La necesidad de democratizar la justicia penal constituye una demanda, a su vez, local y global. En todo caso, se trataría de una cuestión glocal, que atraviesa las subjetividades políticas y encarna una de las grandes interpelaciones sociales contemporáneas. 
La historia reciente de este instrumento de criminalización secundaria, reconoce identidades en el plano internacional y en los sistemas análogos internos. Cuando hablamos de la falta de democratización de la ONU, de la Corte Penal Internacional, de los restantes tribunales penales especiales, etcétera, no estamos aludiendo a problemáticas demasiado diferentes respecto de lo que ocurre al interior de los estados nacionales.
La falta de democratización, en todos los casos, se vincula a la potestad de decidir lo que está prohibido y lo que está permitido,  facultad ésta que recae siempre en un grupo reducido de poderosos con la prepotencia suficiente para determinarlo de manera unilateral, cosa que también ocurre respecto de aquellos sujetos vulnerables que serán criminalizados, como consecuencia de las singularidades arbitrarias, selectivas, y por ende, antidemocráticas, de esta realidad sistémica.

Esta crisis, que suele leerse habitualmente en el sistema de creencias hegemónico, como inherente a la baja credibilidad de los operadores del sistema, admite una lectura alternativa, que intenta resignificar esa supuesta credibilidad para abordarla en clave de legitimidad. Esto es, la administración de justicia no padece  (solamente) una crisis de credibilidad, sino también, y más propiamente, de legitimidad, y por eso el reclamo de una justicia  democrática resulta  impostergable y progresivo en términos históricos.
Las formas habitualmente arbitrarias de selección de los operadores, su ideología, su procedencia de clase, su percepción unidimensional de las sociedades  y binaria de los conflictos, el ritualismo y el burocratismo exacerbados, configuran  datos culturales que contribuyen decisivamente a la reproducción de las relaciones de explotación y dominación de las sociedades tardomodernas y a la profundización de los procesos de criminalización asimétricos.
Pese a  su indudable trascendencia,  el tema propuesto no había despertado - hasta ahora- un interés orgánico en nuestro país, donde no existen demasiados aportes actualizados desde la perspectiva de la sociología de las profesiones, tendientes a evaluar el comportamiento de  la agencia judicial a lo largo de la historia reciente.
Lo acontecido  en 1976, con el golpe dado a la Corte Suprema, integrándola con jueces afines al pensamiento dominante, terminó de afirmar y confirmar los lazos históricos de gran parte de la judicatura con los sectores  de la riqueza concentrada y los estamentos más conservadores de la Nación. A partir de allí, fue una constante histórica la alianza estratégica  entre  sectores regresivos y conservadores del Poder Judicial, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la prensa complaciente, los grupos financieros y fácticos más o menos afines.
El oscurantismo de aquellos jueces, su ilegitimidad de origen (debe recordarse que juraban no por la Constitución sino por el  denominado “Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional”) y - sobre todo-  su extracción de clase, eran datos relevantes que todavía hoy conservan su impronta en la estructura institucional y cultural de la "justicia" argentina.
Esta hegemonía no solamente tuvo su epicentro en los despachos del Poder Judicial. Se extendió a ámbitos tan trascendentes como universidades, colegios y corporaciones profesionales. Todo el pensamiento jurídico argentino amenazaba convertirse en una suerte de quinta columna de esta estructura, a  partir de la imposición del dogmatismo más acendrado y la pérdida de pensamiento crítico de miles y miles de juristas. 
El ingreso a la Justicia, manifiestamente arbitrario, denotaba también un carácter sectario y clasista. Los secretarios, fiscales, jueces, camaristas, y hasta los empleados, eran escogidos muchas veces del mismo sector social (clases medias o altas), por su cercanía o frecuencia de trato con los generales de turno, la Iglesia, la burocracia judicial o los  sectores más influyentes del capital.
Naturalmente, además de una afinidad corporativa y conservadora por definición, existía  una tendencia visible a comulgar con la ideología de turno. Las denegatorias casi sistemáticas de los habeas corpus durante la ocupación militar constituyen una evidencia consistente de estos niveles de complicidad.
Esto ha cambiado sólo de manera parcial desde el advenimiento de la democracia, porque, si bien es cierto que la mayoría de los estados provinciales del país incorporaron con posterioridad en sus constituciones los Consejos de la Magistratura, como nuevos mecanismos de selección de los operadores judiciales,  los resultados no han sido los esperables. La estructuración de los Consejos (con una interesada exclusión de las mayorías populares en los procesos de selección de funcionarios y magistrados judiciales) habilita un margen de discrecionalidad y arbitrariedad de esos procesos selectivos, cuyo resultado no puede ser otro que el debilitamiento sostenido de la calidad institucional, la falta de transparencia y la pérdida consecuente de capital social. 
