Por Eduardo Luis Aguirre



Lo que es bueno para la colmena, es bueno para la abeja” (Marco Aurelio)



Habitamos los tiempos como podemos. Crucial impotencia la de la condición humana. Cuando los acontecimientos cuya drasticidad nos exceden, nos afligen, nos angustian o nos amedrentan, es natural que los sujetos intentemos pensar cómo atravesar ese camino incierto, incluso antes de que el nuevo Armageddon se precipite sobre nuestras espaldas. Si algo caracteriza al hombre es el instinto de supervivencia y la capacidad de anticipación respecto de aquello que, con suerte, logra entrever como futuro inmediato.



En ese esfuerzo por desentrañar cómo afrontar lo que está por venir, uno puede elegir distintas alternativas que no modificarán el curso de las derrotas, sobre todo cuando éstas se dan en un marco de relación de fuerzas demoníacas. Dicho de otra manera, cuando lo que está a punto de comenzar atraviesa lo existencial y nos hace parte del primer experimento reaccionario radical de la historia moderna. Nos tocó a nosotros, como a otros pueblos les tocó antes lidiar con otras expresiones brutales del sistema de control global punitivo contemporáneo.

Lejos de la falacia de la autoayuda, la forma en que habremos de transcurrir la oscuridad de la incertidumbre nos concita a pensar, una vez más, qué hacer en la coyuntura. Con la pregunta rediviva de Lenin en nuestras manos, algunas breves reflexiones pueden surgir como punto de partida frente al desastre.

Si ustedes me lo permiten, yo intentaría resumir en breves renglones algunos de los preceptos que hacen más de 3000 años dieron origen al pensamiento estoico. Sencillamente porque creo que el estoicismo es una manera posible de transitar este camino singular y arduo, no exento de pérdidas y autocríticas retrospectivas. De miradas contrafácticas, como suele decirse ahora.

Los puntos más salientes del estoicismo, aplicadas a un contexto presente e incendiario, pasan por no perder el control individual y la cohesión de la comunidad. En preocuparse por conservar lo que todavía queda en pie. En agruparse dialógicamente, pacíficamente, esperanzadamente, amorosamente frente a la iracundia desenfrenada que exalta la violencia extrema.

Pienso que a esa nueva realidad de encono legitimado debemos oponer justamente el dominio de las pasiones perturbadores, de las pasiones tristes, como decía Spinoza. Una actitud ética que nos haga fuertes y ecuánimes en la adversidad es tan importante como no asumir lo quijotesco de cambiar aquello que debemos suponer razonablemente que no es posible cambiar. Esa ética implica el desafío de seguir viviendo conforme a nuestra naturaleza racional y los valores que nos llevan a tenderle una mano solidaria a los Otros. Porque siempre va a haber otros que van a sufrir una ordalía más dolorosa que la peor que podemos imaginar. Lo aprendimos: siempre se puede estar peor.

Por eso es que el sentido de justicia, la sabiduría, el coraje y la templanza son bienes que están fuera del mercado. Al contrario, esos valores conviven con nosotros y son las pausas de los grandes retrocesos las que nos proporcionan el tiempo para reflexionar y pensar sobre el contexto fatal e inesperado, disruptivo y catastrófico que nos concierne. Todo es necesario de ser pensado y repensado. La comunidad como necesidad imperiosa de reagrupamiento social, la paz como respuesta racional, la actitud indispensable de comprender el mundo.

Vivir estoicamente es también renovar el compromiso permanente con nuestra comunidad. No sólo con los más cercanos, sino con la humanidad en su conjunto. Significa también que nuestras opiniones deben ser consistentes porque estamos seguros que alguien las estará recibiendo en algún momento. La virtud de la sabiduría es un ensayo del que no podríams librarnos.

He leído que una comunicadora social compara este experimento libertario sin precedentes en el mundo con lo ocurrido en la Argentina de los 90. Pues bien, una actitud estoica sería, por ejemplo, descubrir lo equívoco de la comparación y socializarla. Porque si no entendemos donde estamos es difícil pensar en poder salir de este escenario. “Los noventa” eran el producto del Consenso de Washington, de la Thatcher negando la existencia de la sociedad, de la caída del gran contrapeso en un mundo bilateral, de la OTAN ejemplificando urbi et orbi sobre Yugoslavia. Los gobiernos de los países piadosamente llamados “en vías de desarrollo” tenían pocas posibilidades de apartarse de ese nuevo bloque unilateral de poder. Eso era, y es, el neoliberalismo.

Lo que vivimos en la Argentina es el primer experimento de un proyecto anarcocapitalista. La vieja idea de Murray Rothbard. Un reaccionario que quería volver a los Estados Unidos de antes de 1910, con un estado mínimo y a veces inexistente, donde los impuestos eran extremadamente bajos, la moneda era sólida y se suponía que la nación vivía en feliz aislamiento protegida por dos océanos. “Su odio por el estado fue absoluto y cuanto más crecía este más radical se volvía en su combate”. Es decir que su teoría política era una pasión que estaba lejos del control estoico y por eso se explicita sin ambages y se aplica sin sensibilidad alguna.