Resulta muy interesante confrontar la jurisprudencia de la CSJN, que decretara la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final, con  el Auto del Tribunal Supremo español contra el Juez Baltasar Garzón, de 7/4/2010, que en su momento lo imputara de haber cometido el  delito de prevaricato al dejar de lado la Ley de amnistía N° 46/77, sancionada por el parlamento español. Garzón había intentado investigar hechos que podían constituir delitos de lesa humanidad, todos ellos perpetrados durante la Guerra Civil y la dictadura franquista en lo que, estando a lo que entendió el Tribunal Supremo, “suponía desconocer principios esenciales del Estado de Derecho, como los de legalidad penal e irretroactividad de la ley penal desfavorable, además de implicar el desconocimiento objetivo de leyes democráticamente aprobadas, como la Ley de amnistía 46/1977”.


La Corte argentina, como sabemos, decretó la inconstitucionlidad de las leyes de obediencia debida y punto final. El argumento utilizado radicó justamente en que los poderes legislativos no podían amnistiar conductas que significaran la convalidación de delitos de lesa humanidad que el país se había comprometido -aún antes de la reforma constitucional del 94'- a perseguir y juzgar. España no solamente tiene tipificado en su código penal el delito de genocidio, sino que además ha acompañado políticamente diversas experiencias previas de justicia universal. Por si ello fuera poco, ha intervenido en casos de represores argentinos (Caso Scilingo).
Una de las dos decisiones, que se excluyen entre sí, contradice entonces al  Derecho  Penal Internacional contemporáneo.
Y encuentran un punto de ruptura a partir de las denuncias que las víctimas del franquismo presentaran ante la justicia argentina, y la decisión de la jueza María Servini de Cubría de pedir la extradición de cuatro ex funcionarios de la dictadura franquista para ser juzgados en nuestro país, consecuencia directa del principio de “justicia universal”.
La respuesta española es previsible: ha sancionado en 1977 una ley que amnistía los graves crímenes de masas cometidos durante la guerra civil y el régimen franquista, la ha reivindicado su más alta expresión jurisdiccional frente al intento del juez Garzón, y la ideología del partido en el gobierno parece deparar pocas dudas en lo que concierne a las posibilidades de prosperar que le aguardan al pedido de Servini de Cubría.

 El problema, entonces, se resume en el dilema  que plantea la existencia de dos cursos de acción en apariencia contrapuestos en lo que atañe a las posibilidades de que las democracias modernas puedan –a través de sus parlamentos- sancionar leyes que signifiquen formas diferentes de amnistía en casos de delitos de genocidio y lesa humanidad. Aunque todavía no se lo haya advertido en su real dimensión, el problema planteado desde el denominado “Caso Garzón”, a partir que el Tribunal Supremo Español, a través del auto del Juez Varela, decide impulsar una acción penal contra el citado magistrado por haber incurrido éste, supuestamente, en el delito de “prevaricato”, coloca la situación española en un punto de no retorno aparente. Esta figura penal, tanto en la Argentina como en España, supone en el caso de los jueces y magistrados el dictado de resoluciones que a sabiendas son contrarias del orden jurídico vigente. Ahora bien: qué es lo que en concreto se le imputa a Baltasar Garzón? El propio dispositivo judicial lo explicita en sus partes pertinentes y enmarca la cuestión a dirimir  :
 “b) La “existencia de un debate” acerca de la perseguibilidad de los
crímenes contra la Humanidad, la vigencia e interpretación de las leyes de
Amnistía y el alcance de la prescripción en los casos de desaparición
forzada de personas, es calificada por el
imputado como un "hecho" a investigar.
Tal tesis no puede ser compartida. Lo que la representación
procesal del propio imputado denominaba, en sus anteriores escritos,
“corrección” jurídica de sus resoluciones es una cualidad cuya atribución -que no verificación- deriva de la interpretación de la norma jurídica. Su
ausencia es, como dice la propuesta de diligencias del imputado, un
elemento objetivo del tipo penal de prevaricación. Pero no objetivo
descriptivo, sino objetivo valorativo o normativo, que carece de naturaleza empírica, sin que pueda ser percibido o conocido a través de los sentidos.
Precisamente por eso, no siendo verificable, su afirmación o
negación puede suscitar acuerdo o discrepancia, pero la adhesión o
rechazo no es el resultado de una investigación histórica, sino de la
interpretación de la norma desde la que se valora el acto. Su aceptabilidad es más tributaria de la fuerza del argumento que la justifica que de otro tipo de referencias.
A la hora de determinar si ha sido o no cometida prevaricación, el
juicio de valor correspondiente sobre la corrección jurídica de las
resoluciones del imputado es responsabilidad exclusiva y excluyente del
Tribunal que ha de enjuiciarlo. Sin duda lo hará ilustrado por los
argumentos de las partes al respecto, pero sin la intermediación de pericias jurídicas y, menos aún si cabe, de plebiscitos que son incompatibles con el ejercicio de la potestad jurisdiccional de un Estado democrático. (cfr. Sentencia del Tribunal Supremo Sala 2a, núm. 13/2006, de 20 de enero).
Solamente desde una apriorística desconsideración, no ya del
Tribunal enjuiciador, sino de la capacidad técnica de la defensa letrada de
las partes, se puede entender necesario, ni siquiera útil, acudir a la opinión de otros juristas para formar el criterio que aquel enjuiciamiento reclama.
En la actual fase de éste procedimiento ese enjuiciamiento ha de
resolverse en clave de mera probabilidad en lo que concierne a la
constatación de veracidad de hechos imputados. Por ello, en la medida que la investigación practicada excluye la ausencia de suficiente justificación de la perpetración del delito de prevaricación imputado, debe declararse que ha lugar a proceder, conforme pasamos a exponer.
4.- Existencia de causa probable:
Resulta poco cuestionable la probabilidad de que el Ilmo.
Magistrado querellado haya perpetrado los hechos objeto de este proceso.
Tales hechos consisten en la adopción de las resoluciones que se han
detallado, tanto en las querellas como en los Autos de admisión de éstas, en el Auto de este Instructor que denegó el sobreseimiento y, en fin, en el
Auto de la Sala que ha confirmado esta última decisión.
