona española y portuguesa que las consuetudinarias reglamentaciones indígenas.
Impresionó a muchos cronistas el respeto que sentían los indígenas por sus ancestrales  leyes, la rigurosidad en su aplicación a los infractores, la tolerancia religiosa, el ascenso de algunos plebeyos a altos cargos independientemente de los nexos de parentesco, la toma de decisiones colegiadas en algunos asuntos importantes como la  guerra, el voto femenino en la elección de  reyes y otros funcionarios, etc.
La existencia de centros de enseñanza en los cuales los sabios transmitían a las nuevas generaciones de futuros gobernantes el cultivo del orgullo de sus antepasados y el valor de sus concepciones cosmológicas, normas éticas, jurídicas, políticas, etc., revela el alto grado de autoestima de aquellos pueblos. 
No es difícil poner de acuerdo a investigadores respecto a la aceptación de formas de Estado en las culturas más desarrolladas con normas, leyes, jerarquías políticas, jurídicas y religiosas, sistemas tributarios y de comunicación, etc.,  bien establecidos, lo mismo que en el Antiguo Oriente, sin que hayan sido tomadas tales instituciones de la cultura occidental. Esto pone de manifiesto que en los procesos civilizatorios se producen formas algo similares en distintas culturas que han llegado al menos a la conformación de monarquías, lo cual pudo haber posibilitado incluso una mejor comprensión entre conquistadores y conquistados, como pudo apreciarse en las actitudes de Moctezuma, Atahualpa y otros reyes. Pero desafortunadamente, la historia no siempre se caracteriza por conducir al triunfo de la racionalidad.  
Parece que en ningún momento los pueblos vencidos se cuestionaron o subestimaron la condición humana de los conquistadores, incluso en algunos casos los consideraron superiores, especie de semidioses o enviados por ellos, y en correspondencia con tal criterio se comportaron. En otras ocasiones estos pueblos, tal es el caso de los aztecas e incas, habían desempeñado el papel de conquistadores sobre sus vecinos, pero independientemente de que esclavizaran y en algunos casos sacrificaran determinados prisioneros, por lo general no aniquilaban a toda la población derrotada, pues podrían privarse de fuentes tributarias. Tampoco prevalecía el criterio de considerarlos animales, sino seres humanos también, aunque sí de pueblos inferiores, dada la vanagloria que regularmente caracteriza a los vencedores.
El hecho de que se generase una resistencia y luchas que perduraron, e incluso algunas aún perduran, de los indígenas frente a los patrones de sociedad impuestos por los conquistadores, significaba que preferían la conservación de sus instituciones y relaciones socioeconómicas y culturales que las que les imponían. En modo alguno puede entenderse  que considerasen más humanas las emanadas de los arcabuces que las propias.
Las lamentaciones de los indígenas por la agresión a sus formas de vida, instituciones, religiones, valores y relaciones humanas evidencian que no siempre aceptaron como beneficiosas las «conquistas» del humanismo occidental. Fue y sigue siendo un profundo conflicto entre divergentes concepciones de lo que debía ser considerado humano y de las actitudes prácticas que se derivaban de ellas.
Aun cuando estas culturas desarrollaron ideas religiosas bien estructuradas, con la  correspondiente cosmovisión escatológica, no prevalecía por lo general el criterio de que las actuaciones individuales tendrían su recompensa o sanción tras el umbral de la muerte, la cual generalmente consideraban como una forma nueva de vida. De ahí que su perspectiva penal haya sido eminentemente realista, caracterizada por castigar de manera inmediata y ejemplarizante aquellas actitudes consideradas delictivas, como el homicidio, el robo, el adulterio, la falsificación, etc.
El humanismo desde la antigüedad siempre ha estado en juego en la historia, pero mucho más en momentos de guerras de conquista, la mayoría de las veces basadas en fundamentalismos ideológicos. No obstante las intenciones de los más recalcitrantes justificadores de la esclavitud de los aborígenes, que analizaremos con posterioridad, fundamentada en criterios generalmente misantrópicos, por fortuna a la larga prevaleció el ancestral humanismo cristiano de algunos sacerdotes que ante todo argumentaron la racionalidad y la condición humana de aquellos pueblos ancestrales, lo cual les hacía aptos y dignos para recibir la fe cristiana. Una vez más se evidenció que a pesar de los serios obstáculos que siempre se le presentan al humanismo práctico, o a la práctica del humanismo, este a la larga se impone sobre las fuerzas alienantes.
Sin duda, si la imagen del hombre plasmada en el célebre dibujo de Da Vinci indicaba que con sus extremidades extendidas en múltiples direcciones pretendía alcanzar todas y cada una de las áreas no solo del globo terráqueo, sino del universo mismo, las argumentaciones de los defensores de que los indígenas americanos pertenecían también al género humano contribuirían notablemente a la lucha al respecto de africanos y asiáticos esclavizados, aun en la época en que las consignas o tal vez paradogmas (falacias) de igualdad, libertad y fraternidad resonarían en tan ilustrados tiempos.
El denominado «descubrimiento de América» produjo un conflicto axiológico de gran envergadura porque muchos de los valores de los pueblos originarios de este continente no coincidían y ni siquiera confluían con los del conquistador europeo. No solo distintos criterios sobre la riqueza, el atesoramiento, el trabajo ─se debe tener presente que hasta los reyes trabajaban simbólicamente en labores agrícolas─, la tolerancia religiosa, la reciprocidad ética, la alta estimación de la colectividad en la que la individualidad quedaba muy marginada, el respeto a la naturaleza, etc. 
Las conquistas de quienes, ─basándose en el consuetudinario derecho natural, como Montesinos, Las Casas, Vitoria, etc.─,  emprendieron las luchas por los derechos humanos y el respeto por algunas de las formas de vida sociopolítica y jurídica de la población aborigen en tierras americanas recién «descubiertas», al  ser auténticas y corresponderse con las exigencias de su época, resultan de validez universal.
El cultivo de la  filosofía política en América desde sus inicios se vinculó a la urgencia de lograr formas prácticas de humanismo y de justicia social distantes de filantropías abstractas, que abarcaran cada vez a nuevos sectores de la población, pues si al inicio solo se trató de la nefasta situación de los indígenas, de inmediato se le sumaría el de los africanos eslavizados y luego el de mestizos y criollos discriminados. Este proceso se aceleró durante las luchas independentistas y se radicalizaría durante la vida republicana hasta nuestros días.
El choque transcultural iniciado en una mañana de octubre de 1492 aún no ha terminado.  Con frecuencia se observan recíprocos reconocimientos de valores asimilables, del mismo modo que antivalores repudiables, en las distintas latitudes que comenzaron a imbricarse. Por supuesto que no era la primera vez en la historia que tal proceso de producía, pues ya Occidente lo había experimentado con el Antiguo Oriente. No en balde Alejandro Magno le tuvo que recordar a sus generales lo aprendido con Aristóteles en relación con lo mucho que debían aprender los griegos de los persas, cuando aquellos le recriminaban su matrimonio con la princesa «bárbara». Entre esos valores han estado las experiencias democráticas y las perspectivas sobre los derechos humanos. Cada día las ciencias sociales contribuyen a revelar nuevas fuentes demostrativas de que el humanismo no constituye una prerrogativa exclusiva ni de los occidentales ni de ningún pueblo en particular, sino que ha tenido diversas expresiones en las distintas culturas de la historia.  
El estudio de las concepciones y prácticas jurídicas y políticas de los pueblos que habitaron este continente antes de la llegada de los conquistadores europeos, no constituye una simple cuestión académica, pues tiene implicaciones axiológicas e ideológicas de gran envergadura.
Estimular el desprecio o la subestimación de las culturas aborígenes en las actuales y nuevas generaciones puede contribuir aún más a la nordomanía denunciada por el uruguayo José Enrique Rodó, especie de xenofilia que conduce a no confiar en la posibilidad de gestar ideas y experiencias propias de vida democrática y de cultivo adecuado de los derechos humanos. Con tales actitudes se fomenta la ilusión de que nunca el pensamiento vernáculo y la práctica político-jurídica criolla han sido, o serán, capaces de generar propuestas apropiadas y dignificadoras de los pueblos latinoamericanos.
Cuando José Martí insistía en su célebre ensayo Nuestra América que con una frase de Sieyés o Montesquieu no se gobierna en estas tierras –y por ello recomendaba estudiar la historia de los arcontes americanos desde los incas hasta nuestros días–, no lo hacía por chauvinismo infundado, ni subestimaba la valiosa herencia grecolatina que supo exaltar. Su arraigado fervor latinoamericanista se articulaba con un humanismo cosmopolita identificado con todos los oprimidos del mundo, por lo que, al igual que Bolívar, reclamaba un nuevo equilibrio.
Es indudable que un mejor conocimiento de las concepciones y experiencias políticas y jurídicas de los pueblos originarios, así como de las luchas posteriores de criollos por su dignificación, puede ser fuente nutritiva de utilidad para las nuevas generaciones encargadas de conducirlas  hacia niveles superiores de conquistas democráticas y de los derechos humanos.



[1] Véase Pablo Guadarrama: «Democracia y derechos humanos: ¿“Conquistas” exclusivas de la cultura occidental?» Nova et Vetera, Escuela Superior de Administración  Pública, Bogotá, II semestre 2009, pp. 79-96; Revista Espacio Crítico, no. 13, junio-diciembre 2010, pp. 3-26. http://es.scribd.com/doc/73843874/Revista-Espacio-Critico- 13-julio-diciembre-2010#outer_page_3  
[2] «Aunado a los planteamientos de ciertas teorías antropológicas y sociológicas respecto a la idea de que los derechos fundamentales son producto de cultura occidental, y que se han tratado de imponer a otras culturas distintas presuponiendo la preponderancia del pensamiento occidental, cuando en realidad se deberían superar los prejuicios y el “analfabetismo cultural” para aprender a conocer otras culturas». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L. Zea (coordinación): América latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 335.

