Cualquier tentativa de gestionar la cuestión criminal en la Provincia, debe reparar necesariamente en la percepción actual que la sociedad tiene  de la inseguridad y del contenido que a la misma le asigna. El miedo al delito, nuevo ordenador de la vida cotidiana de la modernidad tardía, que puede encubrir inseguridades de diversa índole, debe ser considerado, revertido o acotado a términos compatibles con una convivencia social armónica. Solamente así habrá un margen razonable para poner en práctica estrategias de mediano y largo plazo que mejoren sustancialmente los problemas vinculados a la conflictividad.

El Estado deberá establecer núcleos duros de abordaje que incluyan esfuerzos preventivos específicos en la coyuntura y desplieguen estrategias de prevención integral a futuro, basadas en presupuestos teóricos que existen en el mundo hace décadas, pero que, salvo casos esporádicos, no se han aplicado en la Provincia.

Pero además, como decimos, deberá operar inexorablemente sobre la utilización del miedo como instrumento de control social y sobre la direccionalidad y asimetría de los procesos de criminalización que son posibles de reproducir en estos contextos de inédita crispación.
Un proyecto de gestión debe entenderse como un ejercicio hipotético y coordinado de acciones posibles, que no excluyen a otras ni necesariamente invalidan cursos de acción vigentes o en proceso de ejecución, y que admite la puesta en práctica de políticas públicas en el corto, mediano y largo plazo.
Deberíamos entender que si en los Estados Unidos se concedieron dieciocho años de plazo a los impulsores de la Escuela de Chicago[1] para diagnosticar las razones de la conflictividad y elaborar estrategias ecológicas de prevención del delito a principios del siglo pasado, la mayor complejidad que imponen la diversidad de las sociedades postmodernas, la privación relativa, la exclusión y la violencia en nuestro país, demandan políticas de Estado igualmente consecuentes y sustentables en el tiempo, donde se articulen armónicamente las acciones respuestas de las agencias estatales implicadas.
Esto no quita que podamos enumerar acciones relevantes en materia político criminal, muchas de las cuales seguramente se han ejecutado o se encuentran en proceso de puesta en práctica, como habremos de ver.
La tendencia recurrente a definir la crisis por sus efectos más visibles antes que por sus causas, parece una  aporía propia de la Argentina contemporánea. Porque si bien podría aceptarse que las disciplinas sociales, desde el colapso del positivismo sociológico, son mucho más descriptivas que prescriptivas, esa limitación no nos exime de la necesidad de articular políticas alternativas que partan de un diagnóstico que se sostenga medianamente frente a la realidad histórica continental y la interpreten. Este es, justamente, el sentido de la recuperación del concepto de seguridad.
La realidad heredada del neoliberalismo, signada por el atraso, la pobreza, las más grandes desigualdades sociales que recordemos (en el marco del capitalismo más concentrado y excluyente desde la revolución industrial hasta el presente), el consecuente aumento de la conflictividad social (y dentro de ella, naturalmente, de los indicadores cualitativos y cuantitativos de la criminalidad), el descreimiento de amplios sectores de la sociedad, y una concepción autoritaria en materia de concebir el conflicto como un problema antes que como un patrimonio, han puesto en crisis los paradigmas que durante más de dos siglos disciplinaron al conjunto y que hoy en día son sistemáticamente cuestionados (se han puesto en crisis los partidos, los poderes políticos, las fuerzas de "seguridad", las religiones, la justicia, la idea de vivir en un mundo injusto y –por ende- la correlación entre “esfuerzo” y “metas” en términos de realización personal y de movilidad social vertical). Esta situación aparece como la resultante obligada de la relación de fuerzas sociales propia de la postmodernidad marginal y de la hegemonía de políticas neoliberales, especialmente durante la década de los 90'; y es señalada como la característica más saliente de las sociedades contrademocráticas, en la que los vínculos sociales se establecen en base a escrutinios e interpelaciones cotidianas y, muy especialmente, a la desconfianza respecto del otro y de las instituciones.
La exclusión, que implica a su vez una novedosa y descomunal sensación de inseguridad, se configura también a partir de la evidencia de que el resto de la sociedad no necesita a los millones de marginales; más bien, desearía "vivir sin ellos", aunque para eso deba el Estado aferrarse al paradigma puramente defensista. Este proceso desembocó en una apelación constante e irracional al encierro institucionalizado como única respuesta basada en términos de "seguridad" ciudadana o, lo que es más grave, a una privatización de la seguridad que incluye deshacerse también de la ejecución del control social punitivo mediante la privatización de los organismos de asistencia y seguimiento de personas en conflicto con la ley penal, e incluso de la cárcel, de lo que sobran ejemplos en América latina y en el mundo.
El Estado “penal” postmoderno, ha sustituido a aquél “Estado social” que alimentó el imaginario argentino del siglo XX, en términos de progreso indefinido y cohesión social, valores que caracterizaron a una amplia clase media que confería identidad al país respecto de otras naciones latinoamericanas. En la actualidad, vemos que las clases medias, ante la percepción de los riesgos de derrumbe y exclusión, son particularmente permeables al reduccionismo de la inseguridad como mera posibilidad de resultar víctimas de delitos de calle o de subsistencia y adhieren en muchos casos, a soluciones vindicativas, olvidando que la violencia ilegítima es imposible de regular, y que lo que queda del Estado luego de décadas de políticas neoliberales, tiene dificultades objetivas para reconstruir el límite simbólico que la separa de “los de afuera” o “los otros”.
La visión ampliada de la Política Criminal es empleada cuando el concepto se asume como la reacción socio-estatal ante la criminalidad, como las diversas formas de respuesta que desarrolla el Estado y la Sociedad Civil contra el fenómeno delictivo. La política criminal, desde una perspectiva criminológica, tiene un sentido mucho más amplio: incluye desde luego las políticas jurídico-penales, pero también -y muy especialmente- otras políticas sociales que tienen relevancia para la prevención y la intervención en el fenómeno delictivo.

            En esa dirección, será una tarea prioritaria la articulación de estrategias de política criminal, coherentes, sustentables y unitarias, que comprometan multi e interdisciplinariamente a todas las áreas del Estado vinculadas al fenómeno de la conflictividad, y a la sociedad en su conjunto. El abordaje de los aspectos conflictivos que incidan sobre la seguridad objetiva o subjetiva de los ciudadanos, aún aceptando que el Estado nunca reacciona monolíticamente, deberá concebirse estratégicamente como un todo armónico, sin fisuras, arrestos voluntaristas, demagógicos o espasmódicos o procederes contradictorios. La creación de un espacio vinculado a la cuestión debe ser una propuesta concreta en cualquier planificación, acaso la primera.
Todos los recursos operativos del Estado deben entonces interactuar coordinadamente en esta nueva concepción. La misma debe atender a las particularidades de las causas que contribuyen a la generación de las conductas delictivas y articular diagnósticos y propuestas operativas que deben inexorablemente atender a esas singularidades sociales. Pero, por sobre todo, el sistema en su conjunto debe apartarse gradualmente de su selectividad histórica, respecto de los grupos sociales de infractores y las infracciones sobre las que se estructuran hasta ahora las estrategias de prevención, disuasión y conjuración de los delitos. Esta es una clave inexorable, de la que se desprenden medidas factibles en el plano de la gestión pública, que es preciso enumerar. En este mismo sentido, entonces, es posible plantear de manera introductoria algunas propuestas concretas, sin perjuicio de las restantes que se incorporan e integran la iniciativa:
            • Procurar que la reciente reforma al sistema de enjuiciamiento y persecución penal se inscriba en la idea de revertir la connotación selectiva de la criminalización primaria y secundaria, que deslegitima tanto al sistema penal, sus agencias y operadores, como a las estrategias de prevención de delitos. Como se verá, muchas de las tareas aquí propuestas se vinculan a la percepción social del delito, que naturalmente acapara intuiciones, prejuicios, pero también realidades internalizadas que deben ser revertidas. Por ende, la preocupación sobre la “sensación de inseguridad”, entendida en su acepción más acotada de la mera posibilidad de ser víctima de un delito de calle o de subsistencia -el nuevo miedo fundante de la sociedad postmoderna- es un aspecto que debería considerarse , y muy especialmente, en la formulación de estas políticas públicas.
            • Por ende, debe respetarse sin cortapisas el espíritu inicial del nuevo Código, como marco de vigencia de mayores garantías para los imputados y una celeridad compatible con las demandas de “justicia” de la sociedad en su conjunto, con abstracción de las connotaciones que asuman los discursos hegemónicos o las pulsiones de los grupos de presión que –ante la inexistencia de estrategias unitarias de política criminal- terminan incidiendo decisivamente en las lógicas, las prácticas y las decisiones de los operadores. Si se perdiera de vista esta última salvedad, no podríamos asegurar que abdiquen  las tendencias recurrentes a través de las cuales se filtra el derecho penal de enemigo, en especial a partir de las trabas que se imponen para la obtención de la excarcelación de los imputados o la utilización excesiva de las medidas de coerción, en particular la prisión preventiva, generalmente respecto de ciertos delitos que generan un clamor social a partir de la perpetración de hechos conmocionantes. Vemos con preocupación que no hay racionalidades consistentes que expliquen por qué razón, por ejemplo, el 20% de las personas con prisión preventiva en Santa Rosa eran agresores de género según una constatación que hiciera la propia Defensa Pública durante el mes de julio de este año.
            Fundamentalmente, debe propenderse también a una interpretación “pro homine” en materia de ejecución de la pena.
Respecto de este último punto en particular, es interesante reiterar, como ya lo ha hecho gran parte de la doctrina jurídico penal, que si el positivismo no ha necesitado tener un código de fondo en la Argentina para imponer sus postulados y su cultura, es porque le ha resultado suficiente con los códigos procesales inquisitivos o mixtos, las leyes de ejecución de la pena, la legislación relativa a niños y niñas en conflicto con la ley penal y la cultura de los operadores.
Dentro de las normas que regulan la ejecución del castigo, existen innumerables nichos de poder que se ejerce cotidianamente. La microfísica del poder foucaultiano se expresa particularmente en los informes “criminológicos” que produce la administración carcelaria, que invariablemente tienden a demostrar que el individuo se parecía al delito que cometió aún antes de cometerlo, están atravesados por un exceso insostenible de sobrepredictibilidad delictiva, se construyen en base a prejuicios que en muchos casos no son sino referencias a la vulnerabilidad de los internos y se autolegitiman descubriendo estándares insólitos de “peligrosidad”. Por eso es necesario que se cuente con una institución oficial de contención y seguimiento de las personas en conflicto con la ley penal. Que no debería llamarse Patronato de Liberados, por su implicancia semiótica y conceptual regresiva, y que tampoco podría estar en manos de privados, como ya hemos explicado. La Pampa es una de las Provincias con menores dispositivos en materia de contención y asistencia de personas que han tenido  “conflictos” con la ley penal.
