La vida humana, no solamente desde el derecho - y más propiamente desde el torpe guante del derecho penal- sino a través de las tradiciones religiosas milenarias y las más diversas concepciones filosóficas y hasta consideraciones político criminales, se ha transformado en una especie de vórtice que pretende resumir la esencia totalizante de las razones en virtud de la cual se la protege y se la tutela (Alimena señalaba en su obra “Delitos contra las personas: “Aún sin tratar de establecer una jerarquía entre los varios bienes jurídicos, lo cierto y lo obvio es que la vida es la condición necesaria para el goce de cualquier bien”).
De ahí que la vida humana se considere el bien más preciado, sea por su origen sagrado o metafísico, lo que se acentuó a partir de las cosmovisiones religiosas y, desde otro paradigma, desde las perspectivas antropocéntricas derivadas de la modernidad temprana.
Esta valoración especial de la vida, hizo que  el celo de los estados en su “protección” derivara, por ejemplo, en la indisponibilidad de la vida humana, la ilicitud del suicidio, llegándose a cosas tan grotescas como tomar todas las medidas, en minuciosas reglamentaciones, para evitar que el condenado a muerte, por ejemplo, se autoelimine, con esa arrogancia hereje de que la vida humana solamente la puede quitar dios o su subrogante, que es el juez.
Como decía Foucault, hay que preservar el cuerpo para el fasto punitivo.
Desde la configuración del Estado- nación como categoría histórica, y aún antes, es el Estado el que se arroga el derecho/ deber de protección de la vida.
El fascismo italiano llegó a proclamar que el Estado es poco menos que el único interesado en la protección de la vida humana, titular del bien jurídico, con lo cual el hombre, la víctima, sería una especie de titular de segundo grado.
El Estado, de esta manera, se “apropió” de la vida humana y la utilizó para defenderse, reproducirse y conservar su sentido existencial.
Pero, al mismo tiempo que “tutela” la vida, el estado enseña a morir por él, con los más variados ropajes patrióticos, y  educa para matar, como decía Zaffaroni, legitimando su comportamiento con un variado arsenal verborrágico tendiente a estigmatizar al “enemigo”.
Esta brutal contradicción (proteger la vida del “individuo” y criminalizar a quienes la afrenten, pero alentar a la guerra y los crímenes supuestamente “legítimos” cometidos sobre una multiplicidad de sujetos con la excusa legitimante del patriotismo, por ejemplo), hace que el estado carezca de aptitud moral para arrogarse la defensa de la vida, pero que, además, no la proteja para nada bien.
Más allá de esta ampulosidad, de esta supuesta “protección” excepcionalmente celosa del derecho a la vida, y de la sanción del homicidio como el delito más severamente penado y cuya tipicidad encabeza la mayoría de las codificaciones, en una sistemática análoga que encuentra excepciones como las de Cuba (su Código Penal comienza tipificando los Delitos contra la seguridad exterior del Estado), Uruguay (Delitos contra la soberanía del estado), Francia (Delitos contra la cosa pública).
Más allá de los aspectos sistemáticos de la diferentes codificaciones, lo cierto es que las cárceles no están, no estuvieron, y probablemente nunca estarán pobladas mayoritariamente por delincuentes que cometen un delito que prácticamente no tiene cifra negra.
Ni la cárcel del puente de los suspiros de Venecia, ni la de los apóstoles Pedro y Pablo, ni las de China, Rusia, Estados Unidos, Argentina o La Pampa están pobladas por homicidas, al menos en una cantidad significativa.
América Latina tiene un porcentaje de menos de 30 homicidios cada 100.000 personas, Argentina parece haber bajado de 8 a menos de siete, e incluso 6,23 en el 2004 cada 100.000 y La Pampa se mantiene históricamente en tres o menos homicidios, llegando algunas veces a cuatro cada 100.000y en 2005, a 1,67 cada 100.000. Es decir, 5 homicidios al año…
Cuando la bandera de la seguridad y el miedo al delito era la forma más banalizada de hacer política, los datos criminológicos empíricos nos permiten problematizar la relación entre delito, miedo y política.
Algunos otros indicadores, recogidos entre 1997 y 1999:
Washington DC: 50.82 cada 100.000 habitantes.