[3] L. Zea: América en la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1957, p. 34.
[4] «Primero: la nación es un fenómeno social que puede aparecer en todas las etapas de la historia: la nación no es necesaria ni exclusivamente un fenómeno correlativo al modo de producción capitalista. Segundo: la nación aparece si, además de reunir condiciones elementales de contigüidad geográfica, reforzadas por el uso de una lengua común (lo que no excluye variantes dialectales) conformados en su expresión cultural, existe en el seno de la formación social una clase que controle el aparato central del Estado y asegure una unidad económica a la vida de la comunidad. Esa clase no necesariamente ha de ser la burguesía capitalista nacional». S. Amir: La nation arabe. Nationalisme et lutte de clases, Minuit, París, 1976, p. 108.
[5] A. Mora: La filosofía latinoamericana. Introducción histórica, EUNED, San José C.R., 2006, p. 194.
[6] «En el umbral de la historia americana la conquista europea cortó a filo de espada la evolución de las sociedades nativas. Cae sobre los aborígenes como el alud de un mundo más desarrollado en todos los órdenes y, por ende, más poderoso. Esta invasión, a diferencia de otras que como ellas dieron origen a nuevas naciones, no opera sino débilmente con efecto asimilativo. Su resultado es el aniquilamiento de las formas de vida propias del vencido». V. Teitelboim: El amanecer del capitalismo y la conquista de América,  [s.e.], 1977, p. 105.
[7] «Es indudable que la caída de los pueblos americanos frente al poder español se suscitó a raíz de una violenta derrota intelectual, además de otros tantos factores. Al parecer, los gobernantes de los dos imperios americanos más poderosos de aquel tiempo –el inca en la región andina y el mexica en Mesoamérica– creyeron que los españoles eran dioses que venían a cumplir un destino ya anunciado». L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L. Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 333.
[8]«La primera que no hay que olvidar es que los tales vencidos no fueron derrotados, perdieron la batalla de la conquista pero no la guerra de la historia. Los primitivos habitantes de estas tierras resistieron. La categoría de “resistencia” quiere indicar una manera de “estar” siendo, subsistiendo, en el silencio mimético del vencido a la espera». E. Dussel: «Del descubrimiento al des encubrimiento (hacia un desagravio histórico)», en M. Benedetti, M. Bonasso, L. Cardoza, A. Carpentier, H. Dieterich, E. Dussel, R. Fernández, R. (et al.): Nuestra América frente al V centenario, El Búho, Bogotá, 1991, p. 84. 
[9] «Cuando el proceso de formación de nuevas sociedades era ya un problema americano, todavía seguía siendo, desde otro punto de vista, un problema europeo. Fue la sociedad europea la que condicionó la invasión, la que imprimió sus caracteres a los protagonistas, la que fijó los objetivos de la empresa, la que proyectó hacia América sus viejos problemas. El mundo americano y sus sociedades nativas vieron llegar a los invasores sin entender qué sucedía, porque su llegada y su comportamiento no tenían lógica dentro del proceso americano: era una fuerza que llegaba de fuera y operaba según su propia ley. Para las sociedades europeas, en cambio, la invasión de un mundo ajeno estaba dentro de la lógica, de su propia transformación». J. L. Romero: Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Siglo XXI Editores, Argentina, 2001, p. 21.
[10] «La esclavitud, con excepción del caso de los prisioneros de guerra, no era excesivamente dura: un esclavo podía tener su familia, poseer bienes y aun tener esclavos propios; sus hijos siempre nacían libres. Lo que perdía el esclavo era su derecho a ser elegido para los puestos de la tribu, que dependía, como hemos visto, del servicio público, y le era negado por estar atenido a la generosidad de otros o por haber cometido actos antisociales». G. Vaillant: La civilización azteca, Fondo de Cultura Económica, México, 1960, p. 107.
[11] «Modo de producción precolombino», en Diccionario histórico-crítico del marxismo, traducido por José F. Pacheco, director F. Haug, Instituto de Teoría Crítica de Berlín - Berliner Institut für Kritische Theorie (InkriT e.V.) http://dhcm.inkrit.org/wp-content/data/DHCM-modo-de-produccion-precolombino.pdf
[12] «Por eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza, porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[13] La Utopía, de Tomás Moro, se inspira en narraciones de un marino que había estado en América y le comentó algunas de las formas de vida e instituciones de los pueblos originarios de este continente.
[14] Campanella conoció la obra de Garcilaso de la Vega, por lo que parece haberse inspirado en algunas de sus descripciones sobre las formas de vida  e instituciones de los incas. 
[15] «El comunismo guaraní, como la organización política, es completamente democrático. Solamente que los guaraníes han sabido hacer de esta bella teoría una realidad». B. Meliá: «La filosofía guaraní», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 47.
[16] «El ciclo de la vida agrícola se fundamentaba en la ayuda mutua (ayni), o sea, en intercambios de trabajo entre las familias para la siembra y la cosecha, y también para otros fines (construcción de casas para las nuevas parejas, por ejemplo). La divinidad tutelar del ayllu (waka) y el jefe o kuraka beneficiándose de prestaciones de trabajo de la comunidad: no existía, sin embargo, ninguna forma de tributos in natura además de prestaciones de trabajo». C. Flamarion, H. Pérez: Historia económica de América Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial Crítica, Barcelona, 1979,  t. I, p. 133.
[17] «Fue el régimen socialista el que causó la pérdida del imperio, mucho más que los golpes de los conquistadores». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 411. 
[18] Véase K. Marx y F. Engels: La ideología alemana, Ed. Revolucionaria, La Habana, 1965.  http://pensaryhacer.files.wordpress.com/2008/06/la-ideologia-alemana1.pdf
[19] «Quiero decir que son hombres en quienes cupieran bien toda buena disciplina, como saben ser soldados y marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores, plateros, escribanos, músicos, ministriles y todos los otros oficios que les mostraron». P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[20] «A diferencia de lo que sucedía en el área andina, la Mesoamérica prehispánica carecía de un poder centralizado. Los últimos señores autónomos del Anahuac, los Mexica de Tenochtitlan, regían un conglomerado de señoríos autónomos y semilibres, que eufemísticamente se ha dado en llamar imperio azteca.  Los estudiosos afirman que este carácter proto-imperial se debió a la rapidez con que se efectuó el proceso de expansión. En mi opinión, los tlatoque de Tenochtitlan no se decidieron a acabar con la independencia política de los restantes Estados del México Central, porque económicamente hablando, les resultaba menos costoso mantener una estructura tributaria del corte neo-imperial –similar a la que hoy día padecen muchos pueblos del planeta–, que el típico, costoso y poco funcional imperio clásico. Sea por las razones que fuere, lo cierto del caso es que los aztecas no solo permitieron a los pueblos vencidos mantener sus formas tradicionales de gobierno, sino que –fenómeno casi único en la historia de la humanidad– fueron incapaces de someter todos los territorios del México Central, ya que diversos estados de cultura náhuatl escaparon al control económico tenochca. Uno de ellos, el más famoso, se llamó Tlaxcallan». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 7.
[21] D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, ob. cit., p. 129.
[22] «El rey era la autoridad superior en el gobierno de su ciudad, donde ejercía funciones tanto administrativas como militares y religiosas. Recibía atributos y servicios de la gente común, así como los productos de ciertas tierras adscritas a su cargo. El rey era noble de nacimiento como descendiente de reyes anteriores y gobernaba por vida». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 60.
[23] «Sabemos que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 47.
[24] «El segundo grado de la nobleza era de los señores (teuctli, plural teteuctin). Cada señor tenía un título que indicaba su participación en la organización política o ceremonial, o bien el grupo étnico al que gobernaba». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I La conquista, ob. cit., p. 60.
[25] «El sentimiento de la jerarquía era llevado a tal extremo, que lo descubrimos hasta en materia de religión. Al lado de las creencias populares existían las creencias de la elite, y si los autores han vacilado a menudo en calificar la religión de los quichuas, es tal vez porque no han hecho siempre esta distinción». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 141.
[26] «No había imperio en el sentido occidental de la palabra, ni unidad política alguna. La única entidad política existente era la de la ciudad-Estado, a cuyo frente estaba el halach uinic, rey o jefe supremo. La administración de los asuntos urbanos la llevaba un batab con múltiples atributos, y un consejo formado por los regidores (ah cuch cab) o jefes de hol pop. La justicia era muy severa y cuidaban del orden unos alguaciles». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América,  Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 64.
[27] «En los centros de educación sobre todo en los calmecac, tiene lugar importante la memorización de los ye uebcaub tlahtolli, relatos sobre lo que sucedió en tiempos antiguos. En ellos se fijaba a modo de ihtoloca, lo que permanentemente se dice de alguien o de algo, el gran conjunto de los tlahtollol, la esencia de la palabra, recordación del pasado. Y como hasta hoy se conservan algunos códices nahuas de contenido histórico, lo mismo puede decirse de varios textos que, memorizados en la antigüedad prehispánica, se transcribieron más tarde con el alfabeto latino». M. León Portilla (edición): Cantos y crónicas del México antiguo, Historia 16, Información y revistas, S.A.,  Madrid, 1986, p. 41.
[28] «Partir para su análisis del carácter conflictivo, contradictorio e histórico de la condición humana, por lo que un adecuado análisis de su especificidad se distancia de cualquier tipo de fatalismo en cuanto a la misma, tanto de una biologicista  y determinista  naturaleza humana, heredada del enfoque positivista, como de una metafísica o romántica y trascendental esencia humana». P. Guadarrama: Pensamiento Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di Salerno-Universidad Católica-Planeta, Bogotá, 2013, t. III, p. 432.
[29] «La agrupación de ayllus vecinos conformaron el centro poblado o pachaca; cada margen del río tenía un grupo de pachacas con sus respectivas autoridades, pero una era la principal, la autoridad de la saya; y sobre las dos sayas se encontraba el hunu o autoridad general de la cuenca».  R. Shady: «La civilización caral y la producción de conocimientos en ciencia y tecnología», Nuevo Repertorio Americano, Caracas, 00 Mayo, 2013, p. 94.
[30] «En conclusión, el maya busca liberar su existencia a través del desarrollo de sus conocimientos. Las raíces comunes y culturales tienen la finalidad de alcanzar el respeto de sus saberes, así como la igualdad de raza y sexo. El anhelo cultural es el valor de la civilización, que da derecho a la autodeterminación sustentada en normas morales». M. León-Portilla: «La filosofía náhuatl»: E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y «latino» (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 31.
[31] «No creo en la obra taumatúrgica de los incas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu –la comunidad– fue la célula del Imperio. Y los incas hicieron la unidad, inventaron el imperio, pero no crearon la célula». B. Carrión: «El mestizaje y lo mestizo», en L. Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 382.
[32] «Daban a cada indio tupu que es una hanega de tierra para sembrar maíz, empero, tiene por hanega y media de las de España. Era bastante un tupu de tierra para el sustento de un plebeyo casado y sin hijos. Lugo que los tenia le daban para cada hijo varon otro tupu  y para las hijas a medio. Cuando el hijo varon se casaba le daba el padre la hanega de tierra que para su alimento había recebido, porque echándolo de su casa no podía quedarse con ella. Las hijas no sacaban sus partes cuando se casaban, porque no les habian dado para dote, sino para alimentos, que habiendo de dar tierras a sus maridos no las podían ellas llevar, porque no hacían cuenta de las mujeres después de casadas sino mientras no tenían quien las sustentase, como era antes de casadas y después de viudas. Los padres se quedaban con las tierras si las habían menester y sino, las volvían al consejo, porque nadie las podía vender ni comprar». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 60.
[33] L. Arizpe: «El indio: mito, profecía, prisión», en L Zea (coordinación): América Latina en sus ideas, Siglo XXI Editores, México, 1986, p. 337.
[34] «Nos cristianizaron, pero nos hacen pasar de unos a otro como animales. Y Dios está ofendido de los “chupadores”». M. León-Portilla: El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e incas, Editorial Joaquín Mortiz, México, 1964, p. 84.
[35] «Los principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde, como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza, o sea entre el ser humano y lo divino. El principio de reciprocidad es universalmente válido y revela un rasgo muy importante de la filosofía andina. La ética no es un asunto limitado al ser humano y su actuar, sino que tiene dimensiones cósmicas». J. Estermann: «La filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 39.
[36]  Incluso entre los pueblos con menos estratificación social, como en el caso de los caribeños, existía plena conciencia de las diferencias de estratos o clases sociales, lo que por supuesto se acrecentaría mucho más en aquellas culturas como la maya, azteca o inca que llegarían a niveles más altos de diferenciación social en dependencia de su mayor desarrollo socioeconómico, cultural y sobre todo militar. En la Española «Bajo los caciques de provincias y distritos había un grupo de nobles llamados nitaínos que ayudaban al cacique en sus tareas. La mayor parte de la población eran naturalmente los plebeyos. Como dependientes personales de caciques y nitaínos había un nivel social inferior de siervos que recibían el nombre de naboríos». P. Carrasco, G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 219.
[37] «Por eso esa clase social merece más bien el nombre de elite que el de nobleza, porque nadie podía formar parte de ella si no sobresalía entre los indios del pueblo por la inteligencia, el saber y la virtud». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 152.
[38] «Sabemos que en algunas tribus había especies de consejos de ancianos y de sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus se confederaban o aliaban durante un tiempo; que las mujeres podían ser cacicas, como sucedía en ciertas regiones de La Española y de Venezuela en los días de la conquista». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 47.
[39] «Existía por tanto, una Constitución Política, no en el sentido formal, por supuesto, sino en el material y sociológico, en cuanto existían unas normas jurídicas no escritas que organizaban la estructura del Estado, reglamentaban su funcionamiento y establecían el status de las personas que integraban la sociedad. En efecto, aunque el concepto filosófico-jurídico de Constitución es relativamente reciente, pues solo se planteó por primera vez por Montesquieu y los enciclopedistas franceses del siglo xviii, se puede decir que todos los pueblos del mundo que han tenido Estado, aun sin saberlo ellos mismos, han tenido su propia Constitución». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, p. 206.
[40] «La organización política azteca tenía como base la federación de calpullis o clanes patrilineales. En los inicios, la organización fue democrática, pero con el tiempo se convirtió en un régimen autocrático y monárquico. Cada clan tenía un delegado o tlatoani en el Consejo Supremo de Tenochtitlán, que atendía las funciones administrativas, políticas y jurídicas. El Consejo nombraba a los cuatro oficiales que dirigían las fuerzas militares y donde salía el jefe supremo, llamado Tlacatecuhtli o «jefe de guerreros». A principios del siglo xvi la elección del soberano la hacía una oligarquía formada por sacerdotes dignatarios supremos, funcionarios de rasgo secundario y militares retirados y en activo. Mediante discusión –sin votación–, se ponían de acuerdo sobre quién debía suceder». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 62.
[41] «El uzaque o cacique era el jefe porque era el que más sabía, o porque había sido elegido democráticamente, o porque había sido escogido por el soberano, en función de sus méritos y condiciones excepcionales, pero no por una designación arbitraria y caprichosa o por un favoritismo del príncipe; detrás de su acceso al mando, como en el caso de los príncipes, había toda una normatividad jurídica, sin cuya observancia estricta, carecía de legitimidad». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, pp. 233-234.
[42] «Resulta evidente que en su concepción latina originaria esta palabra se refería a una actividad eminentemente humana, no extensiva al mundo animal, y además circunscripta también a determina­dos requisitos conceptuales dentro de la sociedad (societas), la cual concebían de igual modo como una comunidad conformada estrictamente por el exclusivo animal social (sociale animal) que es el hombre. Es decir, no toda la actividad del hombre era considerada propiamente culta, pues frente al concepto de cultus también manejaban el de incultus refiriéndose no sólo a un lugar sin cultivar, sino también a lo desaliñado, tosco, ignorante, grosero, descuidado, sin arte, así como a todo lo que evidenciara ignorancia, descuido, abandono, negligencia, etcétera». P. Guadarrama: Cultura y educación en tiempos de globalización posmoderna, Editorial Magisterio, Bogotá, 2006, p. 16.
[43] «Las gentes que descubrí son por la mayor parte dispuestos, de buenos talles y facciones, y las blancas, muchas dellas, muy hermosas; son briosos y valientes, y vasta serlo para entenderse que han de ser hombres de bien y piadosos. A todos lo que comunique y traje los halle de mucha razón, tratables, reconocidos, gratos y, sobre todo, de verdad y de vergüenza, y con otros de buenos respetos; por donde se ha de esperar que han de recibir bien la fe y perpetuarse en ella, si se hace de nuestra parte el deber» P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 313.
[44] «Oido negocio tan duro por los de la República, volvieron los rostros al cielo en señal de gran dolor y sentimiento, y muy llorosos, que era vellos cosa de espanto y lastima, de tal manera decían algunos a sus señores: “Decid al capitán y respondedle que ¿por qué nos quiere quitar los dioses que tenemos y que tantos tiempos servimos nosotros y nuestros antepasados? Que sin quitallos ni mudallos de lugares sagrados pueden poder a su dios entre los nuestros, a quien también serviremos, le adoraremos, haremos casas y templos a parte y de por sí, y será también el Dios nuestro y le guardaremos el decoro y respeto que su deidad y santidad merece, guardando sus leyes y mandamientos, como lo hemos hecho con otros dioses que nos han traído de otras partes”. A las cuales palabras, torpes y sin fundamento, respondieron sus señores y caciques que ya no había remedio a cosa ninguna de las que pedían, sino que precisamente había de hacerse lo que el capitán quería y que no se tratase más de ello. Y ansi fue que luego callaron y comenzaron a ocultar y esconder secretamente muchos ídolos y estatuas, como después adelante andando el tiempo se vio y se ha visto, donde secretamente muchos de ellos los servían  y adoraban como de antes». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, p. 206.
[45] «La administración de la justicia carecía de un cuerpo especial de funcionarios. Los mismos gobernadores y curacas encargados de la administración local actuaban como jueces, y la importancia de los casos dependía del rango que ostentaban en la jerarquía decimal. Los casos graves iban directamente al gobernador provincial o al mismo emperador, quienes eran los únicos que podían imponer la pena de muerte. El juicio tenía lugar en presencia de todos los testigos y del acusado. La sentencia se dictaba y ejecutaba sin dilación y sin derecho de apelación. Los castigos eran distintos según se tratara de un noble o de un plebeyo, desde la muerte, reprimenda pública, la pérdida del puesto (para los funcionarios), el destierro a los cocales, hasta los castigos físicos». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 141.
[46] «Eran casas del gran Inca Pachacutec, bisnieto del Inca Roca que, por favorecer las escuelas que su bisabuelo fundó, mandó labrar su casa cerca dellas. Aquellas dos casas reales tenían a sus espaldas las escuelas. Estaban las unas y las otras todas juntas, sin división. Las escuelas tenían sus puertas principales a la calle y al arroyo; los reyes pasaban por los postigos a oír las liciones de sus filósofos, y el Inca Pachacutec las leía muchas veces, declarando sus leyes y estatutos, que fue gran legislador». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 81.
[47] «Es de naturaleza inteligente sociable y alegre. La limpieza personal del yucateco es impresionante aunque el país carece de agua superficial y la extracción de agua de pozo representa un problema a veces trágico. Su fatalismo secular explica su espíritu tradicionalista y su respecto a las leyes y costumbres; sin embargo, no es sumiso. Su concepto de la justicia, de la honradez, del respeto a la vida y bienes ajenos es notable». A. Ruz: La civilización de los antiguos mayas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 66.
[48] «La tolerancia religiosa de los incas ha sido una consecuencia de este principio. Los dioses de los vencedores no remplazaban a los dioses locales, sino que se superponían a ellos. Los ídolos de las provincias conquistadas eran enviados al Cuzco, al Templo del Sol, especie de “panteón romano”, donde al mismo tiempo servían de rehenes y sus doradores quedaban en libertad de continuar venerándolos, a condición de venerar también al sol». L. Baudin: El imperio socialista de los incas, Editorial Zig-Zag, Chile, 1978, p. 143.
[49] «A pesar de la distinción tan marcada entre la nobleza de abolengo y la gente común, era posible que hombres del común alcanzaran posición privilegiada, constituyendo un sector especial de la nobleza. De hecho algunos puestos en la organización política estaban reservados a gente de origen plebeyo. Como veremos, la manera principal de ascender a la nobleza era mediante méritos en la guerra». P. Carrasco y G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 61.
[50] «Los nitaínos participaban en las juntas en que se decidía la guerra y formaban la guardia del cacique, pero también peleaban los plebeyos». P. Carrasco y  G. Céspedes: Historia de América Latina I. La conquista, Alianza Editorial, Madrid, 1985, p. 219.
[51] «Las mujeres podían liberarse del marido si eran maltratadas, si veían que sus hijos no recibían educación o si no eran debidamente mantenidas. Un divorciado o una divorciada por estas causas podían casarse con cualquiera, pero una viuda solo podía casarse con un hermano del difunto. La justicia era severa; el robo se castigaba con la esclavitud o pena de muerte». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. I, p. 61.
[52] «Era Motezuma, de suyo muy grave y muy reposado; por maravilla se oía hablar, y cuando hablaba en el supremo consejo, de que él era, ponía admiración su aviso y consideración, por donde aun antes de ser rey, era temido y respetado. Estaba de ordinario recogido en una gran pieza que tenía para sí diputada en el gran templo de Vitzilipuztli, donde decían le comunicaba mucho su ídolo, hablando con él, y así presumía de muy religioso y devoto. Con estas partes y con ser nobilísimo y de grande ánimo, fue su elección muy fácil y breve, como en persona en quien todo tenían puestos los ojos para tal cargo». J. Acosta: Historia natural y moral de las indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, p. 565.
[53] «La tribu era autónoma para designar su uzaque o cacique, designación que se hacía de diversas maneras: en una, las más, el cacicazgo se transmitía por sucesión hereditaria, siempre por línea materna, de tío a sobrino, hijo de hermana; en otras, por elección popular directa o por selección de más capaz, prudente y hábil, conforme a exigentes requisitos. El príncipe aprobaba la designación del cacique y le daba posesión formal del cacicazgo». A. Suescún: Derecho y sociedad en la historia de Colombia, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, p. 221.
[54] «Dentro de su ordenamiento jurídico, en la medida en que existían y se cumplían los derechos de la comunidad en general, se encontraban realizados de manera efectiva los postulados que hoy integran la esencia de los derechos humanos, tales como: el respeto a la vida humana, de los animales, las plantas y la naturaleza en general; la igualdad económica; la libertad de las personas; el derecho al trabajo; el derecho a ser juzgados por las autoridades competentes y defenderse de los cargos formulados; los derechos de opinión, de reunión y participación política; el derecho a formar una familia; el derecho a la intimidad y a la inviolabilidad del domicilio; el derecho a la educación; el derecho a la seguridad; el derecho a la dignidad; el derecho a la participación en el producto social; el derecho a la nacionalidad y a defender a la patria». Ibídem, p. 262.
[55] «El derecho indiano se integra también con el indígena, lo cual fue siempre mantenido por los reyes de España. Matienso, oidor de la Audiencia de Lima, manifestaba a la corona que antes de dar una ley, convenía no variar las costumbres, ni hacer nuevas leyes sin previamente conocer las costumbres, condiciones de la tierra y de los hombres sobre los cuales se iba a legislar. Muchas instituciones indígenas pasaron al derecho indiano, según muestran algunos ejemplos tales como la institución de cacique o cacicazgo. Si examinamos la Recopilación, vemos que en el libro IV, capítulo VII, está incluida la institución del cacicazgo  y la herencia de padres a hijos. El ayllu, institución socioeconómica andina, formaba parte también del derecho indiano. El sistema de tributo es una costumbre indígena mantenida. La mita minera no es nada nuevo; en el sistema de trabajo existía en el Incario, y luego fue incorporada la legislación indiana por la corona de Castilla. Lo referente a la propiedad de la tierra fue recogido por el derecho indiano, el cual respetó siempre aquellas zonas que pertenecían a los indígenas». F. Morales: Manual de historia universal. Historia general de América, Espasa-Calpe, Madrid, 1982, t. II, pp. 429-430.
[56] «La moral estaba básicamente vinculada al comportamiento del hombre en la tierra y a su perfeccionamiento o su propia destrucción. Así, más que creer que el destino después de la muerte depende de la actuación de los seres humanos en la tierra, se pensaba, con criterio inmanente, que quienes obraban con arreglo a sus principios morales, enunciados en los huehuehtlahtolli, “la antigua palabra”, vivirían en paz en la tierra; los que no atendían a esos principios, en cambio, estropearían su propio rostro y corazón». M. León-Portilla: «La filosofía náhuatl», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, pp. 22-23.
[57] «La obra de Felipe Guamán es una crítica a la civilización europea en su conjunto, a su cinismo permanente en cuanto cae en una contradicción pre formativa a partir de sus propios principios». R. F. González, O. Sierra, U. Chávez, R. N. Betanzos: «La reacción crítica de los oprimidos», en E. Dussel, E. Mendieta y C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 70.
[58] «Siempre de un modo u otro, las reflexiones antropológicas de estas culturas giraban hacia el logro de un hombre superior que encarnara todas las virtudes. En lugar de una enajenada deidad a la que se atribuyeran las mejores cualidades humanas, se buscaba y se deseaba cultivar en el hombre concreto de su tiempo aquellas virtudes que contribuyeran a su perfeccionamiento». P. Guadarrama, P. «Humanismo y desalienación en el pensamiento amerindio», en Islas. Revista de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas, Santa Clara, no. 104, enero-abril, 1993, p. 157; Señales Abiertas, no. 5, Bogotá, marzo-mayo, 1994, p. 28.
[59] «Al mismo tiempo se veía que, aunque no pensaban en sí mismos viéndose sacar presos de su canoa a nave de gente tan extraña y feroz como somos nosotros respecto de ellos, como la avaricia de los hombres es tanta [la cursiva es del autor, P.G.G.] no debemos maravillarnos de que los indios la antepusieran al miedo y al peligro en que estaban. Así mismo, digo que también debemos apreciar mucho su honestidad y vergüenza, porque si al entrar en las naves, le quitaban a un indio los pañizuelos con que cubren sus partes vergonzosas, muy luego, para ocultarlas, poníanse delante las manos y no las levantaban nunca, y las mujeres se tapaban el cuerpo y la cara, según hemos dicho que hacen las moras de Granada. Esto movió al Almirante a tratarlos bien, restituirles la canoa, y darles algunas cosas en trueque de aquellas que los nuestros les habían tomado para muestra». H. Colón: Cuarto viaje colombino. La ruta de los huracanes 1502-1504, Editorial Dastin Historia, España, 2002, p. 58.
[60] Véase P. Guadarrama: «La huella de España en América y de América en España», en Politeia. Revista de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1997, no. 20, p. 135-148.
[61] «La qual tierra poseía un hermano suyo, a quien el avia dado aquella provincia; é alli avian quedado los treynta e ocho hombres que dexó el almirante en el primero viaje, quando descubrió esta tierra e isla; a los quales todos avian muerto los indios no pudiendo sufrir sus excesos, porque les tomaban las mugeres e usaban dellas a su voluntad, e les hacían otras fuercas y enojos, como gente sin caudillo e desordenada». G. Fernández de Oviedo y Valdés: Historia general y natural de las indias. Islas y tierra firme del mar océano, Editorial Guarania, Asunción de Paraguay, 1944, pp. 81-82.
[62] «De como los primeros alcaldes no fueron obedecidos i respetados por los yndios y le llamauan a alcalde, michoc quillis cachi (juez de Killis Kach)». G. F. Poma de Ayala: Nueva crónica y buen gobierno II, Editorial Historia 16, Madrid, 1987, p. 457.
[63] «Los indios chichimecos de Nueva España se mostraron tan briosos y valientes, que nunca jamás los nuestros con armas de mucha ventaja, y caballos, los pudieron conquistar, a cuya causa se apaciguaron a partido hecho bien a su salvo. Los indios guajiros de las sabanas de Orino del rio de la Hacha  e defendieron tan valerosamente de los nuestros, que nunca fue fuerza concederles la paz con la libertad que pidieron. Los indios araucanos o chilenos, por redimir un mal trato se han de defender y defienden con raros esfuerzos y daño nuestro, como se está experimentando; y lo mesmo se puede decir de los pijaos, cumana, goros y los de Nirgua, que no los pueden pacificar, siendo todos ellos pocos y faltas de armas de fuego y hierro, y de la disciplina militar, y de otras muchas cosas que convienen en estos tiempos de agora para defender y ofender. Quiero decir que son hombres en quienes cupieran bien toda buena disciplina, como saben ser soldados y marineros a su modo, y juntamente escultores, pintores, plateros, escribanos, músicos, ministriles y todos los otros oficios que les mostraron». P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 213.
[64] «Cuando se conoce el tipo de organización social y política de esos pueblos y las ideas que les correspondían, no puede uno sorprenderse de que fueran capaces de luchar con tanta fiereza contra un poder occidental. Se pensara que lo hicieron debido a su ignorancia. Sin embargo, sucede que esos pueblos lucharon, unos hasta la extinción, y otros como los caribes de las islas de Barlovento, durante tres siglos; es decir, que combatieron mucho tiempo después de conocer en carne propia el poderío occidental, cuando ya tenían experiencias, y muy costosas, de lo que eran las lanzas, las espadas, los falconetes, los arcabuces, los perros, los caballos europeos, pero siguieron luchando. Los indios del Caribe combatían hasta la muerte porque no podían concebir la vida fuera de su contexto social». J. Bosch: De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2003, p. 48.
[65] «Tomando, pues, la mano en esto los cuatro señores, hicieron grandes juntas en sus pueblos, barrios y cabeceras, donde dieron entera noticia de lo que el capitán quería y pretendía hacer en destruir y derribar sus dioses, y que no tan solamente venía a castigar a los injustos hombres sino que también quería tomar venganza de los dioses inmortales, porque “nos ha dicho que nos quiere dar otra nueva ley, limpia y loable, y que para eso tengamos por bien que recibamos otro dios”. Este modo de hablar y decir, que les quería dar otro dios, es, a saber, que cuando estas gentes tenían noticias de algún dios de buenas propiedades y costumbres, le recibían, admitiéndole por tal, porque otras gentes advenedizas trujeron otros ídolos que tuvieron por dioses, y a este fin y propósito decían que Cortes les traían otro dios. Y ansi, decían “de manera que en este hemos de adorar y servir, porque él lo servía y adoraba en muy diferente modo y manera que nosotros servimos a nuestros dioses. Pues no le sacrifican corazones de hombres humanos, ni menos con sangre viva como nosotros lo hacemos con nuestros dioses sino solamente con oraciones y bautismo de agua». D. Muñoz: Historia de Tlaxcala, Información y Revistas S.A., Madrid, 1986, pp. 205-206.
[66] «Solamente por el tiempo loco, por los locos sacerdotes, fue que entró a nosotros la tristeza, que entró a nosotros el –Cristianismo–.  Porque los muy cristianos llegaron aquí como el verdadero Dios; pero ese fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta, el principio de la peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por las deudas, el principio de las deudas pegadas a las espaldas, el principio de la continua reyerta, el principio del padecimiento. Fue el principio de la obra de los españoles y de los padres, el principio de los caciques, los maestros de escuela y los fiscales». Chilam Balam de Chumayel, edición de Miguel Rivera, Crónicas de América, Historia 16, Información y Revistas, S.A.,  Madrid, 1986, p. 68.
[67] «Porque es preciso que seamos  justos con los españoles; al exterminar a un pueblo salvaje cuyo territorio iban a ocupar hacían simplemente lo que todos los pueblos civilizados hacen con los salvajes, lo que la colonia efectúa deliberada o indeliberadamente con los indígenas: absorbe, destruye, extermina. Si este procedimiento terrible de la civilización es bárbaro y cruel a los ojos de la justicia y de la razón es, como la guerra misma, como la conquista, uno de los medios de que la providencia ha armado a las diversas razas humanas, y entre estas a las más poderosas, y adelantadas, para sustituirse en lugar de aquellas que por su debilidad orgánica o su atraso en la carrera de la civilización no pueden alcanzar los grandes destinos del hombre en la tierra. Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que estén en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más progresiva de las que pueblan la tierra. […] las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes. Esto es providencial y útil, sublime y grande. […] creemos, pues, que no debieran ya nuestros escritores insistir sobre la crueldad de los españoles para con los salvajes de la América, ahora como entonces nuestros enemigos de raza, de color, de tendencias, de civilización; ni principiar la historia de nuestra existencia por la historia de los indígenas, que nada tienen de común con nosotros. […] No hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado. […] No es nuestro ánimo abogar por las inútiles crueldades cometidas por los indios, pero no podemos menos que reconocer en los pueblos civilizados cierto odio y desprecio por los salvajes. […] Sobre todo quisiéramos aportar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia, y para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes civilizados y nobles que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con ese canalla. […]» D. F. Sarmiento: Obras completas, Editorial Universitaria de Buenos Aires, Buenos Aires, 1967,  t. II, p. 38
[68] German Arciniegas en su valoración de la significación para la independencia latinoamericana de la Constitución de Filadelfia no tiene presente que esta mantuvo la esclavitud. Pero lo más lamentable es su criterio   sobre el magnicidio cometido por los conquistadores españoles durante la conquista de América. “La primera vez que en forma escrita y concreta se hace una constitución es cuando América proclama su independencia. Así lo vieron los precursores de la independencia hispanoamericana con toda claridad, y por eso el punto de partida en la formación de nuestras republicas tenía que ser el estudio de la Constitución de Filadelfia, remate de la revolución reduciendo a ley escrita la organización del estado. Esa constitución iba a ser fatal, o felizmente, democrática. No tuvimos alternativa. Los reyes mantenían el prestigio, la aureola, el colorido que les damos en las cartas de naipe, pero estado con rey solo era posible donde la monarquía venia de siglos. Entre nosotros, la única posibilidad de monarquía fue en tiempos de Montezuma o Atahualpa, a quienes, por fortuna, los españoles despacharon de este mundo de mala manera.(la cursiva es nuestra P.G.G.) ”[68] Arciniegas, G. “Constitución y democracia en el Nuevo Mundo,” en  Fix-Zamudio, H. Hinestrosa, F. Da Silva, A. Arciniegas,  G. Uribe, Diego (et. all). Constitución y democracia en el Nuevo Mundo. Una visión panorámica de las instituciones políticas en el continente americano, Universidad Externado de Colombia, 1988, p. 66.
[69] A. Korn: «Influencias filosóficas en la evolución nacional», en Obras completas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1949, p. 156.
[70]  Véase C. Marx: El capital, EDAF, Madrid, 1970, cap. XXVI, pp. 755-759.
[71] «Yo soy testigo de haber oído vez y veces a mi padre y a sus contemporáneos, cotejando las dos repúblicas, México y Perú hablando en ese particular de los sacrificios de hombres y del comer carne humana, que loaban tanto a los Incas del Perú porque no lo tuvieron ni consintieron». J. Vega: Garcilaso el cronista, Instituto Cambio y Desarrollo (CIDES), Lima, 1994, p. 37. 
[72] «Esta tan perjudicial opinión no veo medio con que pueda mejor deshacerse, que con dar a entender el orden y modo de proceder que estos tenían cuando vivían en su ley; en la cual, aunque tenían muchas cosas de bárbaros y sin fundamento, pero había también otras muchas dignas de admiración, por las cuales se deja bien comprender que tienen natural capacidad para ser bien enseñados, y aun en gran parte hacen ventaja a muchas de nuestras repúblicas. Y no es de maravillar que se mezclasen yerros graves, pues en los más estirados de los legisladores y filósofos, se hallan, aunque entre Licurgo y Platón en ellos. Y en las más sabias repúblicas, como fueron la romana y la ateniense, vemos ignorancias dignas de risa, que ciertos si las repúblicas de los mexicanos y de los ingas se refieran en tiempo de romanos o griegos, fueran sus leyes y gobierno, estimado. Mas como sin saber nada de esto entramos por la espada sin oílles ni entendelles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios, sino como de caza habida en el monte y traída para nuestro servicio y antojo. Los hombres más curiosos y sabios que han penetrado y alcanzado sus secretos, su estilo y gobierno antiguo, muy de otra suerte lo juzgan, maravillándose que hubiese tanto orden y razón entre ellos». J. Acosta: Historia natural y moral de las indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, pp. 447-448.
[73] P. Fernández de Quirós: Memoriales de las indias australes, Dastin Historia, Madrid, 2002, p. 53.
[74] «Si para esto dijeron que los indios saltean, flechan y matan, yo digo que, si pican a un hombre, que no es mucho que salte, y que un oso, un toro y todas las fieras con el uso del cazar, hombre se sujeta al prudente hombre, y que si aún domado y buen caballo apuran mucho de espuela, que no dará paso adelante, mas antes lo dará atrás, y sus otras diligencias por liberarse; y también digo que, conforme la intención del hombre, así le sucede al hombre que de todo pudiera decir, más que digo porque lo he visto y notado, cuanto y más que ni ellos se ponen a tiro ni se tiene por seguros del arcabuz en parte alguna, ni el ejercicio de la milicia los tiene práticos, diestros ni cautelosos como a otros, ni yo los vi de rigorosos, bravos ni arrogantes, sino muy humildes y domésticos, después que corrieron de las primeras ocasiones, lo poco que ganaron en ellas, y siempre fueron liberales y dadivosos, y sobre todo muy cumplidores de su palabra». Ibídem, p. 50.
[75] «En conclusión: los pueblos indios constituían comunidades autónomas y cumplían funciones de soberanía. Eran dueños de sus bienes y tenían derechos sobre sus recursos naturales para beneficio de la propia comunidad y bienestar de su población. Y solo en función de la libre elección de los pueblos indios y de la necesidad de protección de los derechos fundamentales del hombre justificaba Vitoria las guerras de conquista». L. Pereña: «La Escuela de Salamanca y la duda indiana» en D. Ramos, A. García, I. Pérez: La ética de la conquista de América. Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, p. 315.
[76] «Los dichos comenderos andan y trunfan y juegan y tienen mucha fiesta y banquete y bisten de seda y gastan muy largamente como no les cuesta su trauajo ni sudor, cino pide a los pobre yndios. Y no le duele como es trauajo de los pobre yndios ni ruega a Dios por ellos ni de su salud el rrey y del papa ni se acuerda de los trauajos de los pobres indios destos rreynos». J. Acosta: Historia natural y moral de Las Indias, Fondo de Cultura Económica,  México, 1940, p. 576.
[77] «Por nuevas leyes y ordenanzas reales hechas para las indias tiene Vuestra Majestad ordenado y mandado que los indios naturales de aquellas partes sean tratados como personas libres, como lo son, y que no reciban agravio alguno en sus personas, hacienda, mujer e hijos. Hallase ha en la ciudad de Tunja usarse un cautiverio y crueldad diabólica contra la que así Vuestra Majestad tienen ordenado y mandado, y es que cada mujer de encomendero de indios tiene en su casa muchas mujeres que sacan de los pueblos que tienen en su encomienda, para que las hilen lino, tejan y labren y hagan otros servicios y granjerías que han usado tener dentro de sus casas». D. de Torres: «Situación de los indios en la provincia de Tunja», en R. Salazar (selección de textos): Filosofía de la pacificación en Colombia, Editorial el Búho, Bogotá, 1984, p. 286.
[78] «Esto es Católica Majestad, lo que pasa y se usa con aquellos míseros indios, que son vasallos de Vuestra Majestad como los demás naturales de Castilla, que si no se remedia y ataja este veneno que tan aprisa los consume y acalla, en breve tiempo quedaran yermas y despobladas de naturales aquellas provincias que han quedado como las demás que se han dicho, y el Real Patrimonio de Vuestra Majestad vendrá a menos porque no habiendo naturales no habrá renta ni provecho ninguno de aquella tierra». Ibídem, 298.
[79] «El uno, deshacer la falsa opinión que comúnmente se tiene de ellos, como de gente, bruta y bestial y sin entendimiento, o tan corto que apenas merece ese nombre». J. Acosta: Historia natural y moral de Las Indias, ed. cit., p. 447.
[80] Véase P. Guadarrama P. y N. Pereliguin: Lo universal y lo específico en la cultura, Universidad INCCA de Colombia, Bogotá, 1988; Ciencias Sociales, La Habana, 1989;  Universidad INCCA de Colombia, Bogotá, 1998.
[81] «La conclusión que Las Casas sacaba de las reflexiones y del modo como los conquistadores se habían comportado con los aborígenes, era esta: “afirmo que todo cuanto los españoles han hecho a los indios no tiene valor jurídico», por haberse hecho contra toda justicia natural». C. Beorlegui: Historia del pensamiento filosófico latinoamericano, Universidad de Deusto, Bilbao, 2004, p. 128.
[82] «Por solidaridad natural y derecho de gentes todos los hombres, indios o españoles, tienen igual derecho a la comunicación o intercambio de personas, bienes y servicios sin más limitaciones que el respeto a la justicia y derechos de los naturales (CHP 5, 77-87)». Francisco de Vitoria: Derechos y deberes entre indios y españoles en el Nuevo Mundo según Francisco de Vitoria, texto reconstruido por Luciano Pereña Vicente, Universidad Pontificia de Salamanca, Madrid, 1991, p. 28.
[83]«[…] en Vitoria también encontramos la intuición de que la cuestión de los derechos del hombre excede, completamente, el ámbito de la soberanía nacional, para convertirse en un problema de derecho universal». A. Aparisi Miralles: Derecho a la paz y derecho a la guerra en Francisco de Vitoria, Editorial Comares, Granada, 2007, p. 51.
[84] «Supieron y saben bien y muy bien y ordenadamente regir, gobernar, conservar y acrecentar sus familias y casas, y, por consiguiente, son hombres humanos, razonables, intellectivos y que producen actos que verdaderamente son humanos, guiados por buena razón». B. de las Casas: Obras completas. Apologética historia sumaria I, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 487.
[85] «No son ignorantes, inhumanos o bestiales, sino que mucho antes de haber oído la palabra “español” tenían estados rectamente organizados, esto es, prudentemente administrados con excelentes leyes, religión e instituciones». Las Casas, B. de. Apologética Historia de obras escogidas de Fray Bartolomé de las Casas, edición a cargo de J. Pérez de Tudela, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1958, vol. III, p. 490.
[86] Véase E. Dussel: 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad, Plural Editores, La Paz, 1994.  http://biblioteca.clacso.edu.ar/subida/clacso/otros/20111218114130/1942.pdf
[87] «Son numerosos los representantes de este movimiento indigenista liderado por Bartolomé de las Casas. Bástenos mencionar  a algunos de los muchos obispos lascasianos, que se enfrentaron sin temor a conquistadores y encomenderos para hacer cumplir las Nuevas Leyes, arriesgando hasta la propia vida. Antonio de Baldivieso, por defender a los indios en Nicaragua, murió asesinado a manos de un soldado venido del Perú. Cristóbal de Pedraza, de Honduras, es otro de los grandes luchadores en defensa de los indios. En Nueva Granada destaca Juan del Valle, obispo de Popayán, quien para protegerse del peligro que corría por defender a los indios hacía sus visitas pastorales armado con una lanza. Murió en Francia, lejos de sus diócesis, cuando se dirigía al Concilio de Trento para presentar las denuncias sobre las atrocidades cometidas contra los indios. Sus bienes fueron secuestrados. Su sucesor, Agustín de la Coruña, fue desterrado primeramente por el mismo Rey y, cuando regreso a su obispado, fue llevado preso por algunos conquistadores a Quito. Por mantener esa misma actitud, Pablo de Torres, en Panamá, fue juzgado, condenado y remitido a España». L. J. González: «Filosofía en la etapa de la conquista», en G. Marquínez, J. Zabalza, J. Suárez, L. González (et al.): La filosofía en América Latina, Editorial el Búho, Bogotá, 1993, p. 65.
[88] «El humanismo (occidental) me ha hecho ver la humanidad de nuestra vida, sobre todo para eso me ha servido. Lo que escriba, quiero que sirva para derrotar el egoísmo esquizofrénico de mi clase. El racismo occidental, todo racismo tiende a deshumanizar: se trata, como dice Sartre, “de destruir su cultura sin darles la nuestra”. Éticamente todo ello es indefendible. Las condenas son innumerables, no bastan las condenas, hay que estar con el indio». L. Cardoza y Aragón: «Los indios de Guatemala», en G. Beeli, M. Bonaso, T. Borge (et al…): 1942-1992. La interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990, p. 22.
[89] Veáse P. Guadarrama: «Pensamiento independentista y justicia social», en Islas, Revista de la Universidad Central de Las Villas, año 49, no. 152, 2007,  pp. 155-161; Revista Política de Filosofía, Asociación Iberoamericana de Filosofía y Política-Sociedad de Estudios Culturales Nuestra América, SECNA, A.C., México. D.F., no. 5, sep. 2007, pp. 155-164; Colectivo de autores: Historia, memoria y nación. A propósito del bicentenario de la independencia latinoamericana, Javier Guerrero (coordinador), Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, La Carreta, Medellín, 2010,  pp. 101-107.
[90] «Su utilización de la filosofía fue para defender los derechos naturales de los indios tanto como de los españoles. Son los que ahora llamamos derechos humanos, y que tienen su antecedente en los derechos naturales. Además, Las Casas reconocía y, con ello mismo, fomentaba, la identidad latinoamericana de los indios, al reconocerlos primeramente como hombres, en universal, y luego como los hombres específicamente dueños y habitantes de un continente, que estaban a la altura de los europeos en cuanto raza y cultura, singularmente preparado para entrar en la línea del cristianismo». M. Beuchot: «La filosofía en el México colonial», en G. Marquínez, M. Beuchot: La filosofía en la América colonial, El Búho, Bogotá, 1996, p.  24.
[91] «En Colombia, Alonso de Sandoval, S.J. (1576-1652), sevillano, enseñaba en Cartagena de Indias. En 1627 publicó en Sevilla una obra que, en su segunda edición en Madrid, el año de 1647, llevó como título definitivo: De instauranda aethiopum salute, en la que cuestiona –de manera revolucionaria– los justos títulos de la esclavitud de los negros, y pide la compasión hacia ellos. Afirma su humanidad, igual que la de los indios (y criollos), siendo un modelo de pensamiento antiesclavista». M. Beuchot: «La filosofía académica», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 82.
[92] «De la misma manera, el poder político se distribuye entre dos y rotativamente, en lugar de asignárselo (como Th. Hobbes) a la autoridad presidencial, a un partido. La responsabilidad, pues, está en manos de todos y no de un solo individuo o grupo. De ahí que se rechacen el solipsismo, el egoísmo, la competencia, sea de un partido, de una autoridad, de una sola semilla o de un solo cultivo,  aunque también de un solo dios. […] He aquí en pocas palabras algunos de los fundamentos ontológicos del filosofar maya tojolabal. Se resume en el nosotros con sus ramificaciones múltiples: la intersubjetividad, la nosotrificacion, el antisolipsismo, el saber escuchar, el hecho de que todo vive y no somos más que un tipo de seres vivientes entre muchos otros. Nos conviene ser modestos y respetuosos de los demás. Formamos parte de una democracia activa y participativa de extensión cósmica, dicen, por eso insisten en su autonomía dentro del contexto nacional e internacional,  y hasta cósmico en el que viven. La autonomía es nosótrica, porque no se subordina ni debe obedecer a nadie, sino que está interrelacionada intersubjetivamente con el estado y el cosmos en que se encuentra». M. Hernández: «La filosofía maya», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 35.
[93] «La causa principal a que venimos a estas partes es por ensalzar y predicar la fe de Cristo, aunque juntamente con ella se nos sigue honra y provecho, que pocas veces caben en un saco».  S. Zabala: Filosofía de la conquista, Fondo de Cultura Económica, México, 1947,  p. 25.
[94] «En un principio, españoles e indios confraternizaron. Luego, tal vez por abusos de los españoles empezaron los desacuerdos». R. D. de Guzmán: Crónicas de América 23. La Argentina, Historia 16, Información y Revistas, S.A., Madrid, 1986, p. 116.
[95] «Los principios de correspondencia y complementariedad se expresan a nivel pragmático y ético como principio de reciprocidad: a cada acto corresponde, como contribución complementaria, un acto recíproco. Este principio no solo rige en las interrelaciones humanas (entre persona o grupos), sino en cada tipo de interacción, sea esta intrahumana, entre el ser humano y la naturaleza,  sea entre el ser humano y lo divino. El principio de reciprocidad es universalmente válido y revela un rasgo muy importante de la filosofía andina. La ética no es un asunto limitado al ser humano y su actuar, sino que tiene dimensiones cósmicas». J. Estermann: «La filosofía quechua», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 39.
[96] «En otras palabras, creemos que la economía de los tiempos modernos (de la mitad del siglo xv hasta la segunda mitad del siglo xviii) es fundamentalmente precapitalista, lo que se aplica a Europa, al mundo colonial a ella sometido, y al incipiente mercado mundial. El capitalismo como modo de producción se está generando entonces, pero no se instalará plenamente –y menos aún será dominante– antes de la revolución industrial». C. Flamarion y H. Pérez: Historia económica de América Latina. Sistemas agrarios e historia colonial, Editorial Crítica, Barcelona, 1979,  t. I, p. 163.
[97] «La teoría que fundamentó el individualismo moderno y al transcurrir el tiempo justificó los sistemas políticos constitucionales es el iusnaturalismo». J. Fernández Santillán: «Prólogo» a Origen y fundamentos del poder político, de N. Bobbio y M. Bovero, Grijalbo, México, 1984, p. 15.
[98] S. Castro-Gómez: «Filosofía, ilustración y colonialidad», en E. Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 130.
[99] «La conquista de América no encontró en el pensamiento amerindio un grado de madurez teórica que se pudiese enfrentar al consolidado pensamiento del poder colonial. Pero sí manifestó elementos de rebeldía y argumentos lógicos de protesta por la aniquilación y desarticulación de aquellos pueblos y culturas que motivaron a algunos misioneros y funcionarios, así como también a pensadores europeos, a buscar los argumentos necesarios para reivindicar la dignificación de aquellos hombres, como representantes tan originales y auténticos de lo humano al igual que sus congéneres europeos». P. Guadarrama: Pensamiento Filosófico Latinoamericano. Humanismo, método e historia, Universitá degli Studi di Salerno-Universidad Católica de Colombia-Planeta. Bogotá, 2012, t. I,  p. 178.
[100] R. Sánchez: «Esas yndias  equivocadas y malditas», en G. Belli, M. Bonaso, T. Borge (et al.): 1942-1992 La interminable conquista, El Búho Ltda., Bogotá, 1990, p. 53.
[101] «El Aquinante identifica dos métodos para considerar al hombre. Uno, por el que “cada quien se conoce por lo que es más propio.  Otro, por el que […] se conoce lo que es común a todos”. El primero conoce lo que es propiamente, y da cuenta de un individuo, o particular. Dicho con total claridad y rigor, llega al llega al conocimiento de sí mismo. El segundo, es aquel por el que se conoce la naturaleza. […] la naturaleza del hombre». J. A. García-Muñoz: El tomismo desdeñado. Una alternativa a la crisis económica y política, Universidad Católica de Colombia-Universita degli Studi di Salerno-Planeta, Bogotá, 2012, p. 138.
[102] «Por lo tanto, el inicio de la práctica filosófica en Brasil se da en ese espíritu contestatario contrario  a la esclavitud, tanto de los negros de África como de los pueblos indígenas». C.Ludwig: «El pensamiento filosófico brasileño de los siglos xvi al xviii», E. en Dussel, E. Mendieta, C. Bohórquez: El pensamiento filosófico latinoamericano, del caribe y “latino” (1300-2000), Siglo XXI Editores, México, 2009, p. 122.

