Por Rocío Miralles, Leandro Iviglia y Sebastián Soncini.

INTRODUCCION
Este trabajo surge a partir del interrogante que nos plantea la constitucionalidad o no del enriquecimiento ilícito, debido a que en la actualidad este ha sido un punto de discusión dentro de la mas autorizada doctrina, donde se han cuestionado las característica jurídico-dogmáticas del tipo pudiendo encontrar en algunos supuestos una acérrima objeción constitucional a su validez, como así a quienes realizan un esmerado esfuerzo por hallar una interpretación favorable respecto de la norma en cuestión. La doctrina que pretende legitimar el delito estudiado intenta amoldar las irregularidades de la norma a las exigencias y parámetros del ordenamiento jurídico vigente en pos de mostrar a la represión del enriquecimiento ilícito del funcionario público como una oportuna y justa respuesta a las demandas provenientes de la sociedad.
Cuestión que hoy es más vigente que nunca y se compone de ira, bronca y repudio. La población ve con ojos desesperados y llenos de impotencia el comportamiento de sus representantes que se enriquecen de forma desmedida en su paso por la función pública con la impunidad que le otorga el poder y con un desprecio absoluto por la realidad del pueblo.
Los esfuerzos realizados para convalidar la norma son en realidad esfuerzos para castigar la corrupción en el ejercicio de la función pública.
No obstante este gran fin de perseguir y castigar a los funcionarios que se enriquecen con el dinero del pueblo, nos preguntamos si esta defensa de la ley sustantiva esgrimida por el art 268 (2), se basa en una acabada y minuciosa interpretación constitucional de la norma o en un mero discurso demagógico que posibilita el avasallamiento de las garantías consagrada en nuestra carta magna.







Art. 268 (2) C.P
"Será reprimido con reclusión o prisión de dos a seis años, o multa de cincuenta por ciento al ciento por ciento del valor del enriquecimiento e inhabilitación absoluta perpetua, el que al ser debidamente requerido, no justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o de una persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con posterioridad a la asunción de un cargo o empleo público y hasta dos años después de haber cesado en su desempeño. Se entenderá que hubo enriquecimiento no solo cuando el patrimonio se hubiese incrementado con dinero cosas o bienes, sino también cuando se hubiesen cancelado deudas o extinguido obligaciones que lo afectaban. La persona interpuesta para disimular el enriquecimiento será reprimida con la misma pena que el autor del hecho."
El nacimiento de la norma obedece a una iniciativa de Ricardo Núñez(1), que en un primer momento fue rechazada por la cámara baja para luego
(1) Nuñez, Ricardo Tratado Derecho Penal, Lerner, Córdoba, Argentina.
aprobarse en octubre de 1964, con la anuencia posterior de la Cámara de Diputados. Ya por ese entonces se efectuaban cuestionamiento en relación a la redacción de los proyectos y fundamentalmente a la violación de garantías que implicaba. Pasaron mas de treinta años y se podría decir que los avatares políticos (y de los políticos) hicieron necesaria una revitalización de la norma (vale la pena observar que no se aplicó a nadie por años) y parece que el Legislador constituyente de 1994 introdujo nuevamente la cuestión con la redacción del art.36, quinto párrafo:"...Atentará asimismo contra el sistema democrático quien incurriera en graves delitos dolosos contra el Estado que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes determinen para ocupar cargos o empleos públicos. El Congreso sancionará una Ley de ética pública para el ejercicio de la función." Por otra parte se sancionó la Ley 25.188 en concordancia con el mandato del constituyente (Ley de Etica Pública), pero antes se sancionó la Ley 24.759, que aprobó la Convención Interamericana contra la Corrupción, que en su art. IX refiere "Con sujeción a su Constitución y a los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico, los Estados Parte que aún no lo hayan hecho adoptaran las medidas necesarias para tipificar en su legislación como delito, el incremento del patrimonio de un funcionario público con significativo exceso respecto de sus ingresos legítimos durante el ejercicio de sus funciones y que no puedan ser razonablemente justificados por él...".
