El gobierno conservador del PP ha manifestado, muy suelto de cuerpo, en las últimas horas, a través de su Ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, que “Cualquier agresión, violando el principio de seguridad jurídica, a Repsol será considerado una agresión por parte del Gobierno español, que tomará las acciones que considere oportunas y pedirá el apoyo que considere necesario a sus socios y aliados", según consigna la edición digital del diario El País del día de la fecha y las agencias televisivas ibéricas. Semejante exteriorización retrógrada, en tanto especulación que espera hacerse valer ante los poderosos del mundo, club exclusivo del cual España hace rato que -en los hechos- no forma parte, merece algunas consideraciones básicamente introductorias, sobre las que sería en algunos casos bueno instar el debate, y en otros, hacerlo, significaría reconocer un atraso de casi tres siglos en la historia de la humanidad. Voy a empezar por estos últimos. Si bien es cierto que el principio de soberanía ha sufrido duros embates en la modernidad tardía, y que muchos de ellos provinieron de las propias formas jurídicas adoptadas por esa entidad difusa denominada pomposamente "comunidad internacional", que prestamente operativizó normas y prácticas jurídicas acordes con la necesidad de reproducir las lógicas imperiales de dominación, está claro que la nación -como categoría histórica de cuño paradójicamente europeo- reconoce una data de más de dos siglos. Más aún, pese a ser una creación jurídica y política europea, adaptada con opinable formato por las colonias americanas recientemente liberadas desde lo político a principios del siglo XIX, las naciones latinoamericanas han sufrido muchísimos menos cambios en sus mapas políticos que los estados nacionales europeos. Vale decir, con sus más y sus menos, la "seguridad jurídica" en materia de derecho internacional de AL es mucho más consistente que la de otros lugares del mundo, incluyendo, desde luego, los países del Viejo Mundo, y particularmente, también, España, todavía sacudida por los reclamos permanentes de sus naciones sin estado. Estos sí son datos objetivos de controversias jurídicas subsistentes, no así las reivindicaciones de los países respecto de sus recursos naturales. Esta afirmación, a esta altura de la historia, parecería ser incontrovertible. Tampoco hay menoscabo alguno de esa meneada y temible concepción de la "seguridad jurídica" (en definitiva, otra especie del género "seguridad", uno de los menúes conceptuales preferidos por los países opresores), en la medida que los dueños legítimos de esos recursos de subsuelo, establezcan mecanismos juridicos de reconducción de contratos celebrados con corporaciones privadas extranjeras que nunca debieron o pudieron tener en su poder la mayoría del paquete accionario de las empresas dedicadas a la exploración y explotación de esos yacimientos. Justamente en eso radica el halo mágico del "derecho de los contratos", un cuadro de época del derecho capitalista. No recuerdo, a decir verdad, que España levantara su voz para tachar disposiciones expresas de la Constitución Argentina de 1949, que expresamente establecía una relación de indelegable soberanía del Estado argentino respecto de las riquezas del subsuelo. Y, no debemos olvidarlo, el derecho (también aquella revolucionaria Constitución, desde luego) se supone conocido por todos. En definitiva, cualquiera sea la decisión soberana que un gobierno democrático estableciera para resignificar en clave soberana su relación con recursos no renovables, no pueden ser medidas en término de amenazas, salvo que se consintiera que el dominio español sobre estas tierras, contra lo que todos creíamos desde niños, sigue vigente. España pertenece a la comunidad europea, se apresta a ser (si es que no lo es ya) una colonia de Alemania. Como Grecia. Confieso que no he tenido ocasión de leer una sóla declaración oficial del gobierno neofranquista que advierta, a su población y al mundo, de un proceso de anexión de semejante importancia.