(*) Profesor de Mérito de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas (2013); Doctor en Filosofía Universidad de Leipzig (1980) y Doctor en Ciencias. (UCLV, 1995). Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba (1998-2012). Autor de varios libros sobre teoría de la cultura y el pensamiento filosófico latinoamericano.  Publicado con la autorización del autor.
Por Ignacio Castro Rey (*)

Lo que alguna gente llamaría esteticismo de alto nivel es el único y razonable modo que Sorrentino ha encontrado para adentrarnos en la amarga tragedia de vivir. Quizás es también la única vía que tenemos de soportar la hipotética clonación de la especie que él intenta retratar, precisamente en el punto justo de su condición mortal. Según recordaba en su momento Nietzsche: “Sólo como fenómeno estético se justifica el abismo del mundo”.


Como resulta más bien irritante -casi increíble- el nivel sostenido en esta película, conviene tomarse un tiempo antes de emitir un juicio. En medio de una perfección casi aplastante, Youth se encara con una desolación moderna que a veces recuerda a la que Edward Hopper retrató de otro modo. El de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) es un talento desbordante, y esto sin duda puede ser hoy un problema. Es tal la profundidad estética y trágica de Lagiovinezza que esa virtud puede generar una de las franjas de duda, sobre todo en medio del actual recorte cerebral. Youth no sólo no deja respiro -tal vez no lo merecemos-, sino que funciona aparentemente por acumulación, sin que cada una de las cien frases para pensar, cada una de las múltiples imágenes memorables tengan tiempo de insertarse en nuestra memoria óptica y reposar en una historia. La catarata de ingenio, de saber hacer y de buen gusto es tal que, igual que ante algunas obras de Iñárritu, parece que tendríamos derecho a preguntarnos: realmente, ¿había algo que contar?

Pues sí, lo hay, pero es necesario asimilarlo en sesiones distintas, quizás un poco separadas. La vida y la muerte, la amistad, la juventud y la vejez, el éxito y la desgracia, la enfermedad, la decadencia, el recuerdo y el olvido son el hilo de un tema, pero necesitamos tiempo para paladearlo. La juventud es una lenta corriente de belleza, tan vasta como los días, pero con un argumento que tiende a borrarse en el horizonte. Con un público cautivo de la actualidad y enredada de manera interactiva, entre el EI y las series televisivas, es normal que el efecto de este denso largometraje sea bastante difícil.

Quizás conociendo esta mutación de la especie, la metafísica sonora y visual de Sorrentino dosifica magistralmente los registros, sirviéndonos esta densidad -que no veremos en ninguna pequeña pantalla- con una variación repartida, como en una partitura. Diseminada en incesantes cambios de plano y muy distintas frecuencias sonoras, el film puede funcionar incluso en el plano estético y meramente cultural.

Es innegable que esta obra, más aún en el estado actual de la cartelera, hay que verla. Más aún, probablemente es necesario verla dos veces. Y en las dos ocasiones lejos de casa, libres de la servidumbre del habitual narcisismo doméstico que desactiva la atención, hacia todo lo difícil, con un sinfín de interrupciones idiotas. A pesar de las críticas comprensibles a su supuesto ensimismamiento pomposo, que no es tal, a La Juventud le lloverán los premios. Y no solamente por la presencia de esos tres actores excelsos que son Caine, Fonda y Keitel. Es que Sorrentino logra de manera bastante insólita una especie de grandilocuencia minimalista, fundida en una catarata de planos, inteligencia y efectos sonoros que tocan directamente nuestro sistema perceptivo. No es casual que la sala esté una y otra vez llena. Y lo que es más asombroso, en estos tiempos donde todo el mundo tiene algo que decir, llena de un público religiosamente callado.