• En este punto, es necesario que los sistemas procesales contemplen especialmente el rol de la víctima, a quien el conflicto le ha sido expropiado, articulando formas consistentes  de resolución alternativa de conflictos que ponga coto al clamor retribucionista. La víctima debe necesariamente ser educada y contenida por paradigmas superadores de la venganza, y las agencias estatales no pueden permanecer ajenas a esa exigencia constitucional y legal. Hasta ahora, se ha hecho exactamente lo contrario. Para ello es menester agilizar el acceso de los ciudadanos a la Justicia, que podría concretarse con ejercicios de “ir hacia la gente”, descentralizando el accionar estatal y posibilitando que las personas cuenten en sus propios lugares de residencia y referencia con un servicio de justicia pronto y eficiente.

• El Estado debería analizar la reformulación  del Convenio que ha suscripto con el Ministerio de Justicia de la Nación, con el objeto de salvaguardar el alojamiento en establecimientos carcelarios del SPF enclavados en la Provincia de la mayor cantidad posible de reclusos pampeanos, y evitar, como contrapartida, el aumento de población reclusa de otras latitudes en nuestra Provincia, sobre todo en el caso de condenados por modalidades de delincuencia organizada.
• Establecer seguimientos periódicos de la evaluación de los indicadores de prisionización (algunos formatos a tomar en cuenta podrían ser el del Ministerio de Justicia de la Nación, la Encuesta de Seguridad Pública de Cataluña o el European Sourcebook of Crime and Criminal Justice Statistics[2]), con el objeto de relevar y analizar las tendencias y fluctuaciones de estas variables. A partir de la crisis de 2001, se registró un crecimiento exponencial de las tasas de encarcelamiento en casi todas las jurisdicciones del país, en muchos casos como consecuencia directa de la reforma y endurecimiento de las leyes penales y procesales, y por la exacerbación de los discursos prevencionistas o retribucionistas, viabilizados generalmente a través de los medios de comunicación, que incidieron ostensiblemente en las decisiones de los tribunales. De esa involución no hemos podido recuperarnos: pasamos de 59 presos cada 100000 habitantes en el año 2000, a casi 166 en el 2004, y a 110, 74 en diciembre de 2011, según una constatación también realizada  por el MPD.
• Profundizar las estrategias de intervención y prevención de la violencia de género, familiar y escolar. En sociedades como la argentina, donde los controles formales parecen mucho más laxos e ineficaces que los informales (la prensa, el rumor, la información reservada que revelan las agencias del estado -incluso y muy especialmente las judiciales- para adquirir la impunidad o al menos la indulgencia de una sociedad donde sus agencias están fuertemente condicionadas por esos medios de control informales), es probable que se produzcan numerosos casos de fragmentación o dualización de la personalidad de los individuos (una “pública” y otra “privada”), que sean la condición de probabilidad de una violencia familiar, cuyas dimensiones y proporciones son seguramente imprevisibles. A estos fines, debería trabajarse fuertemente y de manera mançomunada con las agencias encargados de protección, contención y seguimiento de las víctimas, utilizando los programas ya existentes, analizando la creación de nuevas estrategias y apelando a las bases de datos que existan en ese ámbito. La violencia de género, por ejemplo, es un insumo insuficientemente explorado en cuanto a su proyección y real incidencia en la conflictividad social, y las réplicas draconianas y efectistas no son la mejor respuesta frente a este tipo de conflictividad. A nadie escapa que la disminución de la violencia social, en cualquiera de sus manifestaciones,  es central para el éxito de todas las políticas públicas que se intenten.
• Proponer la puesta en vigencia de sistemas superadores de composición y restauración ante lo que se ha denominado  faltas y contravenciones, mediante procedimientos más ágiles, profundamente ajustados al paradigma de la Constitución, y tendientes a lograr el fortalecimiento de los vínculos de convivencia. Esto implica desarraigar el fetiche de que los Juzgados de Faltas se justifican a partir de la aporía  de que las pequeñas contravenciones constituyen la antesala o la escala previa para la comisión de los más graves delitos y sustituirlo por el paradigma de la responsabilidad social para la convivencia armónica. Aquella especulación, que carece de la más mínima verificación empírica, se ha incorporado al módico arsenal discursivo de los estados y no hace más que contribuir a la profundización de la violencia estatal (y por ende, social), en situaciones donde el avenimiento, la composición y la restauración frente a estas situaciones problemáticas, implicaría un salto de calidad institucional y una alternativa superadora de convivencia democrática. Esos nuevos esquemas, que en modo alguno suponen prescindir de las sanciones, deberían contar con el protagonismo activo y directo de los municipios, con quienes sería deseable establecer acuerdos formales para la puesta en práctica focalizada de estas estrategias de conformidad con las problemáticas que acontezcan en cada comunidad.
• Desplegar de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y científico) a las diferentes formas mediante las que se expresan la criminalidad o la violencia en cada zona de las distintas ciudades y centros urbanos, que tengan por objetivo la reconciliación, la restauración y la composición. En este caso, la articulación de políticas públicas con los Municipios también resulta fundamental, toda vez que la detección de las situaciones problemáticas, los grupos de infractores, las particularidades y las rutinas de los ofensores y la puesta en práctica de inmediatas medidas de prevención situacional, no pueden llevarse a cabo exitosamente sin el concurso y la participación de los municipios, que son quienes conocen con mayor detalle “el campo” de toda experiencia político criminal.
• Redefinir las estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de esfuerzos o medidas contradictorias que conducen a su propia neutralización o inocuización. En este sentido, las estrategias que podrían impulsarse de manera permanentemente unitaria entre los actores institucionales involucrados, deberían apuntar a la construcción de “grandes consensos” (entendidos como la generación de tendencias que se arraiguen en el conjunto, superadoras de las volátiles y fugaces jerarquías sociales) y al esfuerzo coordinado de los poderes judicial, legislativo y ejecutivo, de los municipios, de las ONG´s, y muy especialmente de las víctimas y sus representaciones colectivas y estatales, como un presupuesto probable de éxito en todo emprendimiento político criminal.
• Crear foros de convivencia armónica y prevención del delito, integrado por representantes de los distintos ministerios y agencias del estado, de los poderes legislativo y judicial, de organismos de DDHH y ONGs, de Municipios, de víctimas y de ciudadanos, que permitan un abordaje interdisciplinario de la cuestión, sobre todo en materia de prevención general y en base a relatos totalizantes alternativos respecto de la “otredad”, la diversidad y el multiculturalismo.
• Proponer la unificación de las estrategias destinadas a mejorar la “gobernanza”, y en ese marco, la seguridad pública, estableciendo una política criminal para infractores juveniles y adultos bajo una única órbita institucional, o al menos en un contexto de coordinación aceptable y actualizado entre todas las agencias implicadas.
• Garantizar que la legislación penal de niñas y niños y las prácticas de los operadores sean compatible con los pactos, convenciones y tratados internacionales y, fundamentalmente, con un sistema de responsabilidad juvenil que se exprese en un juicio justo, bajo los preceptos del debido proceso y las garantías de defensa en juicio. De hecho, la Defensa Pública ha colaborado, con esa perspectiva, en la capacitación de los nuevos operadores del IPESA
• Derogar y/o modificar las normas de Facto de la Policía, para adaptarlas a una estructura de consenso, compatibles con el programa de la Constitución. Estas modificaciones deben abarcar desde los procesos sancionatorios internos hasta los escalafones, propendiendo a la concreción de agencias estatales democráticas y no militarizadas, ni autonomizadas.
• Jerarquizar y revalorizar a la Policía y convertirla en una institución comunitaria, recomponiendo su mística y su autoestima. En este sentido, es importante realizar estudios que releven el grado de autodesvalorización de los operadores de estas agencias de control, similares a los que ya se llevaron a cabo con policías en la Provincia de La Pampa, cuyos resultados se agregan al presente trabajo. Para encomendar aspectos cuya centralidad resulta indiscutible a la Policía, debemos primero saber con qué Policía contamos.
• Prevenir y operar, mediante estrategias e investigaciones cualitativas, sobre los procesos de victimización de los miembros de la Policía, cuya situación en este sentido debe revertirse de inmediato. En este sentido, las experiencias etnográficas efectuadas sobre estos operadores ponen de relieve altísimos indicadores de victimización que seguramente se traducen en la relación entre los miembros de la fuerza, entre éstos y las restantes agencias estatales y también respecto de la sociedad, sus propias familias y, particularmente, los detenidos a su cargo.
En un capítulo específico de esta obra se transcribirá, como ya se lo ha adelantado, una investigación efectuada con efectivos policiales en la Provincia de La Pampa, de la que surgen no solamente denominadores comunes, situaciones tal vez similares y guarismos tan atendibles como preocupantes, sino también conclusiones que tienen que ver con los procesos de criminalización que sufren las agencias oficiales que están en contacto con internos.
•Proponer una modificación unitaria de los planes de estudio del Instituto Superior Policial, que deberá incluir la consulta a académicos, criminólogos, juristas, tendiente a la implementación de plexos armónicos que, por ejemplo, contemplen asignaturas tales como Derechos Humanos, conflictología (a fin de lograr la internalización de lógicas no binarias de resolución de conflictos), mediación, y un análisis de las distintas escuelas criminológicas, acotando el paradigma biologicista que primara históricamente en la formación penitenciaria. La pérdida de importancia de los expertos en materia político criminal es una de las improntas que caracterizan a la cultura del control postmoderna, tal como lo señala Garland. Esa cultura descree de las postulaciones del correccionalismo welfarista y plantea un discurso y un conjunto de prácticas neopunitivistas de connotaciones retribucionistas extremas, que parte de la idea de que la cárcel funciona, pero no para la reintegración social de los detenidos. El deterioro del ideal resocializador (que mientras influyó en la legislación y la política penales lograron que los grupos profesionales contribuyeran a modificar progresivamente la cultura del castigo)[3], y su sustitución por una ideología que asume a la cárcel como un ámbito procesual de incapacitación ayuda a explicar la explosión de las tasas de encarcelamiento actuales.
Para contrarrestar estas narrativas, debe procurarse que los profesores del Instituto de Capacitación Policial sen elegidos mediante concurso público de oposición y antecedentes, en el que deberán participar como observadores, docentes de Universidades Nacionales en áreas afines.
