Por Eduardo Luis Aguirre
Un fantasma recorre eso que llamamos occidente. Es la convicción mayoritaria de que habitamos un tiempo de “descreimiento en la democracia”, donde instituciones tales como las agencias judiciales, la prensa, los poderes políticos (ejecutivo y legislativo) y sus gestores han monopolizado en los últimos años el desprecio o el desdén de los ciudadanos. Esa agudización del descreimiento -una suerte de nihilismo globalizado- obedece en buena medida a la constatación de que las democracias indirectas, no han sido capaz de mejorar su calidad de vida ni sus expectativas de futuro. De hecho, el futuro se ha tornado en una especie de entelequia que millones de personas creen que no existe. O más claramente, que no hay futuro. De aquí emergen réplicas sintomáticas como el abstencionismo electoral o los atajos autoritarios. Ambos no son más que una respuesta a la distancia, la falta de confianza en el sistema o en sus operadores, la dureza con la que un capitalismo en su fase neoliberal trata a los sujetos y las modificaciones que provoca en sus respectivas subjetividades.
Por eso la idea de descreimiento, debe ser utilizada con sumo cuidado, porque está claro, al menos en lo que nos surge de nuestras experiencias etnográficas, que hay una crítica genérica a la democracia, un clamor que pone en cuestión su obsolescencia y otras debilidades que impiden la realización de las sociedades y sus habitantes. De allí al clamor autocrático hay un paso y no deberíamos recorrerlo sin antes auscultar cuáles son las causales de esa incredulidad. Sobre todo, porque este estado de ánimo occidental puede que no coincida con el de los países donde no existen modelos democráticos. Si la crisis, entonces, fuera vista como rechazo o desprecio a la democracia, preferimos hablar de emergencia y no de descreimiento. Una especie de negación epocal que desdeña el conocimiento, la palabra, la moral y la ética. Un nihilismo político que se yuxtapone con el autoritarismo de las nuevas derechas, pero que puede ser reconfigurado o reconstituido. La tarea de revertir esta emergencia que afecta a pueblos que se sienten defraudados por un sistema representativo que no resuelve sus problemas ni lo representa nos compele a sustituir esa precepción generalizada por una exigencia práctica de profundización de la democracia. Históricamente, la democracia se ha basado en valores que sin dudas serían relevantes para revalorizar esta distancia entre el pueblo, sus instituciones y organizaciones. La ética, la honestidad, el diálogo, la austeridad, la justicia social, la asunción del otro en tanto otro, el espíritu comunitario, el respeto a una doctrina, la profundización teórica, los gobiernos obedienciales. No habrá democracias si no se respetan al menos estos valores. Tampoco podrán ganarse elecciones si no se llega a nuestros votantes con esta potencialidad conjunta. Eso nos exige conocer las intuiciones y percepciones de la gente, comprender su sistema de creencias, su cosmogonía, así como aproximarnos a ellos y lograr entablar un diálogo explicativo de las propuestas.
Este conocimiento podremos adquirirlo mediante experiencias cualitativas. No hacemos encuestas ni estadísticas. Nuestra tarea es ir hacia la gente, lograr la confianza, la cercanía o lo que técnicamente se denomina rapport y desde allí intentar entablar un diálogo político. Como bien definen autores respetados mundialmente como Taylor y Bogdan,"la investigación cualitativa es aquella que produce datos descriptivos: las palabras y la observación de las conductas de las personas investigadas".  Ya sabemos que, en un contexto de visible ausentismo electoral y emergencia democrática, las preferencias no pueden atarse a ensayos meramente numéricos. Cuando hablamos de las fallas de las encuestas nos estamos refiriendo a esos indicadores, que son fatales para las prácticas puerta a puerta que reconocemos históricamente. Los militantes, en los ejercicios cualitativos deben necesariamente producir un acercamiento, escrutar mediante el diálogo e incluso a través de la reivindicación de sus rutinas y creencias el vínculo con la sociedad. Ese diálogo debe ser fundamentalmente humanista. Promovido a través de valores comunes que conforman un acervo colectivo. Para eso no es necesario sacar a las calles a sociólogos o antropólogos. Por el contrario, lo único que necesitamos es sustentar el ir hacia la gente en valores. Valores comunes que son los que surgen de nuestra doctrina y de nuestro pueblo. No hay nada críptico ni dificultoso en ese ejercicio. Por el contrario, la clave es parecernos a nuestros vecinos. Para rescatar la democracia esas conversaciones son un ejercicio ético indispensable. No hay posibilidades de ganar las elecciones en tiempos donde la técnica secuestra las subjetividades tal como las conocimos si no se coincide en una cercanía humana. La decisión favorable de los votantes podría obtenerse con (muchas) mayores posibilidades conociendo al vecino, coincidiendo en sus valores, atendiendo sus preocupaciones, sus expectativas, necesidades y frustraciones, comprendiendo el rechazo y el desdén. No hay nada mágico en la etnografía. Solo se trata de conocer y transmitir (en desarrollo).