El único problema -pero esa es su mayor virtud- es que entre el espanto y el milagro, entre lo grotesco y lo sublime, en La giovinezza apenas hay tregua ni transición. Hasta los paseos por el campo de Fred Ballinger (M. Caine) con sus acompañantes Mick (H. Keitel) y Jimmy (P. Dano) están cargados con una profundidad en las palabras, en los gestos y en el grandioso paisaje alpino, que resulta un poco excesiva para esta época de efectos virales en 140 caracteres.

¿Es posible que esta ausencia de mediación entre lo más feo y lo más sublime nos permita olvidar que en la tierra una de las maldiciones actuales es que existe demasiada gente normal, demasiadas situaciones anodinas y demasiados momentos donde no puede pasar absolutamente nada? No, tampoco, pues lo cierto es que ese mediano despotismo diario aparece en Youth, incluso como uno de los mejores efectos medicinales del film. A medias entre la gloria y la decadencia -esa cantante sentimental que de pronto aparece devorando un trozo de carne-, entre la más hortera música disco y los más sutiles sonidos de vanguardia, Sorrentino logra una fluidez a la que apenas puede responder nuestro estupor. Y todo ello mientras dibuja el apocalipsis silencioso, un poco marciano, de una humanidad que flota en el limbo del confort.

Esta originalidad fílmica y metafísica tuvo en La gran belleza una expresión difícil de superar, no sólo por el factor sorpresa. Ahora asistimos a una segunda entrega que podría estar cerca del manierismo. Pero no, Sorrentino mantiene una especie de equilibrio difícil y sigue logrando portentos. No sólo los personajes de Fred, Mick y Jimmy tejen una sabiduría poco menos que exiliada de nuestro planeta técnico. No sólo veremos una dolorosa estatua de cera en una mujer ahora convertida al horror de la demencia. Tardaremos también en olvidar a una joven desconocida -apenas aparece en los créditos- que interpreta a la masajista que intenta mantener en forma el flácido cuerpo de Fred. Sin mirar hacia ninguna parte, ella baila a solas mientras  rehace una armonía clandestina del mundo.

Desgarbada, con un llamativo aparato bucal y orejas desproporcionadas, ella afirma no tener  “nada que decir”. Prefiere por eso tocar, acariciar los cuerpos. Palpa también el aire sombrío, como si fuera un cuerpo, cuando baila en su habitación ante una pantalla que imita sus pasos.

Todo en La juventud es de alta definición, hasta la duda, la tristeza, el secreto o la fealdad. También la mutación extraterrestre de algunas vidas, sean jóvenes o mayores. También la dicotomía entre el horror y el deseo, que obsesiona a Jimmy. En medio de la apatía lujosa de los cuerpos, Fred sólo representa una punta estadística. Él y su asomo de conciencia son el reverso del lujo en el que viven estos personajes varados en la opulencia. También en esto Sorrentino es buen aprendiz de sus maestros italianos, un Fellini o un Antonioni que sabían colocar la desolación en escenarios de alto nivel de muerte. Muy alto, en medio de cumbres alpinas sólo aptas para la clase Vip o, tal vez, pastores suizos que en este caso brillan por su ausencia. Nada de pastores, en realidad, sólo ganado cuyas campanas son tan musicales como elegante es su lustrosa piel.

Es también de herencia barroca e italiana una cierta imaginación surrealista que quizás no sea lo más logrado de esta cinta. Ese monje budista que levita, esas vacas que interpretan un tema musical en pleno prado de verano, esa legión de mujeres que se le aparecen al acabado director de cine que es Mick. También la decadencia es de alta definición. Sorrentino logra en Youth que hasta Jane Fonda parezca una harpía disecada. Consigue que Miss Universo sea no sólo carnalmente espectacular, sino una mente armada de tal manera que su cuerpo de Cariátide apenas parece seguirle. Que dos ancianos copulen frenéticamente en un bosque, que una niña haga reflexiones inesperadas, que un alpinista padezca una especie de perplejidad mítica, se hacen también posibles en Lagiovinezza.

Con una efigie de Marx grabada en la espalda, el simulacro de un Maradona genial y patético es otra silueta más en esta galería de monstruos entrañables. “¿En qué piensas, cariño?”, le pregunta su compañera mientras suena una preciosa tristeza de vanguardia. Con una expresión de indescriptible tristeza, el antiguo ídolo deportivo responde: “En el futuro”. Es cierto que Sorrentino trabaja también el esperpento, pero incrustado en una épica wagneriana tan adelgazada que consigue pegarse a nuestra piel tardía. Es casi normal que no pueda faltar tampoco una caricatura de la figura de Hitler, de viejos arrugados y de algunas bellezas juveniles. La música de David Lang y las escenas de agua ponen quizás el pigmento en esta coreografía de fragmentos radiantes, una tristeza a cámara lenta -esa joven prostituta del hotel, siempre acompañada por su madre- de cuerpos aislados.

En medio de la desolación, el calor misterioso de la amistad. Mick y Fred componen una pareja difícil de olvidar. “A diferencia de ti, yo no he conseguido amar la vida” -Un gran esfuerzo con escasos resultados- le dice en cierto momento Fred Ballinger a su amigo. Fred reconoce que ama precisamente la música porque su magia existe aparte, sin palabras y sin experiencia.

Como somos extras en un guión gigantesco que ruedan otros, reconoce en cierto momento Mick, los dos amigos reboten continuamente entre la ironía y la derrota, entre los problemas de próstata y las conversaciones geniales . No me va la rutina, susurra Mick poco antes de tomar una decisión última: “Las emociones es lo único que nos queda”.

No sólo ellos dos y Jimmy se convierten gradualmente -y nos convierten- a una última humanidad. La hija única de Fred, Lena (R. Weisz), es de los personajes más sencillamente humanos en medio de tanta sensación expandida. Duerme con su padre, se hace preguntas y sonríe. Es capaz de llorar recordando humillaciones antiguas, reconoce que es buena en la cama y sufre cuando la abandonan.

Sólo resta decir que incluso la escena musical del final, a mil años luz de nuestro gusto, con una de las “Simple songs” de Ballinger sonando en el Buckingham Palace -mientras la inolvidable masajista evoluciona a distancia-, es de una emoción tal, de una sencillez tal, precisamente cantando la relación de Fred con su antigua mujer, que otra vez tenemos que pensar si le concedemos crédito. El timbre de algunos momentos nos extravía. Hasta el escepticismo elegante de Jimmy, habituado a navegar entre el horror y el deseo, parece hacer esfuerzos para no sucumbir a la tentación de soltar una lágrima.
(*) Filósofo y crítico de arte.


Por Enrique Carpintero (*)

(Caminando por la calle observé el cartel de una propaganda de alfajores. Un dibujo mostraba un enorme alfajor mordido que simulaba una gran boca mientras al lado la figura de una persona lo mira sorprendida. En un costado un epígrafe decía: “A ver quién come a quién”. Lo que se quería señalar es que el alfajor en cuestión era tan extraordinario que lo elije a uno para comerlo. Es decir, uno no come un alfajor es este quién lo come a uno. Evidentemente podríamos trasladar esta situación a la mayoría de los productos que se ofertan en el mercado del actual desarrollo capitalista.)
El fetichismo de la mercancía es un concepto clásico de la economía política elaborado por Marx en su obra El capital. Este refiere a que en el capitalismo la mercancía se transforma en una pura representación que supuestamente tiene valor por sí misma según el valor que le asigna el mercado. De esta manera la mercancía aparece como un fetiche que niega el carácter auténtico de ser un valor creado por el trabajo humano. Es la autentica naturaleza de la mercancía como resultado del trabajo social lo que queda en secreto y a la vez se hace visible al aparecer como ajeno a los seres humanos con un valor de dinero en el mercado. Desde esta perspectiva la lógica del capital se opone a la lógica social. Es decir la lógica del capital pone lo social a su servicio.  Este valor de la mercancía como representación es lo que queremos destacar por los efectos que produce en la subjetividad. Por ello afirma Marx: La producción no produce un objeto para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto

La cultura actual se presenta como hedonista y permisiva convocándonos a disfrutar. Esto es lo que vemos en la publicidad de cualquier producto y los medios de comunicación. Sin embargo paradójicamente cada vez hay más reglamentaciones que supuestamente favorecen nuestra salud: prohibición de fumar, restricciones a la comida, ejercicios físicos obligatorios, consumo de determinados medicamentos, etc. El estar bien no surge de nuestro deseo sino que parte de un mandato de la cultura dominante sostenido en el miedo que provoca nuestra propia finitud. Freud denominó este mandato con una instancia psíquica: el superyó.


El superyó es social. Veamos su desarrollo. El niño es un ser pulsional que va descubriendo el mundo que lo rodea. Es en este proceso donde los padres le trasmiten las primeras reglas de convivencia humana. Al inicio el superyó es representado por la autoridad paternal que acompaña el crecimiento del niño con pruebas de amor y castigo generadores de angustia. Luego cuando el niño atraviesa la problemática edípica interioriza las prohibiciones externas. Entonces el superyó reemplaza la función parental (identificaciones primarias) al extenderse a la sociedad y sus representantes (identificaciones secundarias).
El superyó heredero del complejo de Edipo es “el representante de las exigencias éticas del hombre”. De esta manera es la sede de la autoobservación y la conciencia moral. Es el representante de la sociedad en la psique y, como tal el portador del ideal del yo donde se legitiman las normas y deseos de los padres en una determinada inserción social, en la que el soporte imaginario y simbólico de la cultura recubre el yo-ideal de la omnipotencia narcisista infantil. Es decir, si se siguen determinadas pautas establecidas ilusoriamente se puede lograr lo que uno quiere. Desde este eje yo ideal – ideal del yo parte una comprensión de los fenómenos de la “psicología de las masas”, en los que además de un componente individual hay un componente social. Es decir, el ideal común que los sectores dominantes imponen en la familia, la comunidad, el Estado, la nación.
Al despersonalizarse la instancia parental, de la cual se temía la castración, el peligro se vuelve más indeterminado. La angustia de castración se desarrolla como angustia de la conciencia moral, como angustia social. Ahora ya no esa tan fácil indicar qué teme la angustia. La fórmula `separación, exclusión de la horda` sólo recubre aquel sector posterior del superyó que se ha desarrollado por apuntalamiento en arquetipos sociales, y no al núcleo del superyó, que corresponde a la instancia parental. Expresado en términos generales: es la ira, el castigo del superyó, la pérdida de amor de parte de él, aquello que el yo valora como peligro y al cual responde con señal de angustia. S. Freud
La cultura genera un grado de confianza posible a partir de la seguridad de este soporte imaginario y simbólico para que en el colectivo social se establezcan lazos libidinales que permite que se constituya en un espacio soporte de la emergencia de lo pulsional. Es que el sujeto tiene una inclinación agresiva producto de la pulsión de muerte, en la cual la cultura encuentra su obstáculo más poderoso, y vuelve inofensiva esta agresión interiorizándola a través del superyó que, como conciencia moral, ejerce sobre el yo la agresión que hubiera realizado sobre otros. Por ello lo malo y lo bueno no son algo innato. Malo sería perder el amor de los padres, bueno sería tenerlo. Malo es sentirse abandonado por al autoridad que representa la cultura. A ésta, que es angustia a la perdida de amor Freud la llama “angustia social”. En este sentido la angustia de muerte se juega en el vínculo del yo con el superyó. Entre la protección y la amenaza de desamparo. Las situaciones de miedo de origen social remiten a la consumación del peligro de abandono a la indiferencia y la muerte que el sujeto vivió en las primeras etapas de su vida. Por ello cuando se produce una fractura de ese soporte imaginario y simbólico se crea la sensación de inseguridad, de miedo, de sentirse abandonado. Su resultado es la “angustia social” que aparece con una autonomía percibida como amenazadora, y no en un imaginario creado por la cultura. En ella los sectores de poder segregan tanto esta “angustia social” como la necesidad de producirla, para intentar dirigirla y manipularla.
En este sentido el mandato de la actualidad de nuestra cultura, a través del superyó, no convoca a gozar como nos quieren hacer creer. Por el contrario convoca a protegernos de la amenaza de desamparo que produce la misma cultura. Doble juego que lleva a un camino sin límites. Por ello la agresión efecto de la pulsión de muerte no es interiorizada como “conciencia moral” ya que todo es permitido en la búsqueda de la utopía de la felicidad privada. La agresión se libera contra el yo y contra el otro pues la ética que sostiene nuestro ser es reemplazada por el tener los fetiches mercancías que adquieren la ilusión de protegernos de los infortunios de la vida. Es decir, de nuestra finitud.
Se considera tiempo libre el que queda diariamente después de descontar la jornada de trabajo. Dentro de este debemos considerar el tiempo de desplazamiento del domicilio al lugar de trabajo, que para algunos sectores sociales sobrepasa las dos horas; el tiempo dedicado al descanso, a la restauración de las fuerzas que incluye dormir, comer, aseo personal, cuidado de los niños, etc. Debemos agregar el tiempo libre como consecuencia de los fines de semana, feriados y vacaciones.
Sin embargo el tiempo libre no es igual para todos ya que existe una gran diferencia en función de la clase social, el genero y el grupo etario a que se pertenece. Aquí interviene la calidad y la forma de empleo que guarda relación con el ingreso y el nivel de educación.
Ahora bien, el tiempo subjetivo es diferente al tiempo que nos dice el calendario. Es sobre este tiempo subjetivo donde la cultura dominante ejerce la “violencia simbólica” en la que el tiempo libre, concebido como tiempo propio, es mínimo para la mayoría de la población. El tiempo deja de ser libre para estar consumido por las mercancías que nos ofrece el mercado.
Las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico. En la lucha simbólica por la producción del sentido común. (P. Bourdieu)
Si observamos las actividades que hacen los diferentes sectores sociales vemos que la población trabajadora y sus familias tienen diferentes obligaciones debido a la precaridad en que viven: hacer horas extras u otros trabajos, realizar tareas destinadas a conservar su nivel de vida. Cuando es posible se mira pasivamente el televisor o se va de compras a lugares creados para sectores de bajos recursos. Un buen ejemplo es la mayor feria de la Latinoamérica llamada “La Salada” donde en los fines de semana miles de personas compran a bajo precio mercancías falsificadas de las principales marcas del mercado.
Los sectores de mayor poder adquisitivo consumen para pertenecer: internet, bets sellers, shopping, viajes en los fines de “semanas largos” donde todo se debe hacer rápido menos el regreso en el que se producen grandes atascamientos del tránsito en las autopistas.
En estas condiciones el tiempo deja de ser libre para transformarse en tiempo alienado. El sujeto creado para el objeto “tiempo libre” debe estar siempre en actividad adecuando su tiempo a las demandas que le ofrece el mercado. Es que el objetivo principal del sistema no es ya el de producir bienes para satisfacer necesidades sino sólo producir beneficios, ganar dinero. En cualquier lugar de vacaciones vemos a la gente hablando por celular mientras camina por la playa, manejando su laptop en la arena, haciendo permanentemente actividades. En definitiva la obligación de descansar lleva a la actividad de consumir mercancías para el supuesto descanso. Es decir, es un tiempo alienado, limitador del sujeto. Esta es la contradicción de una cultura que se ofrece como permisiva pero en realidad se sostiene en el mandato de consumir mercancías que supuestamente dan una identidad frente a los otros, ya que sin ellas nos encontramos desamparados. Ante esta situación debemos reivindicar el derecho de apropiarnos de nuestro tiempo libre. El tiempo para encontrarnos con nosotros mismos y con los otros. El desafío es apropiarnos del tiempo libre para transformarlo en un ocio activo, creador que permita el intercambio de experiencias y el disfrute de hacer lo que cada uno quiera como forma de potenciar el desarrollo individual y social.
(Seguí caminado y en un kiosco compre un paquete de caramelos. Cuando lo tuve en mis manos recordé el epígrafe del cartel: “A ver quién come a quién”. Era una pregunta que no podía resolver pero me planteaba un tema para escribir en el próximo editorial de la revista.)
(*) Psicoanalista. Egresado de la Facultad de Psicología UBA. Doctor en Psicología UNSL. 
Publicado originariamente en www.topia.com.ar. Peproducido con autorización del autor.
Un artículo del Profesor José Luis Serrano Moreno, escritor, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada y Presidente del Bloque de Podemos en el Parlamento de Andalucía, fallecido el 29 de enero de 2016, a los 55 años (In memoriam).
Riesgo es la contingencia de un daño. Contingente es aquello que puede ser y puede no ser. Contingencia se opone a imposibilidad y necesidad, porque contingente es aquello que no es ni imposible ni necesario. De la misma manera, los antónimos de riesgo son seguridad y certeza. Pero estos binomios contingencia/necesidad y, sobre todo, riesgo/seguridad no sirven para entender el riesgo ecológico. Construiremos el concepto de riesgo a partir de la diferencia riesgo/peligro y después valoraremos que trascendencia puede tener ese otro enfoque para la duración.


