Manuel A. Iturralde*

Introducción

Durante las dos últimas décadas Colombia ha experimentado un aumento drástico y sostenido de las tasas de encarcelamiento[1]. Durante el período comprendido entre 1989 y 1999 la población reclusa en Colombia aumentó más del 40%; entre 1994 y 2008 aumentó un 129,48% (véase Tabla 1). Semejante incremento ha empeorado la de por sí precaria situación de las personas a las que el Estado colombiano ha privado de la libertad. Así, el término “crisis” se ha convertido prácticamente en un lugar común para caracterizar el sistema penitenciario colombiano durante las dos últimas décadas. De hecho, una de las principales fallas del sistema de justicia colombiano durante este período ha sido precisamente el pobre funcionamiento de las prisiones, marcadas por la deficiencia de su infraestructura, el hacinamiento, los altísimos niveles de violencia y la continua y masiva violación de los derechos humanos de los reclusos. A partir de lo anterior, puede pensarse que el término “crisis” es un eufemismo a la hora de describir una situación que se ha prolongado por décadas.

* Profesor Asistente, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.. Borrador para discusión. Por favor no citarlo sin autorización del autor. Se trata de su ponencia, presentada en el Encuentro de julio de 2009, realizado en conmemoración del 20° Aniversario del Instituto de Sociología Jurídica de Oñati.
[1] De acuerdo con las cifras del INPEC (Instituto Nacional Penitenciario de Colombia), mientras que el promedio de personas encarceladas durante los ochenta fue de 28.000, el promedio de los noventa fue de 38.391; entre 2000 y 2008 dicho promedio ha sido de 59.977. Véase, INPEC (1999, 2008).
Este fenómeno de tendencia al aumento de las tasas de encarcelamiento, acompañado de un incremento en los índices de criminalidad, no se presenta sólo en Colombia sino que es global, incluyendo a países centrales como Inglaterra y Estados Unidos (véase Tabla 2), donde la población reclusa también ha aumentado notablemente, sin que los respectivos sistemas penitenciarios sean capaces de lidiar eficazmente con la situación, lo que a su vez ha llevado al drástico empeoramiento de las condiciones de vida de los presos, frente a la indiferencia, o incapacidad, estatal (Garland 2001a: 19). Latinoamérica tampoco es la excepción: durante la última década la tasa de encarcelamiento ha aumentado un 68% (Ariza 2007) (véase Tabla 3).

El problema carcelario en Colombia, de manera similar a otras latitudes, no es ocasional ni se limita al interior de los muros de las prisiones; afecta a la misma sociedad colombiana pues no es más que un reflejo de sus problemas y luchas estructurales. Las cárceles resaltan de manera dramática la marginalización de vastos sectores de una sociedad excluyente y desigual[1] que son estigmatizados y temidos como peligrosos delincuentes (véase Tabla 2). Las prisiones, colombianas y de otros países, también ponen de relieve la tendencia de las sociedades modernas tardías a afrontar los problemas estructurales y la inestabilidad social principalmente a través de mecanismos represivos plasmados en la política criminal, lo que ha consolidado una forma de gobernar a través del control del crimen (véase Simon 1997, 2007). La sensación de miedo e inseguridad que reina en este tipo de sociedades es canalizada por los gobiernos por medio del aumento e intensificación de los aparatos y técnicas de control y seguridad. La combinación de estos elementos, particularmente durante las últimas dos décadas, ha dado lugar a una cultura del control (Garland 2001a: 175) que afecta la vida de todos los ciudadanos y que inspira las políticas de los gobiernos de los países más variados, tanto los centrales como los semi periféricos y los periféricos. A pesar de que sería inexacto hablar de una homogeneización global del castigo, como indica Lacey (2008), existe ciertamente una tendencia hacia la convergencia penal (Cavadino y Dignan 2006: 438, 441) que va acompañada de un aumento generalizado de la población reclusa, como resultado del endurecimiento de las políticas penales. Así, el problema carcelario en Colombia es un ejemplo más de la expansión global de la cultura del control en las sociedades globalizadas contemporáneas.

Por estas razones el estudio de la “crisis” de las prisiones en Colombia, como ejemplo paradigmático de una tendencia global, no puede abordarse desde un enfoque reduccionista –que trate de explicarla en sus propios términos- sino que debe realizarse desde una perspectiva más amplia que necesariamente lleve al estudio del sistema penal entendido, de manera básica, como la forma en que el Estado y la sociedad conciben el crimen y sus respectivas formas de castigo. El castigo funciona entonces como una expresión del poder estatal, de las particulares relaciones de poder que lo configuran. El castigo no es tan sólo una manera de lidiar con los delincuentes; es una verdadera institución social que ayuda a definir, y que refleja al mismo tiempo, la naturaleza de una sociedad particular, los tipos de relaciones y de conflictos que la constituyen (Garland 1990: 287). De esta manera, el análisis del actual funcionamiento de las cárceles y del sistema penal constituye una herramienta clave para comprender las transformaciones de la sociedad colombiana, junto con sus conflictos, durante las últimas dos décadas, así como las relaciones sociales y de poder que han llevado a los diversos gobiernos a marginar, aun más, a un extenso sector de la población con el argumento de que se está protegiendo a la sociedad.

Tabla 1. Prisiones y población reclusa en Colombia (1994-2008)


Año
Total Capacidad
Población (promedio annual)
Hacinamiento (promedio annual)
Sindicados
Condenados
1994
26.709
29.343
9,9%
15.860
13.483
1995
27.822
31.690
14,9%
15.492
16.468
1996
28.332
38.063
34,3%
17.817
20.246
1997
29.239
41.404
41,6%
19.227
22.177
1998
33.009
43.259
31,1%
20.014
23.245
1999
33.090
46.322
40%
19.731
26.591
2000
35.969
49.816
38,5%
20.326
29.490
2001
40.037
52.181
30,3%
21.420
30.761
2002
44.373
51.276
15,6%
21.199
30.077
2003
46.399
58.894
26,9%
25.271
33.623
2004
48.916
66.474
35.9%
28.751
37.723
2005
49.763
69.365
39,4%
28.611
40.754
2006
52.115
62.906
20,7%
21.992
40.914
2007
52.504
61.543
17,2%
20.280
41.263
2008
53.672
67.338
25,5%
23.195
44.144
Fuente: INPEC (2008)




























Tabla 2. Estadísticas relativas al coeficiente Gini, tasas de población carcelaria y tasa de homicidios en diversos países


País

Coeficiente Gini (año), según datos de la ONU*
Tasa de población carcelaria (por cada 100.000 habitantes) (2001-2007-2009)**
Tasa de homicidios (por cada 100.000 habitantes) (año) ***

Estados Unidos
40,8 (2000)
685/750/760
5,6 (2005)
Reino Unido
36 (1999)
127/148/151
1,6 (2004)
Australia
35,2 (1994)
116/125/129
1,3 (2004)
Sudáfrica
57,8 (2000)
409/335/335
69 (2004)
Rusia
39,9 (2002)
638/628/628
29,7 (2004)
Alemania
28,3 (2000)
98/93/88
1,0 (2004)
Francia
32,7 (1995)
75/85/96
1,6 (2004)
Italia
36 (2000)
95/67/97
1,2 (2004)
España
34,7 (2000)
117/147/163
1,4 (2004)
Portugal
38,5 (1997)
128/120/104
1,8 (2004)
Holanda
30,9 (1999)
95/128/100
1,2 (2004)
Suiza
33,7 (2000)
71/79/76
2.9 (2004)
Noruega
25,8 (2000)
59/75/69
0,8 (2004)
Suecia
25 (2000)
68/79/74
2,4 (2004)
Finlandia
26,9 (2000)
59/68/64
2,8 (2004)
Dinamarca
24,7 (1997)
59/67/63
0,8 (2004)
Japón
24,9 (1993)
51/61/63
0,5 (2005)
China
46,9 (2004)
111/118/119
2,2 (2004)
India
32,5 (2000)
30/30/33
5,5 (2004)
Colombia
58,6 (2003)
126/128/150
61,1 (2003-2005)†
Brasil
54 (2004)
133/219/220
30,8 (2003-2005)†
México
47,3 (2006)
164/198/193
11,3 (2004)
Argentina
52,8 (2003)
109/163/154
5,5 (2005)
Chile
53,8 (2003)
225/262/276
5,5 (2003-2005)†
Perú
54,6 (2002)
105/139/141
5,7 (2004)
Venezuela
44,1 (2000)
77/74/79
37 (2004)
El Salvador
52,4 (2002)
150/205/273
57,5 (2005)
Bolivia
60,1 (2002)
60/82 /82
5,3 (2005)
Fuentes: * UNDP (2008: 281-284).
** International Centre for Prison Studies (2009).
*** UNODC (2009: 2-10).
† Promedio.










Tabla 3. Tasa de población carcelaria por 100.000 habitantes (y total de población reclusa) en países latinoamericanos


País
1992/1993
1995/1996
1998/1999
2001/2002
2004/2005
2007/2008
Argentina
63
(21.016)
75
(25.852)
100
(35.808)
109
(41.007)
140
(52.472)
154
(60.621)
Bolivia
S.D.
71
(5.412)
86(6.867)
110
(9.145)
79
(7.310)
82
(7.682)
Brasil
74
(114.377)
92
(148.760)
102
(170.602)
133
(233.859)
183
(336.358)
220
(422.590)
Chile
155
(20.989)
155
(22.023)
181
(26.871)
225
(34.717)
238
(38.064)
276
(45.843)
Colombia
100
(33.491)
107
(37.428)
127
(51.693)
126
(54.034)
152
(68.545)
150
(69.979)
Ecuador
74(7.998)
84(9.646)
78(9.439)
61(7.859)
86(11.358)
126
(17.065)
México
98(85.712)
102(93.574)
133(128.902)
164(165.687)
183(193.889)
193(212.841)
Nicaragua
85(3.375)
103(4.586)
134(6.535)
S.D.
S.D.
107
(6.060)
Panamá
178(4.428)
249(6.607)
300(8.290)
333(9.643)
353(11.292)
295
(10.036)
Paraguay
S.D.