  Subsiste, además,  la tendencia a engrosar las filas de este poder con “los hijos de” o “los amigos de”, en función de proximidades sociales y compatibilidad de hábitos  y estructuras mentales parecidas y casi siempre conservadoras, sea por convicciones o por debilidades (elitismo, ritualismo o burocratismo). Esto es particularmente visible en el interior del país, donde las pesadas estructuras políticas tradicionales siguen amasando un poder clientelístico importante, también a la hora de la designación de operadores adictos o funcionales.
Cabría acotar de qué manera los estilos de vida, las prácticas cotidianas, las costumbres, el asociacionismo corporativo, la tendencia a comportarse como “una familia” con hábitos y códigos culturales afines, sigue caracterizando todavía a una buena parte del sistema judicial, en lo que parece constituir, justamente, una cultura de la jurisdicción. 
Desde siempre, y a favor de imágenes ideales de lejano o nulo contacto con la realidad social y con la propia naturaleza humana, se construyó  socialmente un estereotipo "ideal" de juez. Debía tratarse de un individuo "impoluto", "equilibrado", "probo", "capaz",  que profesara además una suerte de identidad entre esas virtudes públicas y sus conductas privadas. Hasta aquí,  algo muy genérico y parecido ocurrió en todas las civilizaciones, en tanto debieron resumir en sus personas los valores ético-sociales relevantes y compartidos.
Pero este paradigma de juez debía – y debe - reunir además otro requisito: ser  “independiente”, únicamente en términos "políticos".
La mentada “independencia judicial”, en principio, se asimiló por largo tiempo a la supuesta “neutralidad” del dogmatismo jurídico que prevalece todavía en la cultura de los juristas argentinos y que ahora se revuelve frente a la proximidad inexorable del cambio. Se aceptaba, entonces, la idea de que estos jueces fuesen políticamente “neutros”, aunque al mismo tiempo pudiesen o hubieran podido actuar legitimando a la o las sucesivas dictaduras argentinas. En nombre del dogmatismo ascético y políticamente aséptico podía sin embargo dictarse un decreto que prohibía mencionar a Perón, admitir la doctrina de la excepcionalidad, o de la seguridad nacional. Esta capacidad de adaptación de la “justicia independiente” debió llamar a la reflexión en referencia al sentido y alcance conceptual de lo que podemos razonablemente admitir como jueces “independientes”.  Todo observador social, con mucha más razón  si se trata de alguien con capacidad de decisión, debe admitir que no puede sustraerse al fatalismo de formar parte del “objeto analizado” y a que las lógicas de sus decisiones se promedien seguramente con sus convicciones personales, su concepción del mundo y su extracción social. 
La propia sentencia implica, por definición, una toma de posición frente al conflicto; lo que supone, paradójica y precisamente, una “decisión política” en términos de la resolución a adoptar. Por lo tanto, se parece demasiado a una utopía  regresiva esta forzada analogía entre la “independencia” de la agencia judicial y la “despolitización” de sus agentes. ¿O acaso la decisión histórica de enjuiciar y condenar a los genocidas no supuso una multiplicidad de decisiones jurídicas, pero también  políticas, que además marcaron el hito más alto de la confianza popular en la justicia en doscientos años de  historia argentina?
Por el contrario, esa “conciencia social” o conciencia de formar parte de lo social, no tiene relación alguna con una pretendida actitud de subordinación frente al poder político de turno. Y, más bien, es la contracara que explica la necesidad de que los jueces del futuro sean los encargados de acotar el poder punitivo de un Estado que, históricamente, se dedicó a asegurar y reproducir las condiciones de explotación de unos pocos sobre la inmensa mayoría de la población. Y esto no se logra con mayor neutralidad sino, por el contrario, con mayor compromiso al servicio de la transformación de las estructuras sociales. Habitualmente ocurre lo contrario, y es factible entonces contemplar una administración de justicia compuesta en gran medida por agentes que proceden de un mismo sector social, que comparte, por sentido de pertenencia o sumisión cultural, los valores e intereses de las clases dominantes y de las corporaciones.  Esos prejuicios, profundamente antidemocráticos, se expresan invariablemente a través de sus decisiones, que traducen una cultura elitista, clasista y absolutamente contrapuestas a los derechos y reivindicaciones de las grandes mayorías populares. Avanzar en la democratización de la burocracia judicial supone, entonces, hacerlo en aras del acceso a más y mejores derechos para la mayoría de los ciudadanos.