Por Eduardo Luis Aguirre

 

La prensa hegemónica de occidente logró, una vez más, contribuir a correr el eje de una contradicción principal. En las últimas elecciones presidenciales francesas, instó a votar por el neoliberal Macron para evitar el advenimiento de lo que significaba un pretendido abismo: el triunfo de la formación reaccionaria que postulaba a Marine Le Pen. Macron ganó, Le Pen fue derrotada y la maniobra logró además su objetivo subliminal y clandestino: postergar a Jean Luc Mélenchon.



 Hasta un partido socialista desvencijado, al borde de la extinción literal, jugó a favor de la prédica conservadora.

La revancha llegó rápidamente. En las elecciones legislativas de la semana pasada. Mélenchon logró afirmar una coalición con socialistas, comunistas y verdes y obtuvo un resultado que equivale a una victoria. El empate técnico con Macron no solamente desplaza al infierno tan temido de la remanida ultraderecha, sino que inscribe a una izquierda nacional y popular, capaz de tomar distancia del seguidismo atlantista, la rusofobia y la guerra en una ubicación cercana a las grandes discusiones y contigua al Eliseo. La que vuelve es una izquierda que está dispuesta a tomar decisiones que impactan en la carnalidad cotidiana de los postergados y expropiados por el capital.

Por primera vez, una expresión populista de izquierda logra esa performance electoral en el país campeón de la democracia de occidente. Y, paradójicamente, el resultado electoral no puede convertirse en el objetivo principal de una reflexión concomitante con el acontecimiento francés. Un rápido proceso de acumulación de fuerzas, una revisión de la actitud de los progresismos y el impacto de un inquietante y previsible abstencionismo ponían al pueblo galo ante una disyuntiva de hierro.

Mélenchon acumula un sedimento irreprochable en su concepción y su discurso, y encarna la imposición del argumento como forma de hacer política. La levedad de los tenues enunciados y del odio al diferente se vio obligado a ensayar un rápido retroceso. Hace mucho que esto no ocurría. El éxito de Francia insumisa, la unidad de un pueblo a través de demandas equivalenciales y la construcción de hegemonía, no debería llevar a los progresismos a razonamientos diletantes. Todo bien con la ola de calor, pero bajar la edad de la jubilación o darle la ciudadanía francesa a Assange son medidas emancipatorias de otra espesura. Y es por ahí. La disputa por el sentido común no puede volver a intentarse desde lo bueno/ accesorio. Este es el gran desafío de las socialdemocracias. Los tiempos que describía Tony Judt hace rato que no existen. Es suicida que sea la derecha la que intervenga en las cuestiones neurálgicas de la sociedad. Porque su estrategia es conocida. Invocará valores, falsificará la historia y terminará quemando libros, tal como lo hace en España. Está claro que no hay espacio para la toma del palacio de invierno. Pero las izquierdas deben afrontar los temas más urgentes sin dilación. Será difícil que este batallador nacido en Marruecos pueda ser demonizado como un líder o una lideresa latinoamericana. Aquel orador que hace unos años emocionaba con su discurso en el puerto de Marsella, congregó a 100.000 personas hace pocos días en París. Algo ocurre en el país de la igualdad, la libertad y la fraternidad, en la tierra que inventó el contrato social, el gran artefacto de control social de las burguesías del mundo. Como siempre ocurre en estos casos, la prudencia suele ser -en medio de lo contingente- la mejor consejera.