60(2.972)
75
(4.088)
S.D.
86
(5.063)
95
(5.889)
Perú
71(15.718)
90(20.899)
106(26.059)
105(26.968)
116(31.311)
141(39.684)
Uruguay
97(3.037)
100(3.192)
121(3.927)
S.D.
S.D.
193
(6.947)
Venezuela
111
(23.200)
102
(22.791)
97
(22.914)
77
(19.368)
74
(19.853)
79
(22.000)
*S.D.: Sin datos.
Fuente: International Centre for Prison Studies (2009)


1. Las prisiones colombianas durante las últimas dos décadas: historia de un fracaso

Para el año de 1989 el hacinamiento en las cárceles colombianas no era excesivamente alto: 166 centros de reclusión, con una capacidad para 26.307 internos, tenían una población de 26.715 prisioneros, lo cual representaba un 1,55% de hacinamiento (Ministerio de Justicia 1989: 230-231). Pero durante los últimos veinte años la tasa de hacinamiento ha aumentado notablemente. Mientras que durante los primeros años de los noventa la capacidad de las cárceles se había incrementado aproximadamente en 6.000 cupos, el aumento de la población reclusa durante el mismo período estuvo alrededor de las 18.000 personas. En apenas seis años el índice de hacinamiento de las prisiones pasó del 10%, en 1993, al 40%, en 1999 (INPEC 2008). A pesar de que el hacinamiento ha tendido ha disminuir entre 2000 y 2008, de un 38,5% en 2000 a un 25,5% en 2008, éste sigue siendo considerablemente alto y su reducción se ha debido a la ampliación de los cupos carcelarios (de 35.969 en 2000 a 53.672 en 2008 –un aumento del 49,21%-) y no a una menor población reclusa, que ha crecido de manera constante con el paso de los años (de 49.816 en 2000 a 67.338 en 2008 –un aumento del 35,17%-) (véase Tabla 1). Los altos índices de hacinamiento y el crecimiento del número de prisioneros durante las últimas dos décadas ha empeorado las de por sí pobres condiciones de un sistema penitenciario obsoleto y agobiado, lo que a su vez ha conducido a una situación de desorden y violencia generalizados dentro de los centros de reclusión que el Estado colombiano sencillamente no puede controlar (véase Gaitán et ál. 2000).

Una evidencia significativa de la inadecuada infraestructura del sistema penitenciario en Colombia son las escasas oportunidades de educación y de trabajo que las cárceles les ofrecen a los internos. A pesar de que la educación y el trabajo son dos de los pilares del esquema de rehabilitación –o resocialización, como se le denomina en Colombia- del sistema penitenciario, la realidad de las prisiones colombianas muestra que el Estado está lejos de proveer las condiciones mínimas necesarias para alcanzar el ideal de resocialización que justifica, al menos en el discurso penal, la existencia misma de la prisión como una institución propia del Estado de derecho. Para 1999 el 41% de la población carcelaria tenía trabajo; en diciembre de 2005 el 34,45% tenía alguna ocupación y en septiembre de 2008 tal porcentaje fue del 31,72% INPEC 2008). El promedio del porcentaje de la población carcelaria ocupada en actividades laborales entre 2002 y 2008 fue del 35% (véase Tabla 4).

Muchas de las actividades laborales de hecho no son ofrecidas por las prisiones. Un número considerable de reclusos tiene trabajos informales, esto es, prácticamente cualquier tipo de trabajo –desde vender comestibles hasta limpiar pisos- reconocido por las autoridades penitenciarias pero que los presos realizan con sus propios medios y recursos, sin ningún tipo de apoyo ni entrenamiento por parte de la institución. Según un informe de la Contraloría General de la República, en 2006 el presupuesto del INPEC para programas de resocialización (que también incluye educación) representó el 1,4% del presupuesto general de esa institución y además disminuyó con respecto al año anterior (Pérez y Morales 2008: 4).

Aun más, la mayoría de los trabajos, incluso aquellos proveídos por la prisión, son no calificados, por lo que, de una parte, no responden ni a los intereses ni a las aptitudes de los reclusos y, del otro, no satisfacen los requerimientos ni necesidades del mercado de las sociedades capitalistas e industrializadas contemporáneas. Así, el tipo de actividad desempeñada por un interno durante su tiempo de reclusión, si es que consigue uno, será de muy poca, o ninguna, utilidad a la hora de encontrar un trabajo después de ser liberado, pues sus calificaciones no se corresponden con las exigencias del mercado laboral. Así, la prisión impone a los reclusos un trabajo inútil que no les ayudará a encontrar empleo (Foucault 1977: 266).

En 1999 el 25% de la población reclusa participaba en programas educativos; en diciembre de 2005 tal porcentaje fue del 39,56% y en septiembre de 2008 fue del 39,83%; el promedio del porcentaje de reclusos que participaron en programas educativos entre 2002 y 2008 fue del 39,83% (INPEC 1999, 2008) (véase Tabla 4). A pesar de que la cobertura de los programas educativos ha aumentado en los últimos diez años, dichos programas se enfocan en niveles básicos, principalmente de educación primaria, mientras que la secundaria y la universitaria, que podrían tener una demanda alta teniendo en cuenta los perfiles educativos de la población carcelaria, presentan una cobertura muy baja. Así, entre 2004 y 2007, sólo el 1,5% de los reclusos validaron los cursos que tomaron ante el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (ICFES) y el 1% presentó las pruebas de Estado requeridas para entrar a programas universitarios (Pérez y Morales 2008: 4).

De manera similar a las actividades laborales, los programas educativos sirven más como medio para descontar penas que como herramienta para formar a los reclusos y permitirles una adecuada reintegración a la sociedad. En cuanto a los prisioneros que no están ocupados en actividades laborales o programas educativos, aunque su número también ha disminuido durante la última década, sigue siendo considerablemente alto: en 1999 el 34% de los reclusos no estaba realizando actividad alguna de resocialización; esta cifra se redujo al 25,97% en 2005 y al 25,07% en septiembre de 2008. El promedio del porcentaje de población reclusa desocupada entre 2002 y 2008 fue del 25,07% (INPEC 1999, 2008) (véase Tabla 4).

Tabla 4. Índices de ocupación laboral y formación educativa de la población reclusa 2002-2008

Mes/año
Total población
Trabajo
Estudio
Sin ocupación
diciembre 2002
52.936
21.505
(40,62%)
17.420
(32,9%)
14.011
(26,46%)
diciembre 2003
62.281
21.461
(34.45%)
25.466
(40,88%)
15.354
(24,65%)
diciembre 2004
68.020
23.700
(38,84%)
27.748
(40,79%)
16.572
(24,36%)
diciembre 2005
66.829
23.027
(34,45%)
26.441
(39,56%)
17.361
(25,97%)
diciembre 2006
60.021
21.474
(35,77%)
26.755
(44,57%)
11.792
(19,64%)
diciembre 2007
63.603
21.463
(33,74%)
26.381
(41,47%)
15.759
(24,77%)
septiembre 2008
69.689
22.109
(31,72%)
26.916
(38,62%)
20.664
(29,65%)
Promedio
2002-2008
63.339
22.105
(35,08%)
25.303
(39,83%)
15.930
(25,07%)
Fuente: INPEC (2008)


Pese a las mejoras en la cobertura de programas educativos, las anteriores cifras son un claro indicio del fracaso de los programas de resocialización que han sido uno de los pilares declarados de la institución penitenciaria desde su creación. La prisión no reforma ni educa; es una institución puramente punitiva, no un mecanismo de rehabilitación. Pero, ¿qué tipo de personas y de delitos tiende a castigar el sistema penitenciario colombiano? ¿Opera éste de una manera selectiva, afectando más intensamente a ciertos grupos sociales y a determinadas actividades ilegales? Estas preguntas serán respondidas en la siguiente sección.


2. El perfil de las personas y los delitos que van a la prisión

2.1. Las personas

Como sucede en diversas sociedades, la gran mayoría de la población reclusa en Colombia son hombres, con un promedio que ha oscilado entre el 93 y el 94% del total de la población en los últimos veinte años (Ministerio de Justicia 1989: 41; INPEC 2008). Para 1989 la edad de la población reclusa fluctuaba principalmente entre los 16 y los 30 años (57,7% de los prisioneros). El 28,7% de los internos oscilaba entre los 31 y 40 Años de edad; el 9% entre los 41 y los 50 años y el 4,5% de la población carcelaria estaba por encima de los 50 años de edad (Ministerio de Justicia 1989: 73). En 1999 y 2008 dicha tendencia se vio confirmada. En 1999 la edad de la mayoría de los prisioneros oscilaba entre los 18 y los 29 años (lo que representaba el 43,81% del total de la población). El 34,42% de los reclusos estaban entre los 30 y los 39 años de edad y el 16,51% entre los 40 y los 49 años de edad (INPEC 1999). En 2008 el 47% de la población carcelaria oscilaba entre los 18 y 29 años de edad; el 36,5% entre los 30 y 44; el 13,5% entre los 45 y 59; y el 3% tenía más de 60 años de edad (INPEC 2008).

Con respecto a la población reclusa según sexo, a septiembre de 2008, de 69.689 presos, el 94% eran hombres y el 6% mujeres. Esta proporción se ha mantenido a lo largo del tiempo pues en 1989 y 1998 era prácticamente igual (Ministerio de Justicia 1989: 41; INPEC 2008).

