Por Eduardo Luis Aguirre.
Un medio escrito local, dio a conocer hace unos días el hallazgo de “once zonas identificadas por la policía como las más inseguras” en la ciudad de Santa Rosa. El mismo artículo admite, a continuación, que “este mapa de la inseguridad lo realizó la Policía con datos estadísticos aportados por la Unidad Regional I y la Sección Judiciales de la Jefatura, y se construyó en base a las denuncias realizadas por los habitantes de toda la ciudad durante el año 2009”.

Es necesario advertir que, puesto en la difícil (cuando no imposible) tarea de “medir el delito” y su evolución, las encuestas policiales, basadas en las denuncias que la gente efectúa y en los casos en los que, más allá de las denuncias del público, la institución actúa por sí misma, se cuentan entre uno de los elementos conceptuales más débiles y menos fiables para establecer ese tipo de conclusiones. Sobre todo si es éste el único insumo metodológico que se utiliza en la medición[1].
En rigor, tanto las estadísticas policiales como las judiciales adolecen de una serie de complicaciones que las tornan manifiestamente insuficientes para intentar conocer la evolución real de la criminalidad.
Por el contrario, y aunque tampoco en este caso se está frente a verificaciones empíricas exactas, las encuestas de victimización constituyen instrumentos mucho más consistentes y verosímiles.
El problema es que, a excepción de una “protoencuesta” de victimización realizada durante el año 2004 en la ciudad de Santa Rosa, este tipo de estudios brillan por su ausencia en la Provincia y tampoco son frecuentes en el país (entre ellas, es posible destacar en los últimos 15 años las experiencias en la ciudad de Buenos Aires, el Gran Buenos Aires, Córdoba y Gran Mendoza)[2]
Las encuestas de victimización son insumos conceptuales y metodológicos destinados a obtener datos con pretensión de consistencia y fiabilidad respecto de las formas y la magnitud que asume el delito, en un determinado contexto social.
Generalmente, las informaciones relevadas son utilizadas para poner en práctica políticas públicas en materia de seguridad ciudadana, a partir de la obtención de un diagnóstico superador de las encuestas policiales y judiciales, que, entre otros problemas, adolecen de una inviabilidad objetiva para mensurar la incidencia de la cifra negra del delito (“unreported crime”) y además están expuestas a lo que se denomina el carácter “manufacturado” de este tipo de registros[3]. Es decir, las decisiones políticas que amplifiquen o minimicen el volumen de la criminalidad conforme lo impongan determinadas coyunturas
Las encuestas de victimización remiten, en general, a determinados marcos temporales. Así, las indagaciones pueden aludir, por ejemplo, a la victimización de que fueran objetos los encuestados a lo largo de su vida, o tomar en cuenta un período convencional, por caso el último año; o bien intentar establecer comparaciones entre dos o más períodos, para auscultar de esa manera la evolución de la criminalidad.
Este tipo de estudios, de gran anclaje en EE.UU y Europa, por ejemplo, se ha incorporado tardíamente en la historia político criminal argentina, y las experiencias que en ese sentido se han concretado son fragmentarias o locales[4] y, muy excepcionalmente, han sido tomadas en cuenta por las agencias oficiales al momento de diseñar las políticas públicas vinculadas a la cuestión criminal.
Es probable intuir algunas razones explicativas de estas conductas refractarias del Estado en la Argentina.
Una es, sin ninguna duda, la hegemonía ideológica del paradigma positivista-biologicista, que se ha mantenido inconmovible en sus diagnósticos, que vinculan al delito con particularidades de la personalidad de sus autores o con un determinismo biológico o social y, por lo tanto, proclaman su independencia respecto de estos estudios, cuando no su descreimiento respecto de los mismos. La impronta positivista de los “legajos criminólogicos” de los servicios penitenciarios argentinos constituyen una evidencia categórica en este sentido.
De idéntica manera, las concepciones funcionalistas extremas y una arraigada concepción sociológica de la enemistad[5], han desechado estas herramientas por suponer a priori que las mismas no dan respuesta a aquellas personas que se comportan como “enemigos” del “todo” social y, por ende, deberían esperar únicamente una respuesta punitiva del estado, encargado como está de procurar que sus súbditos internalicen la “vigencia de la norma”.