UBICACIÓN DEL TIPO
*1Las distintas posturas podrían reducirse a aquellos que piensan que se trata de un delito de acción, otros de omisión y otros de una figura compleja. Núñez(1) y Estrella Godoy Lemos afirman, que se trata de un delito complejo. Exige un enriquecimiento apreciable del autor y la no justificación de su procedencia, al ser debidamente requerido para que lo haga. El primero (enriquecerse ilícitamente) es un acto positivo. La segunda (no justificar)
(1) Nuñez, Ricardo Tratado Derecho Penal, Lerner, Córdoba, Argentina.
representa una omisión al deber de justificación emergente del enriquecimiento y, por consiguiente, deber de justificar.
Creus(2) sostiene que el enriquecimiento es una circunstancia del tipo que no tiene ninguna de las características de las condiciones objetivas de punibilidad ni de procedibilidad y que no integra la conducta típica del agente que es la de no justificar; el enriquecimiento es algo que preexiste a la acción típica, pero no la integra. Por esto el autor sostiene que es un tipo omisivo.
Fontán Balestra(3), nos dice que no es la única figura en que se procede de tal modo (la inversión de la carga de la prueba), sin haber provocado reacción y da como ejemplo el de la quiebra fraudulenta por disminución no justificada del activo (art.176 inc.2 C.P.) Para este autor la acción, es enriquecerse ilícitamente y el no justificar ese enriquecimiento es una condición de punibilidad.
(2) Creus, Carlos, Derecho Penal parte especial, Tomo II, Astrea, Bs. As.
Argentina, 1998, Pág. 323
(3) Fontán Balestra Carlos, tratado Dereho Penal, Tomo VII, Abeledo Perrot, Bs. As. Argentina, 1971, Pág. 323.
El delito se consuma con el enriquecimiento, de esta forma el tipo seria de acción.

Bien jurídico tutelado
Existe discusión también a cerca de cuál es el bien jurídico de la norma. Por un lado está aquella postura clásica y consecuente con la ubicación sistemática del delito en el Código Penal que estiman que el bien jurídico que la norma protege es el patrimonio y el normal funcionamiento de la administración pública en el que se procura resguardar frente a los hechos que, inspirados en un fin lucrativo del agente, pervierten la actuación funcional de ésta. (Núñez, Creus sostienen que el objeto de tutela es la protección de la imparcialidad de los órganos de la administración fernte a terceros, atacada en el caso por quienes se valen de los poderes propios de la función para lucrar con ellos o hacer lucrar a terceros).
Sin embargo, últimamente y a raíz de la búsqueda de un valor jurídico superior, la doctrina citada ideó como bien jurídico la imagen de la función pública, es decir, el tipo penal no busca entonces reprimir el acrecentamiento patrimonial indebido del funcionario público sino, por el contrario, la imagen de “transparencia”, “gratuidad” y “probidad de la administración pública”.
Son partidarios de esta propuesta de los autores De Luca y López Casariego, quienes sostienen que “lo que se protege es la imagen de transparencia, gratuidad y probidad de la administración y de quienes la encarnan...aunque el funcionario se haya enriquecido lícitamente, por que ganó la lotería, recibió una herencia, el no justificarlo lesiona el bien jurídico, porque todos los administrados al percibir por si mismos el cambio sustancial en el patrimonio del funcionario se representarán —fundada o infundadamente— que esta originando en su actividad pública y, por ende, que los perjudica, ya que la administración pública tiene su única razón de existencia (objeto y fin) y sustento (económico a través de los tributos) en los ciudadanos.



OPINIONES A FAVOR Y EN CONTRA DE LA CONSITUCIONALIDAD DEL ART 268 (2) C.P.
Argumentos a favor de la constitucionalidad:
La Condición Particular de funcionario público.
Uno de los argumentos que se esbozan es que la calidad de funcionario público del sujeto activo del ilícito los obliga a conocer con anticipación el régimen especial al que serán sometidos durante su función, siendo una de las condiciones la resignación voluntaria de los principios constitucionales.
La lógica seria que la singularidad del cargo posibilitaría que al funcionario, a diferencia de cualquier ciudadano común, se le achicara el bloque de garantías y principios previstos en la Constitución.
