Por Ignacio Castro Rey 
Queridos ingleses: en principio, gracias. Y esto no sólo por el revolcón que le habéis dado a la elite económica y política, a sus aliados informativos. Tiene gracia ver desde España a un Cameron que, ante el número 10 de Downing Street, habla de pasión, creencias, dimisión, sentidos y supervivencia. De modo menos flemático, por cierto, que el tono que Rajoy emplea para pedir poco después serenidad ante la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Tras toda la verborrea que vendrá, teñida del impresionismo propio de los medios -el mismo que se equivocó en sus cálculo del voto británico- queda un hecho seco, casi terrorífico para Deutsche Bank y el capital financiero: El Reino Unido inicia el 24 de junio su salida de la Europa económica, un ámbito en el que -recordémoslo- siempre fue un socio incómodo. La noche de San Juan impulsa ritos de paso, creían los antiguos.
De alguna manera, en una superestructura comunitaria que se ha alejado gradualmente de las poblaciones, el Brexit podría ser una buena noticia. Es posible que a partir de aquí, al menos si no se cumplen los pronósticos de un temido efecto dominó, Europa haya de tomar nota y reiniciar un formateo de sus perspectivas. El psicodrama actual -el orgullo francoalemán herido, el seísmo bursátil- no se arregla simplemente con un “más Europa”, como le gustaría creer a algunos conversos recientes de la bandera europea. La Europa política y democrática que ha hundido a Grecia, que ha ayudado a España al precio de convertirla en una nación casi completamente subsidiaria, tendrá que hacer un esfuerzo político y social -incluso espiritual, dicen algunos- sin precedentes para salir de este bache.


Por lo pronto resulta curioso, en un mundo teóricamente dominado por la comunicación, que nadie hable del fracaso estrepitoso de la información y de las encuestas. Hay algo que la superestructura periodística, aliada de la City y las modas urbanas, al parecer no puede comprender. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización, dijo hace años Baudrillard en un famoso análisis -a fuego pasado- del 11 de septiembre neoyorquino. En todo caso, se equivocan quienes piensan, como ocurre con frecuencia en la vieja y nueva casta española, que hay que pensar con la cabeza -o sea, con el bolsillo-, y no con el corazón, para afrontar las decisiones que afectan al espectro político. Afortunadamente, la humanidad es más intuitiva que racional. La elite puede estar orgánicamente clonada, pues vive en un jet de vida que se lo permite, pero los pueblos, eso que -con cierto desprecio ilustrado- el periodismo llama con desdén la Inglaterra profunda, la España o la Francia profundas, difícilmente pueden permitirse ese lujo. Y hace mucho, mucho tiempo que Bruselas está alejada de esos pueblos, también de la Alemania profunda. Con razón tememos que nuevas sorpresas pueden advenir de este divorcio. No olvidemos que el fiasco británico de las encuestas vuelve a recordar hasta qué puntos las elites -políticos, informadores, ejecutivos de la City y “juventud urbana” incluidos- están muy alejadas de un pueblo que nunca ha sido llano, esto es, fácil objeto de la transparencia. También en política, el corazón tiene razones que la ilustración cívica no comprende.
Y son poderosas razones. ¿Cómo no va a haber vociferantes populismos si los tecnócratas, de cumbre en cumbre, empujan a los pueblos de un abismo a otro? No hace falta que hoy lo recuerde Corbyn. Lo que ha hecho Cameron con los trabajadores y la clase media en Gran Bretaña explica en parte el voto de ayer en la Inglaterra real, que tiene más que razones para vincular Europa a un turbocapitalismo que ha arruinado en serie millones de formas de vida. Y es demasiado fácil tildar de xenófoba a toda esa gente que, empobrecida de manera humillante, ve peligrar su modo clásico de supervivencia mientras la inteligencia europea defiende, en paralelo a la fluidez global de capitales, una libre circulación de personas que ellos jamás van a sufrir porque viven en puestos de elite, privados y públicos, y en lujosas urbanizaciones blindadas.