El “sentido común” y el “olfato pesquisante” de jueces y policías, que en realidad encubren un entramado de poder derivado de la potestad de “decir el delito” (y con ello, decir si aumenta o disminuye), han contribuido, también, de manera importante a postergar el desarrollo de estos estudios, acaso por la misma razón que motiva a funcionarios y políticos, prevenidos o sensibilizados por los eventuales resultados que, en más o en menos, pudieran contradecir la exhibición pública que se hace de la “inseguridad” provocada por el crimen.
Otra razón que explica la reticencia de las agencias políticas a utilizar este tipo de estudios se vincula a lo que se denomina modernamente “gobernar desde el delito”. Una tentación que resulta difícil de sortear, en la medida que la “inseguridad” siga ocupando un lugar preponderante en la preocupación de los ciudadanos, al punto de constituirse en la piedra angular de las campañas electorales. Sobran los ejemplos que dan cuenta de la incidencia electoral de ampulosas ofertas y proclamas políticas efectuadas con módica seriedad conceptual en nombre de la seguridad.
Ciertamente, las encuestas de victimización han sido también objeto de críticas y reservas.
Una de las más consistentes, parte de la base de considerar al delito como un objeto complejo insusceptible o difícilmente comprensible en base al “lenguaje de los números”.
Otra, la esperable reticencia de los entrevistados a reportar ciertos delitos, tales como, por ejemplo, las agresiones sexuales cometidas en el seno del hogar.
Existen también observaciones que se vinculan a la metodología a utilizar. Por ejemplo, si bien las encuestas cara a cara son mucho más ricas porque importan, además de un mecanismo de recolección de datos, un ejercicio cualitativo o etnográfico de indudable riqueza, resultan mucho más caras, demandan una cantidad importante de personal capacitado para su puesta en práctica y, por lógica, son mucho más lentas. Las encuestas telefónicas, por su parte, son menos onerosas, más rápidas y pueden replicarse y repetirse con mucha mayor facilidad. Pero el vínculo con los entrevistados es más impersonal, y a veces se tropieza con la reticencia de las personas a contestar encuestas hechas por esta vía.
En cualquier caso, este tipo de estudios configura una variable original, una alternativa superadora de lo conocido, que seguramente debe complementarse con otros abordajes y que no significan en modo alguno prescindir de las encuestas policiales o judiciales, que bien podrían ampliarse, por ejemplo, con mapas del delito. Esta complementariedad permitirá a los estados disponer de una multiplicidad de datos que, confrontados entre sí, pueden brindar una información relevante sobre la cuestión criminal, con un grado de consistencia y fiabilidad sustancialmente mayor del que se dispone hasta ahora.
En síntesis, es conocida y admitida en todo el mundo la escasa fiabilidad de las encuestas y estadísticas judiciales y policiales en materia de delitos. Esto es así, no solamente porque, como lo admiten muchos criminólogos, existen detectadas etapas, motivaciones y modalidades de manipulación de los datos, sino porque las mismas únicamente trabajan con los delitos reportados (que no incluyen la denominada "cifra negra" de la criminalidad), y porque los a veces intrincados mecanismos judiciales contabilizan de manera particular las causa "NN", las prescriptas, las incidentales o las que no se investigan. Pero además, estas muestras cuantitativas empecen, por ejemplo, a la necesidad social básica de conocer con un grado de probabilidad cierta si el delito aumenta o disminuye en un determinado ámbito temporal y espacial, las fluctuaciones de determinadas modalidades delictivas o de violencia social, el estado y evolución de la seguridad urbana "objetiva" y "subjetiva" (esto es, la sensación de inseguridad basada en factores ajenos a la propia victimización de las personas).
En consecuencia, la utilización de estudios de victimización, asociados a otros insumos complementarios –entre los que es posible incluir los registros policiales y judiciales- permitirán contar con elementos objetivos de constatación más fiables, que permitan articular, de acuerdo a las distintas realidades criminológicas, estrategias razonables y adecuadas en materia político criminal.

[1] Sozzo, Máximo: “¿Contando el delito? Análisis crítico y comparativo de las encuestas de victimización en la Argentina”, p. 9, disponible en www.cartapacio.edu.ar/ojs/index.php/ctp/article/viewFile/38/22

[2] “Las encuestas de Victimización y el miedo al Delito”, disponible en http://www.pnud.org.co/img_upload/9056f18133669868e1cc381983d50faa/encuestavictimizacionyelmiedoaldelito.pdf .

[3] Sozzo, Máximo, op. cit., p. 15.

[4] “Un diagnóstico de la Violencia Urbana en la Argentina”, Dirección Nacional de Política Criminal, Ministerio de Justicia, sitio web del Ministerio.

[5]Gutiérrez, Mariano: “Una sociología de la enemistad”, disponible en www.derechopenalonline.com