En lo referente a los niveles de educación formal de la población reclusa, en 1989 el 8,25% de los internos no tenía ningún tipo de formación educativa; el 46,75% había cursado (no necesariamente completado) alguno de los grados de educación primaria, el 34,5% educación secundaria y el 6% formación universitaria o técnica (Ministerio de Justicia 1989: 78). Para 1999 los niveles de educación formal de la población carcelaria eran aun más bajos: el 12% no había accedido a ningún tipo de educación formal, el 53% de los prisioneros habían cursado educación primaria; el 31% educación secundaria y el 3% estudios universitarios o técnicos (INPEC 1999). En 2008 el 5,85% no tenía formación educativa alguna, el 42,43% había cursado educación primaria, el 48,16% educación secundaria y el 3,53% educación universitaria o técnica (INPEC 2008). A pesar de que ha aumentado el porcentaje de población reclusa con algún tipo de estudios secundarios (del 34,5% en 1989 al 48,16% en 2008), la proporción de internos que no ha ido más allá del bachillerato ha sido muy alta en los últimos 20 años (era del 89,5% en 1989 y del 96,44% en 2008).

Finalmente, el porcentaje de prisioneros que son reincidentes se ha mantenido relativamente estable durante los últimos siete años. Según datos del INPEC (2008), el promedio del porcentaje de internos reincidentes en las prisiones colombianas entre 2002 y 2008 fue de 15,2%[2]. Más que denotar el relativo éxito de los programas de resocialización que ofrece la institución penitenciaria (que como se vio son muy precarios), la anterior cifra puede reflejar cómo, en lugar de un grupo de profesionales del crimen que amenaza a la sociedad y vuelve una y otra vez a prisión, como en muchas ocasiones claman los gobiernos, las personas que suelen terminar en la cárcel pertenecen a una clase marginada que comparte rasgos socio-económicos similares, marcados por la exclusión y la falta de oportunidades.

Los datos anteriores confirman una tendencia mundial con respecto a las características demográficas de la población reclusa: en la gran mayoría de las sociedades capitalistas aquellos que acaban en prisión son en su mayor parte hombres jóvenes, que proceden a menudo de centros urbanos y entornos de marginación, con bajos niveles de educación y normalmente desempleados (véase Garland 1998: 1.160-1.161; 2001a: 90-93; 2001b: 5; Wacquant 2000, 2001, 2009; Young 1999; para el caso latinoamericano, véase Jiménez 1994; del Olmo 1995, 1998; y Wacquant 2003).

2.2. Los delitos

El tipo de delitos que el sistema penitenciario procesa está condicionado por numerosos factores, como las acciones adelantadas por las agencias de seguridad del Estado (como la Policía Nacional, la Fiscalía General de la Nación y el DAS). Tales actividades responden a políticas y objetivos particulares, dictados por los mandos directivos, que dan prioridad, según las circunstancias, a la investigación y persecución de ciertos tipos de delitos. Otro factor importante es la “visibilidad” de los crímenes. Cierto tipo de delitos, por su naturaleza y características, las condiciones en las que son cometidos y el perfil de sus autores, son más susceptibles de ser perseguidos que aquellos delitos que, por los mismos criterios, son menos “visibles” dentro de la sociedad y son más difíciles de investigar y perseguir. Este es el caso de los delitos como el fraude, la estafa y el lavado de dinero –lo que tradicionalmente se conoce como “delitos de cuello blanco”- y que en muchos casos son cometidos por poderosos grupos económicos.

Estos delitos son difíciles de rastrear –particularmente para un aparato represivo como el colombiano, que tiene grandes carencias técnicas y logísticas- pues suelen cometerse a través de métodos sofisticados y porque los grupos económicos involucrados en su comisión tienen las conexiones políticas, los recursos y el poder necesarios para que tales infracciones mantengan un perfil bajo dentro de la política criminal del Estado. Otro tipo de delitos, como los sexuales y aquéllos que se producen al interior de los hogares (como la violencia doméstica y de nuevo los crímenes sexuales) también son difíciles de medir pues presentan menores niveles de denuncia o, aun siendo denunciados, no son procesados por las autoridades competentes por diversas razones (que van desde prejuicios sexuales hasta falta de pruebas o una legislación que no favorece su investigación) (véase Restrepo y Martínez 2004; García, Rodríguez y Uprimny 2006; Maguire 2007). Así, el hecho de que estos delitos sean menos visibles, no significa que ocurran de manera poco frecuente ni que dejen de tener un gran impacto negativo en la sociedad; sencillamente éste es más difícil de identificar y medir. Es por esto que las estadísticas criminales, aunque sirven de ayuda para analizar la manifestación de la criminalidad en una sociedad determinada, no reflejan con precisión el verdadero fenómeno criminal al interior de dicha sociedad. En consecuencia, las cifras que éstas arrojan deben ser recibidas y manejadas con cautela.

A pesar de esto, las estadísticas sobre criminalidad, el perfil de los prisioneros y el tipo de delitos por los que son apresados son útiles para entender la manera selectiva en que funciona el sistema penal, del cual el sistema penitenciario es la fase -y el receptor- final. Las estadísticas sirven para percibir qué tipo de delitos son más susceptibles de ser perseguidos por el Estado y qué tipo de personas más probablemente terminarán en prisión. Una vez que esto sea puesto en evidencia, otras cuestiones más interesantes podrán ser abordadas. ¿Por qué el Estado procesa ciertos delitos en particular? ¿por qué es más probable que ciertos grupos sociales terminen en la cárcel? ¿Es porque esos tipos particulares de delitos y delincuentes son más peligrosos para la sociedad que otros? ¿Cuáles son las inclinaciones y motivaciones de las políticas penales sobre estos aspectos?

Antes de intentar responder estas preguntas, es importante establecer un perfil socioeconómico básico de la población carcelaria colombiana. Los siguientes datos se enfocan en los años de 1989, 1999 y 2008 con el fin de evidenciar, a grandes rasgos, los cambios y la configuración de ciertos patrones durante las últimas dos décadas. Durante este período los índices de criminalidad aumentaron como resultado de diversos factores como la intensificación del conflicto armado, la guerra contra el narcotráfico y la crisis económica que golpeó a Colombia especialmente durante la segunda mitad de los noventa.

En 1977, el número de personas encarceladas por delitos contra la vida y la integridad personal representaban el 30% del total de la población reclusa, mientras que los detenidos por delitos contra le patrimonio económico (principalmente hurto simple y calificado) representaban el 45,93% y aquellos privados de la libertad por delitos relacionados con el narcotráfico, el 6,91% (Ministerio de Justicia 1989: 84).

Para 1989, el 33,75% de la población reclusa estaba privada de la libertad por delitos contra el patrimonio económico y el 30,75% por homicidio y lesiones personales. El 1,5% estaba detenida por una combinación de estos delitos. Así, en 1989, el 66% de los presos en Colombia estaba encarcelado por delitos contra la vida, la integridad personal y contra el patrimonio económico (Ibíd.: 83, 84). Los delitos relacionados con el narcotráfico representaban el 15,5% del total, seguidos por los delitos contra la seguridad pública (como el terrorismo y conexos y el porte ilegal de armas), con el 3,25%; los delitos sexuales con el 2,5% y los delitos contra el orden constitucional (particularmente los de rebelión y sedición) con el 0,25% del total (Ibíd.: 87).

A diciembre de 1999, la mayoría de los prisioneros estaban detenidos por delitos contra la vida e integridad personal (31,09%), seguidos por los delitos contra el patrimonio económico (28,59%), que entre ambos sumaban el 59,68% del total (INPEC 2008). Les seguían los delitos relacionados con el narcotráfico (10,2%), los delitos contra la seguridad pública -que incluyen el terrorismo y delitos conexos- (7,08%), los delitos sexuales (5,45%), los delitos contra la libertad individual –principalmente secuestro- (5,33%), y los delitos contra el régimen constitucional –ante todo la rebelión- (2,33%) (Ibíd.)

En 2008 los delitos contra la vida e integridad personal y contra el patrimonio económico continuaron ocupando los dos primeros lugares con el 26,66% y 24,82% del total, respectivamente. Así, entre ambos sumaron más de la mitad de los crímenes (51,48%) por los que las personas fueron recluidas en Colombia durante ese año (INPEC 2008). Fueron seguidos por los delitos relacionados con el narcotráfico (17,18%), los delitos sexuales (9,54%), los delitos contra la seguridad pública -que incluyen terrorismo y conexos- (8,45%), delitos contra la libertad individual –entre ellos el secuestro y la desaparición forzada- (5,59%) y los delitos contra el régimen constitucional –principalmente el delito de rebelión por pertenecer a grupos armados ilegales- (3,03%) (INPEC 2008).

Como muestran las cifras anteriores, a partir de 1989 la proporción de reclusos detenidos por la comisión de delitos contra la vida y la integridad personal y los relacionados con el narcotráfico y el terrorismo aumentaron notablemente como resultado del conflicto armado y la guerra contra el narcotráfico, particularmente el cartel de Medellín –entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa- caracterizado por sus métodos violentos y terroristas y que estaba dando los últimos – y letales- coletazos. Paradójicamente, durante este período de confrontación total entre el Estado y los carteles de las drogas, el tráfico de cocaína particularmente con los Estados Unidos, se expandió, haciendo de Colombia el primer exportador de cocaína en el mundo (véase Thoumi 1995; Arrieta et ál. 1990)

El incremento del negocio de la cocaína también ha incitado la intensificación del conflicto armado pues ha servido como una fuente inmensa de recursos para la guerrilla y los grupos paramilitares, que controlan, y luchan por el control, de la mayoría de zonas donde están situados los cultivos de coca, lo que les ha permitido armar poderosos ejércitos. La intensificación de la violencia, el conflicto armado y la crisis social y económica durante los noventa se refleja entonces en las estadísticas sobre la población carcelaria en Colombia.

