Los cánticos xenófobos entonados a coro por militares chilenos han dado la vuelta al mundo, y desde diversas perspectivas han sido objeto de innumerables críticas, por lo que una más, tal vez, pudiera pecar de redundante y escasamente original.
De cualquier manera, no puedo sustraerme a la necesidad de hacer un aporte complementario a la gravedad de esas manifestaciones castrenses.
En primer lugar, debe señalarse que el nacionalismo popular, antiimperialista, en los países oprimidos, puede encarnar algo progresivo y por supuesto, bien diferente de las connotaciones que adquiere en los países opresores, donde las exaltaciones chauvinistas generalmente se encuentran coaligadas a formas legitimantes y coercitivas de dominación y control ejercidas por  las clases dominantes de los estados centrales.
Por eso, resulta doloroso comprobar que a casi tres décadas de recuperación de la democracia en muchos países de América latina, al interior de sus fuerzas armadas sobreviven "hipótesis de conflicto" en la que sus potenciales adversarios son los países y pueblos hermanos en lucha contra el poder imperial.
Treinta años de democracia han permitido ganar una primera batalla cultural, pero todavía no han saldado la disputa  ideológica a librar contra las corporaciones más retrógradas de la región.
En el caso del poder militar, es evidente que hasta ahora no se ha podido remover un paradigma cultural en el que el orden imperial instituido parece ser el objetivo que dota de sentido a las fuerzas del "orden".
Un orden destinado, como vemos, a reproducir las condiciones de desigualdad del continente, a partir del corrimiento del eje de las verdaderas contradicciones y el yerro consecuente respecto de los verdaderos adversarios y los aliados estratégicos. Un pecado capital para un conjunto de instituciones supuestamente destinadas a defender la soberanía nacional, y un más que cuestionable concepto de patria, que parece campear todavía en el seno de esas corporaciones.
No hace falta que redundemos en el drama fundacional de América latina, que radica precisamente en el triunfo de sus oligarquías al lograr la división de sus pueblos en una veintena de pomposas y en algunos casos, ficticias repúblicas. Pero aún antes que se produjera esa intencionada fragmentación continental, los  prohombres de la nación latinoamericana, muchos de ellos militares, tenían en claro que la suerte de los pueblos americanos estaba ligada indefectiblemente a su unidad.
Esa unidad parece concretarse, trabajosa y auspiciosamente, dos siglos después. Y justo cuando esta galvanización comienza a adquirir una fortaleza inédita, advertimos la macabra supervivencia de las fuerzas centrífugas que dividieron el continente, obedeciendo los dictados de los sectores de poder enfrentados históricamente a los intereses de las grandes mayorías populares.
La democratización profunda, estructural, de las fuerzas armadas y de seguridad, de las policías y de las burocracias judiciales, es un imperativo categórico y urgente de la hora. 
La transformación revolucionaria de los planes de estudio de las academias, el acceso de los sectores populares a estos lugares de poder coercitivo y la selección exhaustiva de los planes de estudio y de los docentes que deben impartir esos contenidos no puede esperar más. Son pocos, hasta ahora, los países vecinos que han logrado un compromiso de sus aparatos represivos e ideológicos estatales con las grandes causas emancipatorias. Por el contrario, hemos asistido recientemente a asonadas policiales, militares, judiciales y hasta de las gendarmerías, todas ellas de indudable matriz destituyente. 
La anécdota analizada, entonces, es tan gráfica y elocuente como peligrosa. Por eso mismo, no vale la pena correr más riesgos.