• Evitar la superpoblación en lugares de detención y encierro institucionales, acotando las facultades administrativas discrecionales de traslados de reclusos y respetando en la medida de lo posible la cercanía de los internos con su región de pertenencia y su núcleo familiar. Para eso es necesario, en sustancia, a) atender a las variables que puedan impactar sobre el volumen de la población reclusa (hipotéticamente, y dependiendo del número de delitos flagrantes detectados, el caso del juicio directo) y b) apelar a otras medidas de control y seguimiento de personas en condiciones de obtener regímenes más favorables y laxos de ejecución de la pena y/o sustitutivos de la pena de prisión.
• Resignificar las funciones explícitas y simbólicas de la cárcel, redefiniendo y actualizando la idea fuerza de los DDHH como límite a las modernas narrativas del retribucionismo y el prevencionismo extremos.
• Incorporar y luego evaluar sistemática y periódicamente, formas de mediación, composición y restauración de conflictos entre los propios reclusos, intentando incorporar a sus mecanismos de resolución de conflictos herramientas no violentas, que permitan contrarrestar los preocupantes indicadores de muertes traumáticas y violentas en contextos de encierro.
• Establecer parámetros fiables de los estándares de reincidencia en la población carcelaria.
Por lo tanto, sería interesante realizar mediciones sobre este segmento de la población carcelaria y de la reincidencia con la mayor fiabilidad posible.
Sobre todo, en el caso de delitos que causan una gran alarma y conmoción social, respecto de los cuales la reiteración o multiplicación de los relatos mediáticos pueden conducir a conclusiones erróneas respecto de sus indicadores de reincidencia.
En este caso, ante la necesidad de analizar la problemática de los agresores sexuales, uno de los casos emblemáticos vinculados a las cuestiones de la reincidencia y las posibilidades de reinserción y las estrategias de rehabilitación de este tipo de agresores, es necesario capacitar a los operadores en los sustantivos avances que en materia de tests de previsión de reincidencia, se han llevado a cabo en España por autores tales como Santiago Redondo Illescas y Vicente Garrido Genovés.
 • Realizar evaluaciones e investigaciones cualitativas para determinar el impacto de la cárcel en las personas, una vez que recuperan su vínculo con el mundo libre, a través de indagaciones que se resumen en el “quién fui”, “quien soy” y “quién seré”.
• Articular un seguimiento y actualización permanente de la extracción social de los reclusos, sus niveles de educación formal, los promedios de edad de los mismos, etc. En el mismo sentido, apuntar a profundizar las estrategias reinserción social y la vinculación futura con el mundo libre atendiendo a las capacidades que demanda la SIC.
• Despertar la conciencia jurídica hacia la verdadera función de lo judicial, que es de contención y de vigilancia de las agencias ejecutivas, y de acotamiento del poder punitivo del estado.
• Promover estudios que ayuden a establecer el impacto de la prédica y el tratamiento que los medios de comunicación confieren a la cuestión criminal sobre las percepciones de inseguridad y de delincuencia. Esos estudios, realizados en el marco del más irrestricto derecho a la libertad de expresión, deberían necesariamente incluir a los propios empresarios y trabajadores de los medios a fin de que comprendan la gravitación de su cometido, apelando a instancias de seguimiento, autocontrol y autocrítica, a organismos de Derechos Humanos y a las agencias estatales e instituciones internacionales implicadas en temas de libertad de expresión, para garantizar la transparencia y precisión de los objetivos y alcances de la iniciativa. En ese marco, analizar especialmente la responsabilidad, la influencia y dañosidad social que ocasiona a los ciudadanos que viven en comunidades alejadas de las grandes ciudades, la extrapolación de un discurso mediático basado en realidades criminológicas manifiestamente distintas.
• Utilizar los programas existentes -sobre todo en el extranjero- para educar en contra del miedo y a favor de la seguridad, a fin de neutralizar los relatos autoritarios, el avance de los prejuicios sociales, la consecuente profundización del “miedo al otro” y todo tipo de conductas reactivas regresivas. La disputa por el discurso es fundamental en la modernidad tardía, porque de sus resultados dependen se derivan consecuencias directas en términos de procesos de victimización.• Generación de espacios de capacitación preferentemente en las universidades, con posibilidad de asistencia de todos los actores involucrados en cuestiones político criminales, incluyendo naturalmente a los miembros de la policía, especialmente para articular recursos referentes a mediación y justicia restaurativa, tendientes fundamentalmente a lograr la reconciliación y el perdón de los ofensores.
• Trabajo permanente y conjunto con recursos académicos de las universidades y con la comunidad organizada horizontalmente, para llevar a cabo investigaciones cualitativas, tendientes a conocer mejor la realidad de la delincuencia y de quienes delinquen, y su percepción del mundo. Pero también la de las agencias de criminalización secundaria de los estados.
• Operar de manera unitaria y coordinada en temas político criminales, entendiendo que la política criminal moderna excede la política penal, y debe construirse con herramientas jurídico penales, sociales, educativas y laborales, evitando la confusión entre estrategias de asistencia social con tendencias de por sí criminalizadotas.
• Llevar a cabo “mapas del delito”, indagando sobre sus connotaciones situacionales, variables horarias, características de los ofensores, edad, extracción social, modus operando, variaciones estacionales, niveles de organización, etcétera.
• Operar fuertemente para disminuir la sensación de inseguridad instalada socialmente, en la inteligencia de que solamente el cumplimiento de ese objetivo permitiría la estructuración y puesta en práctica de planes de gestión en el mediano y largo plazo: la crispación social y el clamor social hace imposible la extensión de créditos que superen plazos realmente perentorios.  En ese sentido, relevar mediante estadísticas la evolución -aumento o disminución- de la preocupación de la población respecto del delito y la violencia (experiencia análoga a las que se miden a través del “Sourcebook of criminal justice statistics”).
• Optimizar las pesquisas de determinados delitos, recuperando el papel de los gobiernos locales y provincial, reconociendo que tanto la prevención del delito como la seguridad en las comunidades representan un derecho (en lo que deben coincidir necesariamente las unidades de gestión ocupadas de esta problemática) y una cuestión determinante que hace a la calidad de vida del conjunto; por lo tanto es necesario, en orden a estos aspectos, trabajar más allá de los límites jurisdiccionales de manera horizontal y vertical; advertir el papel crucial de liderazgos políticos asentados sobre consensos legítimos; generar estrategias consensuadas adaptadas a las necesidades locales a partir de diagnósticos criminológicos fiables y planes precisos; fortalecer las capacidades y la calidad institucional; desarrollar permanentemente herramientas e instrumentos dentro del marco de la ley y la Constitución. Todo esto debe contribuir a lograr comunidades seguras y vigorosas, apuntando a restablecer estándares de orden y seguridad compatibles con una convivencia armónica.
• Para ello es menester estudiar en el corto plazo los patrones que muestran la incidencia de problemas sociales y económicos en un determinado barrio o comunidad, así como por la violencia, el “desorden” y la victimización, cuya evaluación debe quedar a cargo de expertos interdisciplinarios que deben poner en práctica estrategias de prevención dentro del plazo propuesto de un año, lo que es absolutamente factible. Se sugiere tomar en consideración conclusiones y estudios comparativos relevados por instituciones de indudable prestigio, como por ejemplo el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• En esa misma inteligencia, y con las pautas cognitivas precedentemente citadas, intervenir en la prevención de delitos particularmente violentos e intimidatorios, por caso, el robo de viviendas y los robos armados. En estos supuestos, se podrían aprovechar experiencias internacionales exitosas, como por ejemplo, las llevadas adelante en Inglaterra por el “Grupo de trabajo sobre el desvalijamiento residencial” (Domestic Burglary Task Force), en Gales, los Países Bajos o Canadá. En este caso, sería factible realizar proyectos piloto en zonas críticas, celebrando convenios con los organismos internacionales o universidades involucradas en la temática en dichos países, en el marco de la gestión reglada de las principales acciones que son propias de la Dirección Nacional de Política Criminal, siempre en coordinación con los municipios.
• Mantener y potenciar los organismos de prevención y persecución penal en el caso de delitos complejos. Esas estrategias deberían ser materia de un seguimiento y evaluación permanentes a través de mediciones cuantitativas y experiencias etnográficas. Esos organismos deben trabajar necesariamente en coordinación con todas las áreas estatales involucradas, para dotarse de mayor y mejor información y fortalecer la institucionalidad y las respuestas consistentes frente a este tipo de hechos.
• Atento a la situación particular que involucra a jóvenes de zonas marginales en la comisión de delitos predatorios de los que resultan víctimas personas de similar extracción social, la pronta intervención estatal debería poner en práctica políticas sociales, educativas y municipales, adoptadas de manera coordinada, sobre todo en lo que tiene que ver con la relación entre adicciones y delincuencia. Esa intervención debe asumir estilos absolutamente diferenciados del clientelismo y sus formas de degradación social, que muchas veces explican y reproducen las conductas infractoras que supuestamente pretenden prevenir. Mientras tanto, como en todos los casos, la puesta en vigencia de tácticas de prevención aplicadas debe ser prioritaria y urgente. Con la misma finalidad, es posible articular políticas de acercamiento consensuadas con organismos de otros gobiernos federales, por caso el National Crime Prevention Center- NCPC de Canadá[4], en la entera convicción de que este trabajo es susceptible de ser puesto en práctica en el corto plazo (conservando el estado el monopolio en cuanto a la dirección estratégica e ideológica de estas prácticas) y que la prevención es una inversión cualitativamente superadora no sólo del castigo, sino también de tácticas de prevención situacional que, por sí solas, se agotan en el tiempo.
• Fortalecer la seguridad en las escuelas, que por su heterogeneidad social despiertan una gran sensación de temor en niños y adultos (sobre todo padres), priorizando a esos fines enfoques proactivos, programas de contención tempranos y urgentes, en lo posible iniciadas antes de la “adolescencia”. Para ello, con análoga mecánica, es conveniente rescatar experiencias internacionales exitosas publicadas también por el Centro Internacional para la Prevención de la Criminalidad.
• Relevar la magnitud de la influencia del sistema penal en la formación de la “identidad del delincuente” (labeling), el sometimento a procesos extremos de visibilización, diferenciación y estigmatización durante el juicio, a fin de acotar los insumos simbólicos que coadyuven a potenciar dicha identidad, toda vez que la asunción de la misma profundiza la relación con otros infractores y un nuevo rol que induce a la persistencia en la carrera delictiva. En tanto se tenga una idea aproximada de la magnitud del etiquetamiento de los sujetos criminalizados (mediante observación participante en el campo, entrevistas o informantes claves), se podrían establecer estrategias para disminuir o conmover esas rutinas y sus consecuencias.