Sebastián Soler, en el debate parlamentario de la Ley 16.648, esgrimía este fundamento bajo la órbita de encuadrar al enriquecimiento ilícito como un delito omisivo. El autor explicaba que:
“...no hay nada desmedido, irregular o excesivamente severo en imponer a los funcionarios un deber semejante al que recae sobre un administrador común, al cual se le exige, bajo amenaza penal, una rendición de cuentas con la cuidadosa separación de los bienes del administrado...”.
En el mismo sentido se orienta Creus, afirmando que el enriquecimiento es una circunstancia del tipo que no tiene ninguna de las características de las condiciones objetivas de punibilidad ni de procedibilidad y que no integra la conducta típica del agente que es la de no justificar; el enriquecimiento es algo que preexiste a la acción típica, pero no la integra. Este autor, afirma la constitucionalidad de la figura, en atención a que la Ley no crea una presunción, sino que impone un deber y lo que se reprime es su incumplimiento y agrega el art.18 de la C.N. en cuanto a que nadie está obligado a declarar contra si mismo, ya que quien se encuentre en la disyuntiva de confesar ser autor de un delito o no justificar y quedar como autor del delito previsto por el art.268 (2) , se trata de una disyuntiva que no emana de la Ley, sino de la conducta de cualquier modo ilícita del sujeto. Sería absurdo que hasta allí alcanzara aquella garantía, de neto corte procesal. De Luca y Julio E. López Casariego(4), afirman que se trata de un delito de omisión, y por tanto no es inconstitucional dado que lo que se valora en contra del imputado no es su silencio sino la existencia previa de un apreciable e injustificable enriquecimiento, a la vez que la condición de funcionario público implica de alguna forma la renuncia voluntaria de algunas garantías. También se habla de que colocarse voluntariamente en situación de imposibilidad de justificar los delitos de omisión, no impide su configuración. Por otra lado José Severo Caballero*, coincide en que la acción típica es no justificar el enriquecimiento apreciable, producido con posterioridad a la asunción del cargo público y que no advierte ataque constitucional, dado que con el requerimiento debido se conservan todas las posibilidades de
(4) De Luca y Julio E. López Casariego, Enriquecimiento ilícito y Constitución Nacional, La Ley, Febrero 2000, Pág. 249 y sig.
defensa. Tampoco el estado de inocencia, (sobre la base de la presunción de ilicitud del origen de la riqueza) se vería afectado solo cuestionado como en cualquier imputación, pero su estado de inocencia se mantendría inalterado. El autor también le atribuye el carácter de deber constitucional al hecho de justificar, por su especial naturaleza política y social. La justificación es como la rendición de cuentas de un funcionario que administra bienes ajenos ante el requerimiento administrativo o judicial. Hasta aquí se pueden observar opiniones que por distintos motivos defienden la constitucionalidad de la figura en estudio y con matices, mayoritariamente, la ubican como un tipo de omisión.
La norma obliga a declarar a favor de sí mismo.
Otra de las manifestaciones que brega por justificar la legitimidad la estructura típica del delito del enriquecimiento ilícito es aquella que dice que la norma no busca que el funcionario se vea obligado a declarar contra si mismo, sino que su objetivo es que lo haga a favor de si mismo.
Se trata de un simple juego de palabras que no hace mas que desconocer el real contenido de la garantía de “no autoincriminación” (CN., 18).
El sujeto sometido a proceso penal debe elegir en forma libre y espontánea si presta o no declaración ante la intimación judicial que se le hace. La garantía de no verse obligado a declarar contra si mismo no queda irrestricta a la confesión, sino que abarca generalizadamente la decisión personal de explicar, confesando o no, los hechos que se le imputan.
Es una máxima constitucional, sin distingos, que no se puede obligar al acusado a brindar información sobre lo que conoce; esta dentro del ámbito de su libertad tomar la decisión de colaborar con la persecución, motivo por el cual resultaría ciertamente inmoral e invasivo que las agencias del Estado pretendan conseguir dicho aporte coactivamente.
Esta exégesis no resiste frente al análisis de la estructura típica del ilícito.
Surge con evidencia de la misma que su finalidad principal es obtener la colaboración del acusado para dilucidar la existencia de hechos infractores que condujeron al enriquecimiento indebido, el que no es posible probar por los cauces probatorios ordinarios.