¿Qué puede hacer ahora Europa? A pesar del susto, no va a pasar nada catastrófico. Se tomarán medidas económicas, políticas y hasta sociales. Superado el enfado y el periodo de desconexión, se intentará una nuevo contrato con la Gran Bretaña. Una idea latente será volver a cierta alianza con la enorme potencia económica rusa; al menos, atenuar las tensiones y las sanciones al gigante del este. Alemania, Francia e Italia, aunque se incomode el amigo americano, tendrán que pensar en ello. Pero tal vez esto le venga un poco grande a los intereses miserables de la burocracia en Bruselas.
Mientras tanto, la cultura de John Berger, de Blake y Shelley, de Auden; incluso la de Lennon, Russell Brand o Comet Gain: ¿Se ha ido? No, es un puente indispensable con el oeste y medio mundo. De la literatura al comercio, los angloamericanos tienen la energía unilateral que hace mucho tiempo que otros europeos, con esta admiración financiera hacia Maastrich, hemos perdido. Algún día, tarde o temprano, se arreglará el tema del Peñón. Mientras tanto, el auténtico contencioso que España -y parte de la vieja Europa- mantiene con el Reino Unido, incluso gobernado por el aguado Cameron, es que ellos no tienen miedo a la independencia. Es decir, no tienen el menor reparo insular en ejercer la fuerza económica, política o militar, que no estaba al alcance de Grecia. Es esta ley singular y primaria que rehace el mundo, a veces ejercida con extrema crueldad -tardaremos en olvidar lo que los británicos hicieron con la OTAN en los Balcanes-, lo que les permite algo que pocos se atreverán a hacer: vivir al margen de la seguridad clínica que en Europa asociamos al progreso.
Una penúltima cuestión. El colmo de la ironía sería que todo esto del Brexit, a la larga, tal vez importe poco. Con o sin Unión Europea, es posible que el drama del Reino Unido sea una clonación económica que parece servida, desde todas partes, en el modo infiltración. Y esto es lo difícilmente evitable, un capitalismo -por llamarle de algún modo- que ha calado hasta los huesos en todas las elites nacionales, desde la juventud radical urbana a las ideologías de índole populista. La mitología mundial de las conexiones, que es la religión de la época, exige vidas privadas en reserva, mudas por una macroeconomía que ha penetrado los tejidos, y una posterior expresión pública espectacular. Poco a poco, dentro o fuera de la UE, es posible que los ingleses se acaben pareciendo cada vez más a la mansedumbre alemana o belga, aunque sigan alborotando los fines de semana en torno al sexo, la cerveza y su equipo de fútbol. Por eso, sin restarle dramatismo a la sorpresa de estos días, es de esperar que Inglaterra acabe firmando un buen acuerdo preferencial con una Unión Europea que no tiene más remedio que reforzarse hacia dentro y también hacia el sur y el este.
¿Lo que no logró el Yugo Normando, tampoco la Armada Invencible ni el III Reich, lo acabará quizás logrando una fluidez económica que promete la deslocalización vital, que las existencias no pesen? Muy lejos de lo que pensaba Marx, bastante inglésen sus concepciones empíricas, el poder de la economía -ese “afán de lucro” que el capitalismo embridó desde el principio- es el de una metafísica que combina el aislamiento insular y una posterior conexión marítima o continental. La potencia comercial británica es esto, la potencia expansiva del aislamiento: una dialéctica entre insularización y feroz competencia privada que se ha mostrado imparable. Es en esta dialéctica inapelable, que Alemania ha aprendido muy bien tras su derrota a manos de los aliados angloamericanos, donde Europa -con o sin apertura al Este- puede armarse de paciencia y esperar otra vez a la Gran Bretaña. Lo que ha salido por la puerta volverá a entrar por la ventana.