• Indagar la incidencia estadística de la adopción de formas subculturales en las que intervienen -además del lenguaje- otras simbologías y, en especial, las técnicas de neutralización, en los procesos de asociación diferencial.
• Evitar el deterioro de determinadas zonas de las ciudades. El cuidado permanente de ciertos ámbitos físicos conflictivos disuade a los delincuentes y disminuye las oportunidades de comisión de delitos.
• Evitar que el Estado contribuya a la creación de zonas críticas, como lamentablemente lo ha hecho hasta ahora, a través de ciertos criterios y diseños en la construcción de colectivos barriales que, desde una perspectiva ecológica, terminan generando situaciones inéditas de conflictividad y facilitando la comisión de determinadas formas de criminalidad.
• “Acotar las oportunidades” de los ofensores, reducir los “beneficios” del delito e incrementar sus riesgos, incidiendo directa o indirectamente en la ecología y el contexto comunitario. También en este caso, resulta decisivo influir en las percepciones e intuiciones de los infractores, creando una “sensación de inseguridad” inversa, o una “contrasensación” de inseguridad: si los ofensores se sienten inseguros es natural que se replieguen. Si los vecinos se sienten más seguros, es también natural que intenten recuperar los espacios públicos perdidos. Este tipo de intervenciones han merecido reservas de diversa índole. Una de ellas es la insuficiencia de que las mismas puedan ser duraderas y consistentes en términos de recuperación de la calidad de vida de la gente sin otro tipo de abordajes complementarios: social, educativo, terapéutico, económico, etcétera. El desarrollo de esta idea incluye esas nociones de manera prioritaria, lo que releva de mayores comentarios sobre esta crítica. La segunda es una reserva de carácter ideológico: estas estrategias, a partir de un proceso de “adquisición por posesión” producido a partir del deterioro de las ideologías welfaristas, ha sido presentada como un patrimonio de las políticas de gestiones estatales de cuño conservador. Aquí es más difícil coincidir. Nuestra propuesta asocia a estas políticas, estrategias de claro contenido social, y reniega de prácticas pseudo prevencionistas que implican un recorte objetivo de los derechos y garantías de los vecinos. Por ende, las intervenciones pueden estar orientadas hacia el potencial ofensor o hacia la potencial víctima, se deben inscribir en un contexto más amplio de políticas sociales y apuntan a mejorar la convivencia y nunca a deteriorar los lazos de solidaridad comunitaria.
Ejemplos de típicas técnicas de prevención situacional-ambiental son, entre otros: la vigilancia personal por parte de efectivos policiales o guardias de seguridad, la recuperación de espacios públicos (plazas, parques, paseos), la utilización de circuitos cerrados de televisión, el rediseño urbano, etc.
Estas estrategias, de conformidad con las evaluaciones realizadas, pueden deparar ciertas consecuencias preocupantes:
·                    El desarrollo de una psicología del miedo que alienta el “encierro” de los vecinos, profundiza el deterioro de los lazos de solidaridad y de confianza en ámbitos protegidos, lo que produce necesariamente un resquebrajamiento de las relaciones sociales basadas en la confianza;
·                    La reproducción de las relaciones de marginalidad, exclusión y discriminación, focalizando las energías sociales contra la otredad, y percibiendo al otro, al distinto, como alguien respecto del cual es posible hacer algo antes de que este ataque;
·                     La multiplicación del “efecto de desplazamiento: geográfico (cuando el mismo delito se realiza en otro lugar); temporal (cuando el mismo delito se realiza en otro momento) táctico (cuando el mismo delito se realiza con otros medios o de otra forma), de blancos (cuando el mismo tipo de delito se realiza con respecto a otro blanco) y de tipo de delito”[5].
Para evitar estos efectos, es menester articular estos abordajes con estrategias de prevención social que significan el reaseguro a largo plazo de esta mirada sobre el delito.
En particular, se le debería dar un fuerte impulso a las acciones no binarias destinadas a la recuperación del espacio público (plazas, parques, paseos, etc.), alejados de la noción excluyente y militarizada de “espacio defendible”, poniendo el énfasis en el seguimiento y la prevención de determinados delitos de alta sensibilidad, como por ejemplo el asalto a viviendas habitadas, las agresiones de todo tipo y los arrebatos, todos ellos perpetrados generalmente respecto de personas vulnerables.
• Acentuar mediante estrategias situacionales la prevención primaria en el ámbito rural, reasignando los recursos disponibles y creando nuevas formas solidarias de comunicación, autoprotección y heteroprotección entre los productores, atendiendo a que el crecimiento de la oportunidad para delinquir, está generando la perpetración de delitos novedosos o no convencionales vinculadas muchas veces a las nuevas variables macroeconómicas, que determinan la magnitud del beneficio de los delitos en concordancia con los bajos riesgos que aparejan los mismos a los infractores (así, de acuerdo a su valor en el mercado u otras variables de la economía, se han sucedido en los últimos años hurtos de colmenas, herramientas, agroquímicos, asaltos a mano armada, abigeatos perpetrados en escala organizada, etc).
• Tomar en cuenta que los delitos convencionales (llamados también “de calle” o de “subsistencia”), aunque resultan extremadamente sensibilizantes y deben ocupar los primeros esfuerzos estatales, no agotan la sensación de inseguridad ni la inseguridad objetiva. Por lo tanto, es posible poner en práctica fuertes estrategias de prevención y desarticulación de delitos de cuello blanco que, además de la intrínseca justicia de la medida, permitirían revertir la sensación generalizada de selectividad del sistema y permiten la relegitimación del mismo. La usura, por ejemplo, podría acotarse no solamente con la imposición de penas más severas sino con la creación de registros obligatorios de los contratos de mutuos. Las agencias policiales y administrativas de defensa civil podrían operar fuertemente respecto de los delitos ecológicos o de envenenamiento del medio ambiente. Las policías, los municipios, las asociaciones de defensa civil, las ONGs y demás organizaciones sociales y de víctimas podrían incidir de la misma forma respecto de la violencia de género, los delitos contra el medio ambiente, y los delitos imprudentes, mediante estrategias de justicia restaurativa y no meramente punitiva.
• Realización de Estudios de Victimización (estos estudios deberían abarcar especialmente los procesos de victimización de las fuerzas de seguridad, al menos como muestreos ilustrativos, y especialmente abordar cuantitativa y cualitativamente la violencia de familiar y de género). Es conocida y admitida en todo el mundo la escasa fiabilidad de las encuestas y estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la denominada “cifra negra” de la criminalidad), y porque los a veces intrincados mecanismos judiciales contabilizan de manera particular las causa “NN”, las prescriptas, las incidentales o las que no se investigan. Pero además, estas muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la seguridad urbana “objetiva” y “subjetiva” (esto es, la sensación de inseguridad basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas). A partir de la elaboración de las mismas, podrá contarse con elementos objetivos de constatación que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades criminológicas, estrategias razonables y adecuadas de política criminal, con apego a las modalidades específicas de las infracciones que se releven en cada Municipio. Sobre la reserva consignada entre paréntesis, es preciso poner de relieve que cualquier política criminal debe reconocer que las medidas que se adopten pueden ser efectivas en algunos lugares y no en otros, respecto de determinados colectivos y no de otros, y en algunos momentos pero no en otros. Por lo tanto, cualquier “mapa del delito” debería tender a considerar también los resultados de estos estudios.
• Evitar la homogeneización social: En los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginada convive gente con agregados donde la cultura de clase media es mayoritaria, las primeras tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de acceder al trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar intervenciones de los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en situación de marginación social en determinados espacios de la ciudad, de manera que esos grupos pudieran resultar mayoritarios.
• Ayudar a las personas más carenciadas: los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente y para dar oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza, pero evitando la dádiva y/o el clientelismo, y apuntando a que esa ayuda coadyuve a que esa gente reasuma valores convencionales de clase  trabajadora.  La asistencia estatal debe estar controlada por ONGs.
• Fomentar el asociacionismo: En la medida en que aumentan las estructuras de relación en el barrio, en especial las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera mayor nivel de cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores convencionales y mejorando y acotando el nivel de control informal. La recuperación de los clubes es un paso fundamental en esa dirección.
• Incrementar la vigilancia efectuada en clave de policía de comunidades. Las anteriores medidas de prevención social deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional, incrementando el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia, evitando que el lugar aparezca a los potenciales infractores como de “bajo control”, preservando el rol de las autoridades prevencionales como policías comunitarias, respetuosa de los derechos civiles implicados.
• Sin perjuicio de lo expuesto, es menester tener a la mano la posibilidad de aplicar estrategias parcialmente diversas en la medida en que nos encontremos ante conductas infractoras expresivas y no instrumentales (cultura “de la banda”), por ende más violentas y mucho más difícil de remover únicamente mediante estrategias de prevención social, porque generalmente esas condiciones criminológicas están fuertemente asociadas a otros factores como: a) delincuencia adulta; b) relaciones sociales en un espacio común que integre a los adultos con los jóvenes, operativizando un proceso comunicacional y de enseñanza y aprendizaje de técnicas para realizar delitos; c) integración y mixtura del mundo convencional con el delictivo. Para ello, la prevención situacional debe intensificarse. De todos modos, estas estrategias deben ser llevadas a cabo por agencias estatales que conozcan de formas alternativas de resolución de conflicto, no violentas y restaurativas, tendientes a desarrollar líneas de acción basadas en neutralizar los problemas de ajuste de los jóvenes infractores de sectores vulnerables, a través del incremento de las oportunidades.
• Lograr la suficiente cohesión y compromiso interno para obtener el diseño de propuestas lo suficientemente claras e inequívocas que impidan alteración o sustitución por discursos o conductas meramente “gestuales” (“acting out”) que en la práctica signifiquen una desnaturalización cuando no una modificación encubierta de las mismas, hasta lograr incluso finalidades antagónicas respecto de las que las inspiraran.
• Unificar las pautas o estándares procesales, respecto de los criterios de restricción de libertad en las distintas jurisdicciones de la Povincia. Este aspecto es fundamental por su incidencia en términos político criminales y criminológicos. Sería muy dificultoso establecer medidas coordinadas entre distintas agencias jurisdiccionales si la misma conducta permitiera distinto tratamiento en cada una de ellas en lo que atañe a las restricciones de libertad, y mucho más complejo aún, prever la tendencia de los indicadores de prisionización a futuro, si no se unifican estos parámetros. Esta última cuestión, además, debería influir razonablemente sobre los criterios a seguir respecto de los lugares de instalación de establecimientos de detención. La misma perspectiva podría analizarse respecto de una interpretación amplia del derecho a acceder a la suspensión del juicio a prueba y otros beneficios.