Hay una versión más académica de este trabajo (con bibliografía, citas y notas a pie de página) en los Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho  http://ojs.uv.es/index.php/CEFD/article/view/274 
1. La diferencia riesgo/peligro
Escribimos las palabras riesgo y peligro unidas/separadas por una barra (/) para mostrar así que constituyen una diferencia y que, por lo tanto, para definir el concepto de riesgo, precisamos del concepto de peligro y a la inversa. Al utilizar la diferencia riesgo/peligro partimos de la suposición de que toda observación precisa de una diferencia o distinción, porque de otro modo no podría caracterizar lo que pretende observar.
Enseguida debemos distinguir entre dos tipos de diferencias. La primera caracteriza algo distinguiéndolo de todo lo demás. Llamaremos objeto a lo que se especifica así.
El otro tipo de observación distintiva o diferencia delimita lo observado de manera binaria, es decir tomando en cuenta el otro lado: por ejemplo mujer/hombre, lícito/ilícito, posible/probable concepto/objeto, contingente/necesario o riesgo/peligro. Llamaremos concepto a lo que se especifica así.
Los conceptos son siempre construcciones de un observador, no preexisten a la observación. Los objetos también. Pero mientras que los objetos acercan lo observado al observador, los conceptos alejan al observador de lo observado.
Puede parecer una obviedad pero es importante subrayarlo ahora: el riesgo no es un objeto, sino un concepto. Nada que llamemos riesgo preexiste a la observación del riesgo. El riesgo es una construcción del observador, no una realidad preexistente y dada. El riesgo es una semántica, no un hecho. El concepto de riesgo no caracteriza ningún hecho que exista con independencia de si es observado y de quién sea el observador. De otra manera: el riesgo no estaba ahí, el riesgo es una construcción, un concepto propio de la modernidad. El riesgo no es el daño, sino una forma de mirar el daño. El riesgo no es la incertidumbre, sino una forma de tratar y afrontar la incertidumbre. El riesgo no es previo, sino producto; no una realidad, sino un resultado; no es naturaleza, sino mercancía…
Como concepto el riesgo adopta diferente significado si lo construimos con la diferencia riesgo/seguridad o con la diferencia riesgo/peligro. Con la primera de esas diferencias riesgo es la ausencia de seguridad. Sin embargo, si lo construimos con la segunda, la idea de riesgo apunta hacia la voluntad, la decisión y la responsabilidad. Peligro es todo lo malo que puede pasar con independencia de las decisiones que uno tome. Riesgo es todo lo que puede salir mal, después de haber decidido. Lo que puede pasar no depende de la decisión, lo que puede resultar sí. En el lenguaje común, el factor distintivo es la decisión. Los riesgos se refieren a daños que se presentan como resultado de una decisión y que no se producirían si la decisión hubiera sido otra. Los peligros acaecen porque sí y hubieran acaecido con independencia de las decisiones. Así el humo de los cigarrillos es un peligro, pero quien fuma es responsable de su enfermedad, es por eso por lo que decimos que se arriesga. Una inundación es un peligro, quien construye (o el alcalde que autoriza a construir) en el cauce de un río se arriesga. En definitiva y con algunas excepciones, riesgo es lo imputable a otro o a uno mismo, mientras que peligro es una amenaza que proviene del exterior.
2.- Riesgo y desencantamiento del mundo
Por otro lado, los objetos tienen tiempo, los conceptos historia. Es por eso por lo que es posible junto al concepto de historia, el cultivo de una historia de los conceptos, de la misma manera que junto a la verdadera historia es posible la historia de las verdades. En este campo epistemológico, el concepto de riesgo es un tesoro porque, por una vez, podemos seguir sus desplazamientos semánticos sin adentrarnos en la noche de los tiempos. El término proviene del árabe rizq (plural al-zarh, en Al Ándalus azzahr. De ahí el hispano azar. Por lo que hemos podido averiguar al significado de contingencia o accidente, el término añade un matiz positivo “don divino”, que apoyaría esta etimología por lo que más adelante veremos). No existe en latín clásico. Durante la Edad Media de forma esporádica se usa el neolatinismo risico. La mención más antigua que hemos podido encontrar aparece en un contrato societario fechado en Cagliari el 3 de octubre de 1295 entre Bartolomé Garau de Barcelona y Bonaccursus Gamba y sus socios de Pisa. Euntibus et redeuntibus suprascriptis capitalibus in toto suprascripto termino risico et fortuna maris et gentis suprascriptorum sociorum et cuiusque eorum predictis partibus sive capitalibus super distintis… El término aparece de manera dispersa, pero a partir de 1500, a partir de la introducción de la imprenta se extiende sobre todo en el lenguaje comercial y jurídico, permanece casi igual en todos los idiomas europeos (rischio, risk, risque…y, a finales del siglo XX, llega a convertirse en el concepto clave de la sociología porque la cuestión del riesgo atraviesa dos órdenes centrales de la contemporaneidad: la tecnología y la economía. Hasta el punto de que no es exagerado decir que vivimos en la sociedad del riesgo.
Volvamos a los albores de la modernidad: ¿por qué un neologismo a mediados del siglo XVI? ¿Qué ocurría antes? ¿Acaso no había contingencias en el tráfico comercial, accidentes, catástrofes naturales, incluso aseguramientos, primas, bonos o cláusulas contractuales que cubrían todo esto que hoy llamamos riesgo? Parece indudable que sí, pero el caso es que hacia 1500 se necesita introducir un nuevo concepto para caracterizar situaciones que debemos suponer que no estaban bien caracterizadas con términos mucho más antiguos como fortuna, peligro, azar, suerte o providencia. De manera que la aparición tardía de la palabra no significa que no hubiese antes situaciones que hoy llamaríamos de riesgo. Desde el origen fenicio de las prácticas comerciales marítimas hay, por ejemplo, reglas jurídicas para la cobertura de contingencias, hay prestadores de capital que actúan como aseguradores y hay, en definitiva, un control planificado del accidente.
Pero tan cierto como esto es también que desde el tiempo de los fenicios hasta entrada la Edad Moderna las reglas jurídicas que hoy denominaríamos derecho del riesgo tienen una importante característica que ya han perdido. Es la siguiente: las reglas premodernas aparecen mezcladas siempre con (o al menos no excluyen nunca) la idea del accidente y sus consecuencias como castigo divino. Así, si un comerciante perdiera sus mercancías como consecuencia de una tormenta que hundiese la nave, imputaría ese daño a la autoridad divina: Estaba de Dios —diría—. Sucedió lo que Dios quiso que sucediese. La Divina providencia, el destino aciago. Son todavía términos usuales, aunque no tanto desde luego en el lenguaje comercial contemporáneo. El terremoto que arrasara una ciudad no sería tal, sino un sujeto divino que castiga en su infinita justicia una afrenta: Sodoma y Gomorra. La viruela que diezmaba el ejército de un rey yemení, no era tal, sino el castigo infringido por Dios a través de sus pájaros: azora 105 del Corán. Sería interminable la lista de ejemplos, no sólo bíblicos o coránicos. Todos tienen un dato común: la contingencia, la catástrofe, el daño o el mal son castigo de Dios por el pecado.
Pecado es así el equivalente funcional de riesgo en la era premoderna. El pecado es la causa y el fundamento del mal. Y la secuencia es la siguiente: primero debe hallarse el pecado que originó el castigo (examen de conciencia), el pecador debe arrepentirse o confesarse y, sobre todo, debe tener propósito de enmienda. No volver a repetir la acción. No volver a tentar a Dios. No actuar. No comerciar.
Pues bien, justo lo contrario es el cálculo de riesgos. El concepto de riesgo es forjado para reducir al mínimo el arrepentimiento, para no detener la circulación de las mercancías, para poder repetir las acciones arriesgadas. Y, sobre todo, mientras que el peligro era atribuido a una instancia divina a la que no se le pueden pedir responsabilidades, el riesgo mediante su cobertura o aseguramiento es atribuible a una instancia (empresa o persona) situada en el mismo nivel contractual. De manera que la diferencia principal entre riesgo y peligro está en la atribución de responsabilidad.
Sería ingenuo pensar que esta emergencia del concepto ocurrió de un día para otro. La diferencia riesgo/peligro no se estableció de repente. De hecho las diferencias no nacen, no se crean, sino que se diferencian y evolucionan. Por otra parte, no puede ser casual que el concepto de riesgo sea coetáneo al proceso de secularización, es decir que sólo se forje en aquellas sociedades que van dejando de entender el orden natural como orden querido por Dios, al tiempo que sustituyen la divina providencia por la cobertura estatal o dineraria del azar.
La concepción premoderna del daño recorre varias fases: primero, cuando sobreviene se imputa a una instancia divina. En su infinita misericordia, la divinidad no infringe un daño por capricho o por arbitrio, sino como sanción. El daño se ve así como remuneración justa del pecado y restauración del orden querido por Dios. En otra fase, el daño se transforma en arrepentimiento, es decir en inacción. En el mundo encantado se puede vaticinar el castigo, pero siempre hay que conjurar el peligro, bien para obtener el perdón o la salvación, bien para que el daño no vuelva a suceder El peligro en definitiva acontece, pero no circula. Sucede o no sucede, pero si sucede cambia actuación por parálisis, decisión por no decisión. Salta a la vista que en lo económico esta concepción premoderna del peligro alienta el procedimiento del atesorador: es más simple y seguro retener la propiedad de los bienes que someterlos a los peligros de su circulación. El excedente por tanto se atesora, se convierte en catedral, templo o palacio.
La secularización permite, sin embargo, otra forma de concebir el daño que consiste en asegurar el riesgo. Asegurar el riesgo no es lo mismo que garantizar que la desgracia no se repetirá, sino sólo que las circunstancias patrimoniales de quien la sufre no se modificarán. El peligro que se cubre mediante esta atribución aseguradora, se transforma en riesgo, deviene riesgo y es ya, conforme a su determinación, riesgo. En la lógica moderna del riesgo los bienes no se atesoran, sino que se aseguran. La acción se convierte en daño, pero el daño se convierte en dinero por medio de la cobertura indemnizatoria. En la forma del riesgo la contingencia o el accidente no significan el final de la acción, sino todo lo contrario: el daño se convierte en dinero y éste permite reiniciar la acción. Lejos de detener la circulación, el riesgo alimenta nuevas decisiones arriesgadas.
Este reflujo de las decisiones a su punto de partida no depende del advenimiento o no de la contingencia, sino del aseguramiento o no del daño. En este sentido, las compañías aseguradoras se dedican a la “transformación de peligros en riesgos”, aunque sólo sea considerando “el riesgo de no haberse asegurado”. Y hay seguros para todo: “Nada tan cierto como la muerte y hay seguros de vida”. Si se pierde la vida como consecuencia de una sanción de la Divina Providencia, el bien económico ‘vida’ puede darse por consumido. Ahora bien, si el dinero refluye al punto del accidente fatal, entonces ni siquiera la pérdida de la vida significa el final del ciclo económico que se renueva en toda su trayectoria.
En la era de los peligros los daños no son mercancías, porque ni se venden ni se compran. En cambio, en la era de los riesgos el ciclo parte de una mercancía, sigue con una catástrofe que se convierte en mercancía y vuelta a empezar.
De manera que así vemos como la transformación del peligro en riesgo es paralela a la transformación del dinero en capital.
3.- La transformación del riesgo en riesgo.
Si en las formaciones sociales premodernas el arrepentimiento conduce a la inacción y se remunera con la redención, en el mundo desencantado el riesgo conduce al riesgo y se remunera con riesgo. Pero hay algo más: a medida que las sociedades abandonan el fatalismo y el determinismo de la salvación, y van sustituyendo ambos por la cultura del riesgo desencantado, la tarea ya no es lograr seguridad, sino que va justamente en la dirección contraria: “aumentar y especificar los riesgos”. Producir riesgos, como se producen mercancías, como se produce capital. Ya “no se trata de eliminarlos, sino de detectarlos, configurarlos y aprender a manejarlos. La gestión de los riesgos puede implicar transferirlos, hacerlos repercutir en otros puntos, transformarlos, concentrarlos o distribuirlos, descargarlos, compensarlos. Trabajar con riesgos activa y exige toda una dinámica social”. Un modo de producción de riesgos, una tecnología del riesgo.
El primer postulado de esta economía del riesgo dice que siempre se recaudará en primas de aseguramiento más dinero del que se invierte en reparación de daños. Por consiguiente, el valor asignado a los bienes asegurados no sólo se conserva en la circulación global, sino que en ella modifica su magnitud de valor, adiciona un plusvalor o se valoriza. Y este movimiento transforma al riesgo en capital.
El arrepentimiento encontraba su medida y su meta en un objetivo final que era la no reiteración del daño: la seguridad. Por el contrario, en la reiteración o renovación del acto de asegurar el principio y el fin son la misma cosa: riesgos. Y una vez transformado el peligro en riesgo y el riesgo en valor de cambio, el proceso carece de término.
Es verdad que el aseguramiento no incrementa los accidentes, pero también es verdad que si el objetivo del aseguramiento fuese la seguridad absoluta, la ausencia total de accidentes y se alcanzase, entonces los riesgos dejarían de cumplir su función y los seguros también. Los riesgos dejarían de ser riesgos y la llamada industria aseguradora dejaría de existir. Por la simple razón de que, lejos de lo que indica su nombre, la mercancía que produce esa industria no se llama seguridad, sino riesgo. Y no se puede detener la producción y circulación de esa mercancía, porque entonces todos los otros bienes económicos se petrificarían bajo la forma de tesoro y no rendirían ni un solo centavo.
Si el riesgo es una forma de atribuir valor al daño, entonces la verificación o no de éste, cambia la magnitud de aquel. Al valorizar el daño, el riesgo mismo se convierte en valor creciente o decreciente y, en este sentido, es posible concebirlo como mercancía cuyo precio fluctúa arriba o abajo según las reglas de un mercado que, de hecho se llama, mercado de riesgos. El término de cada ciclo singular de ese mercado configura de suyo, por consiguiente, el comienzo de un nuevo ciclo.
El peligro no circula, el riesgo sí. No sólo eso: la circulación del riesgo es un fin en sí, pues el aseguramiento del riesgo existe sólo en el marco de este movimiento renovado sin cesar. El crecimiento del riesgo, por ende, es carente de medida.
El riesgo no conoce límites, la biosfera sí; pero este es otro problema.
Por Pablo Guadarrama González (*)

La democracia y los derechos humanos no constituyen conquistas exclusivas de la llamada cultura occidental, con independencia  de que en ella hayan logrado un valioso nivel de desarrollo para  todos los pueblos del mundo. En verdad, ambos son un producto del proceso de transculturación  universal en el que, de manera indiscutible, unos pueblos han aportado más que otros; pero eso no significa que algunos tengan el protagonismo exclusivo de sus avances.   Tales logros no han sido tampoco solo el resultado del pensamiento de grandes personalidades, las cuales, como líderes religiosos, filósofos, políticos, científicos sociales, etc., de distintas regiones del orbe, sin duda, han contribuido notablemente a su adecuada fundamentación y realización. Han sido en realidad el resultado de la simbiosis creativa de bienes intelectuales y culturales aportados por tales pensadores, dialécticamente articulados con las luchas sociales por diversas formas de poder de distintos sectores sociales que, en diferentes regiones del mundo y en distintas etapas del proceso de civilización, se han opuesto a los poderes enajenantes y han ido alcanzando con los procesos de universalización y globalización el perfeccionamiento de la democracia y de los derechos humanos encaminados hacia formas superiores de humanismo práctico.
Palabras claves: democracia, derechos humanos, humanismo, transculturación, cultura grecolatina, cultura occidental, culturas antiguas, culturas amerindias.