Y precisamente esta última confirmación, al rechazar el recurso de
apelación directa del querellado, excluye toda eventual discrepancia, y
rectificación, del criterio de este Instructor, ante el que no se formalizó
recurso alguno al respecto, y que, por ello, viene ahora nuevamente
vinculado a tener por concurrente dicho presupuesto.
a) La inviabilidad del sobreseimiento concurre, no solamente
respecto del elemento histórico del delito imputado, sino también respecto
de la valoración jurídica del comportamiento atribuido al autor del hecho.
Pretende el imputado que esa valoración sea reconsiderada, con
desvinculación de este Instructor, mediante la constatación de lo que quiere calificar como nuevos hechos, a través de las diligencias a que acabamos de referirnos.
En la alegación segunda de su escrito que, de forma poco
coherente, quiso ser a un mismo tiempo de apelación, pretendiendo el
sobreseimiento, y de solicitud de nuevas diligencias que continuaban la
investigación, se argumenta que la “indefendibilidad” de una resolución es un dato de hecho del tipo objetivo del delito de prevaricación. A su
exclusión tenderían las diligencias propuestas.
Ya hemos advertido que la naturaleza normativa de tal elemento lo
hace ajeno al objeto propio de la actividad procesal de investigación. Tal
dato ya ha podido ser valorado por la Sala Segunda del Tribunal Supremo
al rechazar el recurso de apelación del imputado. Pero aún cabe añadir que la fáctica existencia de plurales posiciones teóricas no determina su validez normativa. De la misma forma que no cabría conformar un peculiar estatuto de parte con asimétrico y discriminatorio haz de derechos en función de su declarada adscripción ideológica, por muchos que fueren los que pusieren en ello su empeño.
No se requieren denodados esfuerzos o inusuales conocimientos
jurídicos para conocer la existencia de plurales teorizaciones y propuestas acerca de la perseguibilidad de los crímenes de lesa humanidad u otros de los que se consideren en el denominado derecho penal internacional.
El ejercicio de la potestad jurisdiccional no es el ámbito propio de
la teorización, como tampoco lo es de lo que algunos denominan
imaginación creativa, por muy honesta o bienintencionada que se
autoproclame. Menos aún cuando aquella potestad se ejerce en el ámbito
penal, que es el que de forma más intensa incide sobre la libertad de los
ciudadanos (STC 41/1997).
Sin duda el debate teórico y público puede enriquecer a quienes
tienen la responsabilidad política de conformar el ordenamiento jurídico.
Quienes consigan la mayoría parlamentaria suficiente al efecto bien tienen a su alcance hacer efectivos aquellos anhelos de justicia promoviendo y aprobando las oportunas modificaciones legislativas. Esta es su responsabilidad que no puede transmitirse, desde su pasividad, al juez penal. El Poder Legislativo podrá entonces derogar la ley española de amnistía de 1977 y redefinir el alcance de la retroactividad de las normas sobre prescripción. Solamente restará, en tal caso, examinar si con tal decisión se supera el canon constitucional.
Esa es la pauta y la referencia del enjuiciamiento a que, por ahora,
estamos sometidos. Ese es el límite y también la razón de ser, la única, de
la independencia del juzgador en una sociedad democrática: la recta
aplicación de la ley vigente. Tarea que no siempre será compatible con el
seguimiento de la opinión, más o menos homogénea, de juristas de
relevancia pública.
b) Tampoco, desde la perspectiva del elemento subjetivo del tipo de
prevaricación, resulta excluida como probable la responsabilidad penal del imputado.
No se constituye éste por sostener una opinión jurídica diversa de la
que se declare como correcta. La previsión del tipo penal de la
prevaricación no es en absoluto un obstáculo a la independencia, que
garantiza la conformación autónoma de criterios y la adopción no
interferida de decisiones por el Juez.
Aunque sea obvio, parece necesario recordar que ese delito es una
garantía de efectividad de la independencia, porque la razón de ésta es que el Juez dependa sólo, pero siempre, de la ley. Y no se actúa con
independencia, con esa independencia legítima que la Constitución y las
leyes protegen, cuando se resuelve para fines no acogidos por el
ordenamiento jurídico, o incluso bajo la mera opinión personal –cualquiera que sea la intención que la impulse- que no encuentra apoyo en dicho ordenamiento.
En la resolución que denegaba el sobreseimiento y que la Sala ha
ratificado, se expusieron las razones por las que se estima que el imputado actuó con esos objetivos no justificables. Dada su extensión, a lo allí expuesto debemos remitirnos de nuevo.
5.- Determinación del hecho y de la persona imputada.
a) Como dejamos establecido en nuestra resolución del 3 de febrero de
2010, el objeto del proceso ha venido, y sigue, siendo la adopción de
plurales decisiones que por múltiples motivos se califican como
opuestas al ordenamiento jurídico, desde la consciencia de dicha
antijuridicidad y, por ello, eventualmente constitutivas de un delito de
prevaricación.
Aún cuando el artículo 779.1.4o de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal no ordene una específica calificación, ni la que se formule resulte
excluyente de otras, (artículo 447 del Código Penal) a los efectos de fundar
esta decisión, se estima que tal hecho puede ser constitutivo del delito de
prevaricación del artículo 446.3o.
Por ello procede reiterar que el hecho a enjuiciar puede describirse
más concretamente de la misma forma que se describió en al resolución del
Instructor de 3 de febrero pasado:
Tras recibir, inicialmente, siete denuncias, el querellado decide
incoar, en diciembre de 2006, un procedimiento criminal, sin determinar su
concreto objeto y congelando de facto su efectiva tramitación, pese a la
pronta ratificación de algunas de aquellas denuncias.
Una vez aprobada la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, y pese al
informe contrario del Ministerio Fiscal (febrero de 2008), decide, en junio
de 2008, superar la limitación que dicha ley imponía a la colaboración de
los poderes públicos en la localización e identificación de las víctimas de la
Guerra civil española y dictadura que le siguió, intentando asumir el
control de las localizaciones y exhumaciones de cadáveres de víctimas de
la represión civil y militar llevada a cabo por el franquismo. Todo ello
dentro de un proceso penal cuya artificiosa incoación suponía desconocer
principios esenciales del Estado de Derecho, como los de legalidad penal e
irretroactividad de la ley penal desfavorable, además de implicar el
desconocimiento objetivo de leyes democráticamente aprobadas, como la
Ley de amnistía 46/1977.