• Racionalizar y limitar los criterios administrativos que inciden en el traslado de los internos, no solamente por las implicaciones que en orden a los derechos fundamentales de los reclusos adquieren dichas decisiones, sino porque el traslado de internos/as a lugares extraños al de su procedencia hace que el núcleo de relaciones de los mismos se afinquen en las zonas donde esos presidios están instalados, se vinculen con infractores locales y potencien la actividad delictiva en ese lugar.
• Diferenciar la forma en que se expresa la criminalidad en las zonas más populosas y en las menos pobladas, para instrumentar con sujeción a esa distinta realidad las estrategias de prevención, disuasión y conjuración de delitos.
• En ese sentido, resultaría factible que  se analizaran las manifestaciones de la criminalidad en las zonas de tránsito o turísticas, sobre todo en las épocas de mayor afluencia de visitantes, la mayoría de ellos provenientes de las clases medias donde las narrativas sobre el crecimiento de la delincuencia y el “miedo al otro” asumen formas condicionantes particulares en sus percepciones y sistemas de creencias. Se propone analizar el modelo de encuesta de seguridad y victimización “Turismo y seguridad en Andalucía”[6].
Resumiendo, se proponen las siguientes medidas:
       

 •          Reinterpretación y resignificación correcta de las lógicas del nuevo sistema adversarial en la Provincia.
•         Modificación integral y puesta en funcionamiento efectiva de un sistema superador de enjuiciamiento y persecución por faltas y contravenciones.
·                     Derogación y/o modificación de las normas de Facto de la Policía (1034 y 1064) para adaptarla a una estructura policial de consenso, compatibles con el programa de la Constitución.
·                    Despliegue de estrategias de prevención situacional adaptadas (con rigor teórico y científico)  a las diferentes formas en que la criminalidad o las conductas desviadas se expresan en cada zona de las distintas ciudades y centros urbanos.
·                    Redefinición de estrategias tendientes a la unificación y coordinación de los diversos actores institucionales y sociales involucrados, a fin de evitar dispersión de esfuerzos, medidas contradictorias o inocuas.
·                    Creación de un espacio interagencial de Seguridad, integrado por el Mrio de Gobierno, Justicia y Seguridad, la Policía, el Superior Tribunal de Justicia, la Procuración General, la Defensa Pública, los Municipios y los Ministerios de Bienestar Social, Salud y Educación, ONGs y miembros de la sociedad civil.
·                    Modificar la Ley del Consejo de la Magistratura, para que -cumpliendo acabadamente con el mandato constitucional que obliga a realizar concursos de oposición y antecedentes- los que deberán llevarse a cabo con una integración distinta (al menos en el fuero penal) que contemple la participación de Profesores calificados de Universidades Públicas (conocidos como “juristas invitados”) que, aunque no integren formalmente los tribunales ni tengan derecho a voto, tendrán la misión de presentar sus propios dictámenes, del cual el resto de los jurados podrá apartarse pero haciéndolo de manera fundada.
·                    Modificar los planes de Estudio de la Escuela de Policía, profundizando las exigencias de nivel académico y abriendo otros horizontes de tradiciones intelectuales alternativas al positivismo. Incluir “Conflictología” como una materia de las currículas a fin de inculcar formas alternativas de resolución de conflictos.
·                    Calificación y actualización dinámica y permanente de los operadores del Poder Judicial.
·                    Trabajo permanente y conjunto con recursos académicos de la UNLPam y con la comunidad.
·                    Operar de manera unitaria y coordinada en temas político criminales, entendiendo que la política criminal moderna excede la política penal, y debe construirse con herramientas jurídico penales, sociales, educativas y laborales.
·                    Evitar el deterioro de determinadas zonas de la ciudad. El cuidado permanente de ciertos ámbitos físicos conflictivos disuade en muchas oportunidades a los delincuentes.
·                    Rediseñar el abordaje de la nocturnidad en las ciudades más pobladas de la Provincia.
·                    Acentuar mediante estrategias situacionales la prevención primaria y secundaria en el ámbito rural, reasignando los recursos disponibles.
·                    Presencia policial operativa. Racionalizar en cuanto a sus efectivos el Comando radioléctrico de la URI y volcar esos efectivos a las comisarías, para realizar tareas dinámicas inherentes a la prevención, disuasión y conjuración de las conductas desviadas.
·                    Tomar en cuenta que estos delitos convencionales no agotan la sensación de inseguridad ni la inseguridad objetiva.
·                    Realización de Estudios de Victimización.


















FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE LAS PROPUESTAS
Estas propuestas han sido extraídas de las experiencias criminológicas que se han desplegado a lo largo del siglo XX y del presente, por expertos y académicos de todo el mundo.
Suponen un recorrido histórico y conceptual perfectamente adaptable a nuestro medio, y no se proponen agotar el catálogo de estrategias posibles sino, por el contrario, convertirse en un punto de partida para encontrar pautas fiables en materia de seguridad democrática, Derechos Humanos y acceso a la Justicia, propiciando un debate social que, lamentablemente, no reconoce demasiados precedentes en nuestro país.
La criminología, como toda disciplina con pretensión científica, tiene contenidos epistemológicos precisos que hacen imperiosa la participación de los expertos en temas de semejante complejidad. Esto significará un salto cualitativo respecto de un “sentido común” nefasto en base al cual se adoptan decisiones en materia político criminal.

I.- La denominada Escuela de Chicago constituye una de las primeras expresiones sistemáticas que abordan el fenómeno de la criminalidad a partir del estudio y análisis de  las formas de agregación social y de cómo las mismas influyen en el comportamiento desviado. Justamente, la ciudad de Chicago, con su crecimiento demográfico exponencial durante el período de reconversión de sus relaciones de producción y el paso de una sociedad rural a una industrializada, configuró la aparición del “factor ecológico” como tesis explicativa de la criminalidad, desplazando – acaso por primera vez- a las perspectivas biologicistas en la consideración de los criminólogos.  El delincuente, para esta corriente de pensamiento, era alguien “normal”, condicionado por su entorno ambiental.
Se trató de indagar más “cómo vivía la gente” que respecto de especiales características psiquiátricas, psicológicas o biológicas de la misma. Por primera vez, los sociólogos desplazaron a los psiquiatras, los médicos y los psicólogos en la formulación de una tesis explicativa de la “desviación”.
García Pablos de Molina, quien considera a la Escuela de Chicago como “el germen y el crisol de las más relevantes concepciones de la sociología criminal”, enseña que desde 1860, cuando Chicago contaba con 110.000 habitantes, llegan a esta ciudad millares de inmigrantes, sobre todo de Europa, lo que motiva un crecimiento que en 1910 la ciudad rebase los 2.000.000 de habitantes[7].
Larrauri- Cid destacan, en el mismo sentido, que Chicago había pasado de  de tener 40.000 habitantes en las primeras décadas del siglo XIX, a casi 3.000.000 en el primer tercio del Siglo XX, producto de la instalación de las grandes terminales automotrices en el casco urbano de la ciudad y la llegada de miles de campesinos y extranjeros (fundamentalmente de los países más pobres de Europa: Italia, Rusia, Polonia) atraídos por las nuevas posibilidades de empleo asalariado[8].
Los intelectuales de esta escuela parten -para entender el aumento de la criminalidad- de la premisa del cambio cultural que acompaña el tránsito de una vida rural a una vida urbana. Esto, que parece una obviedad, no solamente permitió establecer diagnósticos y estrategias consecuentes en materia de política criminal, sino que se transformó en un punto de inflexión para la criminología moderna.
La escuela no solamente se preocupó por entender las formas que asumía el cambio social, sino que explicó esas transformaciones desde el interior de esas culturas y avanzó en la formulación de políticas públicas respecto de las nuevas minorías sociales, reclamando un fuerte compromiso del Estado, aún con los límites de una visión correccionalista, tendiente a ayudar a los sectores social y culturalmente más desfavorecidos.
Incluso, la teoría reconoce su vigencia en la actualidad, a la luz de fenómenos demográficos y sociales tales como la superpoblación de determinados conglomerados urbanos. Cabe destacar, como ejemplo de lo dicho, que de las 25 megalópolis existentes en el mundo contemporáneo, 19  pertenecen a países del Tercer Mundo, con las lógicas consecuencias de marginalidad, exclusión, desempleo y/o precariedad laboral, degradación del medioambiente, diversidad cultural, migraciones internas, relajamiento de los controles informales, etcétera. Se trata, en definitiva, de un intento de explicación de la incidencia de la urbanización en la evolución de las tasas de determinadas formas de criminalidad.
En ese sentido, la nueva dimensión que adquieren los procesos migratorios en el mundo exhuma la pretensión de vigencia de la teoría.
Uno de los máximos referentes e iniciadores de la escuela ecológica es Robert Park, quien en el año 1915, analiza los cambios y  diferencias de los mecanismos de control social vigentes en las zonas no urbanas (donde adquieren preeminencia la costumbre y el escrutinio cotidiano)  respecto de las urbanas (donde priman la ley y la impersonalidad de las relaciones).
Las conclusiones que los impulsores de esta escuela extrajeron de los relevamientos realizados en Chicago y también en Michigan pusieron de relieve que las áreas urbanas que proporcionalmente tenían mayores tasas de delincuencia  eran aquellas que estaban habitadas mayoritariamente por gente pobre, pero fundamentalmente las que, también, evidencian mayor deterioro físico, alta movilidad (“los delincuentes” son de “afuera”: esto es, los “distintos”, los que no comulgaban con los mismos códigos sociales, hablaban distintos idiomas y vivían en condiciones desfavorables), heterogeneidad cultural y delincuencia adulta.
Según la Escuela de Chicago, pobreza y desorganización social son los factores que deben necesariamente concurrir para que haya delincuencia.
“La pobreza y la desorganización social parecen interactuar de la siguiente manera: una persona pobre que vive en un barrio desorganizado carece de oportunidades (convencionales) de promoción social y se siente menos vinculado a los valores convencionales; en cambio, una persona pobre que viva en un barrio organizado tiene más oportunidades de promoción social y se siente más ligado a los valores convencionales. Esto significa que los barrios organizados no sólo sirven para transmitir más eficazmente los valores convencionales sino que además ofrecen más oportunidades para salir de la pobreza. Por tanto, las medidas individuales para afrontar la pobreza deben ir acompañadas de intervenciones ecológicas que incrementen e nivel de organización social del barrio”[9].