Los anteriores datos, que cubren tres décadas diferentes, muestran que las personas privadas de la libertad por los delitos contra la vida y la integridad personal y contra el patrimonio económico son una mayoría constante dentro de la población carcelaria de Colombia (entre el 51 y el 75%). Este tipo de prisioneros es seguido de manera constante por aquéllos que han sindicados o condenados por delitos relacionados con el narcotráfico (alrededor del 15% del total de la población reclusa), cuyo número se duplicó durante los ochenta –que marcaron el comienzo de la guerra frontal contra las drogas- al pasar del 6,91% en 1977 al 15,5% en 1989, como resultado de una política criminal represiva que sirvió de instrumento fundamental de la lucha estatal contra el narcotráfico, el crimen organizado y los grupos armados la margen de la ley.

Estas cifras también ponen de manifiesto la ineficacia de la política criminal de los diferentes gobiernos colombianos, a lo largo de las últimas dos décadas, quienes pretendían sancionar los delitos que su discurso político señalaba una y otra vez como aquéllos que ponen en peligro de manera más grave e inminente el orden público y la seguridad de la sociedad. Con excepción de los detenidos por narcotráfico, cuya sanción aumentó considerablemente durante los ochenta –lo cual sin embargo será matizado y explicado más adelante pues no puede entenderse como un golpe efectivo contra los sectores más poderosos del narcotráfico-, buena parte de los delitos más graves y comunes del conflicto armado, como el secuestro, el terrorismo y la misma rebelión, que se relacionan estrechamente con las actividades de la guerrilla, los paramilitares e incluso el narcotráfico, no terminan en la prisión de una forma significativa.

Lo anterior a pesar de que los gobiernos colombianos han desarrollado particularmente desde los ochenta una legislación penal de emergencia –que implica serias restricciones a las garantías constitucionales y que efectivamente ha generado graves violaciones de los derechos humanos de un considerable número de personas-, para combatir este tipo de criminalidad de manera efectiva (véase Iturralde 2009, Ariza et ál. 1997, Ariza y Barreto 2001, García 2001, García y Uprimny 2006). Aun más, aunque el porcentaje de personas encarceladas por delitos en contra de la vida y la integridad personal (que en buena medida se relacionan con el conflicto armado y la guerra contra el narcotráfico –véase Sánchez et ál. 2007-) han sido altos durante las últimas tres décadas, han tendido a mantenerse estables, a pesar de que la tasa de homicidios en Colombia se duplicó entre 1984 y 1995 y siguió en aumento, con altibajos, hasta 2002, para después mostrar una significativa reducción entre ese año y 2008 (no obstante, la tasa de homicidios en Colombia sigue siendo una de las más altas del mundo)[3].


3. La selectividad del sistema penal colombiano

A partir de las cifras analizadas en la sección anterior puede concluirse que la población reclusa en Colombia no ha variado significativamente durante las últimas dos décadas y que tiene, en consecuencia, rasgos similares: es una población relativamente joven, en su gran mayoría del sexo masculino, con bajos niveles de educación formal y desempleada o con trabajos de bajos ingresos antes de entrar a prisión. Puede decirse entonces que la mayoría de la población carcelaria proviene de sectores marginales de la sociedad colombiana, sometidos a altos índices de pobreza.

Teniendo en cuenta las características de la sociedad colombiana, marcada por una gran desigualdad económica y social y por altos índices de pobreza, puede afirmarse que la dinámica económica y social, junto con el funcionamiento del sistema penal –que es un reflejo de ésta, al mismo tiempo que la alimenta-, son parte determinante de las circunstancias y decisiones que llevan a un importante número de personas de las clases más marginadas de la sociedad a una vida de delincuencia. En muchos casos esta forma de vida opera como un mecanismo de subsistencia y de satisfacción de necesidades y ambiciones que son negadas por una sociedad excluyente que no ofrece verdaderas oportunidades a las clases sociales más pobres.

Durante las últimas dos décadas los gobiernos colombianos han sido incapaces de adelantar de manera coherente y decidida las reformas económicas y sociales indispensables para, al menos, reducir la creciente brecha entre las clases alta y media, de una parte, y entre éstas y las clases más bajas en la escala social –casi la mitad de la población colombiana-. Todo lo contrario, tales gobiernos han acudido a una política criminal represiva e improvisada como el instrumento más efectivo y económico para manejar los problemas y conflictos de la sociedad colombiana.

La forma en que los distintos gobiernos han manejado tradicionalmente el problema de la criminalidad evidencia un estilo de acción estatal que Foucault denomina gubernamentalidad. Esta es una forma específica de economía del poder por medio de la cual se ejerce sobre las personas una forma de vigilancia y de control tan atentos como aquéllos del jefe de familia sobre los miembros de ésta y sus bienes (Foucault 2000c: 207). La finalidad de este tipo de gobierno es disponer sobre los bienes y los cuerpos de las personas de forma tal que ello conduzca, no al bien común, sino a un fin conveniente para cada una de las cosas que están siendo gobernadas. El ejercicio del poder puede tener entonces, no una, sino diversas finalidades y para lograrlas se emplean ciertas tácticas, más que normas, elegidas de un abanico de posibilidades (Ibíd.: 211).

El gobierno del Estado administra la población relacionándola con otros elementos como el bienestar y los recursos físicos y financieros con el fin de alcanzar la intensificación y perfeccionamiento de los procesos que dirige de la manera más económica posible. La gubernamentalización del Estado significa que este emplea no sólo un poder negativo (el que es ejercido a través de medios violentos), sino también uno positivo (Foucault 1980: 119-121). Esta forma positiva de poder dispone de los cuerpos de las personas con el fin de obtener de estos los mejores resultados posibles con el fin de lograr los diversos objetivos que sostienen un sistema de sometimiento calculado, organizado y técnicamente concebido (Foucault 1977: 25, 26). Bajo este contexto, el mejoramiento y la administración de las condiciones de la población dan lugar a una nueva gama de tácticas y técnicas de poder. Su objeto: el cuerpo, el cual debe hacerse dócil y productivo por medio de mecanismos de poder sutiles y capilares.

Una de las más importantes técnicas del poder sobre el cuerpo es la disciplina, utilizada para manejar una población determinada en sus más profundos detalles (Foucault 2000c: 218, 219). La prisión es la forma emblemática de disciplina de las sociedades contemporáneas, donde los aparatos de seguridad estatales ocupan un lugar fundamental. El castigo es ejercido así como una táctica política, una tecnología política del cuerpo (Foucault 1977: 23, 24). Siguiendo a Foucault, el sistema penal, entendido como medio para reducir el crimen –tal sería su función disuasiva-, es una ilusión; éste opera más bien de manera circular: aunque el objetivo declarado del sistema penal es castigar los delitos, la definición de estos y de su persecución cumplen el fin de mantener los mecanismos punitivos mismos, así como sus funciones (Ibíd.: 24). El resultado de esto es la creación de un grupo marginal que es marcado y estigmatizado: la delincuencia; los individuos peligrosos que, como regla general, pertenecen a las capas más marginadas de la sociedad y a quines se responsabiliza de la criminalidad y la violencia que los ciudadanos temen, y que por lo tanto deben ser aislados, controlados y observados por las instituciones penitenciarias estatales.

El poder disciplinario es ejercido a través de su invisibilidad, imponiendo sobre aquéllos a quienes somete un principio de visibilidad compulsiva. La visibilidad de la clase de los delincuentes afianza el poder que es ejercido sobre ella (Ibíd.: 187). La prisión como mecanismo disciplinario permite el ejercicio del poder gubernamental al menor costo posible. Esta implica un gasto bajo y una maximización de beneficios políticos gracias a su discreción, su relativa invisibilidad y la poca resistencia que produce al interior de la sociedad. En las sociedades capitalistas modernas una tecnología sutil y calculada de sometimiento, promovida por las técnicas disciplinarias, ha reemplazado a las “tradicionales y ritualmente costosas formas violentas de poder” (Ibíd.: 222)[4]. A partir del surgimiento del modelo democrático del siglo XVIII los mecanismos disciplinarios han actuado como el “lado oscuro” del marco jurídico igualitario de las sociedades modernas (Ibíd.).

Esta marcada tendencia a la exclusión y la criminalización de las clases sociales más bajas, propia de los sistemas penales modernos, se evidencia en el exclusioncita sistema económico, social y político colombiano, lo cual es confirmado estadísticamente por el tipo de delitos y de personas que terminan en la prisión. Durante las últimas dos décadas, más del 65 por ciento de los reclusos han sido encarcelados por delitos contra del patrimonio económico, contra la vida y la integridad personal –los denominados delitos clásicos por ser característicos de las sociedades y del derecho penal modernos- y aquéllos relacionados con el narcotráfico. Así, la situación de las cárceles de cada país reflejan sus circunstancias y condiciones (Sparks et ál. 1996: 300).

La población reclusa en Colombia es entonces el resultado de la situación de conflicto intenso, fragmentación social y violencia generalizada que ha sufrido este país durante las últimas dos décadas, como atestiguan el conflicto armado, la guerra contra el narcotráfico y los altos niveles de criminalidad en las ciudades. Así, las prisiones colombianas han operado como un lugar ideal para le control de ciertos sectores de la sociedad y de ciertos tipos de delincuencia.

En síntesis, el sistema penal colombiano funciona selectivamente. La cárcel –último vínculo de la cadena punitiva estatal- es el punto donde el castigo ciego e igualitario establecido en las normas penales –propio de la justicia liberal- es aplicado de manera selectiva contra cierta clase particular de individuos (Foucault 1977: 224). El tipo de delitos y de personas que la prisión controla, no representan necesariamente –ni en su mayoría- la más peligrosa amenaza contra la sociedad ni son responsables por los actos criminales más serios cometidos en Colombia. Esta tesis se refuerza por el hecho de que tradicionalmente aquéllos a quienes le legislación penal de emergencia – que es la más drástica- ha considerado como la más seria amenaza contra la sociedad (secuestradores, terroristas, guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares), no representan los más altos porcentajes dentro de la población carcelaria.

