Por Eduardo Luis Aguirre

 

Frente a un hecho dramático como la guerra entre la OTAN y Rusia los recursos y herramientas de la diplomacia parecen hasta ahora insuficientes e incapaces de detener un conflicto cuyas consecuencias son manifiestamente imprevisibles.

Esa imprevisibilidad está marcada por la decisión de la diplomacia de occidente de encerrar a Rusia y obligarla a sostener, por todos los medios a su alcance–que en su caso no son pocos- la indemnidad de su espacio vital. El gigante euroasiático reaccionó con una violencia inusitada para preservar sus fronteras y su propia supervivencia y eso se percibe como un peligro planetario francamente temible. Toda la historia rusa está jalonada por una celosa certidumbre de la necesidad de mantener al resto de las potencias hostiles a una distancia geopolítica y militar razonable para evitar ataques que se han multiplicado a lo largo de los tiempos. Y esto no es un capricho. Su propia delimitación geográfica, como acontece en muchísimos otros casos, así lo determina.

Después del colapso de la Unión Soviética y con un país sumido en la desmembración territorial, la pobreza y el caos, Estados Unidos y sus aliados le prometieron a Moscú que la OTAN no intentaría ganar terreno hacia el este. Esa fue una condición sine qua non impuesta por aquel país en estado de postración, derrota y ollas populares en la Plaza Roja. Ese punto fue, desde siempre, crucial para los rusos. Si las amenazas externas ultrapasaran las líneas rojas estratégicas harían que la nación fuera inexorablemente vulnerable. Por supuesto, occidente incumplió su compromiso y dio comienzo así a un diferendo cada vez más inmanejable.

En la memoria de los que intentan reconstruir la verdad histórica se conservan ejemplos de envidiables diplomacias que desde siempre se exhibieron como expresiones destinadas a anticipar los riesgos y preservar los intereses permanente de sus pueblos. Desde la Cancillería aragonesa que dio testimonio y facilitó la conquista de América, hasta las tradiciones reconocidas en el Reino Unido, Alemania, China, Brasil, Estados Unidos, la Unión Soviética (y luego Rusia), Japón y Chile constituyen solamente algunos de los casos que podemos enunciar en ese sentido.

Rusia posee un canciller y otros funcionarios de primerísima línea, reconocidos en el concierto internacional. Serguei Lavrov y Maria Zakharova son dos ejemplos de esa consistencia y su formación y aptitudes intelectuales están fuera de toda duda.

La pregunta es por qué ni estos calificados especialistas rusos ni sus pares de occidente pudieron evitar la guerra. La respuesta implica un ejercicio similar al mito del eterno retorno. La confortable decisión de la administración Biden fue generar las condiciones necesarias para que el conflicto alcanzara un voltaje inédito y la diplomacia se encontrara en una encerrona. Está claro que Ucrania es una excusa para la primera potencia militar del mundo y un dilema incómodo para una Europa que ha decidido protagonizar un seguidismo por demás riesgoso a las retóricas y prácticas belicistas de los Estados Unidos. La OTAN, desde el Consenso de Washington hasta ahora no ha hecho más que consolidarse como el brazo armado de un sistema de control global punitivo que se ejercita por medios diversos. Los antecedentes son elocuentes: Yugoslavia, Irak, Afganistán, Siria, Libia y siguen las firmas.

No es correcto, entonces, pensar que Rusia provocó un fortalecimiento de la OTAN con sus decisiones. Con la implosión de los socialismos reales y del Pacto de Varsovia los principales líderes occidentales debatieron cuál debería ser el futuro de la alianza. Y tomaron la opción de transformar su condición defensiva originaria en un pacto ofensivo que sería la reserva armada del neoliberalismo global.

El estallido y el golpe de estado de 2014 pusieron a Kiev en posición de transformarse en un Campo de Marte sacrificial que Rusia no puede tolerar en la medida que el gobierno de Volodomir Zelensky siga reivindicando un insensato ingreso a la alianza atlántica. Algo que pretenden imitar otras potencias como Finlandia o Suecia, también “apoyadas” por los Estados Unidos invocando razones “pragmáticas”, conforme lo hizo el gobierno finés hace pocas horas. Ese alineamiento es demasiado grosero para cualquier instancia diplomática. Equivale a la puesta en marcha un operativo global de occidente tendiente a encerrar, a obturar las vías pacíficas o diplomáticas de un conflicto que, contrariamente a lo que se expresa, no sorprendió a nadie. La” teoría del loco” y la expectativa de que sea el otro quien ceda es una pulseada que desplaza a la diplomacia como forma pacífica de conjurar este desastre. Y esta conducta no se la podemos enrostrar a Rusia, más allá del horror que su intervención armada ha causado en todo el mundo. Frente a la escalada belicista de quienes dominan el mundo, una mayoría aplastante de sus habitantes no quieren la guerra y ruegan por la posibilidad de que finalmente sea la diplomacia, paradójicamente, la que pueda evitar el infierno tan temido.