El método de Shaw y Mc Kay consistió en investigar, por zonas de la ciudad,  el número de jóvenes llevados ate los tribunales de menores de Chicago, clasificarlos por sus lugares de residencia y correlacionar tales cifras con el número de jóvenes que viven en cada área de la ciudad.
De esa manera, logran el porcentaje de delincuentes juveniles por número de jóvenes de cada área de la ciudad. (“Juvenil delinquency and urban areas”).
Los autores estudian  3 períodos discontinuos de seis años cada uno durante treinta años (lo que da la pauta que no es serio esperar milagros en la investigación criminológica seria y en las estrategias consistentes y duraderas en materia político criminal) para determinar si entre 1900 y 1933 se han producido variaciones significativas en las tasas de delincuentes de la ciudad.
Los resultados principales del análisis son: a) se produce una gran diferencia de delincuencia entre las diversas áreas de la ciudad (mientras existen áreas que prácticamente no tienen delincuencia juvenil hay otras donde casi 20 de cada 100 jóvenes han pasado por los tribunales de menores). b) hay una gran concentración de delincuencia en  las áreas centrales (25% de la población produce la mitad de los delincuentes). C) no existen variaciones importantes en los 3 períodos estudiados.
Los autores destacan que su análisis no permite derivar ninguna correlación entre una determinada minoría étnica y la delincuencia, señalando que en los períodos estudiados se han producido cambios completos en las minorías que habitan una determinada zona urbana, y sin embargo la tasa de delincuencia se ha mantenido estable. En conclusión, según esta escuela, lo que explica la delincuencia no es el origen de la población sino las condiciones de vida de la misma en determinadas áreas de la ciudad.
En las mencionadas condiciones de pobreza generalizada, deterioro físico, movilidad, heterogeneidad étnica y delincuencia adulta, la población se encuentras imposibilitada de llevar a la práctica valores convencionales por los siguientes motivos:
a)                  menor capacidad de asociación o cohesión social;
b)                  menores posibilidades de control sobre actividades desviadas (menos tiempo de padres que trabajan con sus hijos, mayor cantidad de tiempo de los chicos en la calle y mayor anonimato y menor control social informal).
c)                  Mayor exposición de los jóvenes a valores no convencionales.
Entre las estrategias de política criminal propuesta por los investigadores, pueden señalarse las siguientes:
·         Evitar el deterioro físico: Un barrio organizado se caracteriza porque la gente (convencional) que lo habita no quiere abandonarlo. Para que los habitantes del barrio no deseen abandonarlo, éste no debe aparecer como deteriorado. Ello reclama un tipo de intervención dirigido a la rehabilitación de viviendas y espacios comunes, para que la gente perciba que el barrio está en un proceso de mejora[10]. La inversión en tales áreas no sólo debería detener el proceso de abandono, sino que también debería favorecer el traslado de personas de clase media a tales áreas.
·         Evitar la homegeización social: En los barrios denominados “mixtos”, donde junto a gente marginal  convive gente trabajadora y de clase media, las primeras tienen más oportunidades de asumir valores convencionales y de acceder al trabajo y a la cultura del trabajo. Se debe tratar de evitar intervenciones de los poderes públicos dirigidas concentrar a personas en situación de marginación social en determinados espacios de la ciudad.
·         Ayudar a las personas más carenciadas: Los poderes públicos deben intervenir para proteger socialmente y para dar oportunidades de formación a las personas en condiciones de pobreza, apuntando a que esa ayuda coadyuve a que esa gente reasuma valores convencionales de clase media o trabajadora.
·         Fomentar el asociacionismo: En la medida en que aumentan las estructuras de relación en el barrio, en especial las que vinculan a personas adultas y jóvenes, se genera mayor nivel de cohesión social, produciendo mayor transmisión de valores convencionales y mejorando el nivel de control informal.
·         Operar con políticas de índole social sobre un colectivo en riesgo y no a través de terapias individuales.
·         Incrementar la vigilancia. Las anteriores medidas de prevención social deben ir acompañadas de medidas de prevención situacional, incrementando el nivel de vigilancia de los puntos negros de la delincuencia, evitando que el lugar aparezca a los potenciales delincuentes como de “bajo control”.
La Escuela de Chicago fue objeto de muchas críticas. Algunas, por entender que solamente se ocupaba de las infracciones convencionales perpetradas por sujetos vulnerables. Otras hicieron hincapié en los riesgos de manejarse con la cifra blanca que surge de las estadísticas judiciales o policiales, que invisibilizan una cantidad indeterminada de delitos y la mayoría de las ofensas perpetradas por los poderosos. También se observó que la excesiva utilización de las agencias institucionales de control social en la formulación de políticas públicas de seguridad termina reproduciendo la discriminación, puesto que muchos espacios, barrios o zonas, resultan, de ordinario, objeto de vigilancia, control y castigo en una proporción mayor de lo que acontece en zonas ciudadanas más reputadas.
No obstante ello, es indudable que estas estrategias podrían reproducirse en determinados agregados sociales que han sufrido procesos similares de degradación, pauperización y diversidad social, con crecimiento de las tasas de conflictividad, en los que los infractores son generalmente jóvenes del propio barrio, víctimas a su vez de un sistema de exclusión y degradación.








II.- La teoría de la Anomia es otra corriente de la que podríamos sacar en La Pampa enseñanzas concretas y puntuales, en casos de delitos predatorios, producidos con fines instrumentales, generalmente en casos de privación relativa e inequidad social.
Robert Merton (1910-2004), escribió en 1938 un artículo "Anomia y estructura social", que es el que da pie a una de las teorías más importantes de las tradiciones intelectuales funcionalistas, y cuya vigencia permaneció intacta mientras se mantuvo en pie el paradigma del “buen capitalismo” y entra en crisis el welfarismo penal. Basta con observar de qué manera los gobiernos de Kennedy y Johnson, en la década del 60’ intentaron aplicar las estrategias de política criminal sugeridas por Merton en la lucha contra la criminalidad en los barrios estadounidenses marginales, a partir de la mejora de las oportunidades de los jóvenes postergados.
Sin perjuicio de este aporte fundamental de Robert Merton, es preciso reconocer a Durkheim como el sociólogo que utilizara –aunque con otro alcance- el concepto de “anomia” en  1893, al intentar explicar las consecuencias de la división del trabajo en el capitalismo temprano. La división del trabajo supone, para Durkheim, mucho más que una forma ordenatoria de la economía de las sociedades capitalista, sino uno de los fundamentos más importantes de la vida en sociedad. Por eso, al analizar la solidaridad social, llega a la conclusión de que en las sociedades con un alto grado de división del trabajo, las diferentes partes del mismo ya no se relacionan entre sí sino a partir de sus funciones, tal como acontece con los diferentes órganos de un cuerpo viviente. En sociedades de estas características (con gran diferenciación de funciones producto del avance de las relaciones de  producción capitalistas que provocan la división del trabajo), se produce un debilitamiento de la conciencia colectiva y una mayor acentuación de las diferencias individuales. “Anomia es, entonces, el estado de desintegración social originado por el hecho de que la creciente división del trabajo obstaculiza cada vez más un contacto lo suficientemente eficaz entre los obreros y, por lo tanto, una relación social satisfactoria”[11], por la falta de reglas. “Anomia” sería, en la visión de Durkheim, algo parecido al concepto de “falta de normas”.
Pese a que, a partir de que Merton escribiera su artículo “Anomia y estructura social”, la teoría de la anomia fue puesta en crisis por los teóricos del control, muchos de sus postulados, actualizados, permiten el diseño de alternativas actuales contra la criminalidad convencional.
El concepto de “anomia” no significa, en la visión de Merton,"ausencia de normas" (a diferencia de Durkheim) si no que, en las sociedades anómicas "junto con la presión que las personas reciben para obedecer las normas, reciben otras tendientes a desobedecerlas”.
Estas presiones sobrevienen de una excesiva importancia asignada a los fines socialmente valorados, que en EEUU se resumen en el éxito económico y el ascenso social (el "sueño americano" en la sociedad fordista).
Se trata de "un desequilibro entre fines (metas) y medios". La desproporcionada importancia que una sociedad confiere a ciertos fines, hace que en la búsqueda colectiva de los mismos, algunos sujetos que carecen de la posibilidad de acceder a ellos por medios lícitos, apelen a medios ilícitos para alcanzarlos. Si bien Merton elabora su teoría tomando como base la sociedad americana, muchas de sus ideas son enteramente aplicables a otras sociedades occidentales donde el capitalismo  –sobre todo de posguerra- produjo fenómenos masivos de inclusión social y pleno empleo. La Argentina, por cierto, no es una excepción: “Mi hijo el doctor” es una obra que en buena medida resume esa presión anómica en la historia de nuestro país y en “Sociología de la clase media argentina”,  Julio Mafud, da cuenta de la aplicabilidad de estas postulaciones a nuestro medio.
En la misma, la actitud sacrificial de la familia, como elemento fundante de control social informal, condiciona la perspectiva del mundo de las nuevas clases medias a través de un sistema de creencias que abraza el éxito económico y el ascenso social como pautas valoradas por el conjunto sicial.
Las características de una sociedad anómica, según Merton, son las siguientes:
a)      desequilibrio cultural entre fines y medios: en sociedades anómicas como la estadounidense, los canales de socialización (la flia, los pares, la escuela, los medios de comunicación) son medios que transmiten "los mismos valores", que se resumen en el éxito económico (esfuerzo y ascenso social). Las personas que no comulgan con estos valores o no los ponen en práctica a lo largo de su vida son socialmente desvaloradas o despreciadas. Por lo tanto, en esa búsqueda desesperada de status, las personas menos favorecidas socialmente comienzan a buscar el éxito no por "medios lícitos" sino por "medios eficaces", que por supuesto incluyen las conductas ilícitas. De esta manera se intenta explicar la perpetración de las conductas desviadas.
b)      Universalismo en la definición de los fines: la estructura cultural (sistema de creencias, escalas de valores, expectativas compartidas)  no limita el logro de los fines a unos pocos, sino que los hace extensivos al conjunto de la sociedad, incluso a aquellos más desfavorecidos que participan de esta escala de estas expectativas.
c)      Desigualdad de oportunidades: no obstante, en la realidad objetiva, la  sociedad  anómica produce una tensión sobre muchos ciudadanos cuando la estructura cultural (superestructura) induce a plantearse altas aspiraciones y, en cambio, la estructura económica y social limita a ciertos grupos, solamente, las oportunidades lícitas de alcanzar esas metas tan elevadas.