La demora en la expresa formalización de la asunción de
competencia dio lugar a una apariencia de inocuidad de las providencias
que precedieron a aquella, disuadió de la interposición de recursos
obstaculizadores y, así, permitió recabar de multitud de instituciones y
organismos un volumen de información de gran magnitud, que era
presupuesto necesario para desplegar la actividad de exhumación que
pretendía controlar el querellado.
Con el resultado así obtenido, formalizó su competencia -en
octubre de 2008- y a continuación asumió el control de las exhumaciones
que le habían sido solicitadas en la medida y conforme a los criterios que
estimó oportunos.
Consciente de su falta de competencia y de que los hechos
denunciados ya carecían de relevancia penal al tiempo de iniciar el
procedimiento
, construyó una artificiosa argumentación para justificar su
control del procedimiento penal que incoó, que fue rechazada por la
Audiencia Nacional, tan pronto el Ministerio Fiscal lo interesó, pese a los
obstáculos que, para retrasar tal decisión, intentó el querellado, llevando a cabo una transformación del procedimiento abreviado en ordinario, sin
que, al tiempo de tal transformación, ocurrieran hechos nuevos que lo
justificara, y que implicaba un régimen de recursos contra decisiones
interlocutorias más premioso.
Privado, por previa decisión expresa de la Audiencia Nacional, de
toda posibilidad de control de las exhumaciones, el querellado puso fin a la tramitación del sumario, lo que pretendió justificar por la acreditación del fallecimiento de los que él mismo había identificado como eventuales
responsables criminalmente de los hechos denunciados y ello pese a que
tampoco tenía competencia para declarar tal extinción de responsabilidad
en el marco del sumario que no concluyó.
Tal delimitación del hecho exige una advertencia adicional, a la
vista de lo alegado en el escrito de interposición de recurso de apelación y petición de diligencias, presentado por el querellado. Se queja de que
nuestra resolución de 3 de febrero pasado guarde silencio respecto a la
querella presentada por Falange española. Basta advertir, como se recoge
en los antecedentes, que en aquella fecha el Instructor no había sido
notificado de la admisión a trámite de dicha querella.
En cualquier caso, en lo concerniente al contenido de la misma, la
mera lectura del auto de admisión dictado por la Sala aleja cualquier duda
de que fue admitida en relación a los mismos hechos por los que se habían admitido a trámite las formalizadas por los demás querellantes.
Nada pues añadió esa querella al contenido de esta causa. Ni siquiera se tradujo en la formalización de pretensión alguna respecto a las
diligencias a practicar. No deberá pues el querellado ampliar sus esfuerzos de defensa a ningún título de imputación por injurias o calumnias, a las que la querella de esa parte alude pero que no erige en hecho a imputar. Ni, de haber sido esa su voluntad, ha sido acogida para trámite tal eventual pretensión.
b) La persona a la que se imputan esas actuaciones es el Magistrado
querellado Ilmo. Sr. D. Baltasar Garzón Real.
Por ello, procede acordar, y así lo
III. PARTE DISPOSITIVA
DISPONGO: Que ha lugar a proceder contra D: Baltasar Garzón
Real por el hecho que dejamos indicado en el último fundamento jurídico
en cuanto constitutivo de delito de prevaricación, siguiendo el
procedimiento por los trámites previstos en los artículos 780 y siguientes
de la Ley de Enjuiciamiento Criminal .
Dese traslado de las actuaciones seguidas ante este Instructor,
mediante fotocopia, al Ministerio Fiscal y a todas las partes acusadoras por plazo común de diez días, para que soliciten, si así lo entienden procedente, la apertura del juicio oral, debiendo en dicho plazo formalizar escrito de acusación o, en caso contrario, soliciten el sobreseimiento de la causa y, sólo excepcionalmente, diligencias complementarias, si entendieren que concurre el supuesto del apartado 2 del citado artículo 780 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal”.
El Tribunal Supremo se expide, mientras sella la suerte procesal de Garzón, sobre dos cuestiones fundamentales:
a)      Afirma que la posibilidad de que el Congreso dicte leyes que amnistíen crímenes masivos es una cuestión política sobre la que no le corresponde opinar, ya que el cometido que le está reservado a los jueces en una democracia es únicamente la aplicación de la ley vigente. Recordamos: “ Quienes consigan la mayoría parlamentaria suficiente al efecto bien tienen a su alcance hacer efectivos aquellos anhelos de justicia promoviendo y aprobando las oportunas modificaciones legislativas. Esta es su responsabilidad que no puede transmitirse, desde su pasividad, al juez penal. El Poder Legislativo podrá entonces derogar la ley española de amnistía de 1977 y redefinir el alcance de la retroactividad de las normas sobre prescripción. Solamente restará, en tal caso, examinar si con tal decisión se supera el canon constitucional.
Esa es la pauta y la referencia del enjuiciamiento a que, por ahora,
estamos sometidos. Ese es el límite y también la razón de ser, la única, de
la independencia del juzgador en una sociedad democrática: la recta
aplicación de la ley vigente. Tarea que no siempre será compatible con el
seguimiento de la opinión, más o menos homogénea, de juristas de
relevancia pública”.
b)      Señala que los hechos que el Juez Garzón se disponía a investigar carecían de relevancia penal en ese momento. Por idénticos fundamentos que en el apartado precedente.

Como se observa, las perspectivas del Tribunal Supremo y de nuestra Corte se contraponen diametralmente en lo que concierne a los alcances y las posibilidades de que los parlamentos nacionales puedan dictar leyes que en la práctica signifiquen mecanismos de amnistías respecto de hechos pasados que pudieran involucrar delitos de lesa humanidad y genocidio.
