En tiempos donde la cultura hegemónica del punitivismo desata una suerte de sociología de la enemistad, que impacta en los discursos y prácticas estatales, condiciona las decisiones de los tribunales de justicia, relegitima el deterioro de las garantías, estimula las instancias vindicativas, convalida la ficción del castigo como sucedáneo de la justicia y profundiza la violencia social, nos permitimos poner a consideración de nuestros lectores un cuento que integra una saga de narraciones criminológicas ficcionales del responsable de este espacio, en la expectativa de que contribuya, como mínimo, a reencontrar los paradigmas que los clásicos dieron por sentados hace más de dos siglos.

CRUZ DE MARA
Como todos los días de lluvia, previa constatación de ese martilleo parejo e inequívoco, Mara saltó de su cama todavía en estado crepuscular, amasando ideas confusas, superpuestas y sus mismas sensaciones de alarma, hasta ubicar, en ese orden, sus pantuflas y su paraguas.
Quebradiza y angustiada, reverenció una a una sus rutinas, desde la ratificación de que su ojera derecha crecía irreversiblemente, hasta el peinado trabajoso de sus canas intrusivas.
Estaba segura de que ya nadie la identificaba como aquella belleza pueblerina de aspecto juvenil, sino más bien como la señora que había sufrido la tragedia y no podía con la inconmensurable pena. Sabía que inspiraba esa sensación dual de conmiseración y conmoción que hacía que muchos se alejaran de ella, justamente, por no saber cómo acercársele.
La gesta cotidiana de ganar la calle sola mitigó la mojadura que hacía que la gente corriera de aquí para allá mirando el suelo, intentando pisar sobre baldosas previsibles.
El anonimato que propone el cuerpo a cuerpo del viaje en colectivo le sirvió para reconocer lugares iguales y rostros que se le antojaban, también, iguales.
Una súbita y conocida sensación de recomposición de sus propias fuerzas, un despertar épico le recordó que iba en busca de justicia. “Justicia, Justicia…”, había gritado dos veces seguidas en esa semana en medio de un gentío plagado de rictus duros y miradas perdidas, mientras blandía en lo alto una pancarta con la foto de Esteban y la estremecía la angustia.
Esteban se llamaba así en homenaje a su padre, que también se había ido hacía ya unos años. Su esposo ni se opuso ni aportó alternativa alguna, por entonces (y como ahora), y por eso fue, Esteban.
La partida de su hijo había transformado su vida; o mejor dicho, había sincerado una módica asignación de afectos y de tiempos con su marido, que no participaba de las marchas porque ni siquiera había podido volver a hablar del tema, a pesar de que habían transcurrido ya casi tres años desde aquello. Había incorporado, desde hacía mucho tiempo, reflejos condicionados que sobreactuaban la alegría y la ira, sin los cuales, pensaba, no le resultaría fácil exhibir sus sentimientos frente a los demás.
Puso su pie sobre el empedrado con la sospecha de que el autobus podía reanudar su marcha antes de que ella estuviera segura. “Es que nadie está seguro en este país…”, se repitió frente a la superposición de esos indicios cotidianos que la ratificaron en su dolor, en la pesada sentencia de que “ya no se puede confiar en nadie”. Ni siquiera en la gente –blanca y de clase media, como uno, como ella- que debería volver a acompañarlos en esta nueva marcha frente al Congreso en la que volverían a pedir….Justicia. Por un instante la escena le pareció paradójica, pero en ese momento solamente le importaba llegar a la esquina y ver cuál había sido “su” capacidad de convocatoria. Hay bastantes, pensó, incorporando a esa conclusión una serie de condicionamientos que había aprendido a utilizar y decodificar desde que empezara a ir a las marchas. Para ser un día de semana, a esta hora, con frío, con lo imposible que resulta circular porque el gobierno no hace nada frente al loquero que proponen los cortes de calles.
Saludó a algún conocido, escuchó que sería inminente la sanción en Diputados de un paquete de leyes sobre distintos temas y que Mara intuía que harían justicia porque las penas de prisión serían mucho más largas.
Su principal preocupación, en ese momento, era captar las simples consignas colectivas y sostener lo más alto que fuera posible la pancarta.
Cuando se retiraba, escuchó –como casi siempre- voces sanguíneas que se esforzaban frente a los medios por criticar a los jueces y a los políticos de turno. Eran versiones muy similares de descontento metropolitano que venían desde “la crisis” de 2001, de cuyas congregaciones participara, por entonces como ahorrista saqueada.
Mara no sabía, en verdad, de otras Madres y otras Plazas.
El micro llegó demasiado rápido y no tuvo tiempo de doblar la pancarta con la prolijidad ritual de siempre.
Se sentó en el anteúltimo asiento, cerca de la puerta de salida, y pensó que podía acomodarla mejor en su casa, que tendría tiempo antes de empezar a preparar la cena.
En el vidrio de la ventanilla se reflejaba nítidamente su propio rostro, que le impedía ver claramente a los ancianos cartoneros, los niños pidiendo limosna en las esquinas o los jóvenes sin pasado ni futuro, todos ellos mimetizados con su piel cobriza, haciendo malabares para ganarse una moneda en las encrucijadas del país brutalmente injusto.
El miedo, mejor dicho, la incertidumbre y la angustia asumieron la forma de un rayo de luz fugaz que despedía uno de los autos que marchaba en dirección contraria a la del colectivo. ¿¡Y si de verdad la modificación de esas leyes saliera rápidamente?! Pues, se haría justicia, intentó convencerse y consolarse a la vez. Justicia.
También debería, inexorablemente, quedarse a solas consigo misma una vez que esas leyes entraran en vigencia y tal vez, ya no habría marchas, ni gritos ni pancartas.
Se acomodó el cabello entrecano, una ráfaga de tenue de viento fue la excusa para cerrar los ojos por un instante profundo.
Comenzó a programar la cena.