Por Eduardo Luis Aguirre

 

El empleo, en las sociedades modernas, es un articulador decisivo de la vida cotidiana. Aunque nos seduzcan los debates sobre las tendencias recientes acerca de los beneficios de trabajar menos días a la semana, o la amenaza de la robotización y la IA, el riesgo de estar desempleado o de perder el trabajo sume a millones de personas en una sensación de caída, de irreversible vacío que si algo no tiene es solución.

No hay retorno, al parecer, de una situación destructiva de las subjetividades y del propio conjunto social, entre otras cosas, porque quien garantizaba hasta hace algunas décadas el trabajo era nada menos que el estado. Hoy, el estado ha dado muestras innumerables de que no puede o no sabe reconstituir esa situación de convivencia democrática y armónica organizada por el trabajo. La fragilidad, la precariedad, lo sacrificial y hasta nuevas formas de neoesclavitud y dominación así parecen certificarlo. Nunca pensamos que las certidumbres que el trabajo proporcionaba era el reaseguro de sociedades que durante los últimos siglos permitían dotar de sentido una existencia basada en la movilidad social en los estados capitalistas y en las seguridades sociales en los países socialistas. El miedo al desempleo, como el meido al otro, comenzaron a cristalizarse, a consolidarse en los experimentos sociológicos cualitativos de los últimos años. Se convirtieron en dos de las variables que la política y lo político constataron en su existencia y malversaron en su expansión y en su densidad. Lo que se denominó imprecisamente inseguridad se acotó al pánico ante la posibilidad de ser víctima de un delito de calle o de subsistencia. Con ese insumo categórico, con la demagogia punitiva en sus manos, los políticos amasaron el miedo como forma de hacer política. Con el trabajo, en cambio, ni siquiera se animaron a enunciar una promesa, un mero avance. Esta situación es mundial, endémica. Transcurrió sin demasiadas variantes durante los últimos años y la nueva forma de acumulación capitalista y la peste terminaron de naturalizar un paisaje sociológicamente letal y subetivamente aplastante. Por eso, con ese cambio tan complejo, la política no se metió. Los estados pueden construir cárceles, comprar balas, tecnología securitaria y códigos eufemísticamente exhibidos como eficientes artefactos destinados a perseguir y enjuiciar a los infractores. Pero no trabajo medianemente estable.

Bukele sería la caricatura más nefasta de la reaparición de los cuerpos catigados como espectáculos, como en el siglo XVIII. 

Hasta que, de pronto, aparece en España una profesora de derecho del trabajo, una gallega que emprende su carrera política tratando de desmontar las incertidumbre antiobreras de las leyes laborales de Mariano Rajoy. Y una vez en el gobierno, acertando con demandas elegidas con la urgente inteligencia que promueve la escasez logra imponer esta vicepresideta segunda del gobierno una ley que modifica el status de los trabajadores. ¿Hizo Yolanda Díaz que el trabajo volviera a durar para siempre? No. Las filigranas que caracterizan la nueva legislación española cuentan con el acuerdo de la patronales y los débiles sindicatos peninsulares. Recibe críticas por doquier por lo que parecen ser las tibiezas y las engañifas que encierran las reformas. Muchas y muchos la acusan de un gatopardismo escandaloso y a la vez engañoso. Quizás estas críticas sea acertadas, tal vez lo sean en parte o, a lo mejor, la nueva legislación acerque un nuevo piso de justicia distributiva. Después, como suele ocurrir, están las diatribas personalizadas que para nada interesan en este caso. Extrañamente, la candidata desiste de establecer alianzas con formaciones con un músculo político vigente aunque notoriamente deteriorado como Podemos y aparece ostensiblemente ligada a Pedro Sánchez. Para lo que aquí resulta relevante, esos también son datos accesorios. Lo cierto es que Díaz es candidata a presidente de la república por ocuparse de transformar, como pudo, las reglas inciertas del trabajo. Con su propia agrupación (SUMAR) e islotes de aliados (progresistas, nacionalistas, ecologistas, etc) se empeña en ser la primer mujer jefa del gobierno español. Hay una gran incertidumbre respeto de sus posibilidades electorales. También (me) despierta ua gran desconfianza  sus discursos  atravesados por el vountarismo vacío, coacheado e infantilizado de las nuevas versiones de las decadentes izquierdas de occidente. Pero lo verdaderamente interesante, lo gravitante de su carrera radica en haber puesto el acento en el trabajo, en el supuesto mejoramiento de esas condiciones (todas criticables, abstrusas, plagadas de una terminología que conocemos, tales como discontinuidad, capacitación, plazo o precarización) y en el reposicionamiento de un elemento simbólico que en el resto de los países parece diluirse de manera inexorable. Díaz pudo haber empezado su campaña contra la delincuencia, contra la inmigración, contra Moscú o contra el Ministerio de Igualdad, que son los tótems monstruosos que dominan las jergas direccionadas de millares de españoles. Pero su originalidad radica, justamente, en prescindir de esas bajezas y volver a la carga para hacer ver que no todo es líquido durante el neoliberalismo. Que el trabajo, de a poco, con dificultades y acaso con regates pueda disputar nuevamente la grilla entre las urgencias de los abrumados ciudadanos. ¿Puede esta empresa política deparar un seguro fracaso? Seguro que sí. De lo que no hay dudas es que la Ministra, en plena y retórica campaña no va a dejar de ocuparse de lo que ya se ocupó, porque eso equivaldría a un suicidio político. El tiempo dirá. De todas maneras, que en pleno siglo XXI el trabajo vuelva a ocupar un lugar preponderante en las agendas políticas no es cosa menor. O tal vez lo sea, pero en todo caso rompe con el paisaje llano del avasallante desgajamiento social.