De mantenerse ambas perspectivas, resultan en teoría esperables una multiplicidad de planteos sobre el particular. La hipótesis incluye desde los juicios llevados a cabo y aquellos que aún no se han celebrado en la Argentina respecto de los crímenes perpetrados durante la dictadura militar, hasta la posibilidad de que –ante la decisión de España de no juzgar estos hechos, acaecidos durante la Guerra Civil y la dictadura franquistas- las propias víctimas pudieran intentar la persecución y enjuiciamiento penal con apego a las normas de jurisdicción universal. Es del caso mencionar, además,  que en la Argentina hubo sobrevivientes de esos hechos, tal el caso de César Gómez Motta, autor del libro “Argentinos en un campo de concentración franquista”, que se consigna como bibliografía consultada durante la investigación.
Los objetivos de la misma tienden a analizar los distintos paradigmas utlizados a la luz del Derecho Internacional de los DDHH y el Derecho Penal Internacional, intentando acceder a racionalidades compatibles con una ciudadanía universal todavía no consolidada, que debería permitir, con el menor sesgo de selectividad y asimetría posible, la persecusión y enjuiciamiento  respecto de hechos que agreden brutalmente la conciencia colectiva de la humanidad.

El objetivo específico de la iniciativa propuesta radica en analizar los contextos legislativos y los antecedentes jurisprudenciales de ambos países –España y Argentina- en materia de delitos de lesa humanidad y genocidio, tratando de comprender las racionalidades, las lógicas y las relaciones  de fuerza que intervinieron en las conclusiones que en cada caso entendieron y resolvieron sobre las facultades de los poderes legislativos para dictar leyes de amnistía respecto de semejantes conductas.  Esta cuestión es particularmente relevante en el caso argentino, que ha avanzado sustancialmente en el juzgamiento e incluso la condena de personas vinculadas a la represión ilegal y el terrorismo de estado.
            Sin perjuicio de lo hasta aquí expuesto, es pertinente poner una vez más de manifiesto que en el delito de genocidio se da la particularidad de que la víctima (y, por ende, el grupo), es construida por el agresor. De otra manera, y utilizando únicamente la definición de la Convención, se acota peligrosamente la posibilidad de que determinados grupos agredidos, por su supuesta condición “variable”, puedan considerarse víctimas de genocidio.
De hecho, la más calificada doctrina contemporánea ha definido al genocidio como “una forma de matanza masiva unilateral mediante la cual un Estado u otra autoridad, buscan destruir a un grupo, tal como esté y sus miembros han sido definidos por el genocida”[2].
 Sin embargo, se ha entendido que “el problema de la determinación del sujeto pasivo de este delito, no debería estar centrado en discutir el carácter de la enumeración prevista en el art. II de la Convención, sino en determinar de qué manera el victimario construye a la víctima de este delito. En este sentido, Lozada sostiene que en “relación al sujeto pasivo de este crimen, es decir, al portador o titular del bien jurídico protegido por la ley, cabe decir que dicha calidad recae en la persona humana como miembro de un grupo nacional, étnico, racial o religiosos. La pertenencia al grupo es, por lo tanto, el elemento característico que lo vuelve objeto de protección. El atentado genocida se practica sobre personas físicas individuales y, mientras que la suma de éstos da forma a los grupos protegidos, la acción típica no puede sino estar dirigida contra dichos individuos”[3].
Si bien una primera interpretación dogmática podría inducir a la idea de que el sujeto pasivo surgiría de su propia pertenencia a uno de los grupos que expresa y taxativamente enumera el artículo II de la Convención, entendemos que no debe perderse de vista que la construcción de las peculiaridades de ese grupo, en el caso de genocidios, es una tarea que llevan a cabo los propios perpetradores, que generalmente sindican a determinadas personas como pertenecientes a determinados grupos y a éstos como amenazas de un cierto orden social que se pretende “defender”.
Mirta Mántaras aporta algunos elementos adicionales concordantes cuando expresa que en la “Argentina se operó la destrucción de un grupo nacional. Este grupo no era preexistente, sino que lo fueron conformando los genocidas a medida que aparecían individuos que manifestaban su oposición al plan económico implementado (...) El grupo nacional se iba integrando con trabajadores, estudiantes, políticos, adolescentes, niños, empleados amas de casa, periodistas y todo aquel que por cualquier circunstancia los genocidas consideraran sospechosos de entorpecer la realización de su fines (...) Las personas, en la mayoría de los casos, no se conocían entre sí, pero caían bajo el común denominador de ‘oponente’ (...) No era necesario que efectuaran actos concretos de oposición ya que la sola eventualidad de que pudieran actuar en defensa de alguien ya era suficiente para que los genocidas lo incluyeran en el grupo nacional a destruir”[4].
Por su parte, Lozada explica de manera similar el proceso de construcción del grupo de  víctimas de este delito, al aseverar que la “enumeración restrictiva de los grupos protegidos no puede hacernos perder de vista, sin embargo, que la elección del grupo-objeto de destrucción constituye un dato esencial para la configuración del genocidio y que, en muchas ocasiones, la situación de un grupo determinado en el seno de un Estado puede definir mejor el peligro genocida que la naturaleza misma de ese grupo. Piénsese, por ejemplo, en el caso de minorías nacionales, étnicas o culturales que el Estado generalmente engloba, en circunstancias en que el mismo considera que no son susceptibles -por el motivo que fuere- de asimilación. A esto debe sumársele, además, el hecho de que el grupo-víctima no siempre constituye una realidad social, sino que muchas veces es producto de una representación del asesino, quien lo observa y lo construye ideológicamente como una amenaza a su propia supervivencia”[5] .
Por otra parte, también es necesario analizar aquí la utilización formulada del concepto de genocidio que sirvió para determinar la competencia de los tribunales penales españoles relativo a la instrucción de los hechos sucedidos durante las dictaduras militares de Argentina y Chile.
Paradójicamente, el titular del Juzgado Instructor de la Audiencia Nacional de España, en el auto del 25 de marzo de 1998 por el cual mantiene la competencia de la jurisdicción española sobre los actos cometidos durante la dictadura militar, basándose en el informe Whitaker, plantea la posibilidad de reinterpretar la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, entiende que la definición de grupo nacional no excluye los casos en los que las víctimas son parte del propio grupo trasgresor, es decir, los supuestos de “autogenocidio”, expresión que implica una destrucción masiva en el interior del propio grupo de un número importante de ese grupo nacional, en este caso, la sociedad argentina[6].
