En su libro “La sociedad de iguales” (2013), último tramo de una saga destinada a reflexionar sobre las sucesivas transformaciones de las democracias (1), Pierre Rosanvallon, Profesor de Historia Moderna y Teoría Política en el Colegio de Francia, advierte sobre las distintas dimensiones históricas y sociales que han asumido estas formas de gobierno entre el siglo XIX y la contemporaneidad neoliberal.



La democracia es, para Rosanvallon, a la vez no solamente un régimen sino tambiénun conjunto de instituciones.

Desde esa perspectiva, el autor afirma que las instituciones electorales representativas fundadas en el principio de mayorías hoy ya no serían suficientes para asegurar la legitimidad de un poder, porque la idea de mayoría es, en alguna medida, una ficción de la generalidad de la sociedad y porque la democracia no puede limitarse a un proceso de  decisión inmediata (2).

Por eso, para que la democracia sea legítima, debe apoyarse en otro tipo de instituciones, además de las mayorías electorales, siempre circunstanciales e insuficientes.

Sobre todo porque existen otro tipo de instituciones que representan formas diferentes de concebir la generalidad democrática. Junto a la idea de “generalidad,” que es el principio de mayoría, existen instituciones que encarnan el principio de “imparcialidad” (3). Es decir, no se trata del poder del pueblo, sino de instituciones de las que ninguna persona puede sentirse dueño. Por lo tanto, el principio de imparcialidad radica en un cierto número de autoridades independientes, por ejemplo. Seguramente podemos discutir su forma de composición y su rol, pero la idea es que la democracia no es solamente ocupar un poder, sino simplemente instituciones sobre la cual ningún partido o ningún grupo en particular podría poner la mano. Mientras que la mayoría pone en el poder a un grupo particular de la sociedad, la gran evolución de las sociedades democráticas se basa en que hay un juego de definiciones diferentes de la voluntad general. La voluntad general es evidentemente lo que surge de las urnas, pero también existe una memoria de la voluntad general, que son los principios fundadores con los cuales se organiza la sociedad. Estos principios fundadores están inscriptos en la Constitución de un país. Cada vez con más frecuencias, hay en las democracias una especie de territorio en disputa, entre el poder inmediato de las urnas y la memoria del poder popular que está encarnado en la Constitución.

Si estamos atentos a la coexistencia de ambos principios ordenadores de las sociedades democráticas, podríamos avanzar en preguntas cruciales sobre las mismas. Por ejemplo, cómo se explican las exponenciales desigualdades en las sociedades de los siglos XX y XXI y las escasas protestas sociales que esas situaciones de privación relativa acarrean. Los dos fenómenos están relacionados, dice Rosanvallon, y para entenderlo hay que comprender cómo se hace la primera ruptura con el capitalismo salvaje del siglo XIX, porque lo que vivimos hoy es una suerte de retorno a las condiciones de explotación vigentes en el siglo XIX. Es decir, un retorno a una situación en la cual los patrimonios terminan por constituir categorías sociales absolutamente separadas entre sí. E incluso, de alguna manera, se pueden observar la huella en la sociedad francesa del problema que se puede llamar la inflación inmobiliaria desde hace 10 años. Hoy está en camino de constituirse en la sociedad francesa dos categorías de gente: la de las personas que pudieron acceder en algún momento a la propiedad inmobiliaria y la de los que no accederán nunca; las que pagarán alquileres y la de los que pudieron acceder, o sus hijos pudieron acceder, a la propiedad en otro tiempo. No es un dato menor. Y para comprender el gran cambio de los años ochenta hay que entender previamente la gran ruptura con el capitalismo salvaje de fines del siglo XIX que se dio entre la finalización de la Primera Guerra Mundial y el avance neoliberal producido a partir del shock petrolero de 1976, que algunos señalan como el comienzo de la posmodernidad europea. En esas seis décadas, se produjo en Europa, sobre todo después de la segunda posguerra, un movimiento continuado de disminución sostenida de las desigualdades sociales. Rosanvallon da cuenta de cómo el propio capitalismo industrial del estado-providencia de la segunda mitad del siglo pasado garantizó su propia sustentabilidad, incluso en los Estados Unidos, mediante la creación de instituciones sociales muy parecidas en todo occidente. El propio Peter Drucker –verdadero gurú del management americano- escribía acerca de la inconveniencia de que en las empresas la renta del director superara en más de veinte veces el salario el obrero peor pago. Esa era la situación en los años setenta. A partir de los años ochenta, en cambio, la diferencia se estira a cuatrocientas veces y hasta a mil veces (4).