Pretoria: 27.47
Moscú: 18.20
N. York: 9.38
Amsterdam: 5.37
BsAs: 5.17
Copenaghe: 3.43
Berlín: 3.23 (La Pampa tiene indicadores sugestivamente parecidos a los de Berlín)
Madrid: 3.12
Bruselas: 2.67
Londres: 2.36
París: 2.21
Lisboa: 1.99
Ginebra: 1.98
Oslo: 1.92
Sydney: 1.70
Viena: 1.64
Roma: 1.22
Tokio: 1.17
Ottawa: 1.04

La tasa de Homicidios de España en 2002 era de: 2, 61 por cada 100.00 habitantes. Es la tasa más alta de la Unión Europea, decía el PSOE.

En el caso del Homicidio, se trata de un delito de características residuales, ya que puede únicamente tipificarse en el caso de que la conducta del ofensor no pueda ser subsumida en alguna de las calificantes del Código, o en el aborto.
Por ende, existe una subsidiariedad legal del tipo.  La acción típica es “matar”, “siempre que para esa conducta no se estableciere otra pena”.
“Matar”  es extinguir, aniquilar la vida de una persona.
Es un delito de comisión, que puede ser realizado por medio de omisiones (la madre que deja adrede de amamantar al bebé, el que deja morir de hambre a quien tiene encerrado, el cirujano que deja de cerrar la incisión del paciente).

Sujeto pasivo. Se trata de una “persona”.  El tipo penal protege la “vida humana”, ya que la vegetal y la animal son protegidas por otras figuras, aunque se trata de una existencia sostenida artificialmente, porque no es necesario que el sujeto pasivo reúna determinadas condiciones. No es necesaria la vitalidad.
Ahora bien, qué es vida humana, en un momento donde los avances tecnológicos (la fecundación in vitro) o científicos complican los cánones tradicionales, incluso para saber qué es la muerte... Yo creo que tanto la ley de trasplantes, como algunos indicios que surgen de otros textos legales, aunque estén derogados como el infanticidio, nos brindan algunos elementos para acotar el problema. Podríamos decir  con Serrano Gómez, que el derecho protege la vida desde el momento de la concepción, pero es bien distinta la cuestión cuando se trata de determinar qué conducta supone un homicidio, sobre todo por la confusión que puede darse con el aborto.
Son diversos los criterios seguidos por la doctrina para determinar cuándo la persona puede ser víctima de un homicidio.
Los límites se mueven entre la separación del claustro materno, o simplemente que se haya iniciado la expulsión del de parte del cuerpo que se encuentra fuera de la madre.
La doctrina mayoritaria en España (Gracia Martín, Díez Ripollés) se inclina por considerar que a los efectos penales sólo puede ser sujeto pasivo la persona nacida.

La relación de causalidad. Consumación y tentativa.  Es necesario que entre la conducta exterior del sujeto encaminada a producir la muerte de otro y el resultado exista relación de causalidad penalmente relevante. Dado que se trata de un delito de resultado, éste, es decir, la muerte, debe haber sido causada por la conducta del sujeto activo, lo que acontece tanto cuando el ataque es normalmente mortal (pegar un tiro en la cabeza) como cuando, sin serlo normalmente, ha resultado mortal en el caso concreto al unirse con circunstancias que han contribuido a la acusación, sin haber interrumpido la secuencia causal entre la acción del agente y el resultado (por ejemplo, una pequeña herida de arma blanca que causa una infección letal). Esto forma parte de las concausas que vemos en la Parte General de Derecho Penal.
Cuando la muerte puede considerarse causada por la acción del agente, el tiempo transcurrido entre la realización de la conducta y la producción del desenlace fatal no altera jurídicamente la relación causal, salvo en los casos en que el derecho tiene en cuenta otro resultado intermedio para asignar la responsabilidad penal al autor por él, con lo cual descarta su responsabilidad por la posterior muerte de la víctima (p. ej., cuando se han inferido lesiones que produjeron una enfermedad cierta o probablemente incurable, el autor responderá por lesiones gravísimas, aunque después de su juzgamiento el sujeto pasivo muera a consecuencia de aquella enfermedad).
Pero si el nexo causal se rompe, produciéndose el fallecimiento por causas ajenas a quien inició la acción, éste no puede ser responsable de un homicidio consumado. Piénsese en el caso de quien, con intención de matar, ocasiona lesiones que normalmente no llevarían a la víctima a la muerte, pero donde esta muere a consecuencia de un accidente automovilístico cuando es trasladada al hospital. El sujeto será autor de homicidio en grado de tentativa, pues el accidente interrumpió el nexo causal.
Como en cualquier delito de resultado, el tipo admite la tentativa.