Contenido temático:
I.; El humanismo como pilar de los derechos humanos y la democracia.
II.;  El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura grecolatina en la génesis de la democracia y los derechos humanos.
III.;   Aportes de la cultura occidental al desarrollo de la democracia y los derechos humanos.
IV.; Expresiones de la democracia y los derechos humanos en  sociedades al margen de la cultura occidental.
Introducción
Tanto en el mundo académico como político y jurídico, ha sido nota común considerar que el humanismo, la  democracia  y los  derechos humanos son conquistas exclusivas de la cultura occidental. A partir de este eurocéntrico criterio, se sostiene que otros pueblos anteriores al devenir de dicha cultura o que han existido desvinculados de ella, no han sido capaces de desarrollar formas de vida democráticas, y mucho menos de elaborar un pensamiento filosófico, ético, jurídico, político, etc., que lo fundamente.  
Por supuesto, detrás de tales posturas discriminatorias se esconden razones no solo ideológicas, sino también estrictamente políticas y económicas de gran actualidad, pues se pretende sostener el criterio de que siempre los países  de bajo nivel socioeconómico deberán reproducir miméticamente los esquemas de gobierno, prácticas políticas, jurídicas, éticas, etc., de los países desarrollados, fundamentalmente europeos y de Norteamérica.
La tarea de demostrar la falsedad de tales concepciones —con independencia de reconocer los debidos méritos a la modernidad y los aportes de la cultura occidental, en cuanto al desarrollo del humanismo, la  democracia  y los  derechos humanos—, aunque difícil, no deja de ser necesaria, especialmente para aquellos sujetos de la actividad cultural que son también producto, y a la vez coautores, de esa simbiótica cultura occidental, la cual supo desde sus orígenes nutrirse de los valores culturales de los pueblos del Oriente antiguo y de los nuevos pueblos de Africa y América que “fagocitósicamente” pudo colonizar, pero sin que, a la vez, lograra evadirse, hasta nuestros días, de los necesarios procesos de transculturación, mediante los cuales ha continuado nutriéndose  de sus valores culturales. El concepto de transculturación, formulado por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, fue aceptado por la comunidad académica internacional, y por tal se entiende el proceso según el cual las nuevas culturas se gestan y nutren de anteriores al asumir valores de distinta procedencia y a la vez crear valores nuevos, de la misma forma que un niño hereda rasgos de sus padres, pero siempre él será un individuo diferente.
I.  El humanismo como pilar de los derechos humanos y la democracia  
El humanismo, entendido en su formulación más amplia, ha encontrado innumerables definiciones. Usualmente se maneja de manera limitada en su expresión clásica histórica como ese movimiento cultural europeo que se despliega en la época renacentista entre aquellos intelectuales, profundos admiradores de la cultura grecolatina, que intentaban rescatar la dignidad humana, tan atrofiada por siglos de servidumbre feudal durante el Medioevo. Resulta muy común considerar que la democracia y los derechos humanos son un producto exclusivo de la maduración de la modernidad y de la sociedad burguesa, cuyos pilares ideológicos se presume radican en el Renacimiento.  Tal perspectiva eurocéntrica, por lo general, no toma en consideración la existencia de pensamiento, así como de praxis humanistas y democráticas, en otras culturas del orbe anteriores a la cultura occidental o al margen de ella.
En ocasiones, el humanismo se presenta también como una especie particular  de  fe en los valores humanos cultivados por y para el hombre. En tal situación, el humanismo  no se diferenciaría mucho de otros tipos de religiosidad, aunque tal vez, en tal sentido, con mayor carga antropocéntrica. En definitiva, todas las grandes religiones  han tenido en sus orígenes y fundamentos una proyección humanista.
El humanismo no constituye una corriente filosófica o cultural homogénea. En verdad se caracteriza en lo fundamental por propuestas que sitúan al hombre como valor principal en todo lo existente, y partir de esa consideración, subordina toda actividad a propiciarle mejores condiciones de vida material y espiritual, de manera tal que pueda desplegar sus potencialidades, siempre limitadas históricamente, como se revela en el caso de las conquistas democráticas y de los derechos humanos.
La toma de conciencia de las limitaciones para realizar formas concretas y reales de humanismo no deviene obstáculo insalvable, sino que constituye un pivote que moviliza los elemen­tos imprescindibles para que el hombre siempre sea concebido como fin y nunca como medio —según la sabia formulación kantiana—, como debe ser en lo referido a la democracia y los derechos humanos. 
Siempre las propuestas humanistas deben estar dirigidas a reafirmar al hombre en el mundo, a ofrecerle mayores grados de libertad y a debilitar todas las fuerzas que de algún modo puedan alienarlo. Por eso se debe tomar en cuenta la diferencia existente entre concepciones antropológicas en sentido general, que incluso pueden ser hasta misantrópicas, y las propiamente  humanistas.
Pero las ideas y prácticas humanistas desde sus distintas expresiones originarias en las diversas latitudes del mundo y en sus diversas épocas, han tenido que enfrentarse a fuerzas alienadoras.
Es sabido que todo poder supuesto a fuerzas aparentemente incontroladas por el hombre —lo cual es expresión histórica de incapacidad de dominio relativo sobre sus condiciones de existencia, engendradas consciente o inconscientemente por el hombre, y que limitan sus grados de libertad—, se inscriben en el complejo fenómeno de la enajenación. La violación de los derechos humanos o el desconocimiento del debido respeto a las prácticas democráticas, constituyen unas de las formas alienantes más usuales desde la antigüedad hasta la época  contemporánea.
El pensamiento filosófico, político y jurídico se ha ido construyendo en la historia universal como un permanente proceso de aportación parcial, por parte de sus cultivadores en diferentes regiones del orbe, de distintos instrumentos humanistas y desalienadores ante el Estado y la sociedad civil, que contribuyen en diferente grado a la consolidación del lugar del hombre, del individuo humano, de la persona en el mundo. Cuando se han constatado los distintos peligros enajenantes que en circunstancias diversas afloran en la sociedad humana, se han aportado en la mayor parte de los casos las vías para superarlos.
No es menos cierto que no han faltado quienes se han limitado a constatar o a poner de manifiesto formas enajenantes, como la subordinación al poder de los gobernantes, de amos, señores, dueños,  de las fuerzas ocultas de la naturaleza, la economía, la sociedad, etc., sin contribuir mucho a encontrar los mecanismos para evadirlos, porque han partido de la fatal consideración de que estos son consustanciales a la condición humana. Pero de haber prevalecido tales criterios fatalistas en la historia de la civilización, hoy difícilmente podrían las nuevas generaciones humanas enorgullecerse de los avances alcanzados en todos los órdenes de perfeccionamiento social en cuanto a la vida democrática y el respeto de  los derechos humanos.
La  elaboración de concepciones, el desarrollo de prácticas y la constitución de instituciones para lograr una sociedad más justa, democrática  y humana, es ancestral en múltiples culturas de todo el orbe desde sus primeras expresiones históricas, lo mismo en el Oriente Antiguo que en las sociedades americanas prehispánicas.
En  las  culturas egipcia, china, india, persa, lo mismo que en la  grecorromana y en las precolombinas americanas, existen innumerables  testimonios de ideas humanistas, comunitarias y utópicas, algunas de las cuales proliferaron también durante la Edad Media con su necesaria tonalidad religiosa. Es muy cierto también que estas irrumpieron con mayor fuerza a partir del Renacimiento y se acrecentaron en la misma medida en que el capitalismo evidenciaba su contradictoria naturaleza inhumana, lo cual explica la temprana aparición de las ideas  socialistas utópicas.
Muy valiosas para la cultura democrática universal resultaron algunas de las ideas del humanismo renacentista y las conquistas sociales desde el nacimiento de la modernidad. Al mismo tiempo no parece  lógico suponer que careciesen de razones suficientes aquellos sectores sociales que emprendieron la tarea de iniciar la construcción de sociedades más  justas donde se respetaran los derechos de los trabajadores y los sectores populares.
De tal manera, surgieron partidos políticos, sindicatos, organizaciones,  instituciones culturales, etc., al frente de los cuales siempre han estado  hombres de talento y de aspiraciones humanistas muy concretas.
No resulta fácil suponer que estos líderes intelectuales y políticos  hayan sido por lo regular unos aberrados mentales o no tuviesen razones suficientemente justificadas para emprender sus tareas reivindicadoras de la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, de acuerdo con esta lógica del discurso, podrían formularse  las mismas conclusiones en relación con los que han puesto en práctica regímenes totalitarios, militaristas, racistas y fascistas. Por supuesto, debe considerarse que  los  hechos  no siempre  justifican  los derechos.
La historia de la humanidad parece estar condenada a sufrir permanentemente los desastres de proyectos y  experimentos sociales basados en doctrinas que siempre se las ingeniarán para asirse de los más sofisticados fundamentos aparentemente racionales, como lo demuestran el nazismo, el stalinismo o el reciente fracaso del neoliberalismo —supuestamente  justificado con  la aplicación de la “infalible” lógica del mercado— con la actual crisis financiera internacional que ha tenido su mayor expresión con el derrumbe bancario de Wall Street.
El humanismo en sus expresiones concretas y prácticas, que no reduce su existencia al mundo occidental, y distanciado de cualquier abstracta formulación filantrópica, ha sido y seguirá siendo el pilar principal de políticas democráticas y fomentadoras de los derechos humanos. Por esa razón, todas las vías que promuevan en cualquier parte, tanto desde la vida académica como en la actividad política, social, religiosa y cultural, su fortalecimiento, contribuyen  en algún modo a enriquecer la condición humana de los diferentes pueblos del mundo.
II.  El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura grecolatina en la génesis  de la democracia y  los derechos humanos
El hecho de que el término cultura sea de origen latino, no significa que los griegos no tuvieran la más mínima idea de lo que era la cultura. Tal vez, en verdad, sí tenían el concepto, pero lo denominaban con otro término,  como  quizás fuese el de paideia.
Lo mismo puede haber sucedido con el término de filosofía o el de democracia, cuyos orígenes etimológicos nadie duda están en el griego; pero ¿significa esto que ningún otro pueblo antes o al margen de la civilización griega desarrollase concepciones y prácticas sociales de actividad filosófica y democrática?.
Con este objetivo, resulta de gran utilidad la indicación de Diógenes Laercio —quien nadie duda que fue griego─,  referida a que los griegos acuñaron el término de filosofía, pero eso no significaba desconocer la existencia de filosofía  en los pueblos bárbaros, (Laercio, D. 1990, 9.) negó  que la praxis filosófica  fuese  un invento exclusivamente griego. Esta consideración puede servirnos para descubrir y valorar también el posible origen y desarrollo de concepciones y prácticas de  la democracia y los derechos humanos en pueblos y culturas al margen de la civilización de origen grecolatino.  
Un factor condicionante de la consideración sobre la supuesta “exclusividad” de la cultura occidental respecto a la democracia, por supuesto depende de lo que se entienda por este concepto. En el mundo ateniense el pueblo (demos) era concebido de una forma muy reducida, pues ni las mujeres (gineco), ni los esclavos (ilotas), ni los extranjeros (metecos), ni la oligarquía (aristos) propiamente, participaban de su ejercicio, por lo que resulta algo cuestionable ese presunto paradigma “primigenio” de democracia.
Es necesario cuestionarse con lógicas razones si  es o no aceptable considerar que la ciudad-estado griega (polis) era en verdad un espacio abierto construido y reconstruido para el acceso, el encuentro y la participación de todos los hombres libres e iguales de aquella época: los ciudadanos.
En relación con los orígenes de la democracia ateniense, Estanislao Zuleta advertía: “La democracia implica la aceptación de un cierto grado de angustia. Grecia, a pesar de ser una sociedad esclavista, tenía a su modo una democracia, y desde el punto de vista ideológico era una sociedad pluralista… Sin embargo, la democracia griega, a pesar de ser funcional e importante, era supremamente limitada ya que estaba restringida a una parte minoritaria de la población”. (Zuleta, 1995,  122).
Por otra parte, con independencia de la consideración sobre la cuestionable condición de igualdad de los hombres en aquella época antigua, la condición de igualdad ha sido o no posible con la modernidad.
La modernidad abrió las puertas  a una pluralidad de modelos de hombre, aunque partiese del endeble presupuesto de la igualdad entre ellos.
Este fue el presupuesto que animó a Tomas Paine en su aportadora labor a las ideas democráticas y sobre a los derechos humanos, cuando sostenía: “Cada generación tiene los mismos derechos que las generaciones que la precedieron, por  la misma razón que cada individuo nace con los mismos derechos que cualquier contemporáneo suyo. Todas las historias de la creación, todos los relatos tradicionales, ya sean del ambiente erudito o iletrado, aunque pueden variar en sus opiniones o creencias sobre  algunos particulares, coinciden siempre en un punto, la unidad del hombre; por lo cual, entiendo que todos los hombres tienen el mismo nivel, y, por lo tanto, que todos los hombres nacen iguales y con los mismos derechos naturales, del mismo modo que si la posterioridad se hubiese continuado por creación en lugar de por generación, no siendo esta ultima sino la forma en que se continua la primera”. (Paine, 1986, 53)
Aunque siempre resulta aconsejable recordar el criterio de Abraham Lincoln, según el cual todos los hombres nacen iguales, pero ese es el último momento en que lo son.
Está muy generalizada la opinión de algunos autores que consideran que la democracia ateniense estableció un principio esencial de todo tipo de democracia, a partir del criterio de que toda acción política  debe lograrse no por la violencia física del poder armado, sino por el debate consensuado,  la deliberación, la participación, la organización y  la toma de decisiones por parte de las mayorías de sus ciudadanos. Sin embargo, las conquistas de la democracia normalmente están aseguradas por los Estados a través  de las instituciones armadas, y estos utilizan también la coacción física cuando consideran que esta puede estar en peligro. De manera que una cuestión es el ideal democrático y otra la realidad sociopolítica en que este ha tratado de lograrse.   
Aunque la literatura al respecto usualmente sea reacia a admitirlo, es un hecho innegable que algunos pueblos  con anterioridad al desarrollo de la civilización occidental o con posterioridad, pero con independencia de ella, desarrollaron y aún cultivan formas de vida democrática y de derechos a la persona, que no tuvieron necesariamente que haberse nutrido de la cultura grecolatina.
Lamentablemente, en la mayoría de las escuelas y universidades solo se hace referencia, y no solo en este aspecto del desarrollo de la cultura universal, a los aportes grecolatinos, con lo que se cultiva el orgullo de pertenecer a la cultura occidental, pero se desdeñan los valores de las culturas de otras regiones del mundo.
Hace unos años, el destacado filósofo mexicano Leopoldo Zea contaba que, en ocasión de efectuarse una de las primeras exposiciones de la cultural mundial en la UNESCO, en París, le correspondió acompañar a ese evento al entonces ministro de Cultura de su país, a fin de exponer, entre otras muestras precolombinas, una enorme cabeza de piedra de la cultura olmeca. En ese acto, el  ministro de Cultura de Francia les comentó que los mexicanos debían sentirse orgullosos de aquella cultura olmeca, al igual que los franceses se sentían de proceder de la civilización grecolatina. A lo que Zea replicó que, en verdad, ellos se sentían más orgullosos que los franceses, porque la cultura latinoamericana también es heredera de la grecolatina, pero no solo de ella, sino también de todas las culturas precolombinas, así como de las africanas, que llegaron durante la esclavitud colonial, y las de múltiples migraciones de Asia y Europa que se han ido imbricando en la cultura latinoamericana. De ahí que José Vasconcelos tuviera razón al sostener que América Latina era el crisol de unaraza cósmica.
Por otra parte, ¿aceptar exclusivamente el origen de la vida democrática y no solamente la etimología griega del término (δημοκρατία) acaso no implica de algún modo desconocer que otros pueblos y culturas anteriores o posteriores, pero al margen de la cultura occidental, también han desarrollado formas de vida democráticas y por tanto de algunos derechos humanos?
Aunque el término democracia sea de origen griego, esto no significa que la concepción y las diferentes prácticas de ella tengan exclusivamente sus expresiones en el mundo grecolatino, pues hay muchas evidencias antropológicas de manifestaciones democráticas  en numerosos pueblos al margen de la cultura occidental, algunos de los cuales  trascienden hasta nuestros días, como puede apreciarse en la actualidad en las comunidades aborígenes (indígenas) latinoamericanas.
Una significativa anécdota narrada por el dominico Bartolomé de las Casas, puede contribuir a esclarecer este entuerto. Este sacerdote, ―defensor de los derechos de los aborígenes, pero no igualmente de los esclavos africanos― presentó a un cacique indígena ante las cortes reales en Madrid con el objetivo de que comprobaran allí que eran seres racionales y gentiles. Al concluir la presentación, el cacique le preguntó a Las Casas de qué forma los españoles elegían al sustituto del monarca cuando este fallecía.
Algo perplejo y sin entender tal vez bien en lengua náhuatl el verbo elegir, el fraile le respondió que por ley natural y divina, el rey fallecido debía ser reemplazado por su primogénito varón. El cacique entonces le comentó cómo ellos procedían en ese caso. Reunían a todos los miembros de su pueblo, y por aprobación colectiva seleccionaban al más fuerte, capaz, inteligente, honrado, etc., y ese debía ser el nuevo jefe, sin importar su grado de parentesco con el anterior.
Sin embargo, algunos todavía se  cuestionan si eran o no democráticas y siguen siendo las formas de gobierno de estos pueblos originarios de América, como de otros continentes, ya que no parten de las ideas de Platón, Aristóteles y mucho menos de Locke, Montesquieu, Rousseau o Rolls.    
Por supuesto, para comprender el proceso universal de transculturación que se ha producido en la historia respecto a los derechos humanos,  es imprescindible justipreciar el aporte de los griegos en cuanto a la conformación de concepciones filosóficas que fundamentan algunos análisis sobre la democracia, algunos muy cuestionadores de sus ventajas ―como se observa en Platón y Aristóteles― y otros en defensa abierta de ella y de los derechos que trae esta aparejada, como se observa en el caso de Demócrito, cuando sostiene: “Es preferible la pobreza en una democracia  a la llamada felicidad que otorga un gobierno autoritario, como lo es la libertad a la esclavitud”. (Kirk, G.S. y J.E. Raven.  1974,    415.)
Se deben valorar adecuadamente las incipientes reflexiones de los primeros filósofos griegos sobre  la justicia y los derechos, en particular la consideración del nomos, es decir, documentos como garantía de legalidad y seguridad, como puede apreciarse en Heráclito, para quien: “Es preciso que el pueblo luche por la ley como por las murallas”. (Capelletti, A. (1972), frag. 44 p.  86.)  
Según Hernán Ortiz: “Con Heráclito se produce una ruptura en el concepto clásico de justicia heredado de Homero, Hesíodo, Anaximandro y la escuela pitagórica, según la cual la justicia es la marca que distingue a la barbarie de la civilización, la protección del débil  frente al fuerte, la clave de dar cuenta del individuo en la cultura y el universo, el mero sometimiento al orden cósmico o la representación de la igualdad, todo lo cual sigue  repercutiendo en la tradición ético-jurídica posterior”. Ortíz, H.1990., 66, frag. 44).
Tampoco se debe subestimar el valor de algunas de las posturas éticas de estoicos, neoplatónicos y atomistas, como Epicuro con su elaboración de la teoría de la soberanía popular, que posteriormente fueron asumidas por Tomás de Aquino que justificaban el derecho de los pueblos a deponer  a sus monarcas cuando estos no satisfacían sus intereses. “La doctrina jusnaturalista tomista renovó el antiguo concepto de razón al instalar  el derecho natural en la razón natural, puesto que la ratio  humana parte de la eterna ley divina. De lo cual se extraen consecuencias práctico-políticas bien radicales. Así pues, existe un derecho a negar la obediencia frente a la omnipotencia de los poderes estatales, frente a la tiranía injusta”. (Oestreich, G. y K. Sommermann. 1990, 40.) 
Es necesario también analizar en la evolución histórica de la aparición de la vida política y jurídica de los pueblos, y en especial de la democracia y  los derechos humanos, el valor informativo de las obras literarias, como en el caso del drama de Sófocles  Antígona, cuando esta reclama ante su tiránico tío Creonte su derecho a la piedad para dar sepultura a su rebelde hermano Polinices, vencido por su otro hermano Eteoclesante las murallas de Tebas.
Nadie puede negar el valor fundacional de la cultura grecolatina para la civilización occidental y para el mundo en general, pero lo que resulta insustentable es que no hayan existido otras expresiones de vida democráticas y de derecho antes o la margen de ella. Del mismo modo que no resiste la crítica presuponer que absolutamente todo el pensamiento y la praxis político-jurídica, así como la producción filosófica, fueron invención exclusiva y original de griegos y romanos, descontaminados de las influencias culturales de su entorno en aquella época.
Otra cuestión es que resulta indiscutible el papel de los romanos en cuanto a la sistematización de las bases del saber jurídico, pues aún hoy contribuyen de algún modo a la sustentación de los derechos del hombre, especialmente en circunstancias de amenaza penal o de participación política.
En particular se hace necesario valorar las diferentes posturas éticas de neoplatónicos y estoicos, como Cicerón en su tratado “De legibus”,   frente al tema de los derechos, tales como la seguridad personal y la felicidad individual, conceptos filosóficos de los estoicos en relación con la dignidad de los seres humanos, que constituyen antecedentes imprescindibles para conocer la génesis de los derechos humanos.  Pero esto no debe conducir a la conclusión de que solo en la cultura grecolatina se deben buscar de manera exclusiva todas y cada una de las formas de vida democrática y de consideración de los derechos de los seres humanos de  todo el orbe.
Aunque la cultura occidental se haya destacado por la conformación, promoción y defensa de la democracia y los derechos humanos a escala universal, eso no significa que otros pueblos, antes o simultáneamente al desarrollo de ella, no hayan desarrollado reflexiones antropológicas en el plano ético, jurídico, filosófico y político de determinada trascendencia, y que ameritan ser considerados como antecedentes también o elementos a considerar en cuanto a  la constitución a nivel mundial de los derechos humanos, aunque tal vez estos no hayan trascendido a otros pueblos debido a múltiples factores obstaculizadores de la comunicación.
El hecho de su mayor o menor trascendencia universal no debe conducir a ignorar su existencia y validez, al menos para aquellos pueblos que los han cultivado; factor este que les ha permitido una mejor comprensión de las conquistas democráticas de otros pueblos y ha podido facilitar ese proceso de transculturación en el plano filosófico, político y jurídico.
Respecto a los antecedentes históricos de los derechos humanos, prevalecen de manera común criterios como el de Gregorio Peces-Barba, según el cual: “Ni en la Edad Antigua ni en la Edad Media se habla de este concepto. No es que no hubiera conciencia de la dignidad ni se hubiese reflexionado sobre la libertad o sobre la igualdad en alguna de sus dimensiones, solo que estos materiales no habían encontrado  todavía el catalizador que les transformase en  una concepción de  derechos humanos y los vinculase al derecho positivo. Sin organización económica capitalista, sin cultura secularizada, individualista y racionalista, sin el Estado soberano moderno que pretende el monopolio en el uso de la fuerza legítima, sin la idea de un derecho abstracto y de unos derechos subjetivos, no es posible plantear esos problemas de la dignidad del hombre, de su libertad o de su dignidad, desde la idea de los derechos humanos, que es una idea moderna que solo se explica en el contexto del mundo con esas características señaladas, con su interinfluencia y con su desarrollo, a partir del tránsito a la modernidad”. (Peces-Barba, 1998, 268)
Por supuesto, con el despliegue de la modernidad y, en especial, de las relaciones capitalistas de producción, la sociedad burguesa demandaba no solo elaboración teórica de un sistema de derechos inherentes a la condición de la ciudadanía, sino ante todo su puesta en práctica inmediata para superar las ataduras de los regímenes monárquico-absolutistas y autárquico-feudales, para de este modo desatar los elementos propiciadores de nuevas y superiores formas de democracia y derechos humanos.  
Resulta muy comprensible que el pensamiento político y jurídico moderno, marcado por el proceso de mundialización capitalista, tratase de buscar sus fuentes nutritivas mucho más en la expansiva cultura grecolatina —la cual se caracterizó también por conquistar pueblos, dominarlos y constituir un amplio imperio debidamente reglamentado─, que en posibles fuentes provenientes de los pueblos de Asia, África y América, que no obstante su sabiduría por su probada antigüedad, tenían el inconveniente de que iban a ser devorados por las “modernas” potencias coloniales europeas. Estas eran modernas muy contradictoriamente porque mientras por un lado abogaban en sus respectivos países por derechos ciudadanos, gobiernos democráticos, etc., por otro en las regiones que colonizaban restablecían las formas esclavistas de explotación de la fuerza de trabajo, ya superadas por el feudalismo. Por tal motivo no les convenía tampoco hurgar demasiado en las legislaciones, códigos éticos y jurídicos de los pueblos que iban a avasallar, y lo mejor fue ocultarlos. Del mismo modo que en lugar de un “descubrimiento” de América se produjo en verdad un encubrimiento  de las culturas de estos pueblos, al punto que se construyeron iglesias sobre pirámides y templos aztecas, como hoy puede apreciarse en la ermita de Cholula, en Puebla, o en la Cátedral de Ciudad de México. Algo similar hicieron portugueses, franceses, belgas, holandeses e ingleses no solo en este continente, sino también en África, la India y China.
La ideología democrática y liberal del capitalismo naciente fue tan demagógica como lo ha sido recientemente la neoliberal, al indicar a los pueblos de los países periféricos lo que deben hacer —como liberar los mercados, eliminar subsidios, etc.—, en tanto los países centrales se reservan el privilegio de hacer todo lo contrario.
La investigación sobre los orígenes y diversas expresiones de la democracia y los derechos humanos en la actualidad tiene el reto de superar los enfoques etnocentristas  que han caracterizado por lo regular la eurocéntrica vida académica.
Hoy más que nunca se hace necesario completar aquel planteamiento  de Marx según el cual cuando se busquen las fuentes de numerosas actuales ideas filosóficas, jurídicas, estéticas, políticas, etc., siempre habrá que voltear la mirada sobre el hombro para contemplarlas en aquel pueblo de la Hélade que si no supo resolver todos los problemas, al menos supo planteárselos. Parece que la historia demuestra que no basta voltearla sobre un solo hombro, sino también del otro para justipreciar los aportes de múltiples pueblos y civilizaciones anteriores o al margen de la cultura occidental que también han contribuido al enriquecimiento de la condición humana .
III. Aportes de la cultura occidental al desarrollo de la democracia y los derechos humanos
No cabe la menor duda de que el cristianismo es una de las doctrinas antecedentes fundamentales sobre el reconocimiento de la igualdad  y la fraternidad de todos los seres humanos.
A esta religión se le atribuye la condición de cuna de la civilización occidental. Pero es un hecho innegable también que la doctrina cristiana a su vez se nutrió de diversas fuentes éticas y religiosas cultivadas en muchas culturas del Medio Oriente.
El cristianismo constituye una de las doctrinas fundamentales que en algunas de sus expresiones debe ser considerada como antecedente del  reconocimiento de la igualdad  de todos los seres humanos, así como de reivindicación de las necesidades de los sectores populares y pobres, de ahí que sirviese de ingrediente en la conformación de ideas y prácticas de carácter socialista o comunista. Este último término tiene su origen en las comunas cristianas que compartían entre sus miembros el pan común (comunis),  sus bienes,  y creencias.
Con razón  Rubén Jaramillo Vélez sostiene que “ La Biblia había aportado algo definitivo en relación con la dignidad del ser humano, la idea de que este había sido creado a imagen y semejanza de Dios. Naturalmente, la concepción cosmopolita de los estoicos, la idea, que ellos formulan por primera vez de una ‘ciudadanía universal' del hombre, la idea de la humanidad considerada como una entidad universal, se prestaba a esta convergencia”. (Jaramillo Vélez, 2004, 22)
No obstante ese carácter igualitario y comunitario de los primeros cristianos, en otras de las manifestaciones del cristianismo, especialmente durante la Edad Media, la Iglesia católica justificó las desigualdades sociales y la existencia de derechos especiales a monarcas y nobles en detrimento de la servidumbre.
Algunas  expresiones del cristianismo, a partir de la Reforma luterana y la consolidación de una ética protestante, promovieron sin duda criterios de igualdad social promotores de prerrequisitos básicos para el despliegue de la modernidad y, en particular, del orden social burgués y el desarrollo capitalista.           
Los aportes  teóricos sobre los derechos humanos y la democracia no son solo un producto del pensamiento político y jurídico de personalidades de la Baja Edad Media, como Tomás de Aquino, o de varias figuras del Renacimiento y la Ilustración. Ellos tienen fundamentos filosóficos y epistemológicos básicos anteriores, etc., mucho más amplios y profundos con el temprano triunfo del racionalismo de Renato Descartes con  Discurso del método, y Baruch  Spinoza, con el Tratado teológico político, entre otros, sobre el fideísmo escolástico y el triunfo en general del pensamiento laico de la modernidad, con todas sus implicaciones más allá de la política, como el humanismo renacentista, la confianza en la educación,  la ciencia y la tecnología, como se aprecia en Francis Bacon  en La nueva Atlántida.
Entre los pilares del pensamiento temprano moderno que contribuyó a la fundamentación de los derechos humanos debe destacarse al holandés Hugo Grocio, quien en la primera mitad del siglo xvii se convirtió en uno de los precursores del derecho constitucional y el derecho internacional. En su obra Sobre el derecho de guerra y paz formuló la tesis de cierto impulso innato del hombre a la sociabilidad, que denominó apetitos socialisy que él considera, al igual que Aristóteles, el origen de los contratos.
A su juicio, lo injusto es lo que se opone a una comunidad reglamentada de seres individuales racionales, porque todo lo que no es injusto debe ser objeto del derecho. De tal modo justificó el derecho a la propiedad como natural y desvinculado del derecho divino, con lo que contribuyó a la secularización del derecho.
La mayoría de los precursores del  jusnaturalismo, como el inglés Thomas Hobbes en su Leviatán, conciben la existencia de un “estado de naturaleza” en el hombre que puede conducirlo al enfrentamiento de unos contra otros como lobos, si no existiese un contrato social por medio del cual los hombres transfieren algunos de sus derechos a favor de otros y bajo la fiscalización del Estado, encarnado en la figura de algún poder soberano, como un rey.
El alemán Samuel Puffendorf, en esa misma época bajo la influencia de Grocio y Hobbes,  promovió la idea del origen del Estado como un pacto racional y no genético entre los hombres para evitar el caos y las guerras, por lo que consideró como una necesaria conquista de la civilización la tolerancia, especialmente religiosa, que asegurara el derecho a la libertad de cultos entre los hombres.
Mérito especial se les debe conceder a algunos aportes de pensadores renacentistas a la consolidación de los derechos humanos, como el neoplatónico florentino Giovanni Poco Della Mirandola, quien escribió en el siglo xv una Oración por la dignidad del hombre,  en la que se plantea que Dios creó al hombre libre para que por su propio esfuerzo en la educación y la cultura  se ennoblezca.