El argumento presentado por la Unión Progresistas de Fiscales, asumido por el juez de la Audiencia Nacional de España, se basa en que “la eliminación del grupo nacional sólo constituiría genocidio cuando se realizase en atención a la nacionalidad de las víctimas” y afirma que “resulta difícil admitir que la única interpretación posible del enunciado “destruir total o parcialmente a un grupo nacional” sea la de eliminar a personas en atención a su nacionalidad sino que puede también venir referido a un grupo social dentro de una nación: especialmente, porque se contempla de manera expresa la destrucción ‘parcial’. También es genocidio, continúa el informe de la UPF, la destrucción de una parte de los individuos de una nación si se comete en atención a una serie determinada de características que los agrupa y distingue del resto”; para ello Castresana argumenta que el denominado “Proceso de Reorganización Nacional” basaba dicha “reorganización” de la nación en el exterminio de todas las personas que no tenían lugar en su concepción de ésta, disponiendo de tal modo la destrucción “parcial” del grupo nacional argentino. Del mismo modo, en relación con el caso chileno afirma el fiscal citado que “la eliminación física de opositores políticos, sindicalistas, periodistas, abogados o estudiantes, pero no a cualquiera: sólo a los chilenos o a los que, con independencia del color de su pasaporte, actuaban en o por Chile” constituye la intención de destruir una parte del colectivo nacional chileno”[7].

La idea convencional  de “autogenocidio” responde, precisamente, a las pulsiones de muerte que un Estado lleva adelante respecto de un grupo de su misma nacionalidad, de lo que acabamos de brindar dos ejemplos notorios de la historia reciente en la región Latinoamericana.
La atribución de una otredad negativa remite en este caso a un proceso de destitución de la condición ciudadana, a partir de de una concepción excluyente y estigmatizante, llevada a cabo por razones políticas, sociales, culturales, ideológicas o raciales.
Las víctimas y los perpetradores en estos casos forman parte del mismo grupo nacional. El número de víctimas, en cuanto grupo concebido como antagónico, puede desde luego en estos casos ser minoritario o mayoritario dentro del propio país. Las prácticas genocidas, como hemos visto, se llevan a cabo, de esta manera, mediante ofensas inferidas por nacionales respecto de otro grupo de nacionales, a partir de diferencias construidas y exacerbadas por los propios perpetradores.
Otra posición doctrinal, en sentido disidente, entiende que “la matanza masiva de personas pertenecientes a una misma nacionalidad podrá constituir crímenes contra la humanidad, pero no genocidio cuando la intención no sea acabar con ese grupo nacional. Y la intención de quien elimina masivamente a personas pertenecientes a su propia nacionalidad por el hecho de no someterse a un determinado régimen político no es destruir su propia nacionalidad ni en todo ni en parte, sino, por el contrario, destruir a aquel sector de sus nacionales que no se somete a sus dictados. Con ello, el grupo identificado como víctima no lo es tanto que grupo nacional, sino como un subgrupo del grupo nacional, cuyo criterio de cohesión es el dato de oponerse o de no acomodarse a las directrices del criminal. Un grupo consiste en un cierto número de personas relacionadas entre sí por características comunes que les diferencian de la población restante, teniendo conciencia de ello. Por lo tanto, el grupo victimizado ya no queda definido por su nacionalidad sino por su presunta oposición al Régimen. Los actos ya no van dirigidos al exterminio de un grupo nacional sino al exterminio de personas consideradas disidentes. En suma, no se da la intención de destruir total o parcialmente al grupo como tal, como grupo nacional. Si bastara para calificar las muertes masivas de personas con que las víctimas pertenecieran a una misma nacionalidad, cualquier masacre cometida con la participación o tolerancia del estado se convertiría en un genocidio, lo que ni tiene sentido ni se ajusta a la voluntad de la Convención”[9].
En este sentido se estima que “no es lo mismo querer destruir a una parte de la población que habita en Chile que querer destruir la nacionalidad chilena parcialmente, siendo esto segundo lo que exige el tipo de genocidio (...) Si a ello unimos la exigencia de destrucción y el calificativo “como tal”, deberemos interpretar la destrucción parcial como la destrucción de un subgrupo dentro de una raza etnia, nacionalidad o religión. Dicho subgrupo estará caracterizado por la pertenencia de las personas elegidas como víctimas a la raza, etnia, nacionalidad o religión de que se trate y su delimitación a un determinado ámbito: un país, una región o una comunidad concreta. Ello significa que ha de calificarse de genocidio también el intento de exterminio de todas las personas que pertenecen a un grupo de los protegidos en la Convención dentro de un determinado ámbito, comunidades o territorios, pero siempre que la raza, nacionalidad, etnia o religión sea el factor que caracteriza a las víctimas como grupo contra el que se dirige el plan de exterminio diferenciándose del resto. Si el factor de cohesión que origina la vicitimización es otro diferente ya no estamos ante la destrucción de un grupo nacional “como tal”, ni siquiera parcialmente (…). El criterio que identifica al colectivo como víctima, si es que se puede hablar de víctima colectiva, no es por lo tanto la nacionalidad, sino el hecho de oponerse a la construcción social y política ideada por los golpistas, fuese cual fuese la nacionalidad del que se oponía a esa construcción dentro de la Argentina o de Chile. El concepto de “enemigo” del sistema sin duda se circunscribía a quienes debían formar parte de ese sistema, de la sociedad argentina o chilena, pero en ningún caso se identifica exclusivamente con nacionales argentinos o chilenos y aunque así fuese no iba destinado a eliminar la nacionalidad argentina parcialmente sino a eliminar a los sujetos considerados “subversivos” (…) Los atentados contra líderes sindicales, políticos, estudiantiles, contra ideólogos o todos aquellos que se oponían o entorpecían la “configuración ideal de la Nueva Argentina” no eran cometidos con la intención de destruir al grupo de “los argentinos”, y buena prueba de ello es que víctimas de la dictadura argentina no fueron siempre personas de nacionalidad argentina (…) Las víctimas en el delito de genocidio deben ser elegidas precisamente por su nacionalidad y con la intención de exterminar dicha nacionalidad”[10].
