Por Eduardo Luis Aguirre

 

 



Hasta que en 1782 el Zar Nicolás II tomó la decisión de vender por algo más de 7 millones de dólares Alaska a los Estados Unidos, ese territorio proyectaba a la gran Rusia hasta el continente americano. Desde que se concretó este negocio, apurado por los temores de la corte rusa por la expansión geográfica y militar de Gran Bretaña, los estadounidenses pasaron a convertirse en una potencia del Ártico, en lo que fue una de las modificaciones soberanistas más importantes de la modernidad. Y no estaría de más agregar, que hasta que México perdió una porción fenomenal de su territorio por la fuerza, el país azteca limitaba con Rusia.

Así las cosas, en un contexto de una guerra “convencional” en pleno siglo XXI, es necesario destacar que Estados Unidos y Rusia siguen siendo vecinos y comparten fronteras. No obstante, sus históricas diferencias, incluso las que se profundizaron después de la IIGM, nunca se saldaron militarmente en sus propios territorios. Esta larga “guerra por otros medios” reconoció epicentros tan lejanos e impensables como Corea, Vietnam, Cuba, Nicaragua, África, Medio Oriente y ahora Ucrania. Todos los países que fueron escenarios de guerras entre las dos potencias terminaron prácticamente destruidos, en especial los que fueron víctimas de las innumerables “intervenciones humanitarias” de los estadounidenses y la OTAN, llámense Yugoslavia, Irán, Siria o Libia, por nombrar solamente algunos.

Por ende, la proximidad histórica de sus fronteras y la elección de otros territorios para los históricos antagonismos Rusia y Estados Unidos, sin que en un siglo se produjera un solo enfrentamiento directo entre ambas potencias, podría (con un potencial ambiguo) hacer suponer que la crisis en Eurasia no derivará en un cataclismo en la medida que se recompongan los equilibrios y la estabilidad política en la región. Ocurre que esa salida, hasta el momento, parece bastante lejana.

Como se ve, hasta ahora no hemos hablado de Ucrania y tampoco de Europa. Esto no es una casualidad, dado que se trata de actores implicados directamente en el conflicto.

Vayamos a ello. Europa ha demostrado, paradójicamente, que no es una unión ni tampoco esa fachada unitaria es exclusivamente europea.

Las reacciones al interior de los países europeos, lejos de ser monolíticas, pusieron de relieve antiguos matices y rivalidades. Por ejemplo, entre Inglaterra y Alemania, entre ésta y Estados Unidos (el verdadero líder extra continental de la desprestigiada coalición occidental) y entre los países de Europa occidental y los estados del este. Las vacilaciones de Alemania y Francia en materia de ayuda a Ucrania, el juego propio del Reino Unido junto a Estados Unidos en la medida que el conflicto recrudecía y  la furibunda unidad de Eslovaquia y Polonia impulsando sin peso específico propio el conflicto contra Rusia son evidencias suficientemente indicativas. Otros hechos, que no son anecdóticos, completan un cuadro de desorden no exento de razonable temor. Desde la rapiña de cantidades importantes de la fértil tierra Ucraniana para ser llevada a Polonia hasta la debilidad alemana en materia de energía dan la pauta de que no todo aparece demasiado claro en esta guerra que ha masacrado a un número indeterminado de personas y provocado la huida de casi la mitad de la población Ucraniana hacia Rusia u Occidente. Estamos hablando de algo así como 20 millones de personas. Este desastre demográfico y la probabilidad concreta de una derrota del régimen irresponsable de Zelenski habilitan conjeturas de todo tipo. El analista español Fernando Moragón ha afirmado que “a los pobres ucranianos los europeos y estadounidenses los vamos a dejar tirados” en caso de una claudicación ucraniana. Esto presagia un futuro oscuro para ese país. Otros arriesgan que si Ucrania fuera derrotada la OTAN, con Estados Unidos a la cabeza, ingresarían de lleno en el conflicto. Nadie está en condiciones de arriesgar pronósticos, y aquí vuelven estas pequeñas evidencias, apenas indiciarias. Biden fue a Kiev en un avión previo aviso al Kremlin y entre las pérdidas no contabilizadas se encuentra el impacto de la sacrificada población ucraniana conducida a una guerra insensata, que dejará recelos y rencores por tiempos impredecibles contra los rusos. No hay más que recordar que durante la segunda guerra fueron muchos los ucranianos que saldaron su histórica hostilidad con Rusia peleando a favor de los nazis bajo el liderazgo de Stepán Bandera. Ese nacionalismo anti ruso está más vivo que nunca y las consecuencias trágicas de la guerra no harán más que potenciarlo. Europa saldrá debilitada de esta guerra y quebrantada definitivamente en sus fundamentos éticos históricos y deberá soportar la decisión errática de subordinarse a los designios unilaterales de la máxima potencia mundial; posición ésta que –extrañamente o no- asumieron también muchas de sus formaciones y espacios políticos “de izquierdas” o “progresistas” y muchos de sus intelectuales. Como siempre en la guerra la verdad es la primera víctima, el gigantesco sistema de desinformación que se ejerció sobre Occidente no permitió tener una mirada mínimamente cercana a las consecuencias de este acontecimiento horrible. La OTAN, con EEUU a la cabeza, ya registraba un antecedente criminal de estas proporciones. No hay más que recordar lo ocurrido en la Ex Yugoslavia y el enorme sesgamiento de la realidad histórica que también afectó el desmembramiento balcánico