Además, aquéllos que han sido privados de la libertad durante las últimas dos décadas por este tipo de crímenes, en un buen número de casos, no cumplen con el perfil de individuos peligrosos establecido por la legislación penal y el discurso gubernamental, los cuales son fácilmente asimilados por una sociedad sitiada por el miedo. Un claro ejemplo de esto son las personas detenidas por delitos de narcotráfico. A pesar de que este tipo de prisioneros es el tercer grupo más representativo de la población reclusa desde los ochenta, en la gran mayoría de los casos no están constituidos por poderosos capos de carteles de las drogas, ni por sus temibles lugartenientes o traficantes de consideración. Están constituidos en cambio por campesinos que cultivan la hoja de coca, las mulas, los pequeños traficantes de las calles, los conductores de vehículos que transportan la droga o los que trabajan en los laboratorios que la procesan y los depósitos en que la esconden, quienes no generan directa ni principalmente la violencia asociada con el narcotráfico y quienes reciben un tratamiento draconiano por parte del Estado desde el momento de su detención hasta que son liberados[5].

Efectivamente, la justicia penal colombiana durante las últimas dos décadas ha tenido como uno de sus objetivos principales el narcotráfico. Por ello las garantías procesales de las personas procesadas por estos delitos se ven drásticamente limitadas con el argumento de que, por ser sujetos tan peligrosos, tienen un poder real para intimidar al aparato de justicia del Estado; en consecuencia, las personas sindicadas o condenadas por narcotráfico sufren penas altas y tienen pocas posibilidades de obtener los beneficios penales –como la libertad provisional y la condicional- de que gozan los detenidos “ordinarios”. Todo ello sin que el sistema penal entre a considerar en ningún momento si las personas detenidas, de acuerdo a su perfil socioeconómico y sus antecedentes penales, son realmente peligrosas (categoría vaga y ambigua que de todas formas se presta para manipulaciones, como se verá más adelante) y si requieren de un tratamiento tan riguroso.

La selectividad del sistema penal hace de la población carcelaria un grupo marginal que es segregado de una sociedad que clama ser democrática e igualitaria. La prisión refleja y refuerza la desigualdad de la sociedad colombiana y la marginalización de los grupos menos favorecidos, en vez de contribuir a su integración, como reclama el ideal de la resocialización. Pero la causa de este problema no debe buscarse al interior de los muros de la prisión. Ésta se encuentra arraigada en una sociedad punitiva, en la forma en que el poder es ejercido a través de instituciones como la prisión que, dependiendo de las circunstancias sociales y políticas, se vuelve ventajosa para los gobiernos y los intereses políticos y económicos que protegen. Las políticas económicas y sociales, así como los modelos de estado, neoliberales que han tendido a imponerse en Colombia y Latinoamérica (véase Rodríguez 2005, 2009; Portes y Hoffman 2003; Portes 1997; Rodríguez y Uprimny 2006; y Cortés 2007), con la ayuda de la globalización hegemónica del capitalismo, han incrementado la exclusión y falta de oportunidades de grupos sociales específicos, particularmente los más pobres, que son los más vulnerables.

Paradójicamente, el resultado de este proceso es la sensación de miedo y desconfianza de los sectores más favorecidos de la sociedad frente a los pobres y los sectores marginales que el mismo modelo económico y político ayuda a crear y perpetuar. Los altos índices de criminalidad son el precipitado de una estructura social cambiante e inestable; paralelamente, los llamados a la imposición del control y el orden son los únicos que los gobiernos escuchan (véase Simon 1997, 2007, Garland 2001a, Chevigny 2003), en un contexto complejo que requiere distintos tipos de soluciones, no sólo la represiva. El renacimiento de tendencias políticamente conservadoras y autoritarias en las sociedades modernas tardías promueve el individualismo (justificándolo en el ideal de la libertad) y la exclusión en vez de la solidaridad y la inclusión; el control social y localización de la culpa en los grupos marginales, en lugar de la prevención social; las libertades privadas del mercado en cambio de las libertades públicas de la ciudadanía (Garland 2001a: 193).

Colombia, al igual que Latinoamérica (véase Iturralde 2007: 100-116), tampoco ha escapado a la presión del neoliberalismo globalizado. La apertura de la economía colombiana a los mercados internacionales ha afectado a las estructuras sociales. El impacto de las políticas orientadas en este sentido durante los noventa es muy diciente: son las élites económicas y políticas las que se han beneficiado de la liberalización del mercado, mientras que el crecimiento de la pobreza, la desigualdad social, la inestabilidad y la crisis económica han golpeado a las clases sociales más vulnerables.

En Colombia, el 20% más pobre de la población obtiene el 2,5% del ingreso nacional, mientras que el 20% más rico obtiene el 61% (World Bank 2007). De una población de 41,2 millones de habitantes (de los cuales 10,3 millones viven en áreas rurales), 2.313 personas (alrededor del 1,08% del total de propietarios) son dueñas del 53% de la tierra rural (Ossa y Garay 2002: 16) y cerca de 300 accionistas son propietarios del 74% de las acciones que se negocian en la bolsa de valores colombiana (Cabrera 2007); las diez empresas más grandes del país absorben el 75% del mercado de capitales, lo que representa un coeficiente gini accionario (que mide la concentración de la propiedad accionaria) de 0,93 (Ossa y Garay 2002: 17). La desigualdad, que de por sí es muy elevada en Colombia, ha aumentado durante los últimos tiempos: entre el 2002 y el 2005, el porcentaje del ingreso nacional para el 40% más pobre de la población disminuyó del 12,3% al 12,1%, mientras que el porcentaje del 10% más rico aumentó del 38,8% al 41% (Cabrera 2007).

En este contexto, el tipo de democracia por la que las elites económica y política colombianas, así como la globalización hegemónica, ejercen presión, promueve un tipo de apertura de la sociedad que garantiza el desarrollo de mercados libres y de la misma globalización económica neoliberal. Este tipo de democracia ve al capitalismo como el criterio supremo de la vida social moderna y, en consecuencia, defiende la primacía del capitalismo cuando es amenazado por “disfunciones” democráticas (Santos 2000: 272). Mientras tanto, la brecha entre ricos y pobres se amplía.

El Estado colombiano se ha se ha mostrado incapaz de regular y canalizar los conflictos que han surgido de la fragmentación social causada por la marginalización de vastos sectores de la población que no tienen posibilidades reales de ascenso social y económico y que se ven enfrentados al desempleo y la falta de recursos mínimos para subsistir en un mundo altamente globalizado y excluyente. La fortaleza que el Estado ha pretendido demostrar en medio de su precariedad, así como la sensación de miedo e inseguridad experimentada por amplios sectores de la sociedad, han dado lugar a lo que Garland llama una cultura del control donde hay más controles sobre los pobres que sobre el mercado (2001: 195-197).


4. Marginalidad social: el individuo peligroso

Como se ha visto, las instituciones y el discurso penitenciarios en buena medida crean al delincuente, al individuo peligroso, el enemigo de la sociedad que debe ser castigado y aislado por el bien común. La construcción del delincuente tiene profundas consecuencias con respecto a cómo la sociedad concibe la función del castigo y del sistema penal que lo sostiene. La justicia penal no castiga de manera ciega e igualitaria a los individuos exclusivamente por los actos que cometieron. Parafraseando a Orwell, todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros; o para decirlo en los términos más contundentes de Reiman (1979): the rich get richer and the poor get prison. El delito no es lo único importante; también lo es la vida del delincuente con el fin de clasificarlo, tratarlo y corregirlo. El delincuente se vincula con el crimen no sólo por el acto que ha cometido sino también por un “completo manojo de complejos filamentos (instintos, impulsos, tendencias, carácter)” (Foucault 1977: 253). El sistema penal colombiano se enfoca en la afinidad del delincuente con su crimen. Así, el delincuente se convierte en la manifestación del fenómeno de la criminalidad, el cual debe ser buscado entre cierta clase de personas. Foucault sugiere que bajo el discurso disciplinario de las sociedades modernas el delincuente prácticamente representa una anomalía social –como una enfermedad- que es peligrosa y debe ser tratada (Ibíd.: 253-254).

El caso colombiano refleja la transformación penal de un individuo ordinario a un delincuente peligroso; de la responsabilidad penal por los actos cometidos –lo que el individuo hizo-, al castigo por lo que ese individuo es, independientemente de sus actos (Foucault 1980a: 128). Una clara manifestación de la dinámica del “individuo peligroso”, es lo que la legislación penal colombiana denomina el “aspecto subjetivo” de la libertad provisional y la condicional. A través de estos procedimientos legales, los jueces de garantías y de ejecución de penas deciden si sospechosos de haber cometido un crimen deben ser encerrados mientras son procesados y si aquéllos condenados pueden ser dejados en libertad condicional –antes de que cumplan la totalidad de su condena-, de acuerdo con sus antecedentes penales, su personalidad y su conducta. En la práctica, es difícil, si no imposible, que un puñado de jueces (los de ejecución de penas no eran más de 30 para todo el país en 1999) conozcan con la profundidad suficiente a los más de veinte mil presos que tienen a su cargo para hacer semejante juicio de valor.

Con respecto a los antecedentes penales del prisionero como un factor para decidir su elegibilidad para obtener la libertad condicional, una de las contradicciones del sistema penal sale a flote. Es contradictorio que el sistema penitenciario, que clama tener como uno de sus objetivos primordiales la resocialización de los reclusos, simultáneamente envíe el mensaje de que algunos individuos, por su pasado, todavía son peligrosos para la sociedad y no pueden ser dejados en libertad, con independencia del tratamiento carcelario al que han sido sometidos. Son numerosos en el ordenamiento penal colombiano los ejemplos de delitos para los que no procede la libertad provisional o condicional, salvo en muy contadas excepciones. Tal es el caso de aquellos delitos que tradicionalmente han caído bajo la jurisdicción penal de emergencia: narcotráfico, secuestro, extorsión, terrorismo, homicidio, concierto para delinquir.