Se ha entendido asimismo que “el término grupo nacional puede identificarse, bien con el conjunto de personas que tienen la misma nacionalidad en el sentido de pertenencia a un determinado Estado o a un mismo nacionalismo, es decir, a un mismo pueblo aunque éste no se identifique con un Estado. Pero esto no significaría que al grupo nacional haya que definirlo por determinados caracteres de tipo social, ideológico o cualquier otro criterio que no sea una identidad nacional que lo distinga del resto, pues en tal caso, el grupo víctima al que se dirige el ataque, no es ya un grupo nacional, sino un grupo social, ideológico, etc., lo cual, para la autora, estaría excluido del ámbito de protección de la Convención”[11].
Estimo menester aclarar algunos aspectos para intentar delimitar el alcance del concepto de  autogenocidio. La primera cuestión a dilucidar estriba en que en el genocidio sujetos pasivos de la acción criminal son los individuos, pero sujetos pasivos del delito son los grupos de víctimas.
Cuando un grupo nacional dominante, que además detenta el poder del Estado, decide la depuración social del propio grupo, en una suerte de automutilación, se comete un genocidio, pero no tanto porque haya un grupo nacional que es depurado, sino porque hay distintos grupos que componen la nación. No habría, de tal manera, un autogenocidio, sino el genocidio de otros grupos nacionales por parte de un grupo nacional[12].
Conforme a lo señalado en materia conceptual y doctrinaria, es necesario recalar de nuevo en un aspecto que hace a la cuestión definicional del grupo, y que no puede en modo alguno soslayarse a riesgo de incurrir en un sesgamiento imperdonable que ponga en jaque cualquier tipo de conclusión sobre el particular.
Por eso, conviene reiterar que, en la medida en que un grupo de personas haya sido identificada por el perpetrador como objetivo de su persecución, y haya definido la pertenencia de la víctima al grupo, esta posibilidad de construcción de la víctima en cabeza del genocida permite incluir en el concepto a aquellos agregados que no han quedado incluidos en los cuatro tipo de agrupaciones enumeradas por el artículo II de la Convención, porque se trata de un proceso unilateral cuyo dominio es ajeno a la víctima.
En este caso, es más correcto, antes que una recurrente discusión bizantina sobre la posibilidad de incorporar grupos de víctimas de prácticas genocidas, dado el tenor acotado de la definición, admitir la existencia de grupos reales y seudogrupos.
Los primeros de ellos, pueden ser también identificados por observadores externos; a los segundos, en cambio, los puede identificar únicamente el genocida. El observador externo también puede identificarlos, pero una vez comenzada la agresión, e inclusive muchos tiempo después de finalizada la misma.
Como bien se ha señalado, los “enemigos del pueblo”, victimizados como tales por los perpetradores de las prácticas genocidas, se comportan como las víctimas de las cazas de brujas del medioevo[13].
Es posible que, en su proceso de construcción, los genocidas logren el silenciamiento, la aquiescencia, la complicidad o la indiferencia del resto de la sociedad. Que no otra cosa es lo que acontece, habitualmente, con los genocidios políticos e ideológicos, paradójicamente excluidos de la enumeración taxativa de la Convención.
Por ende, si muchos de los procesos genocidas se han perpetrado en la modernidad por razones políticas o ideológicas, victimizando a grupos de la misma nacionalidad que los agresores, el retaceo de la inclusión de este tipo de víctimas en la letra de la ley no puede constituir un obstáculo jurídicamente consistente para abarcar la protección de los mismos como sujetos agredidos.
El ejemplo más acabado de esta configuración fue llevado adelante en Europa por el régimen nazi durante los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, se ha destacado[14] que el nazismo llevó al extremo esta conceptualización y se “propuso una limpieza ‘biológica’ absoluta y esto removió y generó una crisis en los propios cimientos de la tecnología del poder”, y luego el autor se pregunta si “no operaba o no opera con la misma lógica la matanza de los grupos políticos opositores en América del Sur, de los inmigrantes africanos en África o en Alemania”[15].
Como ya hemos reseñado, al momento de analizar las prácticas genocidas, es necesario prestar también atención a la evolución que han registrado las grandes matanzas y exterminios a través de la historia. De esa manera, podremos observar más claramente la tajante distinción de la condición de perpetrador y víctima que caracterizaba a este tipo de hechos en el pasado, donde estos últimos grupos pertenecían generalmente a comunidades exteriores a las fronteras de las ciudades e incluso de las ciudades- estados, reinos o imperios.
Estos aniquilamientos se llevaban a cabo, en general, para deteriorar con la matanza el número de potenciales guerreros de los ejércitos derrotados, por motivaciones de expansión territorial, religiosas o económicas, como es el caso de los procesos coloniales que devastaron a los pueblos originarios americanos. Incluso por motivaciones psicosociales asociadas al temor al crecimiento de ciudades-estados rivales que pudieran aprovecharse del ocaso de potencias imperiales, lo que parece explicar, por ejemplo, el ataque y la destrucción de Cartago por parte de los romanos.
No obstante estos antecedentes, a partir del siglo pasado los genocidios victimizaron, en la mayoría de los casos, a grupos nacionales convivientes dentro de las fronteras del mismo Estado agresor, y el objetivo de los agresores comienza a centrarse en la eliminación de grupos -no necesariamente minoritarios, aunque en la mayoría de los casos lo fueran- a quienes se concibe como diferentes por razones étnicas, culturales, políticas o ideológicas que son percibidos como amenazas para los sistemas de creencias hegemónicos.
Por eso es que, con anterioridad a la sanción de la Convención y por la histórica insistencia de Lemkin, al aprobarse la ya mencionada resolución 96, la Asamblea General de las Naciones Unidas,  hacía referencia a las víctimas del delito de genocidio como integrantes de grupos humanos, sin acotarlos ni especificarlos: “Genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, así como el homicidio es la negativa del derecho a la vida de seres humanos individuales; tal negación del derecho a la existencia repugna la conciencia del género humano, produce grandes pérdidas a la humanidad bajo la forma de cultura y otras contribuciones, y contraría la moral y el espíritu y objetivo de las Naciones Unidas. Muchos de estos delitos de genocidio han ocurrido ante la aniquilación, total o parcial, de grupos raciales, religiosos, políticos y otros. La represión del genocidio es un tema de índole internacional”[16].

