Rafael Correa ha protagonizado la profecía autocumplida. Arrasó en las elecciones ecuatorianas y obtuvo una mayoría parlamentaria decisiva. Para las grandes mayorías populares, esa es una ecuación ideal. De cara a su próximo mandato, el gran líder conceptual ha advertido que irá por cambios y transformaciones todavía más profundas, consciente de que en su país están dadas las condiciones para avanzar en esa dirección, una suerte de imperativo categórico de la “revolución ciudadana”. 
“O transformamos Ecuador ahora, o no lo hacemos nunca más”, ha graficado el Presidente, mientras señalaba a las  corporaciones mediáticas de la derecha como las grandes derrotadas de la compulsa. De inmediato, convocó a "profundizar las revoluciones que se están dando en la Argentina, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y, en menor medida, en Brasil", y le dedicó la victoria a su aliado venezolano (http://www.lanacion.com.ar/1555684-otros-cuatro-anos-para-correa-que-arraso).
Casi en forma concomitante, Hugo Chávez regresaba épica y  sorpresivamente a Caracas, después de más de dos meses de obligada estadía en Cuba, lo que despertaba la algarabía incontenible de millones de ciudadanos venezolanos y patriotas de toda América, a la vez que desbarataba una fabulosa campaña propagandística desestabilizadora del imperialismo y la gran burguesía local.
Cristina Kirchner se dirige, aparentemente, a una ratificación sin sobresaltos legislativos del memorándum acordado con Irán para destrabar finalmente el expediente en el que se investiga la voladura de la AMIA, el más grande atentado terrorista perpetrado contra ciudadanos argentinos, apelando a formas superadoras de resolución de conflictos en el plano internacional y privilegiando los intereses nacionales por sobre las tentativas de manipulación de la masacre.
El escenario, así descripto, reproduce y consolida un proceso regional progresivo y unitario, sin precedentes en la historia política de nuestros países.
No obstante, y como era esperable, las primeras reacciones de la derecha continental, permiten avizorar un futuro de turbulencias.
Acostumbrados a saldar los conflictos sociales por cualquier medio, los sectores privilegiados de América Latina seguramente no permanecerán impasibles frente a este avance sostenido del campo popular en la construcción de una agenda política independiente, menos aún si la misma se reconoce como revolucionaria.
Las grandes concentraciones mediático financieras, la policía y otros sectores sociales retardatarios ya han dado muestras de su intolerancia y su inescrupulosidad en Ecuador.
En Venezuela, la derecha relame las heridas de su –todavía- reciente derrota electoral y asume como puede el retorno impensado del gran referente. Pero está lejos de subordinarse a los dictados de una democracia participativa y mucho menos al cambio paradigmático que encarna el “socialismo del siglo XXI”, que, aunque no delineado todavía en sus contornos más finos, aparece como intolerable para las lógicas y el sistema de creencias de las clases dominantes.
En Argentina, el fracaso estruendoso de la partidocracia conservadora ha obligado a la derecha a desempolvar viejas prácticas. A la permanente prédica de la gran prensa pro imperialista, se agregan en este caso los brutales arrebatos de la vieja burocracia sindical y las amenazas extorsivas de las reaccionarias centrales de “productores” agropecuarios, que preanuncian sin tapujos sus propósitos destituyentes, a la vez que sus  mentores ideológicos convocan desembozadamente a la evasión impositiva.
Más allá de la trascendencia de las transformaciones alcanzadas, el camino será escarpado para los pueblos de nuestra América Latina. Los sectores dominantes vernáculos y el imperialismo no van a permitir que el tránsito hacia sociedades más justas sea un lecho de rosas, ni mucho menos. Ahora, más que nunca, la unidad, la organización, la militancia y la solidaridad entre los pueblos parecen ser la clave contra el embate de la reacción restauradora.