Algo muy significativo fue el aporte ecuménico del Cardenal Nicolás de Cusa, que en el siglo xv, animado por el espíritu de la fraternidad cristiana, propuso una “paz religiosa perpetua” y una “concordia universal” que facilitara se les respetase a ortodoxos griegos, musulmanes e hindúes  su derecho a rendir culto a tales religiones, en lugar de ser perseguidos intolerantemente por los católicos. Tal vez hayan sido estas algunas expresiones del espíritu de tolerancia que emergería de la modernidad, tan útil y necesaria para el desarrollo del espíritu democrático y el cultivo de los derechos humanos.
De modo similar se debe valorar el significado del ideal de la tolerancia en Erasmo de Rótterdam, quien se opuso a la violencia que acompañó el proceso de la Reforma luterana y propugnó la renuncia al uso de la violencia contra aquellos que tuvieran ideas políticas o religiosas diferentes a las monárquicas y católicas.
Tales actitudes de estos destacados pensadores pueden y deben considerarse como precursoras de una comprensión más universal y ecuménica de los aportes culturales de los distintos pueblos del orbe al desarrollo de la democracia y los derechos humanos.
También la democracia y la conquista de los derechos humanos encuentran un antecedente fundamental y aportes sustanciales en el pensamiento socialista utópico. En particular, en uno de sus precursores, Tomas Moro, quien inspirado en los comentarios de un marino llamado Rafael, recién llegado del continente americano, planteaba la existencia de sociedades comunitarias donde no existía la propiedad privada, por lo que proponía en su obra Utopía “que sería útil no ignorar, como son en primer término, las cosas justas y sabiamente dispuestas que advirtió en pueblos que vivían ciudadanamente en algunos sitios. […] así como vio entre esos nuevos pueblos muchas instituciones erróneas, notó, en cambio, no pocas que podrían proporcionar ejemplos adecuados para corregir los errores de ciudades, naciones, pueblos y reinos […]”. (Moro. T. . 1956, 10). 
A partir de la humanista consideración de que “la vida humana está por encima de todas las riquezas del mundo”, (Idem.20. prefiguraba una posible sociedad en que los derechos fundamentales del hombre, como la integridad física, la alimentación, la salud, la vivienda, la educación, etc.,  estuviesen asegurados. 
Entre los pensadores que  concibieron este tipo de sociedades fraternales y pensaron en la posibilidad de un Estado democrático de  beneficio para todos los sectores populares, se destaca el italiano Tomás Campanella.  En su obra La ciudad del Sol, además de sustanciales ideas sobre el mejoramiento económico y social de los trabajadores, quienes eran dignificados por su labor, concebía una forma de gobierno en la que toda decisión trascendental se sometía a consideración colectiva y pública: “Allí se tratan todas las cuestiones que interesan a la República y se elige a los magistrados anteriormente propuestos en la asamblea general. […] Aman tanto a la República y son tan buenos y dóciles que gustosamente transmiten su cargo al más sabio y se convierten en sus discípulos”.  (Campanella, T. 1956, 145)
Las concepciones de Campanella sobre las leyes y la democracia  constituyen un antecedente valioso del desarrollo del pensamiento moderno sobre los derechos humanos, cuando plantea: “La ley es el consenso de la razón común de todos escrito y promulgado para el bien común  y de acuerdo con la razón eterna”. (Campanella. 1956,  175).   Y en relación con la democracia considera que: “La república perfecta  es aquella en la que cada uno es elegido para desempeñar aquel oficio para el que ha nacido, porque entonces gobierna la razón”. (Campanella. 1956,  173).  
Tales  antecedentes de utópicas sociedades de justicia y democracia  propiciaron los cambios en el pensamiento político y jurídico que fundamentaron las ideas democráticas que cristalizarían posteriormente  en las transformaciones revolucionarias de los Países Bajos, Inglaterra, Estados Unidos de América y Francia entre los siglos xvii y xviii, que cuando no pudieron ser aplastadas por la oleada conservadora prevaleciente en Europa en la primera mitad del siglo xix se vieron precisados en algunos casos, irremediablemente, al menos a aceptar como un hecho.
Sin embargo, fueron varios los acontecimientos históricos trascendentes y los movimientos sociales significativos —como la Revolución Inglesa; la independencia de las trece colonias inglesas en Norteamérica, que originó el nacimiento de los Estados Unidos de América;  y la Revolución Francesa— que favorecieron las tendencias reivindicativas de los derechos de los sectores populares y constituyen componentes imprescindibles en el despliegue de la modernidad, así como los   antecedentes en la antigüedad y el medioevo que impulsaron los movimientos sociales para conseguir mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. 
El supuesto protagonismo exclusivo de la cultura occidental como centro universal expansivo de la democracia y los derechos humanos, subestima a los restantes pueblos del mundo, al considerarlos como periféricos y exigirles copiar las formas de gobierno que cumplan los requisitos de los “democratómetros” fabricados por los países desarrollados.  
Algunos de manera ilusa aún pretenden pronosticar un futuro necesario y próximo de los países considerados actualmente como “atrasados”, según el cual estos están obligados por ley fatal a cumplir teleológicamente las etapas de desarrollo político, económico, social y cultural de los países del G8 o ahora del G20, etc., como paradigmas absolutos  del apetecido democrático porvenir. (Costa. www.nuso.org/revista.php?n=188)
No se deben desconocer los trascendentales aportes que ha hecho la cultura occidental, y en especial las conquistas de la modernidad, a la construcción de formas superiores de democracia y de derechos humanos. Pero también se debe tomar en consideración que múltiples  pueblos al margen de la cultura occidental, desde el antiguo Lejano Oriente como la China y la India, hasta los pueblos del Cercano y Medio Oriente, especialmente persas, hebreos, palestinos, eslavos, etc., y también de África, sobre todo las culturas más próximas al Mediterráneo, desplegaron un inusitado desarrollo del pensamiento filosófico, científico, religioso, jurídico y político, además de un extraordinario desarrollo tecnológico, expresado fundamentalmente en su arte y sus obras arquitectónicas, así como formas de gobierno y de regulación jurídica de sus respectivas comunidades.
 Logicamente, estas experiencias de vida económica, social, política, jurídica y cultural de tales civilizaciones ancestrales condujeron a sus filósofos, profetas, sacerdotes, políticos, etc., a profundas reflexiones antropológicas, que no siempre han sido coincidentes o confluyentes con las del mundo occidental, pero no por eso deben ser consideradas  ni superiores ni  inferiores a ellas, sino únicamente distintas.
IV. Expresiones de la democracia y los derechos humanos en  sociedades al margen de la cultura occidental
A partir de los estudios antropológicos, sociológicos e históricos y otras fuentes documentales fidedignas, se está en condiciones de inferir cuáles han sido algunas de las primeras expresiones de reconocimiento de democracia y de derechos humanos aparecidas en las etapas tempranas de evolución de las sociedades humanas.
En la antigua Mesopotamia, unos 3000 años antes de nuestra era,  en la ciudad de Uruk se estableció el reinado de Gilgamesh. Según Fernández Bulté: “Ese rey  es un igual entre iguales. No puede imponer su voluntad al senado ni al pueblo en general, que requiere la aprobación de éste. Pero además, tampoco la opinión del senado, de los ancianos, es prevaleciente contra la decisión popular. Estamos, sin duda, ante una estructura política en embrión, un Estado en formación, en etapa de democracia militar cuanto más”. (Fernández Bulté. 2008, 118). Todo parece indicar que independientemente de las prerrogativas que disponía cierta casta militar —privilegios que estas poseen en la actualidad en muchos regímenes considerados como democráticos—, algunas formas de control político y jurídico lograban ciertas expresiones indudablemente democráticas en aquel tipo de monarquía. 
En la evolución histórica de la vida política y jurídica de los pueblos se han ido configurando algunos deberes y derechos exigidos por las distintas comunidades históricas, los cuales constituyen la antesala necesaria  de los derechos humanos que se aprecian en códigos éticos y religiosos de la antigüedad, tanto occidental como oriental.
Al respecto, es innegable el papel desempeñado por los códigos de conducta promovidos por las ideas religiosas ancestrales como tránsito hacia la construcción de concepciones éticas, jurídicas y políticas de mayor envergadura en relación con la conformación de los derechos humanos.
Algunos de los principios del contenido jurídico del que trata el código de Hammurabi, podrían considerarse como una forma de antecedentes de los derechos humanos en lo referido a los procesos penales, como puede apreciarse en las siguientes leyes que establece este documento: “Ley 9: Si uno que perdió algo lo encuentra en manos de otro, si aquel en cuya mano se encontró la cosa perdida dice: ‘Un vendedor me lo vendió y lo compré ante testigos’; y si el dueño del objeto perdido dice: ‘Traeré testigos que reconozcan mi cosa perdida’, el comprador llevará al vendedor que le vendió y los testigos de la venta; y el dueño de la cosa perdida llevará los testigos que conozcan su objeto perdido; los jueces examinarán sus palabras. Y los testigos de la venta, y los testigos que conozcan la cosa perdida dirán ante el dios lo que sepan. El vendedor es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. El comprador tomará en la casa del vendedor la plata que había pagado. Ley 10: Si el comprador no ha llevado al vendedor y los testigos de la venta; si el dueño de la cosa perdida ha llevado los testigos que conozcan su cosa perdida: El comprador es un ladrón, será muerto. El dueño de la cosa perdida la recuperará. Ley 11: Si el dueño de la cosa perdida no ha llevado los testigos que conozcan la cosa perdida: Es culpable, ha levantado calumnia, será muerto. Ley 12: Si el vendedor ha ido al destino (ha muerto), el comprador tomará hasta 5 veces en la casa del vendedor del objeto de la reclamación de este proceso. Ley 13: Si este hombre no tiene sus testigos cerca, los jueces fijarán un plazo de hasta 6 meses; si al sexto mes no ha traído sus testigos, es culpable y sufrirá el castigo de este proceso”(el-codigo-de-hammurabi.htm)l
Independientemente del fundamento religioso y de la crudeza de las penalidades, no caben dudas de que en este código se establecen algunos derechos para los presuntos delincuentes que los protegen contra posibles  arbitrariedades o injusticias.
Es un hecho  fácil de demostrar que las distintas civilizaciones han manejado criterios bien definidos respecto a la justicia y su implementación —no exclusivamente orales, sino plasmados en códigos y otros textos—, como puede apreciarse en el caso de la India en el contenido profundamente humanista de las enseñanzas de Bud.   Este puede apreciarse en relación con el derecho que le asiste a toda persona de ser objeto de  un juicio imparcial.
Así, en el Capítulo 19 de sus enseñanzas titulado “El justo”, plantea:   “256. Aquel que decide un caso con parcialidad no es justo. El sabio debe investigar imparcialmente tanto lo correcto como lo incorrecto.  257. Está establecido verdaderamente en la buena ley aquel sabio que, guiado por ella, decide lo justo y lo injusto con imparcialidad”. (Buda dhammapada.html)
 Es evidente que la articulación entre sabiduría y virtud están contenidas en estas consideraciones éticas y jurídicas de Buda, con anterioridad significativa a su formulación por parte de Sócrates, del mismo modo que se adelantó al eudemonismo de Epicuro, al considerar que la causa del dolor radicaba en el exceso de placer.
La mayoría de las grandes religiones más universalmente extendidas, como el budismo, el confucianismo, el judaísmo, el cristianismo, el islamismo, a través de sus profetas, filósofos  y mentores, como  Buda, Confucio, Sócrates, Aristóteles, Jesucristo, San Agustín, Mahoma, Santo Tomas,  etc.,  le han otorgado tanta atención al problema de las reglas de conducta moral del hombre, del lugar del individuo humano y la persona,  que práctica­mente este tema se convirtió en el eje principal de convivencia comunitaria de los seguidores de las doctrinas del maestro que las propugnaba.
Uno de los derechos considerado una gran conquista de los trabajadores, incluso relativamente reciente —pues comienza a hacerse efectivo en el siglo xix— fue el derecho al descanso. Sin embargo, cuando se analizan  algunos de los principios del contenido jurídico tratado en las tablas de Moisés y que posteriormente formaron parte sustancial del cristianismo, como  antecedente de los derechos humanos,  sobresale el derecho a descansar al menos un día de la semana. En dichas tablas se plantea: “Seis días trabajarás, mas en el séptimo día descansarás; aun en la arada y en la siega, descansarás”. (Diez_mandamientos) Como puede apreciarse, incluso se concede el derecho a descansar en las épocas de mayor apogeo de las siembras y las cosechas. A la vez que se considera que se deben descansar otras jornadas más largas durante el año, por lo que se plantea: “También celebrarás la fiesta de las semanas, la de las primicias de la siega del trigo, y la fiesta de la cosecha a la salida del año”.[2]  Esto es determinados días festivos o vacacionales que eran merecedores los trabajadores. De manera que lo que parece en este plano una exclusiva conquista de la cultura occidental, tiene expresiones muy antiguas.
Por otra parte, una versión en blanco y negro de la confrontación entre el Imperio Romano y los pueblos considerados bárbaros, francos, germanos, vándalos, etc.,  ha conducido erróneamente a imponer el criterio de que estos pueblos desconocían por completo la vida democrática y de derechos.
Pero la historia real es algo testaruda. Parece que los germanos ―al margen en esa época de la cultura occidental―  desarrollaron en muchos aspectos de su vida política elementos muy similares a los cultivados por griegos y romanos.  Engels planteaba que: “Según Tácito, en todas partes existía el consejo de los jefes (príncipes) que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los más importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo […] la colectividad era el juez entre los germanos”. (Engels.1955, 314). Y algo que llama mucho la atención y que fue una conquista muy tardía en occidente, ya existía entre los germanos, al igual que en la mayoría de los pueblos americanos precolombinos: “Las mujeres tenían voto en las asambleas del pueblo”. (Idem)
A juicio de Engels: “En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen pues la misma constitución que se desarrolló entre los griegos de la época heroica y entre los romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas de pueblo, consejo de los jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder real” (Idem. 312-313).  Según su criterio, entre los germanos el verdadero poder pertenecía a la asamblea del pueblo, y el rey o jefe de tribu preside y el pueblo era el que realmente decidía con aclamaciones o con ruidos con las armas. Tales asambleas eran a la vez tribunal de justicia donde se resolvían demandas y querellas.  Y los jefes militares, al igual que entre los incas, eran elegidos sin atender a su origen, solo según su capacidad. Tenían escaso poder y debían influir con el ejemplo. En fin, quién puede poner en duda fermentos democráticos en aquellos pueblos considerados “bárbaros”, del mismo modo que posteriormente los pueblos africanos, americanos y asiáticos fueron considerados “salvajes” para justificar su esclavización “civilizatoria”.
De la misma forma, las concepciones antropológicas, éticas, políticas y  jurídicas de los mayas, aztecas, incas, chibchas, mapuches, guaraníes, aimaras, etc.,  relacionadas con la democracia y los derechos humanos,  tampoco deben ser ni subestimadas ni sobreestimadas, sino simplemente justipreciadas en su real dimensión y valores.
Así, al analizar el orden jurídico de los chibchas, Armando Suescún  considera: “Era un derecho no escrito, constituido por las instituciones y normas de carácter consuetudinario, emanadas de una larga tradición  de costumbres y comportamientos sociales autóctonos, que hacían parte integral de la ética y de la religión, y que habían demostrado ser eficaces para mantener la convivencia de la sociedad  y resolver sus conflictos. Tales normas eran de obligatorio cumplimiento para todos”. (Suescún.1998, 103)
El hecho de que estuvieran o no recogidos en códigos escritos no le atribuye mayor valor a tales instituciones y normas, pues no hay que olvidar que en los pueblos originarios de América, como en otras partes del mundo, la oralidad desempeña un papel vital en la conservación de todos sus valores culturales, y los acuerdos orales poseen significado y son dignos de respeto  como los escritos.
Esta condición de oralidad no posibilita en modo alguno que sean fácilmente violadas tales normas, como puede apreciarse aún hoy en día en las comunidades indígenas. Sin embargo, parece que, por el contrario,  la cultura occidental fundamenta todo su derecho en el culto a la escritura. Es común considerar en el mundo occidental que si algún acuerdo o norma no está debidamente escrito, no posee valor legal ni reconocimiento, o lo que  es lo mismo, prácticamente no existe.
Sin embargo, resulta  más común que se violen tales normas y leyes por parte de los defensores del derecho escrito, que los de los pueblos originarios, los cuales por lo general respetan profundamente el valor de la tradición oral, que de algún modo permeó también a la cultura occidental y aún en algunas partes y épocas recientes mantiene su valor. Resulta al respecto muy ilustrativa la anécdota de García Márquez en su autobiografía, cuando hace referencia a la ocasión en que acompañó a su madre a reclamar la herencia de una finca ante un amigo de su abuelo.  Fue suficiente que aquel reconociese que efectivamente se trataba de la hija de su amigo fallecido, y sin necesidad de ningún documento legal se la entregó.
Suescún sostiene también que “en algunos sistemas de provisión de altos funcionarios, como el Suamox, jefe supremo del Estado de Iraca, o de los tibas  o capitanes de los tybines, se encuentran mecanismos de elección democrática en los cuales participaban con su voto, en el primer caso, determinados caciques de tribus importantes, y en el segundo, toda la población adulta, incluyendo a las mujeres. La presencia de estos mecanismos de elección en el Estado chibcha permite señalar en su interior algunos elementos de carácter democrático.”(Idem-211).
Estas formas de búsqueda de consenso entre todos los miembros de la comunidad para tomar una decisión, se mantienen  en la mayor parte de los pueblos indígenas y otros pueblos originarios del mundo. Sin embargo, algunos, a partir del culto a la individualidad, la personalidad y la ciudadanía desplegado por la modernidad, consideran que tal dependencia de las decisiones colectivas frena el desarrollo de la sociedad
Por supuesto, muchos de los valores y significados de estos pueblos chocaban abiertamente con los de la cultura occidental conquistadora y dominante, hasta el punto que las expresiones autóctonas fueron aplastadas, pero aun así han subsistido a través de los siglos y se mantienen vivas y florecientes en innumerables expresiones intelectuales que revelan el lugar del ser humano en el mundo y sus deberes y derechos en relación con la sociedad.
Al analizar la situación actual sobre formas de vida democrática en los pueblos aborígenes de México, no aprendidas precisamente de los colonizadores españoles, sino que existían con anterioridad a la conquista europea, Gerardo Pérez Viramontes plantea: “En las comunidades indias, la participación de todos los habitantes del pueblo en trabajos de beneficio colectivo —el tequio— es una tradición que va pasando de generación en generación desde hace varios cientos de años. Así mismo, a lo largo de su vida el joven, el señor o el anciano mixe, zapoteco o chinanteco, tiene que asumir alguno de los cargos necesarios para el desarrollo de la vida comunitaria —topil, policía, mayordomo, miembro del consejo de ancianos, etc.—. Las decisiones trascendentales para la vida del pueblo son tomadas sobre la base del consenso comunitario, no sólo por mayoría de votos. Las autoridades siguen siendo elegidas según las tradiciones de sus ancestros, con una fuerte connotación de índole religiosa”. (Pérez Viramontes. 1998. iteso.mx/~gerardpv/dh/dh-democracia.html)
En relación con el posible aporte de civilizaciones al margen de la cultura occidental al tema de la democracia y los derechos humanos, se debe observar el hecho de que independientemente de que los distintos pueblos del mundo han elaborado concepciones y criterios éticos, políticos, jurídicos, religiosos, etc., particulares y específicos, es evidente la existencia de componentes comunes al acervo universal de la cultura y la humanidad, por lo que es posible encontrar más  puntos de confluencia que de separación en cuanto a la aceptación de valores y derechos humanos que deben ser respetados y cultivados comúnmente.
Moisés Rodríguez Mazabel, en un análisis sobre la interacción entre derechos humanos y democracia,  fundamenta la tesis  según la cual aunque “la democracia se desarrolló en el mundo occidental, no se trata de un fenómeno estrictamente occidental, lo que sí es occidental es esa relación con los derechos humanos, el capitalismo y la democracia, ya que igualmente en culturas milenarias como la India, persisten todavía los‘Panchayats’ o consejos de aldea que desde tan remota tradición continúan con autonomía local con administración propia”. (Rodríguez democr.juridicas.unam.mxsisjurinternacpdf10-472s.pdf )
 Según este autor, la unión entre democracia y derechos humanos en los últimos doscientos cincuenta años no ha sido una unión de hecho, sino un matrimonio por conveniencia. 
Otra cuestión importante es que un adecuado análisis histórico debe conducir a concebir los derechos humanos como conquistas en las luchas sociales emprendidas por los marginados, explotados, discriminados, etc., esto es, esclavos,  siervos, campesinos, etc. Las primeras expresiones de tales batallas se encuentran en la Antigüedad y el Medioevo, especialmente en el papel de los movimientos sociales, insurrecciones de esclavos, como la de Espartaco en Roma y las de siervos o campesinos al concluir el Medioevo; la de Thomas Münzer en Alemania o la del Rector de la Universidad de Praga Juan Hus, quien fuera quemado en una hoguera por proponer una Biblia vernácula. Todas estas insurrecciones, concebidas por los poderes dominantes como herejías, se desarrollaron  para conseguir mejores condiciones de vida y, por tanto, obtener determinados derechos.
Pero de la misma forma no es correcto ignorar el papel de innumerables  sublevaciones de indígenas, esclavos, campesinos, etc., que se produjeron en toda América antes del proceso independentista, como las sublevaciones de Tupac Amaru, Tupac Katari, Wilka en el Alto Perú, los comuneros liderados por Galán en la Nueva Granada, las insurrecciones en la Sierra Madre Oriental en México, así como la permanente y ancestral lucha de mapuches, pijaos y otros pueblos originarios que no se sometieron al conquistador o se enfrentaron con las armas a su poder. Del mismo modo fueron expresiones de tales luchas por la justicia social los próceres de la independencia, como Bolívar, San Martín, O’Higgins, Artigas, José Martí, etc., acompañados por miles de criollos, mestizos, negros, indios, en la lucha no solo por la independencia política, sino también por la justicia social.
Tales luchas son también expresiones de luchas por la democracia del mismo modo que lo han sido en épocas más recientes las batallas de los jacobinos, ludistas, anarquistas, obreros comuneros de París, soviets en Petrogrado o campesinos dirigidos por Pancho Villa, Emiliano Zapata, Augusto César Sandino, Farabundo Martí, etc. Estos luchadores deben ser justipreciados como reivindicadores de los derechos humanos de grandes sectores de la población de sus respectivos países o regiones, del mismo modo que lo son, sin duda,  Ghandi o Martin Luther King.
La historiografía moderna está marcada por el prisma de la visión occidentalizada, por lo que constituye una tarea pendiente profundizar en los aportes de las culturas orientales, especialmente la China,  durante la Antigüedad y el Medioevo en ese proceso de transculturación en el cual no solamente especias, esclavos, productos como la pólvora, la brújula, el astrolabio y la imprenta fueron llevados a Europa, sino también ideas, concepciones, códigos de conducta, sistemas jurídicos, políticos, etc., junto a expresiones artístico-literarias, religiosas, científicas, que enriquecieron el proceso de transculturación universal.
Es necesario orientar también la búsqueda de los gérmenes racionalistas que se fueron formando en el seno del Medioevo en Europa, especialmente en el Renacimiento con la revitalización del humanismo que  propició  el orden secularizado laico de la modernidad. Es importante destacar que tal proceso se corresponde con el proceso de nacimiento y expansión del capitalismo, expresado en la conformación del mercado mundial, en el cual las potencias coloniales desarrollaron un proceso “fagocitósico” no solo de metales preciosos y otras riquezas, sino de algo más sutil, que son las expresiones ideológicas. 
Luego de considerar la esclavización de África y de América como dos grandes asesinatos propios del origen del capitalismo y del imperio del mercado, Franz Hinkelammert sostiene: “El Occidente realizó sacrificios, sigue realizándolos y tiene que proseguir, para que los sacrificios pasados mantengan su sentido. Esto lleva a una expansión frenética del mercado como una esfera pretendida de la humanidad. Cuanto más el mercado para que las violaciones resultantes de los derechos  humanos, sigan apareciendo como pasos necesarios en el camino hacia la humanización  por medio del mercado”. (Hinkelammert,1998,38)
Es de suponer que los promotores de aquel proceso expansionista del capitalismo europeo y de la presunta cultura occidental, marcado por símbolos de evangelización, no  tenían conciencia de en qué medida los valores culturales de los pueblos sometidos y esclavizados dejarían a su vez profunda huella sincréticamente en una modernidad cada vez más impura y permeada por instituciones  e ideas en el plano de la vida democrática y de derechos de los pueblos devorados.
Con el incremento del proceso de transculturación propiciado por la globalización se ha hecho más común la recíproca incorporación de experiencias democráticas que se experimentan en diferentes países del orbe, sin necesidad de hiperbolizaciones occidentalistas.
De tal modo, la interpenetración recíproca que se ha producido entre la mayor parte de los pueblos del mundo  no solo se manifiesta en procesos económicos, financieros, productivos, de servicios, comerciales, etc., sino también en el plano cultural, ideológico, político, jurídico; de manera que en la actualidad se hace cada vez más difícil, en el creciente proceso de transculturación, precisar la exclusiva paternidad de una idea y de una práctica sociopolítica o jurídica. Si en el mundo científico y tecnológico se presentan serias dificultades en el reconocimiento de patentes y derechos de autor, mucho más complicada es la cuestión en el terreno de la filosofía, el arte, la política y el derecho.
Pareciera que el ideal kantiano de lograr un “ciudadano del mundo” (Weltburger), independientemente de la raíz eurocéntrica y originalmente discriminatoria en relación con otros pueblos del mundo, al igual que se observa en Hegel, comenzara a realizarse de algún modo con la sorpresa de ver inundadas las calles de ciudades europeas y norteamericanas de enjambres de inmigrantes provenientes de esos pueblos considerados por ellos al margen de la historia y que en la actualidad han asumido destacados protagonismos y saben reclamar con dignidad sus derechos no solo en sus países de origen, sino también en aquellos adonde han emigrado.  España se ha visto precisada a reconocer los pagos de seguridad social a los inmigrantes que deseen acogerse al “voluntario retorno” a sus países de origen.
El cultivo de la democracia y de los derechos humanos ha adquirido cada vez mayores niveles superiores de universalidad. Ambos elementos tan esenciales a la vida sociopolítico contemporánea  no se circunscriben, en  cuanto a sus antecedentes y fuentes, así como en relación con sus prácticas consecuentes y nuevas formas de existencia, a la cultura occidental. La historia más reciente de la humanidad, especialmente en momentos de crisis económica y social a nivel mundial, demuestra que no obstante unipolaridades en el plano militar, el mundo se hace cada vez más pluralista en todos los planos sociopolíticos y es reacio a protagonismos exclusivistas de países o culturas.
Conclusiones
Un renovado análisis, como lo exige siempre la actividad investigativa y académica, está en la obligación, a la hora de justipreciar los orígenes y diversas expresiones de la democracia y los derechos humanos en la actualidad, de dejar atrás enfoques eurocentristas y cualquier manifestación de etnocentrismo, lo mismo occidental que oriental o de cualquier otra índole.  
Las concepciones, prácticas e instituciones de contenido humanista, alcanzaron indudablemente un desarrollo especial a partir del Renacimiento y la construcción de la modernidad. La cultura occidental se ha constituido en un privilegiado reservorio de sus manifestaciones, aunque hayan tenido múltiples expresiones, tanto anteriores a su irrupción como simultáneas, pero al margen de ella en el Oriente Antiguo, como en el mundo precolombino americano y en otras latitudes.
Un justo análisis de la situación actual de los derechos humanos y la democracia exige la valoración de algunos de sus antecedentes, expresados en las prácticas éticas y jurídicas en las primeras etapas de la evolución de las sociedades humanas —por lo general, fundamentados en presupuestos religiosos—, incluso antes de la aparición del Estado,  especialmente durante el tránsito de la comunidad primitiva hacia el esclavismo, proceso este que no es simultáneo  en el proceso civilizatorio universal.
El diferenciado ritmo de desarrollo entre las diferentes civilizaciones desde la Antigüedad e incrementado en la modernidad —condicionado por contactos de diferentes tipos entre los pueblos, con predominio de los nexos comerciales y los conflictos bélicos—, propició  los procesos  de transculturación en todas las esferas de la dinámica social, y en particular, en cuanto a las formas de vida democrática.
A su vez, el estudio del origen y evolución de los derechos humanos y la democracia obliga a profundizar en el conocimiento de las primeras expresiones del pensamiento filosófico, político y jurídico desde la Antigüedad hasta nuestros días, así como de las principales luchas sociales de los sectores que en distintas épocas históricas han reclamado sus derechos y mejores formas de vida política y social.
Una correcta valoración, tanto de los aportes de pensadores y   documentos, declaraciones y legislaciones que se fueron elaborando en el nacimiento de la modernidad en el mundo occidental, como del proceso de transculturación con concepciones filosóficas, normas éticas, prácticas políticas, jurídicas, etc., de pueblos al margen de la cultura occidental,  posibilita una mejor comprensión  del significado histórico trascendental de la conformación jurídica y la defensa de los derechos humanos, así como de la institucionalización de la democracia a nivel auténticamente universal y no limitada a la cultura occidental.
Aunque los diferentes pueblos en distintas etapas de  la historia universal han elaborado concepciones y criterios éticos, políticos, jurídicos, religiosos, etc., propios  y específicos,  es apreciable la existencia de componentes comunes al acervo universal de la humanidad, y mayores elementos de confluencia que de diferencia en cuanto al cultivo de diferentes expresiones de democracia, así como la aceptación de valores y derechos humanos respetados y cultivados en común.
Las premisas teóricas y sociales  sobre el origen de la democracia y los derechos humanos se fueron gestando embrionariamente en las sociedades premodernas, aunque lograron su consolidación de madurez en el pensamiento y la praxis jurídico-política de la modernidad, proceso en el cual participó significativamente el movimiento independentista americano.
El carácter histórico y circunstancial de las formas de democracia no debe hiperbolizarse hasta el punto de considerarla como una construcción política contingente e incierta, pues esta tesis puede resultar contraproducente al poderse entender que en la democracia vale todo o puede producirse cualquier fenómeno no deseado, y este hecho podría incluso convertirse en un boomerang y atentar contra la propia democracia.  
El creciente proceso de transculturación favorecido por la globalización  posibilita la recíproca incorporación de experiencias democráticas que se experimentan en diferentes países del orbe, sin necesidad de hiperbolizaciones occidentalistas. Del mismo modo, el respeto por los derechos humanos se ha convertido en una cuestión que atañe por igual a países y pueblos enmarcados dentro de esa nebulosa civilización occidental, como a los que se presupone están al margen de ella.