El modelo teórico de Merton presupone que una parte de los ciudadanos asumirán ese mandato respecto de la obtención del éxito, pese a sus limitadas posibilidades de alcanzarlo, debido justamente a que en ese medio cultural, la mayoría de la gente tiende a identificarse no con la mayoría que no logra esas metas sino con la minoría que sí lo logra. Del juego combinado de esos dos factores (fines y medios, o metas y oportunidades) concluye que la presión anómica será especialmente sentida por aquellas personas de clase baja. Al asumir que las “altas aspiraciones” son una de las fuentes de la presión anómica, Merton está desarrollando una idea que anteriormente había utilizado Durkheim para explicar las tasas de suicidio en la sociedad europea del siglo XIX. La diferencia es que las “altas aspiraciones” en Durkheim se originan en el instinto biológico de la persona, son naturales y se registran especialmente en momentos de crisis en que las mismas no son reguladas socialmente, para Merton son inducidas culturalmente y son permanentes.
Merton  reconoce que existen cinco formas posibles que las personas podrán exhibir frente a la presión anómica que reciben de la sociedad, las que podrían resumirse apelando a este conocido cuadro, en el que “+” significa “adaptación”, “-“rechazo y “-+” rechazo respecto de los fines y/o medios socialmente aceptados para conseguir esos fines:


Formas de adaptación           Fines              Medios lícitos
Conformidad                          (+)                     (+)
Innovación                             (+)                     (-)
Ritualismo                              (-)                      (+)
Apatía                                    (-)                      (-)
Rebelión                                (-+)                    (-+)
La conformidad implica que la persona internaliza y comparte tanto los fines socialmente valorados como los medios lícitos admitidos en esa misma clave para alcanzarlos. El individuo es así un sujeto mayoritariamente predecible, que se sacrifica para obtener el éxito, tanto sea en su trabajo como en el estudio, porque cree vivir en una sociedad meritocrática y presta una conformidad con las pautas de adaptación que la misma impone. Esto no implica, desde luego, que se está ante una sociedad de “triunfadores” – antes bien, y por el contrario, el quiebre del estado de bienestar rompe con la aporía del “buen capitalismo” y profundiza las asimetrías y desigualdades sociales, hasta poner en crisis el “sentido” de esa decisión existencial de sacrificio- sino que existe una mayoría de la sociedad dispuesta a bregar para acceder a esas metas.
El ritualismo consiste en la actitud, que se dará principalmente en personas de clase media baja, de abandonar las metas del éxito y de la rápida movilidad social hasta un punto en que pueda satisfacer sus aspiraciones básicas mediante la utilización de medios lícitos. No se espera de estos sujetos una respuesta delictiva, sino más bien un desajuste propio de quien, socializado en valores de la clase media (compatibles con la lucha por el éxito y el ascenso social), deja de atender a las desvalorizaciones de que podría ser objeto por parte de terceros que podrían reconocerlo como un “fracasado” frente a las dificultades que le plantea la estructura social y ante las cuales se somete finalmente.
La rebelión implica una dificultad de adaptación a los valores dominantes, porque se los pone expresa e intencionalmente en crisis. Estos grupos, directamente, no comparten los fines mayoritariamente asumidos por la sociedad capitalista y proponen finalidades existenciales alternativas. Es decir que, sin apartarse del ejercicio de rutinas “lícitas” (trabajo, estudio), confieren a la misma una connotación diferente a la que las imagina como un tránsito obligado previo hacia el ascenso en la consideración social y el éxito económico. Pero, en cualquier caso, discrepan con los fines de lucro que disciplinan y controlan a la mayoría de los estadounidenses de esa época.
Según Merton, estos agregados generalmente están integrados por sujetos radicalizados, militantes diferentes espacios sociales, cuya conducta puede admitir desde meros comportamientos “desviados” (la desobediencia civil, por ejemplo) hasta conductas “delictivas” (acciones violentas como medio de conseguir transformaciones sociales[12].
En el supuesto de la innovación como forma de adaptación a la presión anómica, la conducta consiste en intentar alcanzar los objetivos mayoritarios de éxito y movilidad social vertical ascendente, mediante medios no lícitos aunque sí efectivos. Esta clase de personas, en definitiva, comparte los objetivos pero no así los medios. Las conductas innovadoras, en Merton, parecen respuestas a utilizar por personas de clase baja frente a las ya señaladas dificultades estructurales comparativas de que adolecen. No obstante, esta concepción funcionalista, de la que Merton es uno de sus principales referentes, deja de lado la consideración de la innovación como la conducta que caracteriza a ciertos delincuentes económicos, tales como los estafadores.
La apatía es el rechazo tanto  de los medios institucionales como de los fines. El “apático” es un individuo frustado, retraído. En general, se asigna esta reacción a personas que, habiendo recibido un proceso de socialización temprana acorde con los valores dominantes, frente a fracasos producidos en sus intentos por lograr el éxito, no renuncia a la meta por alcanzarlo pero adopta mecanismos de escape, tales como el derrotismo, el aislamiento o la pasividad. En suma, se produce un alejamiento de la vida social. Merton ubica como ejemplos a los alcohólicos, los vagabundos, los drogadictos o los mendigos[13].
Las estrategias de política criminal que se concibieron desde la teoría de la anomia para intentar disminuir los indicadores de criminalidad estribaron en incidir sobre la superestructura, cambiando los datos culturales que condicionan a las personas favorecidas, o bien influir sobre la estructura económico social, dotando a estas personas de mayores oportunidades, si es posible, similares a las de individuos de clase media. Esta sería una de las labores que el Estado debería garantizar, incorporando a las mismas las áreas que en la Provincia tuvieran incumbencia sobre el particular. Como se observa, también en este caso existe una marcada vigencia de la Escuela y una posibilidad concreta de aplicación.





                               

                                








 III.- La teoría del etiquetamiento (o “labeling approach”), nace en Estados Unidos a mediados de los años 60', casi como una réplica al excesivo empirismo de las teorías criminológicas de la época, preocupadas casi exclusivamente por dar respuestas a los estados acerca de las causas que originan el delito, las formas para mantener y reproducir el orden y el logro de las mejores estrategias para la prevención de las conductas desviadas. Como lo explica Lamnek, el labeling approach demuestra también que la importancia práctica de los criterios biológicos subsiste por su aplicación estigmatizante en el comportamiento social, siendo esperable en la esfera de las prácticas cotidianas, incluso en el futuro, repercusiones de los enfoques biológico antropológicos[14], en buena medida retomados por el nuevo realismo de derecha anglosajón a partir de los años 80’.
Sus representantes más conocidos son Lemert[15] y Howard Becker:[16] aunque algunos sostienen que debería reconocerse a Frank Tenenbaum la condición de precursor de esta perspectiva, a partir de su formulación: “The young delinquent becomes bad, because he in defined as bad”[17] y a Lemert como un refundador de la escuela.
Si bien la teoría crece un contexto histórico particular, que incluye la guerra de Vietnam, las consecuentes movilizaciones populares contra esa invasión armada, contra la segregación racial, contra la discriminación de las mujeres y a favor del aborto, su impronta novedosa la produce, sin duda, el corrimiento de la pregunta acerca de las causas de la delincuencia hacia la indagación respecto de los procesos de definición del delincuente.
Surge, además, en medio de una nueva concepción de la vida, más libertaria, menos materialista, no tan consumista como la que proponía el capitalismo welfarista, al punto de que se pone en crisis la idea misma del sueño americano y del “american way of life”.
El cambio de paradigma implica, fundamentalmente, una evolución de los abordajes causales hacia la auscultación de las percepciones y los sistemas de creencias sociales mediante los cuales se define una conducta como desviada y se reacciona frente a ella, con un conjunto de lógicas, discursos y prácticas que “etiquetan” a la persona que ha incurrido en las mismas. Como dicen Larrauri-Cid, citando  a  Lemert, se produce un viraje respecto de la antigua idea que concebía al control social como una respuesta a la desviación, que concibe ahora a la desviación como una respuesta a las formas de control y reacción social[18].
La teoría cuestiona, en primer lugar, el proceso de definición del delito. Se pone en jaque la idea de que las normas penales sancionan las conductas socialmente más reprochables, argumentando que, en realidad, esas normas responden a los intereses de grupos sociales poderosos, muchas veces sintetizados en empresarios morales, con aptitud para decidir e influir en lo que legalmente está prohibido y lo que está permitido. Lo que acontece es, primeramente, un “proceso de  calificación”, en un contexto de interacción en el que los hombres le atribuyen a otro la condición desviada. Si una persona incumple estos mandatos normativos grupales, seguramente, será considerada desviada desde la visión de esos grupos. Sin embargo, a la inversa, “Desde el punto de vista del individuo que es etiquetado como desviado, pueden ser outsiders aquellas personas que elaboraron las reglas, de cuya violación fue encontrado culpable”[19].
Luego sobreviene una instancia de aplicación de las normas, mediante la cual son definidos como desviados los contraventores de las mismas.
Esta relativización de la ontología del delito, a su vez, es necesariamente ributaria del interaccionsimo simbólico, ya que no puede comprenderse el crimen sino a través de la reacción social, del proceso social de definición y selección de ciertas personas y conductas etiquetadas como criminales. Delito y reacción social son términos interdependientes e inseparables[20].
En la visión de Howard Becker, la teoría del etiquetamiento puede ser presentada con arreglo a estas características:
1) Ningún modo de comportamiento contiene en sí la cualidad de desviado; antes bien, los mismos modos de comportamiento pueden ser tanto conformistas como desviados, lo que se demuestra con facilidad interculturalmente como también intracultural e históricamente.
2) Por la fijación de normas, a determinados modos de comportamiento se les atribuye el predicado e desviado o violador de las reglas. Por lo tanto, los que establecen las normas son los que definen el comportamiento desviado.
3) Estas definiciones del comportamiento desviado sólo influyen sobre el comportamiento cuando las mismas son aplicadas. Las normas implícitas o explícitas son realizadas en interacciones.
4) la aplicación de la norma como forma de etiquetamiento del comportamiento desviado es realizada selectivamente, esto es, los mismos modos de comportamiento son definidos diferencialmente según las situaciones y personas específicas.
5) Aquellos criterios que determinan la selección pueden ser subsumidos bajo el facto poder. El poder puede ser concebido, operacionalmente, como la pertenencia a un estrato.
6) la rotulación como desviado pone en movimiento, bajo condiciones que deben ser aún más especificadas los mecanismos de la self-fulfilling prophecy que permite esperar modos de comportamiento ulteriores que están definidos como desviados, o bien que serán definidos como tales. Por una decisiva reducción de las posibilidades de acción conformista por expectativas de comportamiento no conformista se inician las carreras desviadas”[21].