Tal declaración del sistema penitenciario asume que ciertos sujetos sencillamente no pueden ser resocializados por la naturaleza de sus actos –aquéllos delitos que la política criminal del momento, siempre variable, considera más atroces- y de su personalidad en el pasado; ellos son los monstruos, los individuos peligrosos. Para este tipo de sujetos, los incorregibles, la prisión significa solamente castigo, aislamiento y venganza social. Al menos para esta clase de reclusos la institución de la prisión reconoce la imposibilidad de llevar a cabo uno de los fines que la justifica: la reintegración de los delincuentes a la sociedad después de un tratamiento terapéutico. La resocialización ya no es en la práctica –si es que alguna vez lo fue- una preocupación real del sistema penitenciario, a pesar de que el contradictorio discurso político –siempre a la caza de votos o de aprobación de una opinión pública maleable- afirme que la prisión puede transformar a los delincuentes. Este discurso al mismo tiempo sirve de eco a las demandas de venganza y retribución sociales, que proviene especialmente de las clases alta y media, a través de una política autoritaria.

Los presos y los criminales son tratados como un medio para garantizar la protección de los otros. La prisión sirve como un mecanismo de prevención y administración de riesgos; la función de la sanción penal definitivamente no es la de reformar al delincuente, ni siquiera la de persuadir a otros para que no cometan crímenes. La prisión se limita a castigar e incapacitar, bajo la excusa de reducir la amenaza de la criminalidad. La imagen social del individuo peligroso obscurece y reduce la noción del delincuente a la de una potencial fuente de actos criminales y peligrosos, lo que le da a la sociedad derechos sobre tal sujeto por lo que es.

El alto número de personas sindicadas de haber cometido delitos y que están privadas de la libertad es otra clara ilustración del imaginario peligrosita que permea el discurso y las prácticas penales en Colombia. Aunque las cifras han disminuido notablemente en la última década(especialmente a partir de la introducción del sistema penal oral acusatorio en 2003, donde es un juez de garantías, y no el fiscal que lleva el caso, quien decide sobre la libertad del sindicado), siguen siendo notablemente altas: el promedio del porcentaje de sindicados detenidos en cárceles durante los últimos quince años es del 42,05% del total de la población reclusa (véase Tabla 5).

Tabla 5. Número y porcentaje de sindicados y condenados en prisiones colombianas 1994-2008.

Año
Sindicados
Condenados
1994
15.860
(54,05%)
13.483
(45,95%)
1995
15.492
(48,47%)
16468
(51,53%)
1996
17.817
(46,8%)
20.246
(53,2%)
1997
19.227
(46,43%)
22.177
(53,57%)
1998
20.014
(46,26%)
23.245
(53,74%)
1999
19.731
(42,59%)
26.591
(57,41%)
2000
20.326
(40,8%)
29.490
(59,2%)
2001
21.420
(41,04%)
30.761
(58,96%)
2002
21.199
(41,34%)
30.077
(58,66%)
2003
25.271
(42,9%)
33.623
(57,1%)
2004
28.751
(43,25%)
37.723
(56,75%)
2005
28.611
(41,24%)
40.754
(58,76%)
2006
21.922
(34,96%)
40.914
(65,04%)
2007
20.280
(32,95%)
41,263
(67,05%)
2008
23.195
(34,44%)
44.144
(65,56%)
Proemdio
total
21.279
(42,5%)
30.064
(57,5%)

Fuente: INPEC (2008)


5. La legitimidad del castigo y la prisión

La prisión y sus falencias no pueden ser plenamente comprendidos si no se tiene en cuenta los mecanismos de poder de los que ésta es sólo una parte, así como el sistema penal y la política criminal que le dan forma. Tal política define qué actividades y conductas deben ser prohibidas con el fin de proteger a la sociedad y el tipo de castigo y de tratamiento que tales acciones merecen. La política criminal señala a los enemigos de la sociedad y cómo deben ser derrotados. Al evidenciar el tipo de valores y de castigos en los que la sociedad cree, la política criminal arroja luz sobre el tipo de sociedad en la que vivimos. Teniendo en cuenta esto, la cuestión sobre la justificación y la legitimidad de la prisión se hace apremiante pues no constituye solamente un cuestionamiento de la institución misma, sino también del tipo de sociedad que la hace posible, a pesar de su evidente fracaso como mecanismo de resocialización, de integración social y de disuasión. La pregunta apremiante entonces es, ¿por qué la sociedad respalda la prisión si su fracaso es tan evidente? Tal vez porque los efectos perversos e imprevistos de la prisión tienen, después de todo, un sentido y una utilidad. Esto es lo que Foucault llama el uso de la prisión. Aunque las cárceles no sean capaces de rehabilitar a los internos y de reducir la criminalidad, estas dan continuidad a la delincuencia, actúan como una cadena de transmisión que controla los ilegalismos; son una piedra angular de los mecanismos de poder sobre los cuerpos (Foucault 1980b: 40).

La prisión no ‘fracasa’ simplemente con respecto a la resocialización de los individuos; esta crea delincuentes sobre los que es legítimo ejercer control y vigilancia. El aumento de lo que se entiende por delincuencia justifica el crecimiento de los aparatos estatales de seguridad y de estrategias para administrar y controlar el riesgo, lo que conduce a la gran presencia de mecanismos de control (intensos y difusos) en diversas esferas sociales. Como señala Foucault: “El efecto ‘delincuencial’ producido por la prisión se convierte en un problema de delincuencia al que la prisión debe dar una respuesta adecuada. Una vuelta de tuerca criminológica del círculo carcelario” (2000a: 26)[6].

Dicho uso estratégico de la prisión no es controlado por un grupo determinado de manera maquiavélica, pues ello sería un explicación simplista de las relaciones de poder. Foucault afirma que el poder no es estático ni es apropiado por una clase social en particular. El poder está siempre en acción, en movimiento; atraviesa el tejido social y los cuerpos; es ejercido por las clases dominantes pero también por las dominadas. Así, circunstancias económicas y sociales particulares y contingentes, afectan en diversas maneras y ocasiones las relaciones de poder, dando lugar a resultados imprevistos. Bajo este contexto, los objetivos de las políticas públicas no coinciden necesariamente con sus resultados, mientras que los gobiernos deben maniobrar con dichos resultados y sacar el mayor provecho político posible; los usan así para algo que no había sido previsto en un comienzo pero que puede ser dirigido y reconducido de acuerdo a las circunstancias (Foucault 2000b: 385-386).

La recurrente perturbación del orden político y social colombiano, sumada a la precariedad del Estado en ciertas áreas, han contribuido a la manifestación explosiva del conflicto armado entre el Estado y las guerrillas de izquierda, que se ha hecho todavía más complejo durante las últimas dos décadas con la irrupción de los fenómenos del narcotráfico y el paramilitarismo. El aumento de la criminalidad, íntimamente ligado con todos estos factores, y la manera de enfrentarlos del Estado, son expresión del conflicto social y de lucha por el poder en una sociedad que no ofrece una perspectiva de futuro a amplios sectores. El fenómeno del narcotráfico y su infiltración en las estructuras sociales, en la economía y la política es un ejemplo dramático.

La respuesta de los gobiernos colombianos a las manifestaciones más extremas de los problemas sociales y políticos de las últimas cinco décadas ha sido principalmente autoritaria y represiva. Sin embargo, tal respuesta ha sido vestida con formas democráticas; Colombia es una de las democracias más antiguas y estables de América Latina pero ha sido de hecho una democracia autoritaria. Desde la segunda mitad del siglo XX los distintos gobiernos han recurrido constantemente a poderes excesivos y concentrados en el Ejecutivo a través del uso prácticamente ininterrumpido de los estados de excepción, echando mano del discurso del enemigo interno (la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, las organizaciones criminales, la delincuencia común) quine es responsabilizado por la crisis y, en consecuencia, debe ser derrotado con métodos represivos y de guerra (véase Iturralde 2009, 2005, 2003; Ariza et ál. 1997, García 2001, García y Uprimny 2006).

Esta dinámica de los gobiernos colombianos ha dado lugar a una verdadera cultura jurídica y política de la excepción donde el diagnóstico estatal de la situación –siempre definida como crítica- justifica las medidas autoritarias y limitadoras de los derechos y garantías de los ciudadanos. Ello ha creado la creencia al interior de la sociedad de que el Estado actúa con firmeza con el fin de protegerla de la gran amenaza de individuos y grupos peligrosos, promoviendo así un tipo de sociedad que busca seguridad y estabilidad a través del control y la vigilancia. Las políticas criminales en Colombia responden en gran medida a cálculos políticos e intereses de corto plazo que las motivan y las ponen en movimiento. Esta es la mayor causa de su incoherencia y de sus contradicciones: tales políticas buscan soluciones locales y represivas para problemas inmediatos, generalmente aquéllos que más afectan a la opinión pública y a la popularidad y aceptación del gobierno de turno. Estas políticas cortoplacistas y de alcance y visión limitados, no abordan, y mucho menos resuelven, los conflictos sociales y los problemas estructurales que afectan a la sociedad y que alimentan el conflicto social y armado que vive Colombia.