El problema de los medios. La ley no ha limitado los medios de acción típica: cualquier medio es típico en cuanto pueda tenérselo como causante del resultado muerte. Siempre que se haya causado la muerte, dice Soler, es indiferente el medio del cual el autor se ha servido. Esto allana la cuestión de los denominados, bastante impropiamente, medios morales, que por oposición a los medios materiales (los que operan físicamente sobre el cuerpo o la salud de la víctima), son los que obran sobre el psiquismo del agraviado afectando su salud y produciendo su muerte (la mala noticia dada al cardíaco –la muerte de su hijo-, el suscitamiento de situaciones de terror, etc.). Pese a que en nuestra doctrina se ha intentado desestimar la tipicidad del medio moral (Jiménez de Asúa), el grueso de la doctrina sigue opinando sigue admitiéndolo si el autor lo utilizó con la finalidad de ocasionar el resultado muerte.
En estos casos, la cuestión que se plantea no es jurídica sino de hecho: puede ser difícil comprobar el contenido psíquico de la acción y la relación de ésta con el resultado muerte. En consecuencia, el que cuenta con esa posibilidad y asume mentalmente el riesgo, causa, sin duda, y causa de manera dolosa; es un caso de dominio mental del hecho o del proceso causal.
En realidad, esta discrepancia de opiniones, más allá de lo banal que pueda suponérsela en un primer momento, proviene principalmente de la de la distinta manera de concebir la relación de vinculación entre un sujeto y su conducta.
Si se la considera desde un punto de vista causalista físico, parecerá mucho más difícil aceptar ese tipo de hechos como homicidios. En cambio, si se mira el problema como caso de autoría, teniendo en cuenta que quien despliega esa conducta es una persona, esto es, un ser que calcula y elige los medios para su acción final, y no una causa ciega (causalismo), la imputación del resultado se hace mucho más evidente. En definitiva, en  la admisión de los denominados medios morales se implica también la tensión entre causalismo y finalismo.
En realidad, esos casos debieran distinguirse de otros en los cuales el sujeto se sirve no ya del efecto causado sobre el organismo por una descarga emotiva, sino que actúa racional y lógicamente utilizando un medio de ordinario no vulnerante, como la palabra. Así, el que a un ciego le indica que siga el camino que tiene adelante, por el cual ha despeñarse, o le indica que tome del vaso que tiene al alcance de la mano, y en el cual hay veneno. En estos casos, no hay duda posible de que la palabra es tan criminal como una puñalada.
Se ha planteado tradicionalmente la cuestión referente al carácter directo o indirecto del medio, en consideración a que la lex Cornelia de sicariis hacía expresa mención a la deposición falsa, producida intencionalmente en causa capital, de manera que, en tal caso, se castigaba al falso testigo como homicida. Según lo señala Alimena, citado por Soler, esa duda ha quedado saldada en los códigos modernos que crean la figura del falso testimonio sin atenerse a un principio talional, previendo expresamente la hipótesis bajo una pena distinta de la del homicidio.
Tipo subjetivo: dolo, dolo eventual, aberractio ictus, error in personam.
En el homicidio caben la autoría, la coautoría, la incitación, la cooperación y la complicidad. EN CONSTRUCCIÓN.