Ya hemos adelantado nuestra opinión  favorable al acuerdo alcanzado con la República Islámica de Irán (que actualmente se discute en el Congreso argentino), respecto de la articulación de estrategias políticas y jurídicas bilaterales, tendientes a revertir los infructuosos resultados de una escandalosa pesquisa que ya lleva casi veinte años.
En nuestra intervención anterior hacíamos especial hincapié en dos aspectos específicos que a nuestro entender permitían caracterizar el acuerdo como una instancia superadora de ese estado de virtual parálisis de la investigación[1]
La primera de ellas, es que la justicia argentina pueda interrogar a los sospechosos de participar en el ataque.
A propósito de algunas especulaciones que advierten sobre la posibilidad de que los interrogados se nieguen a declarar, debe señalarse que es ésta, justamente, una de las garantías centrales de un derecho penal liberal. Pero ese derecho de los imputados termina de ratificar que, en tal caso, se estaría cumpliendo con un paso procesal inexorable de la legislación argentina, transcurrido el cual, los operadores intervinientes podrían continuar con el trámite judicial, en la medida –claro está- que existan en la causa evidencias de incriminación positivas independientes.
La segunda cuestión que remarcábamos, se vinculaba con la inédita decisión argentina de “protagonizar una novedosa forma de articulación democrática de vínculos políticos y resolución civilizada de controversias internacionales”.
Ambos logros deben ser debidamente contextualizados, porque acontecen precisamente en un momento de profunda crisis de legitimidad del derecho penal internacional y de la denominada "comunidad jurídica internacional".
Si bien desde siempre ambos respondieron a la relación de fuerzas políticas, económicas y militares vigentes en el mundo, desde la consagración de la unipolaridad planetaria, se ha profundizado la selectividad y la arbitrariedad en las formas de resolución de los conflictos internacionales, en especial en lo que atañe a los crímenes de masa.
En efecto, el sistema de justicia internacional se ha comportado como un instrumento de convalidación de los grandes atropellos y los crímenes más aberrantes de los poderosos, condenando casi exclusivamente a los débiles, los díscolos y los disfuncionales.
Los discursos y las prácticas securitarias se han impuesto durante la tardomodernidad, tanto a nivel interno (Derecho penal de los Estados), como a nivel global (Derecho penal internacional y Justicia universal), sin demasiada oposición por parte de las multitudes, exacerbando un neopunitivismo retribucionista y prevencionista extremo, mediante una progresiva desformalización y funcionalización del derecho penal, en una arquitectura diseñada para aniquilar a los enemigos internos y externos mediante ejercicios policiales de inusual violencia.
Al respecto se ha afirmado lo siguiente: “Es en la perspectiva de esta reivindicación de los poderes soberanos del Presidente en una situación de emergencia como debemos considerar la decisión del presidente George Bush de referirse constantemente a sí mismo, después del 11 de septiembre de 2001, como el Commander in chief of the army. Si, como hemos visto, la asunción de este título implica una referencia al estado de excepción, Bush está buscando producir una situación en la cual la emergencia devenga la regla y la distinción misma entre paz y guerra (y entre guerra externa y guerra civil mundial) resulte imposible”[2]
La violencia que se ejercita en estos términos se concibe ahora como “fuerza  legítima”, en cuanto logra demostrar la efectividad de esa misma fuerza -a diferencia de lo que acontecía en el viejo orden internacional- resignificándose así el concepto de “guerra justa” a partir de la reducción del derecho a una cuestión de mera eficacia.
La otra gran perplejidad que nos plantea el sistema jurídico imperial radica, justamente, en la dudosa corrección de denominar “derecho” a una serie de técnicas y prácticas fundadas en un estado de excepción permanente y a un poder de policía que legitima el derecho y la ley únicamente a partir de la efectividad, entendida  en términos de imposición unilateral de la voluntad[3]
El Derecho supranacional, aún en pleno estado de desarrollo global, influye decididamente en los clásicos Derechos de los Estados-nación y los reformula en clave de estas lógicas binarias.
Ese proceso de reconfiguración de los Derechos internos se lleva adelante mediante la segunda peculiaridad del sistema penal internacional actual: el llamado “derecho de intervención”.
Los Estados soberanos o la ONU, como bisagra entre el derecho internacional clásico y el derecho imperial, ya no intervienen en caso de incumplimiento de pactos o tratados internacionales voluntariamente acordados, como acontecía en la modernidad temprana.
En la actualidad, estos sujetos políticos, legitimados por el consenso o la eficacia en la imposición de la voluntad y lógicas de control policial, intervienen frente a cualquier “emergencia” con motivaciones “éticas” tales como la paz, el orden o la democracia [4].
En nombre de esos valores, matan, secuestran, encarcelan sin que medie un juicio justo a innumerable cantidad de personas, invaden o bombardean ciudades y pueblos indefensos.
Volviendo entonces al acuerdo con Irán, creemos necesario valorar en su justa medida una decisión política trascendental, que opta decididamente por la vigencia del derecho y la paz entre las naciones, rescatando las reglas del debido proceso legal frente a la cultura de la “emergencia permanente”. Y que contribuye decisivamente, sin demasiados precursores a la vista, a devolver al derecho internacional una parte significativa de su legitimidad perdida.


1)  http://www.derecho-a-replica.blogspot.com.ar/2013/02/el-acuerdo-con-iran-un-ejemplo-para-el.html
2) Agamben, Giorgio: “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 58.
3) Agamben, Giorgio: “Estado de Excepción”, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2007, p. 58.
4)  Hardt, Michael - Negri, Antonio: “Imperio”, Editorial Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 33.