El castigo es definido de manera –y con una intensidad- diferente por las políticas estatales de acuerdo con las circunstancias sociales, políticas y económicas del momento. Diversas necesidades y formas de presión definen diferentes utilidades y, en consecuencia, diferentes estrategias. De acuerdo con las demandas y expectativas de la sociedad y con el desarrollo de los eventos, los gobiernos colombianos cambian una y otra vez el rumbo de sus políticas criminales enfocándose en el enemigo del momento, siempre a través de mecanismos represivos. Tales instrumentos usualmente son similares, con independencia de su eficacia: aumento de las penas para los delitos considerados más peligrosos; limitación de las garantías procesales y de los derechos fundamentales de los acusados por tales delitos; privación de la libertad como la principal forma de sanción y como principal medida preventiva para asegurar la comparecencia al proceso de aquellos acusados de los crímenes más desestabilizadores, según la política del momento. En este tipo de casos, la simple sospecha de que el acusado cometió uno de estos crímenes justifica la limitación de su libertad con el fin de proteger a la sociedad y el Estado mismo.

Este tipo de políticas alimenta una cultura del miedo que tolera medidas represivas las cuales no reducen la criminalidad de manera significativa pero proveen a vastos sectores de la sociedad de un sentido, ilusorio, de seguridad. Durante las últimas décadas se ha producido -no sólo en Colombia sino en buena parte del mundo, incluyendo los Estados Unidos y Europa- una significativa transformación del tono emocional de las políticas criminales. Las estrategias de poder de las grupos políticos y económicos dominantes, en un principio revestidas del discurso humanitario de la rehabilitación del criminal, han sido desplazadas por el temor a la criminalidad que, como todo miedo, no conoce de argumentos y razones. El temor a la criminalidad es entonces concebido como un problema en sí mismo, diferente de la propia criminalidad; así, las políticas criminales se dirigen a reducir los niveles de miedo y no la criminalidad; la atención estatal se sitúa en los efectos de la criminalidad y no en sus causas (Garland 2001a: 10, 140). El éxito de tales políticas se basa en la sensación de seguridad que le dan a la sociedad –particularmente las clases media y alta), y no en su efectividad frente a la reducción del crimen. Tienen un significado simbólico con consecuencias sociales: “algunas veces hablar es actuar” (Ibíd.: 22).

Como afirma Foucault, la nuestra es una sociedad basada en la vigilancia, una sociedad disciplinaria. La forma arquitectónica privilegiada de tal sociedad es la prisión (2000a: 32). La fragmentada y convulsionada sociedad colombiana carece de las redes de control, cooperación y solidaridad que hacen del castigo un soporte coercitivo de estas redes. La violencia generalizada y el miedo social, acompañados de un Estado que oculta su debilidad a través de mecanismos de control social represivos y selectivos, son las condiciones que garantizan la supremacía de políticas criminales autoritarias. Cada sociedad ajusta su escala de penalizaciones de acuerdo a sus necesidades particulares. Dado que la justificación del castigo deriva del daño causado a la sociedad por la conducta delictiva, o por el peligro al que la expone, “mientras más débil sea la sociedad, deberá ser más cuidadosa de su seguridad y tendrá que mostrarse más severa” (Ibíd: 28).

La paradoja del sistema penal colombiano se manifiesta en la confrontación de su fracaso por medio de su expansión y su endurecimiento, mientras que los problemas de fondo que están en la raíz de la violencia y la criminalidad siguen a la espera de soluciones reales y pensadas a largo plazo. La prueba más clara de ello es la inveterada criminalización, por parte de los gobiernos colombianos, de diversas formas de protesta social y política que son tratadas de la misma forma, e incluso más radical, que los crímenes ordinarios con el fin de desacreditarlas y desarticularlas. Pero “el castigo está destinado a no tener ‘éxito’ de manera significativa porque las condiciones que más hacen para inducir conformidad –o para promover el crimen y las desviaciones- se encuentran fuera de la jurisdicción de las instituciones penales” (Garland 1990: 289). Precisamente es esto lo que los gobiernos colombianos, presionados por los eventos de violencia e inestabilidad social, han ignorado por décadas.

El temor frente a la criminalidad y la violencia desbordadas como parte inevitable de la sociedad forman parte del ideario colectivo. El continuo sentido de crisis dispara una intensa demanda política y social por una reacción estatal firme, principalmente a través del control y la represión (véase Foucault 1980a: 142-143). La protección de la sociedad y del interés general se convierte en el objetivo principal de las políticas criminales. El énfasis en la necesidad de seguridad, la rabia colectiva y la sed de retribución han reemplazado así al compromiso frente a la búsqueda de soluciones diseñadas en la esfera de lo social. “La temperatura emocional de las políticas públicas ha pasado de frío a caliente” (Garland 2001a: 11).

Incluso los discursos jurídicos supuestamente progresistas, han terminado por legitimar el discurso excluyente y expansivo de la prisión. El caso colombiano es un ejemplo paradigmático de ello. La Corte Constitucional colombiana, reconocida en el contexto latinoamericano por su jurisprudencia innovadora y progresista, declaró en 1998 un “estado de cosas inconstitucional”[7] en las prisiones colombianas, debido a la sistemática y masiva violación de los derechos humanos de los reclusos como resultado de la negligencia y desidia estatal a lo largo de muchos años[8] (véase Ariza 2009).

A pesar del análisis demoledor de la Corte en contra del actuar inconstitucional y negligente del Estado y de sus intrépidas órdenes a diversas agencias estatales para que revertiesen tal situación, lo que su decisión hizo en la práctica fue legitimar constitucionalmente la expansión del sistema penitenciario, en lugar de cuestionar sus fundamentos. La Corte ordenó al Estado diseñar un plan y asignar los recursos necesarios en un plazo de cuatro años, con el fin de mejorar la infraestructura carcelaria y garantizar adecuadamente los derechos de los reclusos. Sin embargo, la Corte no ordenó medidas concretas para proteger de manera eficaz los derechos fundamentales de los internos que estaban siendo vulnerados de manera grave. Como señala Ariza (2009), en la práctica la Corte Constitucional, a pesar de su discurso garantista, legitimó la reforma y expansión de un sistema penitenciario que ofrece condiciones de vida infrahumanas a sus destinatarios.

En efecto, la reacción del gobierno Colombiano, en lugar de replantear su política criminal y disminuir el número de personas que de manera innecesaria terminan en prisión, como lo demuestra el gran número de sindicados que son privados de la libertad (véase Tabla 5), optó por aumentar la oferta de cupos carcelarios, a través de la adecuación de las prisiones existentes y de la construcción de nuevas prisiones, para lo cual asignó un presupuesto de 523.5 mil millones de pesos (unos 242.5 millones de dólares) entre 1998 y 2003, con lo que se crearon alrededor de 16.443 cupos (véase Consejo Nacional de Planeación Económica y Social –CONPES- 2004: 8, 12).

A pesar de que el sistema carcelario se expandió notablemente, éste sigue siendo insuficiente para albergar a un gran número de presos (como demuestra el alto porcentaje de hacinamiento que en 1998 era de 31,1% y en 2008 de 25,5%; una reducción efectiva de sólo el 5,6% en una década), los cuales también han aumentado de manera constante en los últimos diez años (de 43.259 presos en 1998 a 67.338 en 2008; un aumento del 55,6%) (véase Tabla 1).

En 2006 el gobierno tuvo que replantear su estrategia, para lo cual lo cual planeó la creación de 24.731 cupos carcelarios (3.131 en establecimientos existentes y 21.600 en once nuevos centros penitenciarios (CONPES 2004: 19; 2006: 6-7) a un menor costo. Así, redujo el presupuesto asignado a dicho plan en 2004[9] por considerar que resultaba más barato ejecutarlo bajo la modalidad de contratación de obra pública en lugar de la de contratos de concesión a particulares (CONPES 2006: 6-7).

Lo más triste de esta situación, como demuestran las cifras, es que la expansión del sistema penitenciario no ha servido para aliviar (ni siquiera en términos de espacio) las condiciones de vida de la gran mayoría de los reclusos, ya que los nuevos cupos no dan abasto con el aumento de población y éstos ni siquiera han sido creados en el tiempo previsto: a diciembre de 2006 sólo se habían creado 5.992 nuevos cupos de los cuales “5.046 (el 84.2%) fueron construidos en establecimientos ya existentes y los restantes 946 (el 15.8%) en dos complejos nuevos proyectados en planes de expansión anteriores (Apartadó - Antioquia) o como parte de la política de Justicia y Paz (Tierra Alta - Córdoba).” (Pérez y Morales 2008: 7). Además, de los nuevos cupos creados, 3.441 no han sido utilizados adecuadamente “como consecuencia de la falta de previsión, planeación y presupuesto necesario para darlos al servicio” (Ibíd.). De las once nuevas prisiones previstas, apenas seis comenzaron a ser construidas en 2007 y en septiembre de ese año tan solo tenían en promedio un estado de avance del 4,66% (Ibíd.: 8)

El programa de expansión carcelaria, que domina el discurso penitenciario, avanza firme, a pesar de su ineficiencia, en detrimento de los derechos de los prisioneros. Como indica Ariza (2009) este programa ha sido denominado en Colombia la nueva cultura penitenciaria, bajo la influencia ideológica y la financiación del gobierno de los Estados Unidos, cuyo principal objetivo es consolidar la expansión de un sistema penitenciario basado en criterios de eficiencia administrativa. Así, más que pretender garantizar los derechos fundamentales de los reclusos, cuyas condiciones mínimas de vida están a cargo del Estado, este sistema busca mejorar los recursos y capacitación del personal carcelario y cumplir con los estándares internacionales de calidad ISO 9000 (que parecen responder a parámetros propios del mercado), para ejercer un control eficiente y económico sobre los reclusos.

Tal lógica de mercado, evoca clamente a la nueva penología (Feeley y Simon 1992) donde la administración del riesgo, por medio del control de los delincuentes, reemplaza la pretensión de su resocialización y la disminución de la delincuencia. Bajo este nuevo esquema, la cárcel debe incapacitar a bajo costo, no reformar; el crimen y sus efectos deben ser administrados y minimizados, mientras sus causas y el contexto social en que se producen pierden toda relevancia. El delincuente es literalmente sustraído de su entorno social.