La cuestión de las amnistías en materia de delitos de lesa humanidad y genocidio, contribuyeron de manera decisiva a construir uno de los razonamientos a mi entender más atendibles e interesantes, mediante los que se pretende justificar el recurso a la pena en este tipo de ofensas.
En efecto, las amnistías en la mayoría de los casos en que se han producido, han significado en la práctica, intentos explícitos de autoamnistía impuestos vertical y unilateralmente por los perpetradores a sus propias víctimas y a las sociedades afectadas por la comisión de este tipo de gravísimos delitos, que hieren la conciencia de toda la humanidad, sacando provecho de una relación de fuerzas política favorable.
La amnistía determina la ausencia de sanción producida frente a la violación de una norma jurídica vigente, y que ha sido caracterizada como un quebrantamiento de obligaciones y derechos fundamentales que deben ser garantizados a todos los integrantes de una sociedad. El derecho a la memoria, a la verdad, a la justicia, a la reparación. Y, como necesaria contracara, el deber de rescatar la memoria histórica, de producir verdad, de acceder a la justicia y de obtener una justa reparación por parte de las víctimas[17]
La impunidad adquiere, según estas visiones, una triple dimensión: moral, política y jurídica, que son especialmente tenidas en consideración en el preámbulo del  Conjunto de Principios de Naciones Unidas para la protección y promoción de los Derechos Humanos mediante la lucha contra la impunidad[18]. Esa triple dimensión se vincula íntimamente con las cuestiones del perdón, de la reconciliación y de la responsabilidad legal.
Desde el punto de vista político, el Conjunto de Principios sostiene que no puede darse reconciliación alguna si no se satisface el principio de justicia
Desde una perspectiva moral, el mismo texto proclama que el perdón –un factor de indudable relevancia en cualquier proceso que apunte a una reconciliación duradera- requiere, como todo acto privado, que la víctima o sus derechohabientes conozcan a los perpetradores y que éste haya reconocido los hechos, requisito éste indudable en lo que concierne a la necesidad de la introyección de la culpa como requisito imprescindible de la reacción ante la ofensa, desde una perspectiva psicoanalítica.
Desde un punto de vista jurídico, el documento destaca que la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de junio de 1993, puso de manifiesto su preocupación por la impunidad de los autores de violaciones a los Derechos Humanos y ratificó que es necesario poner en práctica medidas tanto en el ámbito nacional como internacional, destinadas a garantizar los derechos a la verdad, la justicia y la reparación.
La asociación entre amnistía e impunidad no solamente es razonable, sino que aparece como absolutamente correcta en el horizonte de proyección actual del derecho penal internacional y del derecho internacional de los Derechos Humanos.
En el caso argentino, se sintetizan una serie de circunstancias históricas que se vinculan a las amnistías o procesos análogos y a los intentos de lograr la impunidad de los perpetradores, que ayudan a entender en toda su dimensión la tesitura que aquí analizamos. Justamente, la lucha contra el terrorismo de Estado permitió que, por primera vez, las víctimas pudieran percibir que el Derecho no estaba en su contra, sino que se comportaría, con sus más y sus menos, sus avances y retrocesos, como un instrumento productor de verdad.
De acuerdo al juicio de recorte que el gobierno de Alfonsín y la justicia argentina hicieron respecto de la responsabilidad de los militares implicados en las violaciones a los Derechos Humanos -en la que influyó decisivamente la doctrina de los “dos demonios”- se logró la condena de los miembros de las sucesivas juntas militares que habían usurpado el poder entre 1976 y 1983. Un hecho señero que hubiera parecido imposible de producir apenas un par de años antes. Con la sentencia, no obstante, comenzó un ejercicio sistemático de desgaste del gobierno, asonadas militares, presiones del poder económico, relatos amañados de la prensa hegemónica, entre otros ejercicios de coerción, que derivaron en la sanción de las leyes 23.492, de “Punto Final”, y 23.521, de “Obediencia Debida”, situación que se vió agravada en su retroceso con los indultos otorgados durante la gestión del presidente Menem en 1989 y 1990.
Todas estas concesiones a los perpetradores, fueron obtenidas a espaldas de las víctimas y las demandas de los colectivos de Derechos Humanos y la sociedad en su conjunto, y significaron en rigor distintas formas de amnistía o autoamnistía que consagraban la impunidad en el tema más sensible de la agenda política de los argentinos. Esta situación comenzaría a revertirse a partir de una iniciativa generada durante el gobierno del Presidente Néstor Carlos Kirchner, caracterizado por una sustancial evolución de las políticas públicas en materia de Derechos Humanos, en virtud de la cual el Congreso de la Nación declaró la nulidad de la ley de Obediencia Debida en septiembre de 2003. Posteriormente, en agosto de 2004, la Corte Suprema de Justicia declaró imprescriptibles los crímenes de lesa humanidad, en una decisión histórica que reavivó los procesos e investigaciones vinculados al pasado reciente de los argentinos. En junio de 2005, la misma Corte declaró la inconstitucionalidad de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, desarrollando precisamente los argumentos que intentamos analizar en este punto.
Sobre el particular ha expresado la propia Corte Suprema de Justicia de la Nación: “Recientemente, sin embargo, en el caso "Barrios Altos", la Corte Interamericana precisó aún más las implicancias de esta obligación de garantía en relación con la vigencia de los derechos considerados inderogables, y cuya afectación constituye una grave violación de los Derechos Humanos cuando no la comisión de un delito contra la humanidad. En ese precedente quedó establecido que el deber de investigar y sancionar a los responsables de violaciones a los derechos humanos implicaba la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto conceder impunidad a los responsables de hechos de la gravedad señalada. Y si bien es cierto que la Corte se pronunció en el caso concreto sobre la validez de una autoamnistía, también lo es que, al haber analizado dicha legislación por sus efectos y no por su origen, de su doctrina se desprende, en forma implícita, que la prohibición rige tanto para el caso de que su fuente fuera el propio gobierno que cometió las violaciones o el gobierno democrático restablecido (cf. caso Barrios Altos, Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú, Sentencia de 14 de Marzo de 2001 e Interpretación de la Sentencia de Fondo, Art. 67 de la CADH, del 3 de Septiembre de 2001). En sus propias palabras: “Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos" (párr. 41) (…) “a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana.       