El Código Penal, con las consecuencias reseñadas, busca sancionar penalmente un acrecentamiento patrimonial originado en posibles conductas que autónomamente quizá son delitos (cohechos, exacciones ilegales, peculados, etc.), pero, debido a las peculiaridades de quien las comete (delito especial propio) resulta difícil demostrar su perpetración.
Por ello, el dato objetivo de un notable aumento patrimonial no es prueba suficiente de la comisión del delito de enriquecimiento ilícito (CP., 268 —2—) y no siendo posible que el Estado por sus medios y procedimientos ordinarios se proporcione los elementos conducentes para justificar los hechos de dudosa legitimidad que pudieron dar lugar a dicha situación, viene la no explicación del funcionario del origen legitimo del enriquecimiento a configurar el hecho complementario para la punición de la conducta.

El artículo 36 Constitución Nacional como legitimante del artículo 268 (2) del Código Penal
El contenido del quinto párrafo del nuevo artículo 36 de nuestra Carta Magna viene siendo considerado como la voluntad del constituyente de legitimar las disposiciones del tipo penal estudiado, más allá del quebrantamiento a las garantías y principios del debido proceso que el citado cuerpo normativo evidencia.
La mentada disposición constitucional reza que: “Atentará contra el estado democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento, este autor quedará inhabilitado por el tiempo que la leyes determinen para ocupar cargos públicos”.
Se explica que la incorporación de dicho precepto responde a un objetivo nacional con el que se procura —en lo político— la defensa del orden democrático mediante el imperio o la vigencia constitucional.
Así, se trata de una reforma que revalora la labor de los funcionarios y empleados públicos a quienes se les confía la guarda y administración de fondos públicos; por ello, el incumplimiento de los deberes que le asisten por tal rol asignado se instruye bajo un programa procesal distinto, aunque aparentemente violatorio de los principios y garantías sustanciales al Estado de Derecho.
La lucha contra la “corrupción” vendría a ser el escudo esgrimido para ocultar o alivianar las duras críticas que la norma cuestionada recibe por parte de un sector de la doctrina respecto de su inconstitucionalidad.
Tal es el fervor invertido para asegurar la vigencia de la penalización del enriquecimiento ilícito que se manifiesta que el incumplimiento de un deber sustancial adquirido a raíz del manejo de los fondos públicos confiados al funcionario y en relación a sus funciones no puede habilitar el planteo de que viola el principio de inocencia que consagra el artículo 18 de la Constitución Nacional, toda vez que se trata de hechos que suponen de manera vehemente el enriquecimiento a costa de los fondos públicos.
La conducta típica prevista por la norma analizada es un accionar doloso y abiertamente abusador de la función encomendada, por lo que se relativiza y relega la presunción de inocencia prevista en el artículo 18 de la Constitución Nacional.
Además, se argumenta que no existiría ataque al derecho de defensa en juicio por cuanto el requerimiento de justificar mantiene todas las posibilidades de defenderse y el cuestionamiento a la presunción de inocencia es similar a cualquier otro proceso, siendo únicamente el dictado de una sentencia condenatoria la que lo declare y permita considerarlo culpable.
Sin lugar a duda estas interpretaciones gestionan gratas elucubraciones a favor de la constitucionalidad del texto legal, con un giro indiscutible de ideas que buscan en un lector ocasional un punto de vista indulgente respecto del delito.

La Convención Interamericana contra la corrupción (Ley 24.759)
Otro de los argumentos legitimantes al que se acude es la ratificación de la Convención Interamericana contra la corrupción, suscripta en la ciudad de Caracas, Venezuela, el 29 de marzo de 1996, en ocasión de la Tercera Reunión Plenaria de la Organización de Estados Americanos; Pacto Internacional que fue sancionado por el Congreso Nacional el 4 de diciembre de 1996 a través de la Ley 24.759, la que fue promulgada de hecho el 13 de enero de 1997.
Esta convención internacional, dentro de sus objetivos, resalta la importancia de prevenir, perseguir y sancionar actos de corrupción contra el Estado, considerando a éstos actos como un obstáculo serio para todo desarrollo social y económico, como así también, una de las principales amenazas contra el orden democrático y la consolidación del Estado de Derecho.