Claudia Cesaroni, del CEPOC, Magister en Criminología y Docente de Criminología de la Maestría en Ciencias Penales de la UNLPam, analiza críticamente el denominado "Caso Maidana", que conmoviera recientemente a la opinión pública argentina.

Un integrante del Servicio Penitenciario Bonaerense es brutalmente torturado, como bienvenida a un grupo especial de operaciones. Por estupidez, impunidad, o simplemente porque no le parecía que hubiera hecho nada que le exigiera un cuidado especial, uno de los torturadores se olvida un celular donde había registrado las imágenes, y el torturado las copia en su propio celular, las presenta ante la justicia y las autoridades, circulan por la televisión e Internet. Los torturadores son echados, el ministro de justicia recibe a la víctima, le garantiza seguridad, le consigue otro trabajo.

El caso de Carlos Maidana, el agente penitenciario torturado, provoca, luego de la lógica sensación de horror, un comentario obligado: “Si esto hacen entre compañeros, qué no harán con los presos”. “Bienvenida”, por ejemplo, es un término que todo preso conoce: se la dan en el primer ingreso a una institución carcelaria, y en los sucesivos traslados, y consiste en golpes, insultos y amenazas. Es una “puesta a prueba” del nuevo preso frente a la autoridad: si intenta resistirse, o al menos defenderse, será doblemente golpeado para que le quede claro dónde está el poder, y qué poca cosa es él. Si no se defiende y se deja pegar, el mensaje será el mismo: su condición de ser inferior frente al poder de los borceguíes y los uniformes.

Sin embargo, el modo en que se desarrolló el caso de Maidana, y lo que sucede en el día a día en cárceles, institutos de menores, lugares de alojamiento para personas con adicciones o con problemas psiquiátricos, es decir, en todo lugar donde hay personas privadas de libertad, muestra una sustancial diferencia: en esos lugares, en la inmensa mayoría de esos lugares, no hay cámaras. Nadie de afuera ve nada. No se permite el ingreso. Se ponen innumerables obstáculos para que organizaciones sociales y de derechos humanos, e inclusive organismos públicos, visiten a los presos y las presas, a los niños y niñas, a los locos y a los adictos.

Quien esto escribe dictó durante dos años la materia “Derechos Humanos y Ejecución Penal” en el Instituto de Formación del Servicio Penitenciario Bonaerense. Respondió a una convocatoria amplia, se sentó frente a un tribunal académico que la entrevistó y calificó sus antecedentes, elaboró con absoluta libertad su programa de estudios y presentó a sus alumnos y alumnas, cadetes del primer año de la Tecnicatura en Ejecución Penal, autores y textos que jamás habían escuchado ni leído. Les habló por ejemplo, de Nils Christie, un criminólogo noruego que define el sistema penal como un sistema de reparto de dolor, y convoca a limitar ese reparto. Discutió las noticias de los diarios; llamó masacre y no motín a la muerte de decenas de presos en la cárcel de Magdalena y el penal de varones de Santiago del Estero; invitó a dar charlas, entre otros, al Relator de los derechos para las personas privadas de libertad de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Florentín Meléndez, y al Coordinador del Comité contra la Tortura de la Comisión Provincial de la Memoria, Roberto Cipriano.

En clase se leyeron cartas de presos y familiares de presos, se planteó la necesidad de ponerse en el lugar del otro, de limitar el ejercicio de poder, de entender que la seguridad del personal penitenciario está o debe estar vinculada, no a la brutalidad, sino al respeto de los derechos de todos quienes están bajo el mismo techo. Se explicó una y otra vez que no hay “derechos de los delincuentes”, sino derechos de todos, incluyéndolos a ellos/as, cadetes penitenciarios y futuros/as funcionarios/as de cárceles bonaerenses.

El debate se iba tornando más fructífero clase tras clase. Podía discutirse todo, hasta la eficacia o inutilidad de la tortura. Pero en algún momento algún alumno o alumna decía lo siguiente: “Sabe, profe?: cuando vamos a las unidades, nos dicen: ‘todo lo que aprendieron de derechos humanos, se lo olvidan, porque acá la realidad es otra’”.

La realidad, en las cárceles, es la que un celular olvidado y un sujeto doliente nos mostraron estos días.

Del mismo modo que es preciso plantear una batalla por el acceso a la información, y pelear a fondo contra los monopolios mediáticos, las políticas de derechos humanos tienen una enorme deuda con el presente: en el presente se tortura y se mata; en el presente se trata a las personas privadas de libertad como deshechos humanos; en el presente se impide que la sociedad ingrese a los lugares de encierro, se oculta, se tapa, se roba, se maltrata a las visitas, se miente.

Poco antes de culminar su mandato, el 14 de noviembre de 2007, el entonces presidente Kirchner dijo en el acto en que se demolió la ex cárcel de Caseros que esa decisión “nos pone frente a los hechos de ayer y las asignaturas pendientes de hoy”, y que uno de los temas pendientes para la presidenta electa, Cristina Fernández, era “el mejoramiento profundo del sistema penitenciario argentino (…) es la tarea central para consolidar profundamente la política que todos nosotros creemos respecto a los derechos humanos”

En noviembre de 2004, la Argentina ratificó el Protocolo Facultativo para la Convención contra la Tortura, que establece la obligación de los Estados firmantes de crear mecanismos de visita a los lugares de encierro, facilitando que la sociedad en su conjunto pueda ingresar, recorrer, ver lo que allí sucede. Que no dependa de la estupidez o la impunidad de un torturador y el olvido de su celular, sino que cotidianamente, entre muchos, evitemos nuevos hechos de tortura y corrupción.

Aquella tarea central y pendiente no se cumplió. Los mecanismos todavía no han sido creados. Veinte organizaciones de derechos humanos hemos trabajado durante todo el año pasado, y elaboramos un anteproyecto de ley para su implementación. Sin ninguna duda, esta es otra batalla que valdría la pena encarar.

Claudia Cesaroni
Buenos Aires, 4 de setiembre de 2009
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