 Este tipo de leyes impide la identificación de los individuos responsables de violaciones a derechos humanos, ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e impide a las víctimas y a sus familiares conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente”[19].
A partir de allí, es historia conocida. En setiembre de 2006 fue condenado el jefe policial Miguel Etchecolatz y en octubre de 2010 ocurrió lo propio con el sacerdote católico Christian Von Wernich. Ambos fueron sentenciados a prisión perpetua. Los juicios se sucedieron y aumentó exponencialmente la cantidad de represores enjuiciados, condenados y privados de libertad, situación que se mantiene y reproduce hasta el presente.
Despejados los intentos de (auto) amnistía en virtud de mecanismos legales intachables, quedó expedita la vía para resolver en los estrados judiciales una innumerable cantidad de hechos relacionados con la violación de los derechos fundamentales, durante la puesta en práctica de un plan sistemático de exterminio.
Resulta análoga la consagración de la amnistía en España, en cuanto la misma también fue proclamada legislativamente, pero con evidente menoscabo de los reclamos de las víctimas.
De hecho, muchas de ellas son las que activan esta instancia de justicia universal.
Qué pasaría, en definitiva, si la justicia argentina lograra condenar a los represores que España indultó? La pregunta es paradojal, de cara a la modificación al Código Penal que impulsa actualmente el partido mayoritario del país peninsular. Uno de los tramos de ese proyecto tipifica como delito el negacionismo de los genocidios declarados tales por tribunales internacionales. También, la "trivialización" (¿) de los genocidios.
Hay varias preguntas que podríamos hacernos en el final. La primera es si la conducta de propiciar la amnistía de crímenes contra la humanidad no podría considerarse negacionista.
Luego, podríamos plantearnos si el pedido de la jueza Servini de Cubría no podría ser considerada como proveniente de un tribunal internacional, teniendo en cuenta la decisión española de consagrar -al menos hasta ahora- la impunidad de crímenes contra la humanidad? O solamente lo serían los sesgados ejercicios jurisdiccionales ejercidos mayoritariamente, hasta ahora, por el imperialismo y sus aliados?





[1] Blog Espiritualidad y Política, http://espiritualidadypolitica.blogspot.com/2007/06/frases-clebres-de-martin-luther-king.html
[2]  Chalk, Frank - Jonassohn, Kart: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 48.
[3] Rezses, Eduardo: “La figura del genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar jurídicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en http://www.derechopenalonline.com
[4] Mántaras, Mirta; “Genocidio en Argentina”, impreso en Argentina, Ediciones Taller del Sur, 2005, pag.68.
[5]  Lozada, Martín, citado en “Aportes Jurídicos para el análisis y juzgamiento del genocidio en Argentina. Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Secretaría de Derechos Humanos”. Artículo de Eduardo Rezses, “La figura del genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar jurídicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en http://www.derechopenalonline.com
[6] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenal online.com

[7] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenal online.com
[8] “Apuntes para la militancia”, que se puede enciontrar disponible en la dirección siguiente: http://www.causaestudiantil.com.ar/bibliotecavirtual/biblioteca%20del%20pensamiento/cooke%20john%20william%20-%20apuntes%20para%20la%20militancia.pdf
[9] Gil Gil, Alicia: “Posibilidad de persecución en España de violaciones a los derechos humanos cometidos en Sudamérica”, publicado en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia. Año 5, nº 8-C, 1999, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, pp. 505 y 505.
[10] Gil Gil, Alicia: “Posibilidad de persecución en España de violaciones a los derechos humanos cometidos en Sudamérica”, publicado en Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia, año 5, nº 8, C, 1999, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, pp. 506 y 507.
[11] Rezses, Eduardo: “La figura de genocidio y el caso argentino. La posibilidad de adecuar juridicamente una figura penal a una realidad política”, disponible en www.derechopenal online.com
[12] Slepoy, Carlos, reportaje  de Emmanuel Taub y Tomás Borovinsky  (”La jurisdicción universal, entre el genocidio moderno y los derechos humanos”), en  Revista de Estudios sobre Genocidio, dirigida por Daniel Feierstein, Volumen 4, julio de 2010, p. 96.
[13] Chalk, Frank - Jonassohn, Kurt: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 57.
[14] Feirstein, Daniel, “Estructura y periodización de las prácticas sociales genocidas: un nuevo modelo de construcción social”, publicado en revista Índice. Revista de Ciencias Sociales. Discriminación. En torno de los unos y de los otros, Año XXXIV, Nº 20, editado por DAIA Centro de Estudios Sociales, Argentina,  2000, pag. 227.
[15] Feirstein, Daniel, “Estructura y periodización de las prácticas sociales genocidas: un nuevo modelo de construcción social”, publicado en revista Índice. Revista de Ciencias Sociales. Discriminación. En torno de los unos y de los otros, Año XXXIV, Nº 20, editado por DAIA Centro de Estudios Sociales, Argentina,  2000, pag. 227.

[16] Chalk, Frank; Jonassohn, Kurt: “Historia y Sociología del Genocidio”, Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010, p. 31.
[17] Joinet, Louis: “Lucha contra la impunidad”, Edition La Découverte et Syros, París, 2002, citado por Mattarollo, Rodolfo: “Noche y niebla y otros escritos sobre Derechos Humanos”, Ediciones Le Monde Diplomatique, “el Dipló”, Buenos Aires, 2010, p. 123.

[18] http://www.derechos.org/nizkor/impu/impuppos.html
[19]  Causa S. 1767. XXXVIII. "Simón, Julio Héctor y otros s/ privación ilegítima de la libertad, etc. -causa N° 17.768-", del 14 de junio de 2005, disponible en  http://www.biblioteca.jus.gov.ar/FalloSIMON.html