En términos de política criminal, la teoría del etiquetamiento supone una crítica de las instancias punitivas del estado, basada en que éste, a través de sus instancias de criminalización (primarias y secundarias) favorece la identidad del delincuente, visibilizándolo como tal y estigmatizándolo de tal manera que la persona termina asumiéndose como tal, como portador de un nuevo rol desvalorado que lo obliga a iniciar procesos de socialización en grupos vinculados a comportamientos desviados, lo que no hace más que favorecer su inserción en la “carrera delictiva”.
Por lo tanto, desde el labeling se proponen estrategias basadas no tanto en la recurrencia al sistema penal cuanto en medidas de descriminalización, vinculadas a la reparación o restauración de los daños causados por el ofensor, evitando el proceso de estigmatización que, de manera irreversible, ocasiona el sistema penal a través de sus normas, sus símbolos, sus prácticas y sus gramáticas cotidianas.
Es indudable que los procesos de etiquetamiento se dan también en La Pampa, y que resultaría conveniente revisar retóricas, prácticas y rituales que terminen contribuyendo a la asunción del propio imputado como delincuente, ya que esa posibilidad muchas veces se presenta como un verdadero camino de ida, del que resulta imposible rescatar a los infractores, por cuanto pasan de ser ofensores utilitarios a simbólicos, y a obtener una reputación desvalorada socialmente al interior de las bandas.
















IV.- Uno de los principales referentes de la Teoría de la Asociación Diferencial es Edwin Sutherland, que la esboza en sendos trabajos: “Principios de criminología”, publicado en 1939 y “Criminalidad de cuello blanco”, en 1940.
Sutherland, en sus investigaciones sobre la criminalidad de cuello blanco, llega a la conclusión de que no puede referirse la conducta desviada a disfunciones o inadaptación de los individuos de la “lower class”, sino al aprendizaje efectivo de valores criminales, hecho que podría acontecer en cualquier cultura.
Su punto de vista inicial, luego rectificado en parte, era netamente sociológico, ya que subestimaba el interés de los rasgos de la personalidad del individuo al análisis en torno a las relaciones sociales (frecuencia, intensidad y significado de la asociación).
El presupuesto de la teoría del aprendizaje viene dado por la idea de organización social diferencial, que, a su vez, se conectará con las concepciones del conflicto social.
Organización social diferencial significa que en toda sociedad existen diversas “asociaciones” estructuradas en torno a también distintos intereses y metas. El vínculo o nexo de unión que integra a los individuos en tales grupos, constituye el sustrato psicológico real de los mismos al compartir intereses y proyectos que se comunican libremente de unos miembros a otros y de generación en generación. Dada esa divergencia, existente en la organización social, resulta inevitable que muchos grupos suscriban y respalden modelos de conducta delictiva, que otros adopten una posición neutral, indiferente; y que otros, la mayoría, se enfrenten a los valores criminales y profesen los valores mayoritariamente aceptados por el conjunto de la sociedad.
La denominada “asociación diferencial” será, así, una consecuencia lógica del proceso de aprendizaje a través de asociaciones de una sociedad plural y conflictiva.
Sutherland evoca la teoría del conflicto social, que luego será desarrollado por la criminología crítica.
En esa lógica, sostiene que el crimen no se hereda ni se imita, sino que se aprende.
Hay nueve proposiciones que respecto de este aprendizaje maneja Sutherland:
1)                  El crimen se aprende, de la misma manera y mediante los mismos mecanismos que se aprenden los comportamientos virtuosos.
2)                  La conducta criminal se aprende interactuando con otras personas, mediante un proceso de comunicación.
3)                  La parte decisiva de ese aprendizaje tiene lugar en el seno de las relaciones más íntimas del individuo con sus familiares y allegados. La influencia criminógena depende del grado de  intimidad del contacto interpersonal. En función de este proceso de comunicación que se da en el marco de la intimidad, la influencia de los medios de comunicación es muy relativa, toda vez que las relaciones familiares son experiencias diarias que se interpretan mediante una constante interacción y contribuyen de un modo más eficaz a que el individuo supere las barreras del control social y asuma los valores delictivos.
4)                  El aprendizaje del comportamiento criminal incluye el de las técnicas de la comisión del delitos (sean éstas simples o complejas), se aprenden también los motivos e impulsos, el lenguaje –argot- y demás símbolos e instrumentos de comunicación en el mundo criminal, como así también la propia racionalización de las “técnicas de neutralización”.
5)                  La dirección específica de motivos e impulsos se aprende de las definiciones más variadas de los preceptos legales, favorables o desfavorables a éstos.
6)                  Una persona se convierte en delincuente cuando las definiciones favorables a infringir la ley superan a las desfavorables que tienden al cumplimiento de la misma.
7)                  Las asociaciones y contactos diferenciales del individuo pueden ser distintos según la frecuencia, duración, prioridad e intensidad de los mismos. Se trata de procesos complejos de interacción y comunicación, por lo cual, lógicamente los contactos duraderos y frecuentes tienen mayor influencia pedagógica que otros fugaces u ocasionales. Cuanto más temprana sea la edad del socializado y más fuerte el prestigio de los agentes de socialización, más significativo es el aprendizaje.
8)                  El proceso de aprendizaje del comportamiento criminal implica y conlleva el de todos los mecanismos inherentes a  cualquier proceso de aprendizaje.
9)                  Si bien la conducta delictiva es una expresión de necesidades y valores generales, sin embargo, no puede explicarse como la concreción de los mismos, ya que también la conducta conforme a derecho responde a idénticas necesidades y  valores.
V.- La idea de “subcultura” plantea de por sí una sociedad diversa, plural, donde pueden existir alternativas a la escala de valores socialmente mayoritaria.
Por primera vez, la criminología norteamericana reconoce que los grupos desviados, mayormente juveniles y provenientes de sectores sociales desfavorecidos, pueden agruparse en derredor de valores que difieren de los que imparte la cultura oficial.
Ese reconocimiento implica un cambio de paradigma en el abordaje de este tipo de conductas “desviadas”: ya no se está frente a un proceso defectuoso de socialización respecto de los valores dominantes, sino que hay “otra” escala de valores profesada por “otra” gente, que tiene una visión (percepciones, intuiciones, representaciones) distinta del mundo.
Justamente por eso, el concepto mismo de “subculturas” ha sido criticado por su connotación prejuiciosa y peyorativa, por cuanto, en rigor, no está aludiendo a “sub” culturas, sino a culturas diversas dentro de una misma sociedad. Y esas culturas, aunque no se reproduzcan con arreglo a la ideología dominante, no necesariamente son desviadas ni mucho menos delictivas. Piénsese, por ejemplo, en las subculturas ideológicas, para hacernos una idea más acabada de lo riesgoso de la utilización del concepto como sinónimo de “cultura de la banda”.
No obstante esta advertencia, está claro que quienes impulsaron esta teoría lo hicieron pensando en agregados o grupos violentos, compuestos mayoritariamente por jóvenes de extracción humilde que se alzan en contra de la escala de valores dominantes.
Así parece surgir de la obra de Albert Cohen[22] y también de la de Richard Cloward y Lloyd Olhin[23].
Las subculturas, así entendidas, se caracterizan por realizar conductas expresivas y no instrumentales, por llevar a cabo hechos claramente maliciosos, por carecer de especialización interna y desplegar una búsqueda de placer a corto plazo,  tal como las definen Larrauri-Cid[24].
La subcultura tiene, también, una organización y formas de control sociales internas propias, donde algunas cualidades como el arrojo,  la agresividad y el coraje son tan especialmente valorados que actúan como certificaciones de promoción social hacia el interior de esas bandas.
Esos agregados, a su vez, desarrollan formas explícitas de solidaridad en un proceso de interacción continuo con gente que padecen los mismos problemas de adaptación[25].
Desde una perspectiva político criminal, la existencia de las subculturas -más allá de la discutible carga ideológica del término- exige tener a la mano estrategias parcialmente diversas en la medida en que nos encontremos ante lo que la criminología ha denominado "subculturas delictivas", con una conflictividad expresiva y no instrumental, por ende más violenta y mucho más difícil de remover. Para ello, la prevención situacional debe intensificarse, incluso apelando a la disuasión como paso previo a la conjuración de los delitos que eventualmente cometan estos grupos.




[1]              Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Ed. Bosch, pags. 81 y ss.
[2]              Disponible en  http://www.europeansourcebook.org/
[3]              Garland, David: “Castigo y sociedad moderna”, Siglo XXI Editores, 1999, p.219.
[4]              www.publicsafety.gc.ca
[5]              República Argentina: Plan Nacional de Prevención del delito”, 2000. Ministerio del Interior. Ministerio de Justicia y DDHH. Disponible en http://www.scribd.com/doc/23564275/Plan-de-Prevencion-del-Delito
[6]              Aebi, Marcelo: “Turismo y Seguridad en Andalucía. Informe final”, 2003, Junta de Andalucía Consejería de Turismo.
[7]              Conf. García Pablos de Molina, Antonio“: Criminología”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 646.
[8]              Conf. Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Bosch Editora, Barcelona, 2001, p. 81.
[9]              Conf. Larrauri, Elena- Cid Moliné, José: “Teorías criminológicas”, Bosch Editora, Barcelona, 2001, p. 95.
[10]             Sampson, 1925.
[11]             Conf. Lamnek, Siegfried: “Teorías de la criminalidad”, Siglo XXI Editores, México, 1987, p. 39.
[12]             Conf. Larrauri-Cid, op. cit., p. 131.
[13]             Conf. Larrauri- Cid, op. cit., p. 131.
[14]             Conf Lamnek,  Siegfrid: “Teorías de la criminalidad”, Siglo XXI editores, Me´xico, 1987, p. 35.
[15]             “Human desviance, social patology”, 1951; “Social problem and social control”, 1967.
[16]             “Outsiders”, 1963.
[17]             Conf. “Crime and comunity”, Londres, 1953, p. 17, citado por Lamnek, op. cit., p. 56.
[18]             Op. cit., p. 201.
[19]             Conf. Lemert, Edwin: “Social patology”, Nueva Cork, 1951, citado por Lamnek, op. cit., p. 57.
[20]             Conf. García Pablos: “Tratado de Criminología”, Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 776.
[21]             Conf. Lamnek, Sigfried, op. cit., p. 61 y 62.
[22]             “Delinquent boys. The cultura of the gang”, publicada 1955.
[23]             “Delinquency and opportunity. A theory of delinquents gangs” ,1960.
[24]             Op. cit., p. 153.
[25]             Conf. García Pablos de Molina: “Tratado de Criminología”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1999, p. 717 y 718.