Pero es interesante seguir recorriendo aquellas décadas del siglo pasado donde los estados hicieron esfuerzos comunes y casi concomitantes para reducir las desigualdades más espantosas generadas en el siglo XIX. Varios factores debieron concurrir para que eso ocurriera. El primer factor es, simplemente, lo que Rosanvallon llama el “reformismo del miedo”. A fines del siglo XIX se comienza a formar el Partido Socialista, con el sufragio universal. El sufragio universal en Inglaterra comienza a extenderse en 1880 y se universaliza realmente después de la Primera Guerra Mundial. En Alemania ocurre algo similar con la República de Weimar, cuando el sufragio universal se consolida. Y entonces, el ascenso progresivo de los partidos socialistas, la institucionalización de los sindicatos y la organización del mundo obrero, creó una especie de gran miedo en los medios conservadores. Ese gran miedo se tradujo en la consigna de Bismarck: si queremos evitar una revolución social en el futuro, hay que proceder a hacer reformas sociales y fiscales. Así se implementaron los sistemas de jubilaciones, el Estado Providencia, el sistema de seguro médico que Bismarck puso vigencia en la década de 1880. Entonces el reformismo del miedo jugó un rol muy importante en todas partes, en Europa y en Estados Unidos, especialmente después de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución de 1917.

Existe, además, un segundo factor. El espectro del comunismo influyó de la misma forma en la actuación del gaullismo en Francia: hay que invertir fuertemente en lo social si se quiere evitar que el país se haga comunista.

Un tercer factor que explica estos cambios lo constituyó el seguro contra accidentes de trabajo, que se estableció casi al mismo tiempo en muchos países de Europa como Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica en la década de 1890. Los primeros elementos de protección colectiva del trabajo, con las instituciones de las convenciones colectivas se establecieron en casi toda Europa al mismo tiempo en los primeros cuatro años posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. El seguro médico y el seguro de desempleo también se crearon en la mayoría de los países en un período de 20 años. Todo esto se desarrolló de una manera extraordinariamente rápida, porque hay un factor adicional, además del reformismo del miedo, que es lo que explica el cambio, que es lo que Rosanvallon llama “reformismo de trinchera”. Es decir, la IGM desempeñó un rol fundamental en la transformación de las sociedades. No hay que olvidar que a partir del millón de muertos que todavía se homenajean bajo el Arco de Triunfo hubo un sentimiento profundo, se experimentó una nueva relación de la gente con el significado histórico, emocional y subjetivo de la guerra.

Dos evidencias vienen en ayuda del pensador galo. Una de ellas es la mirada de Tony Judt, de quien ya nos ocupamos en estas columnas (5), que instala el límite de las transformaciones sociales posibles del capitalismo transmoderno en las experiencias socialdemócratas hace más de veinte años. Otra es la doble experiencia de los populismos en América Latina, especialmente en la Argentina, donde las transformaciones no solamente se limitaron a la expansión de derechos civiles, políticos y sociales, sino que implicaron una comprensión del mundo y una conciencia de pertenencia regional. Ese acervo sigue vigente, aún en las subjetividades desagregadas y volátiles que promueve el estado de excepción neoliberal.

Por eso es necesario comprender el mundo. Nuestro autor, europeo al fin, sostiene que la emancipación pasa también por la comprensión. Por empezar, por la comprensión de que los países se encuentran en un dispositivo mundial nuevo. Cuando se vive en un mundo en el cual no se tiene poder sobre la realidad, y no tener poder sobre la realidad no es solamente por ser impotente, sino también por no comprender el mundo en el que se vive. Rosanvallon piensa que lo más importante que pueden aportar los intelectuales es justamente contribuir a hacer el mundo apropiable, comprensible. Hacer el mundo apropiable consiste justamente en hacer un mundo que no se sufra como algo opaco, un mundo que se imagina como portador de fuerzas del mal, fuerzas de manipulación o complots subterráneos que lo animan, sino comprendiendo los mecanismos sociales a través del análisis de las sociedades y de los nuevos sujetos de la historia.

(1) Obra ésta precedida por “La contrademocracia”, publicada en el año 2006 y “La legitimidad democrática”, de 2008.

(2) La contrademocracia, Ed Manantial, Buenos Aires, p. 81.

(3) https://www.youtube.com/watch?v=AErEZD9_f6U

(4) https://www.youtube.com/watch?v=jUj6DmLXxOc

(5) http://www.derechoareplica.org/index.php/filosofia/1109-algo-va-mal