6. Política criminal y cambio social

El primer paso para afrontar de manera acertada el problema de las prisiones en Colombia consiste en reconocer lo obvio: la causa del problema no se sitúa exclusivamente, ni principalmente, dentro de las prisiones ni del sistema penal sino fuera de ellos. La principal causa de la ‘crisis’ radica en el estado de cosas y el arreglo social y político que les permite existir y expandirse, presuponiendo su justificación y legitimidad, en lugar de demostrarlas. Por esta razón la solución no consiste en mejorar la infraestructura de las cárceles ni en construir más de ellas. Se debe enfocar más bien en el diseño de una política criminal coherente y a largo plazo que en Colombia ha sido tradicionalmente improvisada y represiva, la salida fácil a problemas estructurales. Las respuestas de tipo penal son más fáciles porque son inmediatas, relativamente sencillas de implementar y en el peor de los casos son ‘efectivas’ como fines punitivos en sí mismos, aun cuando fallen en todos los demás aspectos (Garland 2001a: 200). Tal estrategia política consiste en lo que Santos llama una reducción de escala de los problemas sociales: los gobiernos tienden a reducirlos a aspectos legales y administrativos sin llevar a cabo los difíciles cambios sociales que requieren (1998: 369-455). Los problemas de la sociedad se reducen así a la criminalidad y las respuestas penales del Estado (Sparks et ál. 1996: 306).

La ‘crisis’ duradera de las prisiones en Colombia es el resultado de la excesiva criminalización de conductas y de la privación de la libertad de las personas como principal mecanismo de control y de castigo. El sistema penal debe ser reajustado y reducido a su justa dimensión. La política criminal debe ser enfocada más desde lo social que desde lo policial, dirigiéndose así a la prevención del crimen a través de políticas sociales y económicas que apunten a la integración de la sociedad y a la reducción de la pobreza y la desigualdad que en Colombia presentan niveles altos. Por lo tanto la respuesta no está en la construcción de más cárceles para los 67.338 presos que tiene Colombia; ni siquiera la pretendida eficiencia administrativa de la nueva cultura penitenciaria puede superar una política criminal fallida e inconsciente. Este tipo de política no está dirigida a la integración que se requiere para unificar y armonizar el orden económico y social. En lugar de esto, traza una división entre aquellos grupos a los que se les permite vivir en medio de una libertad desregularizada y aquéllos que deben ser intensamente controlados (Garland 2001a: 203). La respuesta que urgentemente se requiere es la construcción colectiva de las condiciones económicas y sociales necesarias para la reducción y prevención del crimen.

Durante las últimas dos décadas la política criminal del Estado colombiano ha privilegiado las respuestas represivas, dejando en un segundo plano las políticas preventivas y de tratamiento de corte más social. Este tipo de aproximación a los problemas y al conflicto social colombiano no ha tenido éxito si se consideran los altos índices de violencia y criminalidad de este período. El discurso político que inspira la política criminal se apoya en los amplios y maleables conceptos de ‘seguridad ciudadana’, ‘seguridad pública o, más recientemente, ‘seguridad democrática’. Una ‘nación segura’ es una coartada ideológica para la expansión y fortalecimiento del control dirigido particularmente contra grupos marginales y contra cierto tipo de delitos -particularmente aquéllos contra el patrimonio-, que no son necesaria ni principalmente la causa del la perturbación del orden público. Al mismo tiempo, las situaciones de riesgo que afectan a los sectores más vulnerables de la sociedad, los menos favorecidos, son ignoradas. La limitación y violación de derechos económicos y sociales de las clases sociales excluidas (que en Colombia es casi la mitad de la población), precisamente aquellas que son consideradas peligrosas, no hacen parte del interés gubernamental en la seguridad ciudadana. Se impone así un sentido común en materia penal que incentiva la hipertrofia del Estado penal y la reducción del Estado social (Wacquant 2000: 79; 144)

De esta manera, las políticas estatales han atacado los síntomas más que las causas de la criminalidad y violencia colombianas. La política criminal ha enfocado el tratamiento del delito a través del sistema penitenciario, supuestamente resocializador, y del aspecto presuntamente disuasivo de la ley penal. Así, la prevención del crimen ha sido entendida principalmente como la prevención de la reincidencia en el delito. Las instituciones penitenciarias, según clama el discurso político, deberían garantizar la transformación de delincuentes en ciudadanos de bien. Como ha sido demostrado, la prisión incentiva la delincuencia, más que reducirla.

Ante este fracaso manifiesto se puede concluir que la prevención del crimen no puede ser enfrentada por más tiempo a través del sistema penal. Las políticas preventivas deben ser implementadas de manera coordinada pero independientemente del sistema penal. Esto implica, como primer paso fundamental, el fortalecimiento de las oportunidades sociales y económicas para los grupos sociales excluidos y olvidados, con el fin de mejorar y dignificar sus condiciones materiales de existencia y su integración en la sociedad. Su aislamiento y estigmatización es un ataque a los ideales igualitarios que las sociedades democráticas presumen proteger. Como dice Garland: “Un gobierno que mantiene el orden social rutinariamente por medio de la exclusión masiva comienza a lucir como un Estado apartheid” (2001: 204).

Bajo las condiciones actuales del sistema penitenciario colombiano, lo primero que se debe cuestionar es el sistema mismo. Durante un largo período ha sido innegable que las prisiones no cumplen con sus objetivos de rehabilitación y que su principal función, deseada o no, es castigar, incapacitar y segregar en buena medida a los individuos más vulnerables de la sociedad. El castigo ejecutado por el sistema penal y penitenciario no es la ultima ratio del Estado, el recurso más extremo y excepcional para enfrentar la exacerbación de las luchas sociales y políticas. Todo lo contrario, éste es el instrumento por excelencia de gobiernos carentes de voluntad e imaginación para sanar y reconciliar a una sociedad fragmentada. Garland sintetiza esta idea de manera lúcida al recordarnos que el acto estatal de castigar a los ciudadanos, acto violento, es una guerra civil en miniatura, por lo que debe ser utilizado como un último recurso para resolver los conflictos que se presentan en la sociedad. El acto estatal de castigar refleja una sociedad envuelta en una lucha consigo misma y aunque a veces es necesario, no es más que un mal necesario. El castigo debe ser visto como una tragedia y como tal, debe evitarse al máximo (Ibíd.: 292)[10].

Para encontrar respuestas originales y constructivas a la ‘crisis’ de los sistemas penal y penitenciario colombianos no basta con preguntarse qué tipo de reformas requieren; hasta ahora, el castigo y la prisión han sido ofrecidos como sus propios remedios. Ante todo es urgente desafiar la legitimidad y justificación misma de las cárceles y su carácter incapacitador y punitivo; poner en entredicho el supuesto de que el encarcelamiento y el castigo son rasgos necesarios y predominantes de las sociedades modernas. Con el fin de solucionar de una vez por todas el problema carcelario, es esencial empezar por plantearse con honestidad las preguntas apremiantes.


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[1] Según el coeficiente de Gini de la ONU –que mide la desigualdad del ingreso–, en el año 2000 Colombia era el noveno país en el mundo por reparto más desigual de la riqueza. Entre los nueves países más desiguales en el año 2000, siete eran países latinoamericanos, lo cual convertía a esta región, junto con el África subsahariana, en la más desigual del mundo (UNDP 2002: 183). La gran concentración del ingreso en Colombia se ha mantenido estable durante las últimas tres décadas; el coeficiente de Gini ha oscilado entre 0,54 en 1978, 0,58 en 2003 y 0,53 en 2006. Véase Ossa y Garay (2002: XXIV), Departamento Nacional de Planeación (2007: 6) y UNDP (2008: 281-284).


[2] En 2002 el porcentaje de población reclusa reincidente fue del 15,8%; en 2003 y 2004 del 12,9%, en 2005 del 17,1%, en 2006 del 15,2%, en 2007 del 17% y en 2008 del 15,7% (INPEC 2008).
[3] Mientras que en 1984 el número de muertes violentas en Colombia fue 10.694, en 1995 fue 25.398. En ese año la tasa de homicidios por 100.000 habitantes fue de 64,4; en 2002 fue de 77,3, en 2005 de 43,8 y en 2008 de 34. Véase, Comisión Colombiana de Juristas (1997: 73), Instituto Nacional de Medicina Legal (2009: 30).
[4] La traducción es mía.
[5] En 1995, el 25% de las personas en prisión por delitos relacionados con el narcotráfico eran campesinos; el 18% eran traficantes callejeros; el 9,3% eran personas con algún tipo de empleo ordinario y el 7,5% eran conductores de camión. Ninguna de estas personas –que representaban el 59,8% del total de individuos detenidos por narcotráfico- estaba directamente vinculada con una organización criminal. Véase UNIJUS (1996: 143).
[6] La traducción es mía.
[7] Como señala Ariza (2009), el estado de cosas incosntitucional es “una doctrina que la Corte ha utilizado en aquellos casos en donde considera que la violación del derecho fundamental (1) es el resultado de una causa estructural e histórica que, (2) no puede ser atribuida a una única institución sino al Estado en su conjunto y (3) que exige la adopción de medidas a largo plazo.”
[8] Sentencia T-153 de 1998. Por medio de esta decisión, la Corte Constitucional acumuló y falló las acciones de tutela presentadas por varios reclusos de distintas cárceles del país, quienes alegaban que se violaban varios de su derechos fundamentales, al ser sometidos a condiciones de vida infrahumanas.
[9] De 1.456.448 millones de pesos (alrededor de 675 millones de dólares) a 972.293 millones de pesos (cerca de 450.5 millones de dólares) (CONPES 2006: 6-7).
[10] Garland, David. Punishment and modern society. A study in social theory, op. cit., p. 292.