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[*] 
Pablo Guadarrama González. Académico Titular de la Academia de Ciencias de Cuba.  Doctor en Ciencias (Cuba) y Doctor en Filosofía (Leipzig). Doctor Honoris Causa en Educación (Perú). Profesor Titular  de la Cátedra de Pensamiento Latinoamericano de la Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, Cuba.   
Documento Descargado desde la "Biblioteca Virtual de Filosofía  y Pensamiento Cubanos" http://biblioteca.filosofia.cu/
Reproducción autorizada por el autor.



Por Hubert Matías Parajón (*)

Sabido es que los grandes medios de comunicación están conformados por conglomerados concentrados cuya programación se planifica de acuerdo a su propia conveniencia. El análisis de la información en general dista de ser riguroso, pues siempre se ha creído, y aún se cree, que transmiten la verdad de lo que se afirma o se niega. Se confía en esa supuesta independencia de opinión de la que sus comunicadores se jactan y de ese modo, un gran sector de la opinión pública canaliza los mensajes haciéndolos suyos sin advertir que su postura es funcional a las políticas que esas empresas pretenden hacer prevalecer. Ningún gran medio estará dispuesto a ceder en sus pretensiones resignándose a que el poder político le imponga límites a su concentración, y como hasta ahora lo vienen haciendo, continuarán valiéndose de cualquier medida a su alcance con tal de seguir conservando sus privilegios. Si una ley establece mecanismos que impidan la monopolización, cuestionarán su validez constitucional y si su postura no logra tener acogida en las últimas instancias judiciales, persistirán impidiendo su aplicación a través de la complicidad de sectores políticos y judiciales cooptados.
En este último tiempo la prensa hegemónica ha asumido una postura ostensiblemente destructiva contra los procesos de integración latinoamericana que impulsan políticas de inclusión social hacia los sectores populares más postergados y vulnerables. Sus ataques se dirigen a instalar la falsa idea de que esos gobiernos provocan una “grieta” social que genera divisiones sociales que atentan contra la unidad de la población que debe ir entre “todos juntos hacia adelante”, soslayando que aquellas reivindicaciones afectan sus intereses económicos y los de sus socios del capitalismo especulativo.



Toda política redistributiva que aspire a consolidar una sociedad más igualitaria a través de un Estado presente que puje por transferir recursos de los núcleos más privilegiados a los más postergados, será denostada bajo el mote de “populista” y sus gobernantes sometidos al más feroz acometimiento mediático, desde embates de índole personal hasta operaciones orquestadas que los involucren en hechos de corrupción de las que sin pruritos se presten políticos serviles. Una vez publicada la noticia, cualquier desmentida que ponga en evidencia la falsedad de la operación no surtirá el efecto de volver las cosas al estado anterior. La desacreditación será de dominio público y de esa forma el gobierno comenzará a desgastarse, lo que de inmediato será aprovechado por esos mismos espacios políticos asociados para acceder al poder desde el que devolverán con creces los favores recibidos. Lo curioso de este panorama es que, aun a pesar de las mejoras económicas y sociales obtenidas por muchos que emergieron de esos sectores excluidos accediendo a una mejor calidad de vida, adopten el discurso de aquellos que pretenden sustituir el modelo inclusivo nacional por otro desideologizado que bajo el lema de “cambio” y “unidad” los vuelva a hundir hacia el abismo del cual salieron. La monopolización de los medios de comunicación tiene una gravitación directa en ese sentido. Pese a reiteradas advertencias lanzadas desde otras vías ajenas a esas corporaciones mediáticas, la respuesta siempre es la misma: “es necesario un cambio”. No basta con señalar que quienes hablan en nombre del “bien de todos” pretenden imponer mejoras impositivas que les permita ampliar sus márgenes de ganancia en detrimento de una inmensa mayoría que asistirá expectante al aumento del pago de sus servicios, de la ruina de la industria nacional y de las consiguientes subas de los índices de desempleo y de pobreza. Replicarán con el discurso mediático de demonización de la asistencia social, de la cobertura previsional, de la gratuidad de la educación y de los planes de vivienda. Si se les advierte sobre anuncios de recortes presupuestarios efectuados por los representantes de esas alianzas conservadoras, contestarán que el “cambio” debe producirse de todos modos; que pondrán orden “sincerando” la economía y los aún más optimistas creerán que las políticas públicas mantendrán vigencia. Con hacer evidente lo que se escucha u observa, no basta. El enceguecimiento de quienes se obnubilan por esos mensajes de concordia y unión los llevará nuevamente a ser los excluidos que fueron, de lo que recién se darán cuenta cuando sea demasiado tarde. En el medio del camino reinará un ambiente de noticias adornadas que impedirán avizorar su trágico desenlace. Al final del proceso, comenzará a producirse un mecanismo de culpa y de falta de autocrítica que será apaciguado por el lugar común de que en definitiva “todo es lo mismo”. Saldrán de su letargo una vez que la crisis social sobreviniente exponga a esa dirigencia política a no seguir contando con el blindaje mediático que la contenía. Y entonces reclamarán que se vayan todos y la política volverá a ser una mala palabra sentando las bases para la aparición de otros protagonistas, a quienes se adulará por su éxito y apoliticidad y así todo irá sobre ruedas para los medios monopólicos: sin grietas, sin cuestionamientos, sin exaltaciones ni voces disidentes. A ese núcleo de influenciados no le interesará que los discursos de medios presionen sobre el tema de la inseguridad ciudadana. Mansamente aceptarán ser “cuidados” sin advertir que a quien se vigile será a ellos mismos y a los sectores populares, con la excusa de la emergencia por combatir el delito y el narcotráfico para así ejercer el control social. Los centros en donde esos narcotraficantes residen nunca serán militarizados. En suma, mientras siga habiendo concentración de medios, la democracia será una figura retórica sin contenido, siendo imposible vivir en una sociedad más igualitaria e inclusiva. La libertad de expresión no puede amparar su existencia. El desarrollo humano como derecho fundamental seguirá estando relegado ante la existencia de medios corporativos de comunicación. ¿Llegará ese ansiado momento en que de una buena vez las sociedades alcancen el grado de madurez suficiente que les permita avanzar hacia la erradicación definitiva de la concentración mediática?



*Fiscal Adjunto de Pico Truncado. Provincia de Santa Cruz.























Por División Las Heras


El regreso al tutelaje y la intervención devastadora del capitalismo financiero y sus instituciones fundamentales constituye una nueva evidencia de la decisión conservadora de "asaltar" el Estado argentino para recomponer desde lo institucional la tasa de ganancia apetecida por el gran capital diversificado, que convive en un opaco entramado con el mercado mundial en crisis. En esa lógica deben leerse también la "urgente" supresión o baja de retenciones agropecuarias que ha decretado el gobierno, la revisión de aranceles de importación (en un momento en el que el mercado global está ávido de encontrar espacios para inundar de mercancías) y la réplica casi calcada de algunos instrumentos financieros que dieron lugar a la "bicicleta" en los 80/90: aumento de la tasa de interés (ya recordamos la liviandad con la que Prat-Gay lo planteó en la conferencia en la que dio por terminado el denominado "cepo"), avance en los mecanismos de endeudamiento, etcétera. Lo degradado (y "lo bárbaro"), perpetrado a niveles de aceleración fatal, parece caracterizar la etapa actual del sistema capitalista. Y no sólo en la Argentina. 

Mientras tanto, en la expectativa de lo que internamente sobrevendrá, observamos algunos datos estadísticos de la evolución de precios de la canasta básica, que miden  desde noviembre/diciembre de 2015 (justamente cuando el estado de excepción se aceleró). Allí se advierten picos del 60% de aumento de los productos, y casi nada baja del 45%. Si el "nuevo" Indec (custodiado bajo siete llaves como un secreto de estado por el otrora crítico  Todesca) dice que necesita un año para dar información oficial, y Prat-Gay "calcula" una inflación del 20/25% para el año, lo único que está haciendo es advertir "arréglense con algo así en las próximas paritarias", disciplinando con los despidos que vienen en marcha, y habilitando, de hecho y de palabra, para que las empresas empiecen a imitar al estado. Si la resistencia avanza me parece que concebirán una 2da etapa, que supone una vuelta a la manualística brutal de Broda, Espert y Melconian. Por algo Guillermo Moreno insiste en estar atentos a lo que baja desde el Banco de la Nación. Esa vuelta asfixiante de tuerca  solamente se sostiene con mayor represión y control social. El gobierno dispone del más variado menú que en esa materia le ofrecen las instituciones globales del capital. Desde el ajuste, la persecución política, la censura, la colonización del poder judicial y de buena parte de la clase política, la violación sistemática de la Constitución y las leyes y la reposición de un sistema de creencias reaccionario y genocida, hasta la militarización y policización del territorio nacional.
La lucha contra el narcotráfico, la ley de derribos y la amenaza de tomar las villas por asalto son parte de ese entramado y de esas variadas formas que asume el castigo en la modernidad tardía. Detengámonos un momento a analizar este concepto, porque resulta fundamental para los tiempos que vienen en la era del capitalismo bárbaro.

En primer lugar, admitamos que la noción de castigo se ha vuelto polisémica en el tercer milenio, y  en muchos de sus significantes ha recuperado un prestigio y un consenso sorprendentes. 
Si bien es posible establecer analogías conceptuales con las lógicas legitimantes que respecto del mismo se acuñan desde la más remota antigüedad, nunca como ahora el castigo ha derivado en un fetiche disciplinar aceptado en claves diversas. Que en todos los casos cancelan cualquier tipo de cuestionamiento a una práctica violenta a la que se introyecta en la sociedad globalizada como una categoría con pretendida “ontología propia” y se la reivindica y naturaliza como necesaria y útil. De esa manera, se castiga a los díscolos, a los insumisos, a los diferentes, a los que son portadores de identidades concebidas como negativas o de mercancías o sustancias prohibidas, pero también a los que no comparten los modos de vida hegemónicos ni la axiología sustentada en un unidimensionalismo cultural que galvaniza esa gigantesca aporía a la que denominamos “occidente”.
Los castigos saldan las conflictividades en los núcleos más íntimos y cotidianos (la familia, la escuela, la empresa, la fábrica), en los espacios emblemáticos de reproducción del poder de los estados nacionales (cárceles, hospicios, fuerzas de seguridad, ejercicios del derecho a la protesta social colectiva, etc) e incluso en las relaciones globales (guerras de baja intensidad, intervenciones policiales de alta intensidad, relegitimación del crimen de agresión, intervenciones armadas, desmembramiento territorial de naciones enteras, crímenes contra la humanidad sin precedentes, ejercicios de justicia por mano propia, violaciones sistemáticas de Derechos Humanos, etc). 
Explorar cómo una institución basada exclusivamente en la fuerza y en la capacidad de dominar la voluntad de los más débiles a través de la violencia conserva su prestigio en las lógicas y retóricas mayoritarias constituiría un trabajo que excedería holgadamente los objetivos de esta nota.
Pero es inexorable analizar la relación de fuerzas que mediante todo tipo de punición impone el capital, para entender el tipo de autonomía decisoria que conservan los populismos insumisos en este arduo amanecer del tercer milenio.
La pregunta sigue siendo, entonces, qué hacer.
Las respuestas pueden ser dadas en distintos planos. Táctico, estratégico, político, ideológico.
Elegimos deliberadamente plantearnos estirar el límite de lo posible hasta el horizonte más generoso que han reconocido nuestras transformaciones democráticas.
Todavía resuenan los ecos de los conceptos visionarios de un anciano patriota que planteaba urgencias y necesidades, en las que seguramente, como a lo largo de nuestra historia, el pueblo seguirá confluyendo en salvaguarda de sus intereses colectivos, dada la dramática actualidad de aquel diagnóstico.
"El primer objetivo del Modelo Argentino consiste en ofrecer un amplio ámbito de coincidencia para que, de una vez por todas, los argentinos clausuremos la discusión de aquellos aspectos sobre los cuales ya deberíamos estar de acuerdo. (....)
Es evidente que las "recetas" internacionales que nos han sugerido bajar la demanda para detener la inflación no condujeron sino a frenar el proceso y a mantener y aumentar la inflación. Por épocas se bajó la demanda pública a través de la contención del gasto -olvidando el sentido social del gasto público-; se bajó la demanda de las empresas a través de la restricción del crédito -olvidando también el papel generador de empleo que desempeña la expansión de las empresas-; y se bajó la demanda de los trabajadores a través de la baja del salario real. (...)
Poco nos dirán los impactantes índices de crecimiento global si no vienen acompañados de una más equitativa distribución personal y funcional de los ingresos que termine definitivamente con su concentración en reducidos núcleos o elites que han sido las causas de costosos conflictos sociales. (...)
Los medios de comunicaciones masivos se incrementaron, sometidos a los intereses de las filosofías dominantes. Así, dichos medios se convirtieron en vehículos para la penetración cultural. No extraña, pues, que una evolución de la escala de valores vigentes hasta el momento incluya el aprecio por "tener" y la "seguridad". (...)
Creo que ha llegado la hora de que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biosfera, la dilapidación de recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología, y de la necesidad de invertir de inmediato la dirección de esta marcha, a través de  una acción mancomunada internacional". (*)
Juan Perón, el extraordinario estadista latinoamericano, pronunciaba el 1º de mayo de 1974, ante el Congreso de la Nación, este discurso que marcaba la disyuntiva fundamental de la Patria, a la vez que se constituía en uno de sus legados conceptuales de mayor trascendencia, capaz de abarcar más de cuarenta años de revolución, masacre y contrarrevolución en la Argentina y también de interpelar a extraños y propios. En menos de una página, como una suerte de eterno retorno en la historia de los pueblos sojuzgados,el anciano líder describía el agobio de la situación internacional, las complicidades de las corporaciones externas e internas, lo regresivo -por antinacional- del recetario neoliberal y la necesidad de llevar a cabo una política emancipatoria unitaria, basada en los intereses del campo popular.

(*) Este tramo del histórico mensaje ha sido extraído de la página 240 del libro "La Lealtad", de Aldo Dezdevich, Norberto Raffoul y Rodolfo Beltramini, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2015.