Por Eduardo Luis Aguirre
“El progresismo de mi época –dice uno- era el orégano que se le ponía a una pizza, pero no era la pizza” (1).
Un cúmulo de desatinos. Un consignismo fatal, liviano, extraviado en cada intento. Este progresismo argentino, el de la ontologia propia, el que se expresa siempre confusional desde los medios y las redes, el que decide desde la institucionalidad del ejercicio del gobierno es el único riesgo cierto capaz de poner en vilo la victoria. Su jerga ociosa, su habitual destemplanza lo convierten en un riesgo cierto para el destino del pueblo. Ya quisiera Soros y las demás ONGs del imperio contar con esta fraseologia agitativa y ociosa en todo el mundo. Pero no es asi, la Argentina es uno de los reservorios capaces de retransmitir a cada rato las posiciones políticas con el calado suficiente para augurar una derrota. Me animaría a trazar una analogia con España. Allí también el progresismo y su asumida supremacía moral liquidaron en tiempo record sus prppopias fomaciones (lease Podemos y los grupos que lo orbitan) y hsbrán de depararle al PSOE una catástrofe en las próximas elecciones generales). Las analogías son demasiadas y preocupantes. Una periodista de un diario que hace tiempo perdió el rumbo, exalta la condición de superioridad moral sobre el fascismo que invoca un actor español. Esa cita de autoridad ni siquiera se pregunta si lo que aluden como tal con seguridad rotunda es, en puridad, fascismo. Pero si esto fuera poco, la periodista de prosa ponderable se asocia a un clamor que en el fondo subyuga y galvaniza ambos progresismos, el de allá y el de acá. La lucha abierta y franca contra los que construyen discursos de odio y justifican agresiones a homosexuales, maltrato y crímenes de mujeres, racismo, exclusión de inmigrantes”. Muy impresionante. Esas consignas fueron las que borraron a los morados del Ayuntamiento de Madrid, el lugar neuráligico donde nacieron como espacio político. La onda expansiva de sus postulados no le van en zaga. Las propuestas de Pedro Sánchez se alejan de cualquier transformación estructural, que es justamente lo que los oprimidos están esperando. No van más allá de la gratuidad del boleto estudiantil. Pero el progresismo no lo entiende. Cree en la centralidad de sus dislates, justamente en un mundo donde las discusiones políticas deberían resguardar la profundidad que impone la derecha y la densidad que nos salve de las guerras y las desigualdades. Sepultar la carnalidad y la materialidad de las grandes contradicciones sólo servirán para servirle en bandeja al neoliberalismo predatorio el paneta mismo.
(1) Rodríguez, Martín: “El fin del discurso único”, disponible en https://panamarevista.com/el-fin-del-discurso-unico/