Por Eduardo Luis Aguirre

 

Como en el emblemático 17 de octubre de 1945, como en la socialdemocracia de la II posguerra, como en los albores de la revolución cubana, como el ambiente único que se vivía después de la caída de Saigón, como en las revueltas polisémicas de París y Praga, como en cada una de las cruzadas contra el colonialismo. El campo popular se ve compelido ahora a reconstruir una idea de futuro más justo, una nueva forma de habitar los espacios comunes, una revalorización del nosotros que supere la barbarie de un hombre-individuo que nunca existió. Se trata organizarse para intentar una nueva utopía histórica.

Este es el desafío de la hora. Acaso la última oportunidad de disputar un nuevo sentido en una batalla cultural que nunca ganamos y cuyas evidencias emergen, dramáticas, de las catacumbas de las nuevas lógicas y retóricas desaforadas, inimaginables hace apenas unos años en la Argentina. Justamente el país que es ejemplo en todo el mundo en materia de Derechos Humanos y experiencias comunes.

Las tentativas emancipatorias de todo el mundo, después de la caída de los opacos socialismos reales, jamás volvieron a desarrollar un paradigma totalizador capaz de disputar el sentido mismo de la vida, de la comunidad, del aseguramiento de derechos, de la adaptación a una administración de los estados compatible con el desarrollo de las nuevas tecnologías y “mentalidades”. Vale decir, jamás volvió a enhebrar una idea movilizadora de futuro común.

Ese desafío titánico es el que tenemos enfrente y el interrogante crucial, como hace más de cien años, sigue siendo qué hacer para revertir la colonización de subjetividades más inesperada y la proliferación de un sentido común regresivo y predatorio.

El contexto es por demás dificultoso. El discurso hegemónico ha prendido echando mano incluso al imaginario religioso. Los libros canónicos hablan de la vida terrenal como un tránsito pecaminoso, sacrificial, que depara en un futuro la vida eterna. La diferencia es que ese discurso encierra la trampa de suponer que el sufrimiento del presente augura un mejor estar futuro inexistente durante la efímera vida de millones de sujetos. Son los que, cada vez más solitarios e individualistas, desafiliados de toda creencia común, deambulan disciplinadamente, como famélicos recolectores, hacia el desastre inexorable.

Hay una frase de Sigmund Freud que ilumina este tránsito histórico y tan difícil de desentrañar: “Todo aquel que ha vivido largo tiempo dentro de una determinada cultura y se ha planteado repetidamente el problema de cuáles fueron los orígenes y la trayectoria evolutiva de la misma, acaba por ceder también alguna vez a la tentación de orientar su mirada en sentido opuesto y preguntarse cuáles serán los destinos futuros de tal cultura y por qué avatares habrá aún de pasar. No tardamos, sin embargo, en advertir que ya el valor inicial de tal investigación queda considerablemente disminuido por la acción de varios factores. Ante todo, son muy pocas las personas capaces de una visión total de la actividad humana en sus múltiples modalidades. La inmensa mayoría de los hombres se ha visto obligada a limitarse a escasos sectores o incluso a uno solo. Y cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser nuestro juicio sobre el porvenir” (1).

Quiero hacer pie especialmente en el tramo de la cita que advierte sobre lo arduo de construir una visión total de la actividad humana en sus múltiples modalidades. Esa construcción sería, nada más y nada menos que un paradigma totalizante. Allí no es suficiente la etnografía respecto de uno o escasos sectores. Naufraga en estas aceleradas mareas el saber microfísico. La tarea es mucho más amplia, obliga a construir un juicio (que no es otra cosa que una nueva disputa) sobre el pasado, sobre el presente y, particularmente, sobre el futuro, tres categorías que muy bien podríamos poner en cuestión.

Lo único que adquiere materialidad frente a la imperiosa, categórica necesidad de recuperar la comunidad es la rehabilitación de una doctrina. La doctrina entrelaza el pensamiento con el sentir popular, lo abstracto con la materialidad del hacer. La imaginación con la realización más concreta. La solidaridad como fraternidad. La espiritualidad con la militancia. La idea de una Nación como expresión de una Comunidad Organizada. El argumento como sustituto de los caracteres breves. La mirada del otro por encima de los dispositivos tecnológicos sin echar de menos la técnica, aunque advertidos plenamente de sus riesgos. Claramente, me refiero a esa ventaja cualitativa esencial de que disponemos los argentinos, que no es otra cosa que la Doctrina Peronista. Allí está, en ese entramado discursivo, la aproximación más rica y potente para intentar la reconstitución de la idea de futuro, en este caso común.

En un momento en que Baruch Spinoza reivindica su influencia entre los pensadores revolucionarios después de casi cinco siglos, me permito traer entonces a colación la rúbrica de aquel discurso de Juan Perón en el Congreso de Filosofía de Mendoza, en 1949.

“Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese “nosotros” se realice y perfeccione por el yo. Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de las libertades que procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente, indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse por la conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea está desterrada de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo pueda realizarse y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza: “[Sentimos,] experimentamos que somos eternos” (2).

La armonía y la plenitud de la existencia, la realización del nosotros por sobre la bestialidad del individualismo procaz, el conocimiento que se asume como cultura, la libertad, la ética solidaria, la realización individual y colectiva como conciencia plena inexorable, los fines espirituales que le dan sentido a la vida y la materialidad de lo realizable, como presupuesto de una existencia eterna. Esa es la idea de futuro que tal vez debamos confrontar a la brutalidad de la entronización de la propiedad privada, a la negación de lo comunitario, al desapego por el otro, de la brutalidad hegemónica. Claro que el objetivo no es fácil de alcanzar. En el escenario inhumano que propone el capital todo aquel que pretenda pensar a contracorriente sabe que se expone a una relación de fuerzas desfavorable. Que habrá avances y retrocesos. Que en los retrocesos iremos dejando en el camino el hedor plebeyo de la frustración y el cansancio cruento que deparan las derrotas. Hasta que la palabra recobre su valor humano, espiritual, profundamente revolucionario y circule hasta los intersticios más remotos e invisibles de lo humano. Cuando la palabra circule y rescate del desdén monosilábico los diálogos y las tertulias de antaño, algo habrá de iluminarse en ese horizonte interminable. Con ese amanecer sobrevendrá la permanencia espiritual, casi mística, del pensamiento y la mirada del otro. En ese preciso instante, que será futuro, comenzará a cambiar, pacíficamente e irreversiblemente, la naturalización bárbara de un mundo injusto.

(1)    Freud, Sigmund: “El porvenir de una ilusión”, 1927, disponible en elortiba.org

(2)    Perón: “La Comunidad Organizada”, https://bcn.gob.ar/uploads/Peron-comunidad-organizada.pdf